viernes, 30 de abril de 2010

La carta. Parte decimoquinta y última

11ª parte 12ª parte 13ª parte 14ª parte

Luis:
Creo que no son necesarios preámbulos. Ni estoy en condiciones para extenderme en cuestiones inútiles, que a ambos nos repugnarían. Me imagino que te estarás preguntando por qué te escribo ahora, tantos años después. ¿Cuántos? ¿Trenita… veintiocho…? ¡Qué más da!
Estoy seguro de que haber leído mi nombre en el remite del sobre habrá sido suficiente para haberte traído todos los recuerdos de aquellos años. Sé perfectamente que, a pesar de lo que supone la mayoría, has sufrido mucho. La mayoría sólo ve al pobre huerfanito que con su esfuerzo ha llegado a ser ayudante del fiscal. De eso se trataba, de que sufrieras. Reconozco que lo habéis llevado muy bien en vuestra familia, y el que hayas llegado hasta donde lo has hecho, puede confundir a la mayoría. Pero no a mí. He seguido a cierta distancia, y desde la sombra, tu brillante trayectoria profesional y sé que estás a punto de subir otro peldaño más en tu carrera. ¿Te sorprende esta afirmación? No la rechaces, no desestimes mi información. A pesar de mi ausencia en tu vida, sé más de ti de lo que te pudieras imaginar. Hasta tu futuro conozco. Pero esto no viene ahora al caso. Lo que me importa es que a pesar de las apariencias hayas sufrido y sufras como lo estás haciendo.
No es justo, Luis, que tú continúes ascendiendo y yo esté muerto.
Sí, Luis, si te ha llegado esta carta es que he muerto, y mi albacea tiene la orden de remitir este sobre tal cual está y sin abrir. Supongo que podrás comprobar fácilmente la fecha de mi muerte, ya que no puedo dudar de tu acceso directo a los datos del Registro Civil, con lo cual te evito la molestia de tener que buscarme o de tener que contestarme, ya lo harás en el infierno, cuando allí nos encontremos. En todo caso, mis cenizas reposarán, cuando leas estas letras, en el cementerio de Euritmia. En el columbario de la séptima galería. Lo digo por si quieres hacerme algún tipo de despedida, o simplemente escupir sobre mi tumba.
Estoy seguro de que vas a leer todos estos renglones más de una vez. Y quiero que sepas que el único motivo que me impulsa escribirlos es el odio a tu éxito, la pura envidia que me corroe porque te veo llegar a dónde nunca soñaste, mientras yo, tu mejor enemigo de la infancia, un enemigo realmente cordial, está a punto de morir en unos pocos días, quizá me queden un par de semanas, si es que me pongo un poco cabezota y me resisto a hacer caso a mis malditos huesos, y con toda seguridad habré muerto cuando leas esta carta, por culpa de un tumor que ya me ha vencido a pesar de mi dinero y galopa victorioso y sin cuartel por lo poco que queda sano de mi organismo.
Así que no me perderé en más divagaciones.
Ambos sabemos que el tiempo, los años que han pasado desde aquello, no ha sido suficiente para explicar con claridad todo lo que ocurrió aquella mañana. Supongo que recordarás que yo era un niño muy inquieto y que me moría por ser el centro de atención del lugar donde estuviese. Pero eso era fuera de casa. En casa sólo era una sombra que se dedicaba a escuchar lo que decían los adultos.
Como sabes, nunca tuve un hermano con quien compartir juegos o pelearme, así que mi distracción predilecta era disimular que jugaba con alguna cosa, mientras mis padres hablaban, más bien poca cosa o veían la televisión. Me gustaban especialmente unas construcciones que tenían cientos de piezas de colores.
Aunque no entendía la mayoría de cosas de las que decían, pues éramos muy niños, ¿recuerdas, verdad?, sí me hacía cierta idea de lo que les preocupaba, y según eso yo actuaba. Sobre todo necesitaba que me quisieran que fuera importante para ellos, que me tuvieran en cuenta.
Supongo que no se te habrá olvidado que éramos inmensamente ricos. La Florida, que por entonces aún dirigía mi padre, y donde tu padre trabajaba como contable y hacía las veces de secretario o algo por el estilo, ya funcionaba a pleno rendimiento. Pero a pesar de tantas riquezas, yo me aburría muchísimo, y mis padres pasaban muy poco tiempo conmigo. Por la noche, antes de dormir, solíamos estar los tres en el salón, mientras veían algo de la televisión. A veces hablaban, pero en contadas ocasiones. Lo normal es que mi padre contase cosas de la fábrica y mamá algún chisme que había oído por ahí. Pero habitualmente no se decían casi nada.
Poco antes de lo de la pelota, empezaron las discusiones, las voces, los llantos.
Yo no entendía muy bien por qué discutían y eso me asustaba. A pesar de que en el colegio aparentaba que nada ni nadie me asustarían nunca, pues yo era Eladio Roquedal Torrequebrada, hijo de la mayor fortuna del contorno. Pero me asustaba ver lo que pasaba en casa. Estaba acostumbrado a su silencio, no a sus voces o a sus llantos. En una de estas discusiones escuché con nitidez que mi padre acusaba a mi madre de que le estaba traicionando con tu padre. Aunque aún no tenía pruebas, decía él, estaba completamente convencido. Y como pudiera demostrarlo se podía ir despidiendo de todo aquel lujo en el que vivía, incluso de mí se podía ir despidiendo. Aquella fue una cuchillada, Luis.
Desde ese momento te odié más que nunca te había odiado. En realidad tú no tenías la culpa de nada, pero yo no conocía a tu padre, sólo conocía a su hijo, y en mi interior debiste ocupar su lugar, y nunca has dejado de ocuparlo. A ti, además, te tenía bien a mano y estaba seguro que si te hacía sufrir, algo ocurriría para que tu padre se diera cuenta de que el verdadero culpable era él. Así que te tenía que hacer todo el daño que pudiera, para ver si tu padre se daba cuenta de las cosas tan horribles que estaba haciendo con mi madre y el daño que hacía a nuestra familia, sobre todo a mí, que me podría quedar sin madre. Me dediqué a hacerte la vida imposible. Comencé con meterme con tu torpeza física y me encantaba recordar continuamente que tu padre era empleado del mío. Cosas de niño que no tiene recursos.
Hasta que se te ocurrió llevar aquella pelota. Eso fue mi salvación. Supe que te podría hacer daño si te la afanaba, y no lo dudé.
Lo demás fue una mezcla de intuición por mi parte y la buena suerte que se convirtió en mi aliada. Estaba asomado al balcón, cuando vi que venías corriendo por la calle. Supuse por la hora, que venías a la panadería de doña Tesita. Así que bajé las escaleras y me situé en el portal, cuando estabas a punto de pasar solté la pelota. Esperaba que la vieras, y que fueras detrás de ella. Luego pensaba perseguirte y atizarte por habérmela quitado. Que me creas o no, a estas alturas, me es indiferente, pero de mi cabeza no salió ninguna maldad más.
Fue después la suerte quien vino a completar mi iniciativa. Fue una suerte para mí que tu padre subiera en ese momento con el coche, fue una suerte que no miraras y que no lo vieras, fue una suerte que topara contigo; fue suerte que tu padre pensara que te había matado, al haber quedado tú inconsciente en medio de la calzada, y la mayor suerte de todas fue que su corazón no resistiera aquella sensación de culpa y lo matase allí mismo. En esos días o semanas no lo pensé, pero con los años llegué a la conclusión de que pensó que aquel accidente, en realidad, había sido un castigo divino por acostarse con mi madre.
Sí, Luisito, conocí el coche y su conductor y durante un segundo se me puso un nudo en la garganta. Pero fue sólo un segundo. El coche te golpeó y frenó en seco. Tuviste suerte de que fuera tan despacio; si hubiera venido más rápido seguro que todo había sido más perfecto aún. Él abrió la portezuela y se levantó, no hizo más, cayó fulminado. Supongo que verte con aquella postura tan graciosa que tenías en el suelo fue suficiente para que confirmara el primer pensamiento que había tenido.
Subí corriendo a casa y le conté a gritos a mi madre que el papá de Luisito había atropellado y había matado a su hijo y que él se había desmayado al salir del coche.
Como se demostró a los pocos minutos, ocurrió exactamente al contrario, pero yo no podía saber que mis súplicas habían sido escuchadas. En realidad lo que me interesaba era contemplar la reacción de mi madre, saber que su traición había tenido consecuencias funestas, que se anduviera con ojo, puesto que cualquier día a ella también le podría suceder algo.
Recuerdo que no gritó, que no hizo ningún aspaviento, salvo taparse la boca con la mano y echar a correr hacia la calle. Interpreté esos gestos como una prueba evidente de que mi padre tenía razón.
Por suerte, todo el mundo se olvidó de la pelota y alguien que pasaba por allí, pensando que se te habría escapado, se la devolvió a tu madre.
Pensarás que después de tantos años te regalo un golpe innecesario.
Quizá sí, Luisito, quizá sí, pero mientras tú gozas de una vida próspera y con un futuro brillante, yo estoy muerto. Y eso es terriblemente injusto, completamente inmoral, sobre todo porque tu padre y mi madre consiguieron que mi infancia se convirtiera en un infierno, puesto que a pesar de la muerte de tu padre, mi padre nunca más se fió de mi madre, y ella acabó por marcharse de casa, supongo que harta de tener que dar explicaciones o de sentirse perseguida por los celos de mi padre.
Desde el infierno, Luis, recibe mi odio más cordial.


