Hoy es domingo de Pascua. Decir
esto, además de una obviedad, es afirmar que, a pesar de todo —a pesar de mí—,
sigo tras la estela de una fe o una esperanza, ajena a otras cuestiones relacionadas
con organizaciones, liturgias o normativa canónica…
Tenía la
intención ayer sábado por la mañana de dejar algo escrito sobre la procesión
del viernes santo conocida como de los Pasos, que vi después de algunos años años.
Lo cierto
es que no tenía planeado nada de lo que he hecho en estos días, salvo lo del
jueves por la noche que estaba más o menos perfilado. Todo ha sucedido como si
una borrasca potente, breve y repentina, hubiera, primero, roto el timón de mi
embarcación y después la hubiera movido a su antojo por derrotas imprevistas.
El caso es que el viernes tenía pensado dedicar más horas de la tarde a dejar
algo escrito respecto del jueves, y a seguir la revisión de la vieja novela, o
tantear la posibilidad de acarrear algún material de construcción para iniciar
un proyecto que ha empezado a rondarme por la cabeza, aunque a primera vista
parece algo insensato. Sin embargo, la tarde en casa de mis padres se complicó
hasta hacerse horas difíciles, ásperas, dolorosas pues voy comprobando que el
laberinto en que se mueve mi madre cada día es un poco más intrincado y
viscoso, umbrío y solitario. Conclusión: bajé muy tarde de allí, con el ánimo
para escribir agotado, como si el pequeño manantial se hubiera secado en poco
más de cuatro horas. Así que decidí ver la Procesión.
Tras tanto
cambio de planes, pensé que enlazaría ésta de la capital con la de Chañe. Sin embargo,
de pronto, mientras ayer por la mañana regresaba de casa de mis padres (sí, el
despertador sonó a su hora), se me ocurrió otra cosa. Recordé como aldabonazo
estridente y repentino que escribí en Gorrión de Invierno, esa novela con un par de lustros a sus
espaldas, esa novela inédita e impublicable cómo su protagonista, Oliver
Berdugo Guisasola, sastre de Euritmia, vivió la de 1999, la última de su vida,
pues para entonces ya sabía el tiempo que el tumor cerebral le permitiría
vivir.
Entré en
casa con el estado febril de quien tiene, por fin, algo que hacer. Si quería
seguir con la revisión de Aquel Sábado Lluvioso, o quería empezar con lo nuevo, debía encontrar cuanto antes esas páginas.
Recordaba vagamente su contenido, y suponía que podían servirme para el diario
y quizá para Pavesas y Cenizas. En
teoría sabía en qué parte del relato las situé, en el primer tercio de sus más
de cuatrocientos folios. Repasé a grandes trancos. Algún párrafo me llamaba la
atención. Sin darme cuenta, ralentizaba el ritmo de lectura. Sabía lo que
buscaba y por qué lo buscaba, pero Oliver, Aurora, la yaya Luz, Íñigo, etcétera,
iban atrapándome poco a poco. Cuando crucé la mitad, estaba casi seguro de
haberme pasado esas páginas, pero seguí adelante.
Con la
sensación de derrota, dudando incluso si no habría suprimido esta escena por
alguna razón, tuve que salir a cumplir con cuestiones de intendencia. No se
trataba del capazo para regresar a casa con carbón, lo que me impedía ser
sublime sin interrupción, como le ocurría al joven personaje de Umbral, eran
otras mercancías poco imprescindibles, pero debía salir.
Casi a la
hora de la comida, volví al texto (Soy muy tozudo, la verdad). Y como sucedería
en una película detestable, justo sobre la bocina de las dos de la tarde, en el
punto donde la imaginaba, allí estaba la escena, más larga incluso de lo que la
recordaba. La copié a otro documento, para, por la tarde, hacer lo que estoy
haciendo ahora…
A
diferencia del viernes, la tarde sabatina fue plácida y sosegada. Así que pude
retornar temprano, dispuesto a la tarea, aunque previamente debía cumplir con
un deseo de mi padre.
Por fin me
puse a la tarea, antes de las siete de la tarde. Pensaba solucionar en un par
de párrafos o tres lo relativo a La Carrera, y unirlo a este fragmento…
Después del
tercer párrafo, llegaron el cuarto, el quinto, otro y otro… Y sentí —aunque a
nadie le interese— que debía relatar con más detalle el vía crucis nocturno.
Iba por un camino, y en la última parte, como si me hubiera encontrado con una
flor, hallé el tono adecuado, así que retorné al principio…
Más allá
de las once de la noche concluí de escribirlo…
Esta mañana
he dudado si ya tendría sentido lo que sigue, o abandonar la idea para mejor
ocasión, si es que llega. Pero, al final, acaso por justificar las horas de
ayer, decido dejar el fragmento en estas páginas del diario, al fin y al cabo,
su título para este año A la Velocidad del Corazón, o sea pura intuición, menuda embarcación cuyo timón se ha roto y navega
según los dictados de los vientos o las calmas…
Te has levantado, Oliver,
en medio de la madrugada del Sábado Santo. Te sorprende el silencio aturdido de
la honda noche…
Pero no es así, Oliver,
reconócelo, no es la madrugada la que está aturdida, sino tú. En tu cabeza,
retumban todavía los ecos roncos de los tambores y las estridencias metálicas
de las cornetas. Las procesiones de este año han venido hasta ti con la
intención de ser medicina agradable para tu ánimo. ¡Cómo te ha costado entenderlo!
Al lado estaba Aurora, con
sus ojos de atardecer de oro puestos, como cada año, en las imágenes que se
deslizaban ante vosotros, sobre el adoquinado entre grisáceo y azulado, frío a
esas primeras horas de oscuridad. Tenías miedo, reconócelo. No te niegues a ti
mismo la evidencia del pavor cósmico que, de pronto, te ha enganchado el alma;
sí, todo el miedo del universo se ha concentrado en tu encarnadura. El pánico
te ha devastado a medida que se escenificaba ante tu mirada la representación
que cada año se desarrolla sobre el escenario inmenso, o quizá convenga decir,
sobre el templo inmenso, en que se convierte tu ciudad amada. No, tampoco es
exacto.
Antes de que se mostraran a
tu mirada turquí las escenas que se repiten cada primera luna llena de primavera,
ya las habías repasado en el recuerdo, como si tuvieras una moviola alojada en
esa neurona que dices que tiene forma de escenario; te habías anticipado, y
antes de que llegara la primera, ya sentías, casi lo palpabas, cómo la glándula
suprarrenal expelía cantidades incontables de adrenalina por todo tu venero, de
modo que tu organismo estuviera preparado para lo que se le venía encima.
Era tu muerte, Oliver, lo
que te imaginabas que veías, porque la muerte inminente te espera a ti también.
Saber que se trata del recordatorio de lo que ocurrió en la esquina sudeste del
Imperio Romano, en Jerusalén, hace ahora casi dos mil años, no mitiga tu angustia,
porque eres consciente de que esa representación no es sólo histórica, no es
únicamente la memoria de un hecho que le ocurrió a alguien, sino que es el símbolo
de lo que le espera a cada uno. Sabías, en fin, que te enfrentabas a lo que te
sucederá y reconoce que no te ha gustado, reconoce que te has rebelado.
En esos minutos en que la
angustia se ha hecho una con tus palpitaciones cardíacas, por fin, has sido sincero
contigo mismo, ya era hora, Oliver, ya era hora. No eres el Mesías, ni tu vida
tiene sentido de redención para nadie, absolutamente para nadie, acaso ni para
ti mismo. No sabes si has venido para cumplir la voluntad del Padre o para qué,
tú solamente sabes que quieres vivir, quieres seguir respirando. A pesar de que
tu cerebro, curtido en los millones de páginas leídas a lo largo de tu
existencia, duda de que la vida concluya para siempre cuando esa famosa dama
oscura a la que los griegos llamaron Tánatos te bese para ‘deshalitarte’, a pesar de que quieres intuir que a la
otra orilla de esta ribera no se tiene por qué estar mal, a pesar de todos los
pesares, has sentido el pánico, el vértigo, el vacío, el horror…
Te hubiera gustado gritar
que tú no quieres tal cosa. Te hubiera gustado arrojar al aire diáfano de la
noche, cuchillada de plata asustada, tu salmodia que fue su salmodia, ¡Que pase
de mí este cáliz! ¿Quién te podría entender, Oliver? Nadie conoce lo que te
espera, salvo tu sobrina y acaso Rubén. Para todos los que te rodean, empezando
por Aurora que estaba como cada año, extasiada en la contemplación de esas
tallas, era un Viernes Santo más, una procesión como la que saldrá, si el
tiempo no lo impide, la próxima primavera, ésa que no verás a su lado. Entonces,
además del pánico por lo que se te avecina en unos meses, tu calvario particular
del que probablemente no serás muy consciente (al modo que hoy eres consciente
de cualquier cosa), te has sentido infinitamente peor, porque tú has querido,
mira que eres cabezota, Oliver, cargar en soledad con esta enfermedad.
Reconoce, Oliver, que
sudabas a pesar de la helada brisa de este abril
(¿Cuándo querrá llegar la
primavera de una vez a Euritmia, mi última primavera?).
Las calles vibran con el
temblor ronco de los tambores y el sonido estridente y metálico de las
cornetas. (Ya lo has escrito, Oliver. De acuerdo, no lo quites. Te repites, es
lo mismo). Todo continúa como cada año. Es inevitable. El silencio asombrado y,
todavía sorprendido por tal acontecimiento que cambió el rumbo de la Historia
(y esto es así con independencia del credo de cada cual), envuelve la ciudad.
Euritmia adquiere veladuras de dramatismo y belleza.
No ha sido malo ese
pensamiento. Por él has llegado a la conclusión de que en estas jornadas, es casi
imperdonable no echarse a la calle, convertida en el atrio de un gran templo en
el que se escenifica, de nuevo, todo aquello, aunque sabías que te arriesgabas,
y de qué forma, a algo parecido a lo que te ha sucedido. En el fondo,
barruntabas que hubiera sido mejor una gigantesca jaqueca desproporcionada,
desaforada, que te hubiera impedido la salida a las calles…
¿Cuántas veces has dicho
que tu padre no era amigo de las manifestaciones y los boatos relacionados con
la cuestión religiosa? Sí, es cierto que ese pensamiento te lo transmitió y que
te sucede como a él. Pero tu excepción siempre ha sido para las procesiones de
Semana Santa. Ya sabes, aquello famoso de la conjunción de historia, belleza
algo tremendista, armonía desgarrada, fe sencilla, todo enmarcado por las calles
de la urbe, producen un efecto que alivia a las almas y las abona para
comprender el sentido último de nuestra existencia. ¿Dónde está, Oliver, el
alivio de tu alma?¿Dónde la comprensión del último sentido de tu existencia?
Es cierto que las imágenes
que se deslizan sobre el adoquinado grisáceo son, además, un muestrario
interesante de algunas de las distintas épocas de la escultura religiosa: románico,
gótico, barroco, neoclasicismo, primera parte de esta centuria que concluye.
También es verdad que son un resumen de algunas de las distintas sensibilidades
geográficas que en España han tratado este tema, y hay tallas de las escuelas
castellana, andaluza y catalana o levantina. Además, no es menos cierto, que se
aúnan en un todo milagrosamente homogéneo obras anónimas (transidas de la
ingenuidad estremecedora de la fe popular), trabajos salidos de talleres de artesanos
dedicados en exclusiva a la creación de escultura religiosa y creaciones
prodigiosas de algunos escultores barrocos y contemporáneos.
Por fin, has conseguido
sujetar el caballo del miedo. No está mal un poco de lógica, no hay nada como
repasar conocimientos históricos y artísticos, para que todo vuelva a su lugar.
Ya no sientes pánico, has cambiado el sentido de tus latidos, pues contemplar
el paso de estas imágenes en la situación en la que te encuentras ha supuesto
una honda emoción para tu espíritu, como un terremoto que te ha removido de
arriba abajo, ha sido como contemplar tu muerte en el espejo, pero con un grado
más de aceptación.
Todo lo que te rodeaba,
otra vez, adquiría sus justas proporciones, esa dimensión humana en la que te
sientes cómodo, en la que te mueves con cierta soltura…
…Y por la esquina de la
calle la has visto. Era ella, era la madre, ¿tu madre?, que venía sola, apoyada
apenas sobre el madero desnudo, en cuyo travesaño pendía el lienzo blanco del
que se sirvieron para descenderle. Más que nunca te ha parecido a punto del
desmayo, casi inane (como tú mismo hace unos minutos apenas) con las manos
inertes e inermes a los costados, con su cabeza inclinada hacia la derecha, con
los ojos entrecerrados, con millones de lágrimas invisibles surcándole el
exangüe rostro céreo, que parecía más albeado al contraste de la noche y de su
vestido índigo.
¿A quién le extraña tal
demolición del espíritu, si el último estertor del hijo la precede? Un estertor
de enteco torso alzado, de mirada confiada, sin embargo, también izada a la
inmensidad del cosmos, y de labios entreabiertos que murmuran, En tus manos
encomiendo mi espíritu, o murmuran, Todo está cumplido. Un estertor que quedó
levitando en el universo, como postrer caricia de la tarde, y un artista lo
convirtió en imagen del sufrimiento asumido, un dolor estilizado que rehúye la
sangre, porque, al fin y al cabo, lo que más duele siempre es el alma. Sí, más
que nunca, has descubierto que esa talla de la madre es la viva imagen de la
soledad dolorosa.
Y has llorado, Oliver, por
ella, todas la lágrimas del mundo. No has podido evitarlo. Ha sido un río salobre
pero tranquilo, sin convulsiones delatantes. Se ha roto toda la tensión acumulada
y te has desahogado, en su sentido más literal o etimológico. Pero ¿cómo es
posible que ni Aurora se haya dado cuenta? Quizá sea un pequeño regalo que alguien
te ha otorgado. Pero tú sabes que has llorado, que toda la amalgama de
sentimientos que te han atravesado en esa hora se ha desbordado por tus lagrimales.
Aunque tampoco tu barba se ha humedecido, cosa bien extraña, por cierto…
Y cuando el cadáver del
hijo, apoyada la cabeza sobre una almohada que simulaba un anacrónico e
imposible bordado, ha pasado ante tus ojos, como el resumen de los despojos
(hermosos y muy musculosos despojos, convendría matizar) en que la muerte reduce
a la humanidad completa, te has visto en ese cuerpo perfecto, donde cada
músculo tallado en madera parece carne apenas fría, y te has visto más tranquilo,
con el sentimiento inexplicable de que aquella muerte de hace casi dos mil años,
también recogió la tuya y la de tu madre y la de tu padre y la de tus abuelos y
la de aquel primer hijo que no fue, la de todos, Oliver, y como no lo puedes
explicar, pues no lo explicas, pero la confianza ha vuelto, como aquellas golondrinas
del poeta, también por primavera; pero intuyes que su vocación será de
permanencia.
El problema, Oliver, es que
tanto excitante disperso por tu sangre te ha sacado de la cama, y mañana, o sea
hoy, puede ser un día garrafal; pero tampoco es mala idea que aproveches y
avances.
Avanza, Oliver, avanza…
Volvamos a ese tiempo que,
según Proust, está perdido. ¡Ay, vieja niñez, cómo te añoro…!
Y quizá como regalo pascual, después de tanto
tiempo lamentándome porque nada se me ocurría, entre manos se me vienen tres
tareas, a las que debo escuchar, sin que me inunden.