Desde ayer, mientras las cabecillas de alfiler blanco con las que jugaban ángeles díscolos, se tornaban menudos copos de nieve, estoy pensando si hacer esta entrada. No me refiero a las palabras justas que ocuparán sus líneas (eso, hasta que me pongo ante el teclado, me parece un imposible), sino a la idea que la riega, a ese calambre que supuestamente le ha de dar luz.
Este bloc cibernético tiene entre su fondo de armario un componente similar al del diario íntimo, aunque no llegue a ser lo mismo. Sin embargo hay días en que a uno le apetece vestirse con alguna de esas prendas que supuestamente sólo se lucen en la intimidad del propio salón. ¡Pero son tan cálidas, ayudan tanto a pasar días como el que hoy ha amanecido!
En fin, que después de todo, y ya que este territorio quiero que se parezca a salón de casa más que a la plaza pública, me permitiréis que os abra un pedazo del corazón; y os pido perdón por anticipado, por si os parece excesiva la confianza.
Hoy hace dieciocho años que una niña vino al mundo. Por ser meticulosos, a estas horas ya llevaba unas pocas sobre este planeta, pues nació transcurridos cinco minutos del dos de diciembre de 1990. (La susodicha está en edad de proclamar los años que tiene. Dentro de bien poco, ay, empezará a ocultarlos con esa coquetería propia y respetable de las damas).
Hace dieciocho años el día era el anverso meteorológico de hoy, aunque se tratara de la misma moneda: la del frío. Hace dieciocho años, digo, el celaje estuvo limpio todo el día (y la víspera, y las jornadas siguientes), las estrellas lanzaron venablos de hielo sobre la piel de la vieja ciudad dormida. Pero mi corazón era capaz de calentar el universo con la ilusión que me rebosaba. Entonces comprendí que la vida era esperanza indestructible, aunque durante el camino se resquebrajaran algunas cosas, o algunas cosas se perdieran para siempre. Entonces comprendí que haber accedido a la responsabilidad del cuidado de la existencia de otra persona, es la más alta distinción a la que puede ser ascendido el ser humano. Y también comprendí que este honor únicamente se puede cumplir con mínima dignidad si, primero, se dispone de un buen ejemplo previo y, segundo, uno se arremanga, se atavía con mono de faena y se olvida de quien es, para que su horizonte sea el horizonte de las pequeñas pupilas nuevas.
De pronto, o quizá no tanto y no me daba cuenta, el mundo (el eje de su giro) cambió de posición, aceleró su paso de modo incontrolable y el pivote de su elipse era una criatura de apenas tres kilillos y cincuenta centímetros de longitud, que desde el primer minuto levantaba su cabecilla morena para columbrar el nuevo espacio que la había acogido. Los músculos de su cuello, tan frágil como una caricia, no podían sujetar aquella cabeza, pero no le importaba mucho, ella no hacía más que intentar alzarla, para acabar percutiendo su carita sobre la sabanilla blanca. Un movimiento, un balanceo, que duraba unas fracciones de segundo, unas milésimas si acaso, pero que repitió tantas veces aquella madrugada. Supe, mientras contemplaba aquel esfuerzo, que toda mi vida (la anterior y la que viniera –la que vino–) tenía como verdadero fin 'des-vivirme' por ella. Y cuando un par de años y unos meses después, su hermana hizo su entrada fulgurante en el mismo planeta, todo se multiplicó por dos: la ilusión, la responsabilidad, la velocidad del giro del tiempo, la sensación de que la vida es imparable, aunque vaya del brazo con la muerte y algunos días parezca que su calavera sonríe ocupándolo todo.
Míriam se ha levantado esta mañana con dolor de cabeza, que aún le dura desde ayer. Tuve la precaución, anoche, de hacerle mi regalo, pues esta tarde no podremos compartirla, ya que la vida, entre otras cosas, trajo la liberación de unas cadenas que hace dieciocho años, sin que casi lo supiéramos, comenzaron a convertirse en pesadilla lacerante. Digo que le hice su regalo anoche, justo cuando las manecillas del reloj atravesaron el umbral del día, y descubrí en ella la misma ilusión, al menos durante una mínima fracción de tiempo, que le hacía abrir sus enormes ojos negros, cuando siendo niña desgarraba impaciente los papeles de colores que ocultaban sus obsequios. El brillo del cordón de plata de la pulsera de pandora se confudió con el resplandor de la nieve y con el espejeo de una furtiva lágrima, casi invisible, no obstante.