Estaba haciendo tiras las hojas de aquella carta, cuando repiqueteó el móvil, que mostraba el nombre de Nélida en su pantalla. Mientras descolgaba, sentado en una nube de güisqui e incomprensión, con la sensación de que todo su pasado era un guiñapo, como la carta que contenía una posible verdad, una posible explicación a aquel odio que le había perseguido durante todos los años de su vida, había decidido que, por fin, aquel viernes saldría con sus compañeros e intentaría que Nélida escuchase lo que tenía que decir.
Pero al oír la voz que sonó tras su móvil, la sorpresa fue aún mayor. Nélida había suspendido la cita con el grupo. Quería que Luis Prieto Enciso, el ayudante del fiscal, fuera a visitarla a su casa, en media hora, más o menos.
El futuro, esta vez, no se marchitaría.

Eladio Roquedal Torrequebrada

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miércoles, 28 de abril de 2010

Tribulaciones de un escribior ante la lista (de libros)



¿Recuerdan aquella lista con los libros que a ustedes les hubieran gustado de modo especial por la razón que fuere?
Bien. Veo que la recuerdan. Si no es así pueden ir a los comentarios de esta entrada, y allí podrán echar un vistazo.

¿...Ya están todos...?
¿...Ya han vuelto...?

Sigamos entonces.


Una semana después, continúo esperando a que mis neuronas juguetonas, ésas que no se encomendaron a nadie y que se colaron de todos los filtros de seguridad que tiene organizado mi pensamiento, tengan un poco de vergüenza torera y vengan en mi ayuda, para explicarme, aunque sea incompletamente, qué había que hacer con sus propuestas.
Porque había algo que hacer.
Digo yo.
La primera conclusión a la que llego, mientras estas desalmadas tienen a bien revelarme algo, es: dime lo que lees y te diré quién eres…, al menos mientras lo lees.
Salvo las famosas lecturas obligatorias impuestas durante el periodo de formación académica de cada quien, uno lee, creo, según el estado de ánimo y las propias inclinaciones. La lectura, como la ropa o el perfume tienen mucho que ver con los gustos personales. Los famosos cánones literarios que se han hecho y se continúan haciendo, sólo sirven, supongo, para que los estudiantes se afanen en leer y los eruditos tengan material donde esgrimir sus capacidades y talento. Algunas de esas obras son indiscutibles, y, sin embargo no están aquí, ni yo las hubiera puesto... Es decir por mucho que hayamos leído a Homero, por ejemplo, a Virgilio, a Dante, a Bocaccio, a Petrarca, a Joyce..., no están entre los libros preferidos de ustedes (ni los mios) ni La Iliada, ni La Divina Comedia, ni El Decamerón, ni Ulysses..., por decir algunos títulos que seguro se han leído por la mayoría de ustedes, pero no nos han llegado al corazón como otros.

(¡Neuronas traviesas, acudid ya que esto pasa de castaño oscuro. Ya que os rebelasteis contra mí, reveladme qué pretendíais...! )

Pero si hay alguna información que puedo obtener de esa lista que ronda el centenar de títulos (algunos de ellos repetidos, cosa que me interesa especialmente) es que la mayoría, la gran mayoría de los títulos que ustedes han aportado tienen un denominador común: la poderosa presencia de un personaje o varios y su peripecia que es el núcleo de la historia. Algo de la que este escribidor ya habló el lunes pasado a propósito de la novela de Mercedes Pinto…
El ser humano, a lo que se ve, necesita de las historias protagonizadas por alguien, quizá porque sean otros seres humanos quienes nos interesan. A estas alturas quizá se trate de una cuestión parecida al chismorreo o que a la postre humanos somos y mirarnos al espejo siempre nos ha encantado. Y los libros, al menos las novelas que son abrumadora mayoría en su selección, son un tipo de espejo, acaso uno de los espejos más amplios de los que tiene el ser humano. Podría decir que se trata de un espejo en tres dimensiones o cuatro, porque en muchos de ellos estamos retratados en todo o en parte alguno de nosotros.
También pudiera suceder, pero sobre este tema creo que necesito su aclaración, que las novelas encierren respuestas a preguntas y que cada uno viva la vida buscando esas respuestas, oyendo respuestas aquí y allá. O que cada momento de la existencia trae en su zurrón distintas preguntas a las que tenemos que responder; y quizá uno de los prendimientos para obtener respuestas es la lectura.
Si la lista que ustedes han hecho en conjunto tiene algún valor científico (que no lo tiene, ni tendría por qué tenerlo) podría decirse que Cien años de soledad, Nada, El barón rampante, Suite francesa, En busca del tiempo perdido, La Montaña Mágica y Muerte en Venecia son de obligatoria lectura y producen inmenso deleite entre sus lectores… Claro que también puede haber otra conclusión al respecto: hay personas entre los comentaristas de este blog con muchas afinidades y gustos similares.
Pero la gran enseñanza que saco de todo esto es que el ser humano tiene que ser el protagonista de la obra literaria. No es necesario que se trate de seres humanos especialmente dotados para la aventura y las grandes heroicidades, hay varios ejemplos entre los seleccionados que vienen a demostrar lo contrario. Que cuando la literatura huye de lo humano, acaba por no ser nada, o casi nada, pequeños castillos de fuegos artificiales…
¿Es esto lo que me queríais hacer descubrir, queridas neuronas, cuando, saltándoos todas las aduanas, se os ocurrió plantear este juego?
Sí, quizá sea algo tan simple como esto. Sí, quizá esta sea la conclusión: la buena literatura es un sendero para encontrarnos con el ser humano y por ello la gran literatura atraviesa el tiempo y hasta las culturas: porque el ser humano no es tan diferente ni antes ni ahora.
También he llegado a otra conclusión, pero tampoco es original: son malos tiempos para la lírica, muy malos.

lunes, 26 de abril de 2010

Mercedes Pinto: "La última vuelta del scaife"


Hoy no parece estar de moda volver los ojos hacia el interior del individuo. Hoy no parece estar muy de moda hacerse preguntas que nos conduzcan directamente al recinto más secreto de cada quien, hacia esa zona que unos llaman alma, otros espíritu y otros conciencia.
Mercedes Pinto, nuestra Mercedes, ha hecho esta incursión sin protección de ningún tipo con su novela La última vuelta del scaife (Ediciones Irreverentes, septiembre de 2009). Y además lo ha hecho organizando otros dos viajes, uno en el tiempo y otro en el espacio.
Me explicaré.
En esta novela atravesamos con el protagonista casi todo el siglo XX y, al mismo tiempo, viajamos con él desde Londres hasta Essen (Alemania), desde allí cruzaremos en barco, con una brevísima escala en Canarias, buena parte del Atlántico hasta llegar a Namibia, donde nos espera otro viajero, un esclavo que ha huido y ha emprendido su propio viaje hacia la libertad. Después de muchos años (mientras el mundo asiste a la Guerra Incivil española y a la no menos inhumana segunda Guerra Mundial), volveremos a tomar un barco que desembarcará en España, y visitaremos Granada y Madrid, para décadas después, regresar a Essen para concluir, como en un círculo perfecto en nuestro punto de partida, en Londres.
Como todo el mundo sabe, a lo largo de la historia de la literatura el viaje ha sido utilizado como imagen del proceso de maduración humana. El viaje como símbolo de descubrimiento, sorpresa, aprendizaje, falta de seguridad, despojo de carga inútil. Cuando uno viaja, y esto lo saben bien quienes mucho viajan, tiene que elegir con esmero qué ha de llevar como equipaje; o dicho en sentido contrario, ha de descartar todo lo superfluo o todo aquello que a la hora de la verdad va a ser un lastre que le hará moverse con torpeza, si es que logra moverse.
Pero con ser atractivo el periplo que nos regala Mercedes, no es lo más importante de la novela. De hecho sabemos poco de los lugares en los que estamos, a penas las pinceladas precisas que nos ayudan a centrar la mirada sobre los personajes.
Porque a mi modo de ver, si hablamos desde la óptica literaria, esta novela es novela de personajes, yo diría, que es una novela de personas que se han tornado tinta en las palabras de la escritora. No sólo sus tres grandes protagonistas, a saber, Josué (narrador y protagonista absoluto), Kuima el esclavo negro que libera a su pueblo y Carlos Ladrón de Guevara, su amigo español, viejo hidalgo, mal casado, vividor y optimista… No, también los secundarios, o los actores de reparto como se dice ahora, son personas muy reales, muy sólidas, en tres dimensiones; quiero decir, no son meras figuras decorativas, salvo que no tengan nombre propio. Todos aquellos personajes que aparecen con su nombre propio podrían saltar del interior de las páginas y ponerse a discutir con el autor sobre tal o cual decisión, e incluso quejarse de su suerte.
Mercedes erige una novela repleta de retratos bien logrados en cada uno de sus detalles. Incluso en alguno de los que menos influencia tienen en el desarrollo de la trama la construcción es delicada y detallada. No digo que necesite muchos párrafos para ello, normalmente con un par de frases nos coloca ante una persona muy real.
Cuando el otro día sugerí que se me apuntaran nombres de libros que hubieran impactado a los lectores, ella, Mercedes, como se puede comprobar en su comentario, apuntó los siguientes: Crimen y castigo, Orgullo y prejuicio y Madame Bovary. Al leer su aportación sonreí, ya llevaba muy avanzada la lectura de su novela, y entendí muy bien por qué le habían señalaba estas tres cumbres de la literatura universal: estas novelas son primordialmente sus personajes, la psicología de sus personajes, el proceso interior de sus personajes.
La última vuelta del scaife, en gran medida también es eso, también es la evolución de sus personajes. Porque eso es la vida, en el fondo. Cada uno es como es en una parte significativa a causa de las personas que lo rodean. Nadie es impermeable a su entorno. A medida que se crece en años, ese hábitat se ensancha y las influencias se multiplican, aunque es cierto que sólo las más duraderas y próximas suelen ser las que más hondo calan en nosotros. Es este proceso de interacción personal lo que consigue que se haga tan real y tan entrañable para quien lee. Ya digo, ante nuestros ojos, desde la primera página, se van poniendo en pie cada uno de los personajes.
Y consigue que el lector se enamore perdidamente de varios de ellos, probablemente porque hay mucha humanidad en estos personajes. Salvo Kuima, el gran héroe de la novela, un Moisés animista con la misma sabiduría de San Agustín, el resto de personajes muestra una paleta de matices en su personalidad que demuestra un hondo conocimiento del espíritu humano. Todos ellos nos presentan diversos tonos, colores, matices, que pueden ir desde el extremo casi inmaculado de Sara, la madre de Josué, a lo más oscuro que podría ser el capitán Hasn Fischer.

Mercedes Pinto utiliza el lenguaje como instrumento eficaz que nos permite adentrarnos en las vidas y en los corazones de sus criaturas. Su narración huye de adornos, de cualquier recurso retórico que estorbe la atención del lector. Su mente de artista formada en la medicina y repleta de sensibilidad sabe que el lenguaje es el vehículo por el que el lector tiene que llegar a conectar con estos personajes. No es, pues, su literatura metaliteratura en el sentido de ser objeto y sujeto al mismo tiempo, sino mera herramienta que utiliza con eficacia y pericia, pero, sobre todo, con claridad y ritmo. Un ritmo creciente y cada vez más envolvente, un ritmo que termina por atrapar al lector.
Es difícil escribir la reseña de una novela sin sustraerse a la tentación de entrar en detalles del argumento, más allá del grueso resumen que he realizado párrafos arriba. Pero tengo que sujetarme, pues va larga esta entrada y sería menester no influir en exceso en quien se decida a su adquisición y posterior lectura, que recomiendo sin duda y con fervor.
Y porque necesito aún unas líneas para volver al principio, para no ocultar que la novela, a través de todos estos recursos, y más que me dejo de lado, lo que sostiene es que las religiones, todas las religiones, cualquier religión, incluso la religión de quien no la tiene pues no cree en Dios o si cree en él lo siente como un ser lejano, tienen algo en común, algo que nos tiene que servir para enlazar manos y aunar esfuerzos. Eso que se llama amor y que es una palabra tan manida que ya está arrugada y a punto de fenecer, como tantas otras. Porque hablamos del amor más allá de la pareja. Hablamos del amor como olvido de uno mismo, como continua atención al otro, como un desvivirse (¡qué palabra tan hermosa!) por el otro. Pero no desvivirse por el otro lejano e inconcreto, sino al otro cercano, próximo, nuestro otro, por así decir. Desde este punto de vista, y esta es la tesis de la novela, todas las religiones, cualquier religión, incluso, reitero, la religión de los que no creen en ningún Dios, son instrumentos válidos, que cada uno utilice el que proceda.
Si cada quien aplicara esta norma básica a su vida, las religiones, todas las religiones, cualquier religión, no serían un arma arrojadiza contra el otro, o un lastre para nuestras vidas en forma de complejo de culpa que tan bien han organizado los clérigos y expertos de cada una de esas religiones (curas, rabinos, imanes...), sino un motor para la humanidad y para cada individuo.
Al fin y al cabo todas ellas, en sus grandes libros dan la misma clave, que yo resumo en lo dicho por San Juan de la Cruz: “A la tarde nos examinarán del amor”.
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SCAIFE: Disco de hierro fundido endurecido que se utiliza para el pulido de las facetas -o sea la superficie plana y pulimentada- de un diamante

viernes, 23 de abril de 2010

LA CARTA. Parte decimocuarta.

llamaron por teléfono desde la residencia geriátrica en mitad de la madrugada del cinco de febrero de 2006. Su madre acababa de morir. O eso le dijeron.

Le

Sin embargo, al comprobar que sus dos compañeros no hacían avances, se interesó un poco más por la situación y se sorprendió a sí mismo charlando con la mujer de cabellos como mañanas y mirada de primavera, mientras los demás se entregaban a sus propias conversaciones. Atisbó el rostro de aquellos supuestos pretendientes y no descubrió nada parecido a celos.
No se quiso hacer ninguna ilusión, y mantuvo las distancias, pero cada viernes que él acudía a esa cita, los demás se iban retirando a sus hogares bien avanzada la madrugada, mientras ellos continuaban con su conversación, normalmente poco trascendente. Sucedía con naturalidad, sin esfuerzo, sin premeditación. Ocurría, simplemente, con la misma fluidez de la respiración.
Más de uno en la fiscalía apostó doble contra sencillo que la alicantina se convertiría en la pareja del ayudante del fiscal y alguno, probablemente con una alta dosis de inquina perfumando sus palabras, insinuó que si Nélida aguantaba a semejante muermo era porque el fiscal estaba casado, pues lo único que le interesaba a la chica era un puesto de cierta notoriedad dentro de la Audiencia.
El ser humano, cuando es corroído por la envidia, usa los comentarios y las calificaciones con la misma habilidad con la que un matarife atraviesa el cuello de las reses en el matadero.
Al fin concluyó el güisqui y se dispuso a leer la carta. Esta vez, la tercera que comenzaba a hacerlo, sabía que no habría interrupciones. Sabía que podría leerla de un tirón, como Eladio había pensado que la tenía que leer el día que la recibiera. La maldita carta que le había llegado justo el día en que iba a intentar dejar las cosas claras de una vez con aquella mujer… La maldita carta que desmoronaba toda su historia y la convertía en una caricatura, mejor dicho, en un esperpento doloroso e inútil.


Por su experiencia como ayudante del fiscal, no podría estar seguro si era completamente exacta la apreciación, o, más bien, es que acababan de descubrir su óbito, aunque éste se hubiese producido horas antes, pero dadas las circunstancias y dado que en la residencia conocían su profesión, era probable que así hubiera sido. Según la enfermera que había atendido a su madre, Laura Enciso murió mientras dormía, sin sufrimiento. Una parada cardiaca de efectos instantáneos, sin previo aviso. Con los años su organismo se había ido deteriorando progresivamente, sin ruido, sin estridencias, pero sin detenerse, como llega la noche, tras un ocaso paulatino e imparable, en una calurosa jornada del estío. Luis emitió su comentario en un tono que rozaba la dureza para la enfermera, como si le estuviera echando en cara su opinión sobre la placidez de su final entre los vivos.
— Bastante ha sufrido en su vida, como para que también hubiera tenido que sufrir en el último momento.
Lo más probable es que la enfermera no comprendiera el alance exacto de las palabras del ayudante del fiscal, y quizá supuso que se refería tan solo al alzheimer, pero a Luis le dio igual. En realidad necesitaba expresar en voz alta semejante pensamiento.
Después del entierro, frío y protocolario, lo primero que se planteó fue dejar el hogar de toda su vida. Allí ya no pintaba nada. Prefirió buscar un piso pequeño en una zona más céntrica, en algún lugar que le evitara cualquier recuerdo de su infancia. Para él, a diferencia de tantos seres humanos, la infancia no era aquel mítico paraíso perdido, sino el infierno que tenía que olvidar, el enemigo de quien debía huir, el verdadero cadáver que hubiera querido sepultar junto al cuerpo materno.
Tuvo suerte, pues un compañero de la Audiencia, a causa de un ascenso casi sorpresivo, se marchaba de la ciudad y ponía a la venta su piso. Se pusieron de acuerdo en los términos del contrato de compraventa en muy poco tiempo. A penas una hora. No negoció el precio. Le pareció bien la zona y el estado del inmueble orientado al mediodía, justo a espaldas del esquicio de la ciudad. Era una quinta planta, y desde allí se veía el horizonte plano del Solanar. Un espacio amplio donde acunar la mirada y dejar que los sueños volaran y las pesadillas huyeran. Un espacio que no interrumpía ni un solo tejado, ni el dibujo geométrico de la silueta torreada de la ciudad.
Cuando se levantó del sofá, de nuevo la carta olvidada sobre la mesa, pero acechante como una fiera hambrienta, contempló el mismo panorama que aquella otra tarde de hacía cuatro años. Con la diferencia de que estaba nublado y el aire del poniente, traía densas nubes que amenazaban lluvia.
Pronto anochecería y tenía que decidir de una vez si acudía a la cita semanal o se quedaba en casa.
Pero sabía que tenía que volver a leer, completa y seguida, la carta de Eladio. Esa maldita carta que había actuado como la espoleta de una bomba que había estallado en su memoria y le había devuelto la película de su vida durante las últimas horas.
Por suerte le quedaba el güisqui. Ya no se preocupaba en intentar el conteo de los ingeridos aquella tarde. Meneó la cabeza como con misericordia de sí mismo, pero regresó a la cocina, tomó otro par de hielos, y volvió a echarse una buena dosis del licor de tonos rubios.
Llevaba cuatro años en este piso de dos dormitorios en el centro del Paseo de las Olmas, con vistas al Solanar de Euritmia. Los cuatro años más tranquilos de su existencia.
En este tiempo, aunque siguió siendo el mismo introvertido y tímido de siempre, había aprendido, o había aprendido a usar, para ser completamente rigurosos, algunas técnicas que le ayudaban a vencer la parte enfermiza de aquella forma de ser. Su afición cinematográfica le había inspirado, y cuando trabajaba, interpretaba el papel del ayudante del fiscal jefe. Y no le salía mal, aunque hubiera preferido ser como Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, pero a tanto no llegaba.
Seguía prefiriendo el silencio, la soledad, pasar desapercibido, pero podía soportar con entereza una vista oral, el enfrentamiento público con algún abogado defensor, y, sobre todo, algunos recuerdos de su pasado.
Aunque más bien pocos.
Había una frontera a la que no se acercaba, la de aquella tarde. Sin embargo al leer el remite del que procedía la carta manuscrita, el linde de su memoria se acercó, como si tuviera que atravesar un terreno minado y todos sus baluartes saltaron por los aires y hubo de transitar por los recuerdos de los que había huido sistemáticamente, sin escudo, coraza o parapeto de ninguna clase.
Y ahora que lo había hecho, y que a toda velocidad había recordado lo fundamental de su anodina existencia se sentía con fuerzas para releer la carta sin más distracciones, sin más miradas al tiempo abandonado a sus espaldas, y que, de pronto, no tenía ningún sentido.
— Eso y la ayuda de este güisqui que es un buen bálsamo para el ánimo.
Sabía que no estaba borracho, o no del todo, pero tampoco conservaba su estado de ánimo habitual. Se encontraba en ese lugar en que uno se ha liberado de sus miedos, pero aún controla todas sus reacciones, o eso cree. Ese espacio de desinhibición que alguien como él necesitaba incluso para enfrentarse sí mismo. Y más aún cuando el espejo, de pronto, devuelve no la imagen de quien fuimos, sino el disfraz que usamos y que ocultaba una verdad tan distinta.
Antes de sentarse, volvió a pensar en la cita de los viernes, mejor dicho, en Nélida. Sabía que si no acudía, perdería la oportunidad hasta dos semanas más tarde, puesto que a la semana siguiente la joven se marchaba a Alicante.
Se lo había dicho ella misma en un aparte. La joven puso mucho cuidado en dos cuestiones, que él comprendiera que el próximo viernes no estaría en Euritmia, y que su deseo era que no faltase a aquella cita.
Le extrañó y le agradó y le emocionó el detalle, pues imaginó que quizá ese tipo de confidencias indicaba cierto interés hacia su persona.
Desde que Paloma le dejó por su antiguo novio zaragozano, no había vuelto a tener ninguna relación con una mujer. Ni siquiera tuvo oportunidad de tenerlas, a pesar de tantos años transcurridos desde aquel día en que la joven aragonesa le dijo, sentados en uno de los bancos de la Plaza de España que se volvía a su tierra.
Desde ese momento se había pertrechado contra las mujeres en un refugio blindado con muchos centímetros de introversión, si es que ello era posible. Como a penas salía de su casa, la única posibilidad un poco real era la de una compañera de trabajo, pero en aquellos años se dio la circunstancia de que todas ellas tenían pareja estable. Lo suficientemente estable, al menos, como para que no se produjera ningún tipo de movimiento sísmico entre corazones. En el fondo agradeció estar rodeado de esposas, compañeras, novias, amigas especiales con derecho a intercambio de fluidos, y toda la variopinta modalidad de ligaduras que los afectos entre personas otorgan en estos tiempos.
Había llegado a la conclusión de que él estaba diseñado, suponiendo que existiera algún diseñador, para la soledad y para huronear entre papeles esclareciendo si los acusados eran culpables o eran inocentes de los cargos imputados.
Hasta que en el año 2008 apareció Nélida por la Audiencia de Provincial de Euritmia. Al principio aquella nueva compañera le pasó desapercibida, hasta que su voz cristalina le recordó vagamente a la de Azucena. Pronto tuvo que determinar que más bien se parecía en poco a su primer y fugaz e intenso amor. Pero se había hecho presente, allí estaba y formaba parte de su horizonte.
Podría jurarse a sí mismo, sobre todo con la ayuda del licor de la cebada ejecutando volteretas entre los rincones más ocultos de sus células, que si se incorporó a la primera cita del grupo un viernes, ante la extrañeza y admiración del resto de los compañeros, fue porque sabía que ella asistiría, mejor dicho, porque ella se lo había propuesto.
Fuera de la oficina Nélida era un ser adorable, al que nunca podría aspirar. La felicidad y la vitalidad y el optimismo que transmitía en cada uno de sus gestos estaban muy lejos de sus posibilidades, por no hablar de la diferencia de edad. Al menos diez o doce años menor, calculaba él sin base científica.
Aquel primer viernes todos sus temores se confirmaron y había que ser ciego para no ver que, al menos dos compañeros más jóvenes que él, más extrovertidos que él, mucho más guapos que él, con más dotes que él para el galanteo, iniciaron el asedio de la joven alicantina.
Salvo él, nadie supo que la verdadera razón por la que no asistió a la reunión de los tres o cuatro viernes siguientes, fue saber o intuir que la mujer acabaría en brazos de alguno de aquellos dos, eso suponiendo que no contara con pareja en su tierra. Esa última posibilidad parecía poco probable, porque los viajes hasta Alicante eran demasiado escasos, demasiado esporádicos, incluso un poco anárquicos, puesto que no había una cadencia determinada en su ritmo. Temió atravesar el mismo dolor que en ocasiones pretéritas, y prefirió alejarse de la batalla, una batalla para la que sus armas no tenían ninguna posibilidad.

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miércoles, 21 de abril de 2010

VEINTITRÉS DE ABRIL

Tomado de la bitácora de Alena Collar

A uno le gustaría que el tiempo se detuviera en ciertas jornadas del calendario. Y una de ellas es el próximo viernes.
El veintitrés de abril es el día en que los libros salen a la calle y se permiten el lujo de sonreír al mundo intentando mostrar sus mejores galas.
Algunas veces, cuando contemplo las estanterías de la casa donde escribo o entro en una biblioteca o en una librería, siento que no estoy solo. Percibo, casi físicamente, su respiración silenciosa.
Y esta bien que un día del año ocupen cierto lugar preeminente.
Aunque no estemos en el diccionario, los letraheridos, que además tomamos la péñola para expresar una batahola de sentimientos o de historias, disfrutamos de esta jornada o de otras similares. Y no sólo por el habitual diez por ciento de descuento que se ofrece en las librerías.
Sin los libros qué sería de mí y de muchos que conozco.
Poco se imaginaría Cervantes el día en que su corazón detuvo su latir, que esta fecha sería señalada en la posteridad como la más indicada para revestir con el ajuar festivo al idioma que él cuidó como pocos, para que los libros ofreciesen su contenido a los lectores e incluso a los transeúntes, para que se entregue el premio que lleva su nombre y que viene a ensalzar el conjunto de una obra meritoria.
No entraré en esta cuestión, pues me interesa relativamente. Si acaso, de soslayo, indico que José Emilio Pacheco (el poeta mexicano galardonado este año) se lo merece con creces y que las páginas de los diarios nos remitirán a su obra.
El veintitrés de abril se acerca y algunos escritores colaborarán de cerca en este día.
Para quienes estéis en Madrid y podáis pasar por allí la noche, el día veintitrés se organizan varias y suculentas actividades.

Pero como no podía ser de otra manera, desde este blog os recomendamos lo que se ha organizado en la Librería la Clandestina (ubicada en la Calle la Palma 49, cerca de La Gran Vía). En detalle podéis leer aquí lo que el bueno del Mariano Vega, el Zurdo, tiene preparado en su faceta de editor del sello Policarbonados.
En Pavesas y cenizas, obviamente, destacamos la participación de Alena Collar, entre otros escritores, en el programa de acto organizado. Supongo que el resto de protagonistas no se sentirán ofendidos, pero es que uno escribe en un blog entre otras cosas para poder ser subjetivo y poder destacar las cosas que hacen los amigos.
Es una lástima no poder acudir, pero desde aquí os animo a que, sobre todo quien andéis por Madrid ese día, vayáis y nos lo contéis.

Este vídeo que he subido, lo he visto enlazado en el blog de la propia Alena y el otro día lo subió José Antonio Abella en el blog de la editorial La isla del Náufrago.
Simplemente me parece genial...



Os propongo una última cosa, como una especie de juego.
En vuestros comentarios o, si algún otro lo prefiere através del correo privado, opinad sobre dos o tres libros que más os hayan gustado, por la razón que haya sido.
Si la cosa funciona, quizá el lunes o el miércoles pueda construir alguna entrada con todas vuestras aportaciones.
O quizá no.

lunes, 19 de abril de 2010

EL PISO SILENCIOSO


Mirella bajó del coche patrulla una vez que ella y Salvador, que esta noche conducía el vehículo, llegaron al portal que le habían indicado desde la emisora de Comisaría de Euritmia: el número veintiocho de la calle Almirante Artigas. Timbró al cuarto D y preguntó por Serafín Alcalde, autor de la llamada que había puesto todo el dispositivo en marcha. Una vez ante su puerta, la pareja de policías comprobó que el tal Serafín estaba bastante nervioso. Les comentó que hacía un rato que el silencio había vuelto al cuarto C, el piso de enfrente y ya dudaba de haber hecho bien en llamar a la Comisaría. Pero es que los gritos habían sido terribles.
Les dijo que a eso de las diez de la noche, había oído gritos femeninos, luego los del marido (conocía bien la voz de Hipólito) y después volvió la calma.
Poco después de la media noche, de nuevo escuchó gritos. Habían sido las voces de Rebeca y un grito sin palabras de Hipólito. Luego el llanto de la niña. Y después nada.
Salvador le preguntó si eran frecuentes las discusiones en la casa. Serafín agachó la cabeza. 'Bueno, verán, creo que sí, aunque... Bueno, yo no soy cotilla, pero es que hay ciertas cosas que...'

Cuando Mirella apretó el timbre del piso de enfrente, no respondió nadie. Esperaron un tiempo prudencial.
Habían decidido que Mirella bajara al coche a preguntar si entraban en la casa por las buenas, ante las sospechas de violencia doméstica o procedían con los trámites habituales ante el juez de guardia, cuando Salvador alzó la mano, había percibido algo así como el eco de unas pisadas, que desembocaron en un rostro infantil aterrado y atravesado por un arañazo que partía o llegaba al párpado inferior de su ojo izquierdo.
Por suerte el ordenador continuaba enchufado, y el documento en el que trabajaban no había sido aún cerrado…

Iba bien la jornada. Trabajo, compras, alegría, estudio. Hasta que ha llegado el sargento de semana con sus cosas absurdas, con sus obligaciones, con su presión sobre nuestras vidas, con sus exigencias labradas de pánico que nos quiere transmitir sin que nosotros lo deseemos. Como dice Laura, es lamentable que alguien pase malos momentos por el sólo afán de pasarlos; sufrir por querer sufrir, sabiendo que se va a sufrir es un poco tonto; pero como he remachado esta mañana, hacer sufrir a otro imponiendo el sufrimiento y el miedo es peor aún.
Cada vez me descompone más su sola presencia, esa angustia que lo tiñe todo de un color grisáceo, esa mirada que elimina el brillo de todas las cosas, y lo reduce a una realidad que desvaída y acechante.
Uno anhela vivir con calma anímica, ya que mental, en esta sociedad, es absolutamente imposible. Uno tiene que responder en su trabajo, tiene que responder en su vida, tiene que responder ante los demás. Todo eso supone el desgaste mental habitual de cada jornada, con eso es más que suficiente como para llegar a su casa y encontrar el mínimo de ambiente adecuado, para descansar, para compartir vivencias, para que el afecto relaje el latir del corazón. Sin embargo, en mi caso, ocurre casi a la inversa. Sucede que si uno sabe que ella no estará la cosa sucede de ese modo más o menos. Cada miembro de la familia está a lo suyo, pero se crea una especie de lazo invisible que nos une infinitamente. Ahora bien, cuando esta casa se llena con su presencia, crece el hielo; aflora la violencia, o al menos de tensión, que lo inunda como una tormenta de verano aflige a una playa. El problema es que no se trata de algo esporádico o excepcional, el problema es que ocurre en cuanto se sienten sus leves pasos por la escalera.
He de tomar la determinación a no tardar mucho; más bien he de hacerlo de modo inmediato…
(…)
Estaba escribiendo lo que antecede, cuando el grito de Coral, me ha hecho levantarme de este rincón. Lo que tenía que ocurrir en alguna ocasión ha terminado por ocurrir.
Gracias a Dios no ha sido muy grave. Llamativo sí es, pero no grave. En medio de la discusión, Rebeca con sus afiladas uñas, ha arañado el rostro de Coral, justo bajo el párpado inferior. Un arañazo que describe una breve curva de unos cuantos centímetros, cinco o seis, que le ha dejado una marcha enrojecida de casi un centímetro de ancha, más o menos.
Ya ha pasado más de una hora. La medianoche silenciosa ha doblado la esquina del día. Ahora el silencio de la casa es el único eco que me responde, salvo el runrún del ventilador de este ordenador. Duermen las dos. Cualquiera que entrara por vez primera en este piso se diría que la paz es una de las moradoras del habitáculo, y nada más lejano a la realidad. Hay odio, hay violencia, hay enfrentamiento, hay sufrimiento. A estas horas del principio de la madrugada, todavía me pregunto por qué no he hecho lo que he tenido la primera intuición de hacer. La tenía que haber echado de esta casa, que no hubiera vuelto a poner los pies en ella, salvo para recoger sus cosas. Sin embargo, se me cierran los ojos, como persianas que hubieran perdido su sujeción, y estoy dispuesto a marcharme a acostar tendiendo mi craso (todavía) cuerpo, junto al suyo enteco.
Si me acercara hasta nuestro dormitorio, la vería encogida sobre sí misma, casi en posición fetal, como si su cuerpo fuera un cuatro desmadejado, con el rostro de niña buena, de niña que abandonada que da lástima, esa lástima que está a punto de llevarme a un final terrible.
Como me pregunta Ramiro de vez en cuando, '¿Cómo puedes dormir al lado de Rebeca todas las noches, si ni siquiera la rozas?'

Siempre me callo. No hay respuesta. Misterios insoldables, el poder del recuerdo de los sentimientos que hace tantos años atesoró el corazón…
Durante muchos años las agresiones que he sufrido en mi piel (esos arañazos y pellizcos y moretones que la dejaban marcada por varias semanas), no me han dolido, y al poco de que me los hiciera, se me habían olvidado. No sólo eso, sino que tendía a justificarlos o explicarlos o, bueno, me conformaba con ellos como si fuera algo inevitable. Algo así como si me gustara la marcha, como si el dolor me alimentara, o como si fuera el justo pago por mi falta de amor, que era cada vez más evidente.

No lo sé.
No obstante, este arañazo, por lo demás tan llamativo, tan grito a los cuatro vientos, no se me olvida; es el arañazo más violento que me ha dado en toda la vida, aunque no me lo haya hecho a mí, o precisamente por ello. Una niña como Coral no se lo merece; es una herida que ya me ha decidido a actuar.
Escribía que tenía que tomar la determinación. No sabe Rebeca, que ya la ha tomado por mí, y de mañana por la tarde no pasa que llame al abogado, para que me asesore legalmente: no quiero cometer ninguna torpeza.
Esto se ha acabado
.

viernes, 16 de abril de 2010

LA CARTA. Parte décimotercera.

1ªparte 2ª parte 3ªparte 4ª parte 5ª parte 6ª parte
Desde la ruptura con Paloma, el trabajo en el despacho, le pareció más anodino que nunca. Era como si el tiempo se hubiera estancado en la superficie de la mesa de trabajo y no estuviera dispuesto a avanzar. Cada día era el mismo día. Intentó cambiar algunos hábitos, pero era complicado. Dejó de pasearse por Princesa, o por Plaza de España, prefirió caminar un poco más hacia Gran Vía, adentrándose por las calles que desembocan en ella, o Callao o Sol o la Calle Mayor, pero daba lo mismo. La sombra del recuerdo de Paloma le perseguía allá donde fuera.
Hasta que de nuevo acudió al único recurso que siempre le había salvado de este tipo de reveses afectivos, desde la infancia, cuando llegó a pensar que su madre hubiera preferido su muerte en sustitución de la de su padre.
Pero a sus años, a punto de cumplir los treinta, no le apetecía demasiado ponerse a cursar una nueva carrera. Quizá fuera mejor prepararse unas oposiciones. Además, si tenía suerte y las aprobaba, acabaría por irse de Madrid, donde quedaría enterrado el recuerdo de Paloma, o eso suponía.
Al comienzo de ese periodo, no dijo nada en el Despacho, pues supuso que si lo hacía, no le entenderían y acabarían por tomárselo como algo personal. Podría suceder que le ofrecieran un aumento en sus ingresos, o podría suceder lo contrario, que le pusiesen de patitas en la calle, porque considerasen una deslealtad tal determinación.
Eligió las oposiciones para la judicatura, quizá porque exigían más tiempo de preparación. Su hábito de estudio nocturno le vino bien. En pocas semanas recuperó sus habilidades académicas sin esfuerzo. Su experiencia en aquel despacho de abogados no era un estorbo, por el contrario, quizá fuera una de las mejores escuelas para saber de qué estaba hablando cada tema teórico y le había permitido tener al cerebro con el suficiente entrenamiento que le impidiera su anquilosamiento.
Mientras preparaba estas oposiciones, apareció la convocatoria para la provisión de plazas de fiscales. Quizá parecía un poco precipitado. Sólo faltaba un año para hacer efectiva la convocatoria, pero Madrid empezaba a pesarle mucho en el ánimo. A finales de 1994 había aprobado las pruebas e iniciaba su periplo en el mundo de las audiencias y tribunales, pero al lado del ministerio público.
Sin embargo, sintió miedo.
Si algo le había hecho pensar con más detenimiento la opción de presentarse a estas oposiciones para fiscal, además de poder salir de Madrid, era precisamente que una parte no desdeñable del trabajo de un juez consiste en estar frente a personas en una sala de vistas. De hecho en el despacho de abogados nunca salía al estrado. Pocas veces acudía a un juicio, y cuando lo hacía era como parte del público o como acompañante del otro abogado. Sin embargo, y a pesar de ese freno, si se decidió, fue porque el recuerdo de Paloma era demasiado fuerte en su corazón y porque no se planteó muy en serio las consecuencias de ese periodo de preparación, es decir, una hipotética plaza en algún juzgado de los denominados de entrada… En realidad sólo se planteó el estudio en sí mismo. Es como si la meta no le importase lo más mínimo, tan sólo le importaba el camino a recorrer y que tardase mucho tiempo en recorrerlo.
Cuando los jefes del despacho supieron que se presentaba a las oposiciones, no quedaron excesivamente contentos como había intuido, pues supieron dos cosas de inmediato, que aprobaría las oposiciones y que perdían a un magnífico socio. Sin embargo, por suerte, y a pesar de sus miedos, no fueron más allá. Más aún, le agasajaron con una comida de despedida, donde se sonrojó más veces de lo debido. Tampoco estaba acostumbrado a los halagos.
Su primer destino fue en Burgos. Allí tuvo la suerte de ser destinado al puesto de ayudante del fiscal. Así conoció un modo de trabajar en la fiscalía, sin pasar, salvo esporádicas ocasiones, que siempre eran un trauma, por la sala de vistas. Decidió que era su puesto en la Administración de Justicia. Aunque por méritos en algún momento de su carrera profesional pudiera ascender a fiscal, decidió que siempre se quedaría como ayudante de fiscal.
Los cinco años que vivió en Burgos, lo hizo en la zona del barrio de las Huelgas, un poco alejado del Palacio de Justicia, pero una de las zonas más hermosas de la ciudad castellana, donde más tranquilo se vivía, una de las zonas donde el tiempo y la historia aún no habían sido invadidos por la modernidad. La campana del monasterio de monjas, muchas veces era el único contacto que tenía con la vida exterior. Continuó con su afición al cine, pero como las salas burgalesas no eran como las madrileñas, acabó por hacerse con una muy buena colección de películas en vídeo con las que pasaba muchas horas de sus tardes que transcurrían lánguidas, como el Arlanzón a su paso por la Isla. Pasear por el Espolón tampoco le disgustaba, sobre todo en las tardes soleadas, que no cálidas, del otoño burgalés.
En Burgos se hubiera quedado por más tiempo del que se quedó, pero en 1998, recibió una llamada de don Lucas.
A medida que habían pasado los años, las visitas a Euritmia se habían convertido en prácticamente protocolarias. Aunque su madre dijera lo contrario, y aunque en el ánimo materno fuese verdad lo que decía, tanto él como ella se daban cuenta que estar juntos implicaba revivir los recuerdos de aquella tarde infantil de la primavera.
Era inevitable.
Acaso el verdadero lazo que les unía. Pocas veces hablaban de ello, pero ambos sabían que se hacía presente en el recuerdo del otro lo más duro de aquellos años. Y sin decírselo prefirieron evitar el mordisco del dolor.
Sin embargo aquella llamada del cura, obligó a que todo cambiara. Laura Enciso había enfermado gravemente y tenía que acudir a su cuidado. A Luis le extrañó que no hubiera sido ella quien le llamara, pero el sacerdote le explicó que había tomado la iniciativa en contra de la voluntad de su madre. Ella no quería que su hijo se enterara, pues conocía que su presencia junto a él, sólo serviría para reavivar los viejos fantasmas que tanto dolor les producían. Sin embargo en el ánimo del sacerdote quedaba la sensación de incumplimiento de su deber si no le comunicaba al hijo ese alzheimer que había hecho acto de presencia en la mente de su amiga.
A pesar de todo, no fue fácil el traslado. En una ciudad como la suya no había muchas plazas de ayudante de fiscal. Dejó pasar los primeros meses, en los que acudía con más frecuencia durante los fines de semana. E incluso estuvo barajando la posibilidad de pedir una excedencia voluntaria que le permitiera abrir despacho propio cerca de su madre.
Hasta el año siguiente no se produjo una vacante en Euritmia a la que pudo optar.
Fueron siete años complicados. Cada día un poco peor que el anterior. El cerebro de su madre iba perdiendo paulatinamente todos los recuerdos de lo que había sido su existencia. Hubo momentos más duros que otros, pero por desgracia para ambos uno de los últimos en desaparecer fue precisamente el del monstruo que le había corroído durante toda su existencia, quizá porque fuera el mejor anclado en su corazón y en su persona.
Luis Prieto se negaba a recordar aquellos años con detalles. Y menos esta tarde en que la lectura de la carta le había traído toda su vida a la palestra, como si fuera una película, a las que era tan aficionado. Por entonces, y a escondidas, comenzó su afición al güisqui. No es que se convirtiera en un alcohólico, ni mucho menos (al menos del modo en que popularmente se entiende el concepto de alcohólico), pero sí empezó a aficionarse a la bebida, porque en los efectos que tres o cuatro copas le producían encontraba el alivio a ese nuevo dolor que se le instauraba en el corazón.
Ser testigo del padecimiento de su madre y ser absolutamente impotente para poder aliviarlo era demasiado para una persona como él demasiado acostumbrada a la soledad y al silencio. Ni siquiera las frecuentes visitas de don Lucas le servían de mucho consuelo.
Al final no le quedó más remedio que ingresar a Laura Enciso en una residencia, donde los profesionales podrían cuidar mejor de su cuerpo. Cuando sucedió tal cosa, de su mente ya nadie se podía ocupar, porque era un yermo asolado, habían desaparecido todos los recuerdos, hasta los mejores que todavía atesoraba con el único amor de su vida, el padre brutalmente muerto en un ataque al corazón, cuando había atropellado a su hijo. Al final del proceso Luis se daba cuenta de que ella, Laura Enciso no le reconocía, su hijo no era él, sino un niño pequeño que había corrido detrás de una pelota de colores.
La única parte positiva de aquellos seis años, fue el reencuentro con su hermano Gabriel, que se había convertido en un rico agricultor, felizmente casado y con dos hijos. Se puso en contacto con él nada más conocer las primeras noticias sobre el estado de salud de su madre, y él se portó como cualquiera espera que un hijo se comporte con una madre.
Gracias a él, el año que tardó en instalarse en Euritmia se hizo más llevadero, pues le procuró una asistenta de su confianza, después de que los médicos desaconsejaran un cambio de domicilio. Una modificación tan drástica hubiera acelerado aún más el deterioro de su memoria. Gabriel acudía al lado de su madre casi todos los días y con ella pasaba buena parte de las tardes.
Sin embargo su madre nunca reconoció delante de él que había tenido otro hijo, además de su añorado Luis.

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miércoles, 14 de abril de 2010

LA MORDAZA

Imagen tomada de Internet

Ramiro, como cada mañana, salió a la calle dispuesto a acudir a su puesto de trabajo. El ánimo andaba por lo alto, como queriendo danzar con la primera golondrina que había acudido a la ciudad aquella primavera tímida y aún desnutrida. Encaminó sus pasos hacia el quiosco de prensa de Benito, en la Plaza.
Benito era el primer congénere al que solía saludar cada jornada, pero cuando intentó articular su cotidiano, ‘Buenos días, Benito’, sintió una bola, como de cemento, por debajo de la glotis. Carraspeó, pero el aire se le quedó en ese túnel estrecho por el que normalmente se zambullen los sonidos antes de emerger al aire donde viajan hacia su destino, a veces desconocido, pero casi siempre necesario.
Lo volvió a intentar, con el mismo resultado baldío.
Benito observaba con atención inusual a Ramiro.


Benito solía responder cada mañana con un sonido gutural, una especie de gruñido cuyo significado dependía de la intensidad y dirección de la mirada. Aquel amanecer se señaló la garganta, negó con la cabeza y se encogió de hombros.
Pero no parecía asustado…
Ramiro, de momento, tampoco se asustó. Compró el periódico y comprobó, con creciente pánico, que las noticias también habían enmudecido. Las hileras de los renglones que, desde lejos, siempre semejaban cortejos de hormigas disciplinadas, en la proximidad también eran una procesión de insectos sin sentido.
Ramiro sintió un calor denso que nacía del miedo.
¿Habría enfermado la zona del cerebro donde se asienta la capacidad del lenguaje?
A medida que llegaron sus compañeros, alivió ese horror, pero le acometió otro. Nadie podía hablar, como si una mordaza invisible hubiera atenazado sus cuerdas vocales, como si ya no tuvieran escapatoria, como si la palabra hubiera muerto.

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Este micro nace de la lectura de tres noticias:
Mordaza 1
Mordaza 2
Mordaza 3
Y lo más curioso, por no decir triste de todo es que hoy es catorce de abril. