viernes, 28 de junio de 2013

Alena Collar. El chico de la chaqueta roja

Alena, te escribo esta carta, no en la superficie de un correo electrónico, porque sé lo que pasaría, porque sé que estaría en Internet y porque allí, en Internet, me distraería y pensaría que tengo no sé cuántos correos que contestar.
Y no quiero. No quiero distraerme, no que no quiera contestarlos, no me malinterpretes.
Más aún, estoy pensando que esta carta la convertiré en carta abierta y la publicaré en Pavesas y cenizas, en este blog que tengo un poco abandonado, como si me hubiera cansado de él, pero no me he cansado del blog, es que… Bueno, es que nada.
Acabo de fumarme un cigarrillo para ponerme a la altura de los personajes de tu novela, y porque después de acabar la lectura de El chico de la chaqueta roja me hacía falta. Un modo de celebrar esta lectura.
Portada de la novela
Ahora llega lo difícil: decir que es una novela muy grande y que no suene a que hago la pelota a una amiga. Y llenarme de dudas. Porque, si publico mi opinión como una reseña, pensarán que escribo así porque, qué voy a decir de una amiga, que además tiene las agallas de aguantarme todos los meses un artículo intrascendente en una revista que cada mes aumenta su número de lectores. Pero no va a suceder esto, quien me conoce sabe cómo soy, y quien no me conoce decidirá en todo caso lo que estime conveniente con la libertad que corresponde.
Sí, ya sé que te da lo mismo. Ya sé que hemos hablado de la novela y que incluso he comentado en la plataforma Entre escritores lo que me ha parecido la historia. Pero me parece poco, aunque también sé que lo que uno diga se escucha menos que la caída de la ceniza de un cigarrillo sobre la acera.
El chico de la chaqueta roja, me parece, una apuesta por el lector, una apuesta para que el lector deje de ser dos ojos y un cerebroesponja que reciben los datos suministrados por el escritor, con la misma pasividad con que la tierra recibe la lluvia, sin hacer nada. Tú no te conformas con eso. Quizá porque has leído tanto —y no vas a dejar de hacerlo—, estás hasta la aureola del moño de la pasividad y quieres que el lector sea al menos una planta —iba a escribir flor, escribo, pero lo mismo resulta cursi—, es decir, o sea, alguien que tiene que poner en marcha la atención y descubrir que el libro —electrónico de momento— necesita un poco de esfuerzo, un poco más de atención de lo habitual para entrar en el juego que propones: el autor que mientras escribe la historia, reflexiona sobre el modo en que la escribe o la podría escribir y, además, o de paso, propone toda una teoría sobre la narrativa…, y sobre la propia vida, sobre la propia relatividad de la vida, por precisar algo más.
¿Somos parte de una muñeca rusa? El autor que escribe sobre un autor que escribe sobre un autor que quiere enseñar su novela primeriza al autor que está escribiendo una novela sobre cómo vencer a los tiburones. Y al final, El chico de la chaqueta roja es la novela de los tiburones, la novela con la que el autor —a través de las técnicas narrativas— se enfrenta a la persona que pretende ocultar bajo el disfraz de escritor, ese disfraz que, acaso, coja cada mañana, cuando se quita el pijama y sale del dormitorio para desayunar.
Has demostrado —como ya demostraron otros, pero esto no termina de convencer a los lectores— que muchos escribimos obviedad tras obviedad repitiendo hasta el hartazgo las mismas fórmulas que de tan usadas se desgastan; sin embargo son las fórmulas que venden, que dan réditos y convierten en negocio más que rentable a algunas editoriales.
Es curioso que en pintura o escultura haya poca discusión sobre lo anticuado que ha quedado el realismo. Aunque la mayoría de espectadores no entendamos nada del arte abstracto —acaso porque muchos artistas hayan escamoteado el verdadero abstracto convirtiéndolo en mera frivolidad—, tenemos asumidas ciertas vanguardias. Pero no tanto en literatura, salvo, quizá, en poesía, porque la mayoría se encoge de hombros y condesciende con las aventuras de los poetas, porque, al fin y al cabo, ya se sabe, son poetas, y qué se va a esperar de los poetas, y quién va a leer a los poetas.
Pero dicho todo esto, conviene recalcar con contundencia que esta historia la puede entender cualquiera, a poco que entre con los ojos limpios y la mente atenta durante las primeras páginas, es decir, que se acostumbre al ambiente. A veces nos ocurre con los museos, con los bares, con los bosques, con las iglesias, con las discotecas (¿quedan discotecas?)…, cuando entramos en ellos la luz, el aroma, las perspectivas, la decoración, el sonido, nos chocan, no se corresponden con las coordenadas habituales, pero enseguida nos acostumbramos a ellas. Pues así con El chico de la chaqueta roja. No se trata —por poner malos ejemplos— de una dificultad como tiene la lectura de Ulises de Joyce; ni siquiera son necesarias las cabriolas que a veces parece necesitar comprender Rayuela, ni mucho menos, San Camilo 1936. Como ya te he dicho hace poco, el ambiente, el entorno, el tono, la atmósfera, se asemejan más a Seis personajes en busca de autor de Pirandello, pero, sobre todo a la teoría sobre la ‘nivola’ que Unamuno plasma en Niebla.
Quiero decir que la historia se lee con el mismo sosiego con que se puede leer cualquier otro relato: no hay saltos temporales, si acaso recuerdos que no confunden el entendimiento del lector. Tampoco se rompe la unidad espacial, aunque varíen mínimamente las localizaciones: un pueblo de la Sierra, Madrid, el Pantano. Sobre todo se oye a los personajes, las voces se unen, se enlazan del mismo modo en que se unen y enlazan las conversaciones normales con los pensamientos de unos y otros. Y la única dificultad —si esto es una dificultad— es la ausencia de las acotaciones que el narrador inserta a modo de andariveles, frenos las más de las veces para el relato, para que el lector transite cómodamente por el texto.
A mi modo de ver, El chico de la chaqueta roja es una narración de personajes que hablan o piensan, y a través de su expresión y de lo que dicen, el lector los va conociendo. Y los conoce sin necesidad de saber si miden tantos centímetros, los cabellos son de este color, o los ojos de tal otro, o el gesto, o el… Y sin embargo quien lee sabe de cada uno aquello que tiene que saber, y el resto —que para eso es lector, y por eso tanto lo respetas— lo pone su imaginación, como yo he puesto cara, fisonomía timbre de voz, gestualidad, a Carlos, Pablo, Nuria, Nati, Etelvino, incluso, si me apuras, a Lolita. Clara y don Augusto. Y esto sucede porque desde el principio has abierto la puerta al lector, le has propuesto que participe, que también activamente piense en la historia, en sus posibilidades. Pero sobre todo sucede porque —como ya has demostrado suficientemente en otras de tus obras, como Estampaciones o La casa de Alena— consigues convertir tus palabras en transcripciones literales del modo de hablar de la gente. Los personajes de tu novela son verdaderamente humanos en su manera de expresarse, con la misma naturalidad con la que podemos hablar un grupo de amigos mientras tomamos unos vinos o paseamos por la calle.
Si uno fuera uno de esos críticos que tanto ‘quieres y admiras’ empezaría ahora hablar de otras cosas tremendas de la novela como la estructura, la influencia de tal o cual autor a lo largo del texto (alguna tan evidente —Saramago—, que hasta citas a los autores para que no nos queden dudas, e incluso homenajeas a alguno del mejor modo que se podría hacer, de la manera en que si yo fuera el homenajeado me gustaría que hicieran), la ausencia de descripciones al uso y sin embargo cómo no dejas de hacerlas usando de un lirismo hondo —nada cursi— que demuestra tu modo de mirar al mundo, tanto que te atreves a arrancar y cerrar la novela con semejante tono, la presencia constante de tu ironía, a veces sarcasmo.
Pero ellos no hablarían de la mirada tierna que arrojas sobre los seres humanos, quizá se quejarían de que no hay nada tremebundo que ocupe el relato, aunque al fondo la muerte transita despellejando vidas y llenando nuestros sueños de tiburones y pantanos de agua oscura. Eso sólo lo hacemos quienes leemos por placer y decimos lo que pensamos, aunque nos equivoquemos, aunque nuestras palabras sean ajenas al discurso oficial, aunque seamos tan subjetivos como nuestra hipermétrope mirada.
Y, sobre todo, no escribirán que en esta novela suceden las cosas como sucede la vida, sin previsión que valga. Y eso lo recalcas una y otra vez de un modo u otro. No ocurre, sin embargo, nada extraordinario, pero es que en el día a día tampoco suele haber grandes dramas, tragedias o momentos de gloria; son más bien los pequeños imprevistos: un dolor de cabeza, una llamada de teléfono, un correo electrónico de alguien, una mirada nueva, una frase a destiempo…, dan al traste con lo que se pensaba hacer al minuto siguiente; y esta modificación tan sutil y puntual ha convertido en otro el argumento de nuestro día; acaso no sustancialmente, pero sí lo suficiente para que si no hubiera sucedido, o si hubiera acontecido otra cosa, la jornada fuese bien distinta.
Me has dicho —nos has dicho—, que la plataforma Entre Escritores sirve, entre otras cosas, para que aquellas obras que reciban buena acogida por los lectores, puedan ser publicadas por alguna editorial. Porque lo he visto, sé que El chico de la chaqueta roja está recibiendo esa calurosa acogida, y ojalá se cumpla con lo prometido. Como están demostrando estos comentarios, hay más lectores de los que parece, que aceptan esta literatura como parte de su lectura. Ahora hace falta que algún editor asuma el riesgo. La tarea no es fácil, pero ahí está el envite.
Es curioso, si hoy fuera mañana, a estas horas en Segovia estarían a punto de iniciarse los fuegos artificiales, porque es el día grande de la fiesta. Y tampoco parece que vaya a llover. Lo que no sé es si habrá un Etelvino que procure el encuentro entre Pablo y Carlos, o el entierro de los tiburones.
Acabo con una pregunta: ¿Por qué escribimos, Alena?
Acaso esta sea la única cuestión a la que debiéramos contestar los escritores. Pero la respuesta es tan corta y contundente que nos asusta, e incluso va en contra de nuestro laboreo. Y es la respuesta que das en la novela. Justo la última palabra, justo la última frase que es eso, una palabra que vale por una declaración de intenciones, una especie de Constitución con único artículo: Escribo.

Por favor, Alena, sigue escribiendo.

domingo, 16 de junio de 2013

Linternas (Oniliria XVIII)

Aquello que supera el tono inútil de una pregunta, se torna lágrima inalcanzable, aunque resbale lentamente a través de tus mejillas, adheridas a las mías.
Entender es necesario para lo pasajero. Lo esencial se siente. Salva.

Leer los poemas en mitad de la noche, ayuda a descubrir cuál de ellos sirve para guiar en el laberinto.

domingo, 9 de junio de 2013

Noche de junio (Oniliria XVII)

Tras archivar el invierno en perchas cuya estrechez de sangre negra perdura en el armario empotrado del recuerdo, he descubierto que hoy es imposible cerrar del todo su puerta; a través de la fenda abierta me alcanza la helada mano de escarcha.
He guardado la noche en la cartera, para que llene de estrellas mis recuerdos y el canto indestructible del ruiseñor afine mi bolsillo ahilándome a la rima de la existencia.
Afuera los vencejos desafinan, mientras el aire desflora la mañana en pertinaz contumacia de frío.