Han pasado dieciocho años, y creo que se me escapa; se me ha escapado ya, de hecho. No digo que físicamente haya abandonado la casa, para eso aún falta tiempo, supongo; lo que digo es que su corazón anda en otros latidos, en otras ilusiones, en otras esperanzas, que poco tienen que ver con las de su padre, un carroza aburrido. Y me alegro, pues parte de mi misión, acaso la más trascendente ahora mismo, es contemplar como sigue su camino, el que nadie puede recorrer por ella, atento, muy atento, pero silencioso y quieto, por si hiciera falta mi concurso.
Probablemente no leerá esta página, no está por la labor de leer los rollos que escribe su padre, si lo hiciera seguro que me reprocharía su contenido con una mirada llena de cristalitos tibios.
En fin, perdonad todos que hoy haya salido a la calle con la rebeca que me pongo en casa. Quizá esté pasada de moda, quizá tenga bolitas, quizá lleve algún zurcido (de hecho tiene un buen costurón en el centro del alma), pero os aseguro que está limpia, la lavo cada noche y cada madrugada se me seca, está planchada y me da mucho calor, un calor que ha tomado del que emanan los corazones, un calor que se agradece en una jornada tan fría, pero tan hermosa, como la de hoy.
Este bloc cibernético tiene entre su fondo de armario un componente similar al del diario íntimo, aunque no llegue a ser lo mismo. Sin embargo hay días en que a uno le apetece vestirse con alguna de esas prendas que supuestamente sólo se lucen en la intimidad del propio salón. ¡Pero son tan cálidas, ayudan tanto a pasar días como el que hoy ha amanecido!
En fin, que después de todo, y ya que este territorio quiero que se parezca a salón de casa más que a la plaza pública, me permitiréis que os abra un pedazo del corazón; y os pido perdón por anticipado, por si os parece excesiva la confianza.
Hoy hace dieciocho años que una niña vino al mundo. Por ser meticulosos, a estas horas ya llevaba unas pocas sobre este planeta, pues nació transcurridos cinco minutos del dos de diciembre de 1990. (La susodicha está en edad de proclamar los años que tiene. Dentro de bien poco, ay, empezará a ocultarlos con esa coquetería propia y respetable de las damas).
Hace dieciocho años el día era el anverso meteorológico de hoy, aunque se tratara de la misma moneda: la del frío. Hace dieciocho años, digo, el celaje estuvo limpio todo el día (y la víspera, y las jornadas siguientes), las estrellas lanzaron venablos de hielo sobre la piel de la vieja ciudad dormida. Pero mi corazón era capaz de calentar el universo con la ilusión que me rebosaba. Entonces comprendí que la vida era esperanza indestructible, aunque durante el camino se resquebrajaran algunas cosas, o algunas cosas se perdieran para siempre. Entonces comprendí que haber accedido a la responsabilidad del cuidado de la existencia de otra persona, es la más alta distinción a la que puede ser ascendido el ser humano. Y también comprendí que este honor únicamente se puede cumplir con mínima dignidad si, primero, se dispone de un buen ejemplo previo y, segundo, uno se arremanga, se atavía con mono de faena y se olvida de quien es, para que su horizonte sea el horizonte de las pequeñas pupilas nuevas.
De pronto, o quizá no tanto y no me daba cuenta, el mundo (el eje de su giro) cambió de posición, aceleró su paso de modo incontrolable y el pivote de su elipse era una criatura de apenas tres kilillos y cincuenta centímetros de longitud, que desde el primer minuto levantaba su cabecilla morena para columbrar el nuevo espacio que la había acogido. Los músculos de su cuello, tan frágil como una caricia, no podían sujetar aquella cabeza, pero no le importaba mucho, ella no hacía más que intentar alzarla, para acabar percutiendo su carita sobre la sabanilla blanca. Un movimiento, un balanceo, que duraba unas fracciones de segundo, unas milésimas si acaso, pero que repitió tantas veces aquella madrugada. Supe, mientras contemplaba aquel esfuerzo, que toda mi vida (la anterior y la que viniera –la que vino–) tenía como verdadero fin 'des-vivirme' por ella. Y cuando un par de años y unos meses después, su hermana hizo su entrada fulgurante en el mismo planeta, todo se multiplicó por dos: la ilusión, la responsabilidad, la velocidad del giro del tiempo, la sensación de que la vida es imparable, aunque vaya del brazo con la muerte y algunos días parezca que su calavera sonríe ocupándolo todo.
Míriam se ha levantado esta mañana con dolor de cabeza, que aún le dura desde ayer. Tuve la precaución, anoche, de hacerle mi regalo, pues esta tarde no podremos compartirla, ya que la vida, entre otras cosas, trajo la liberación de unas cadenas que hace dieciocho años, sin que casi lo supiéramos, comenzaron a convertirse en pesadilla lacerante. Digo que le hice su regalo anoche, justo cuando las manecillas del reloj atravesaron el umbral del día, y descubrí en ella la misma ilusión, al menos durante una mínima fracción de tiempo, que le hacía abrir sus enormes ojos negros, cuando siendo niña desgarraba impaciente los papeles de colores que ocultaban sus obsequios. El brillo del cordón de plata de la pulsera de pandora se confudió con el resplandor de la nieve y con el espejeo de una furtiva lágrima, casi invisible, no obstante.
Han pasado dieciocho años, y creo que se me escapa; se me ha escapado ya, de hecho. No digo que físicamente haya abandonado la casa, para eso aún falta tiempo, supongo; lo que digo es que su corazón anda en otros latidos, en otras ilusiones, en otras esperanzas, que poco tienen que ver con las de su padre, un carroza aburrido. Y me alegro, pues parte de mi misión, acaso la más trascendente ahora mismo, es contemplar como sigue su camino, el que nadie puede recorrer por ella, atento, muy atento, pero silencioso y quieto, por si hiciera falta mi concurso.
Probablemente no leerá esta página, no está por la labor de leer los rollos que escribe su padre, si lo hiciera seguro que me reprocharía su contenido con una mirada llena de cristalitos tibios.
En fin, perdonad todos que hoy haya salido a la calle con la rebeca que me pongo en casa. Quizá esté pasada de moda, quizá tenga bolitas, quizá lleve algún zurcido (de hecho tiene un buen costurón en el centro del alma), pero os aseguro que está limpia, la lavo cada noche y cada madrugada se me seca, está planchada y me da mucho calor, un calor que ha tomado del que emanan los corazones, un calor que se agradece en una jornada tan fría, pero tan hermosa, como la de hoy.
8 comentarios:
¡¡FELICIDADES MIRIAM!!
Ah, una cosa, Amando.
"Carroza" ya no lo dicen ni los más carrozas, no me jodas, jajajajjaja.
Un abrazo.
Tu relato ha hecho que quizá por similitud haya revivido esos primeros momentos, esas maravillosas sensaciones y aunque algún paso por detrás de tí, también un dia viviré esos 18 años.
felicidades a ti amando!
un beso.
fdo:
madre superada-alterada.
Las madres superadas/alteradas son madres cansadas, porque piensan, con razón, que su hija es lo más importante del mundo.
Ánimo, que llegarán los dieciocho y aunque duermas más (¿?), la preocupación será más honda.
Disfruta de Enma mientras puedas
Me uno a "felicidades miriam" aunque con un día de retraso.
Amando, como casi siempre, das en el clavo expresando sentimientos. A veces sacas la perspectiva de una madre....
S.V.
¡¡¡¡ La "ostia" Ana...perdón Amando !!!! pero que bien escribes. Para mi cumple yo quiero uno...
Yo también me pongo la rebeca de andar por casa mucho para salir a la calle. Sienta muy bien, verdad? A veces hasta salgo en zapatillas... Enhorabuena, sospecho que la tribulación de un padre o de una madre no termina nunca...
Evaasecas:
Sí a veces es lo más cómodo y lo más real, lo mejor, nada de disfraces... Ahora, lo de las zapatillas... A eso creo que nunca he llegado, salvo para bajar la basura.
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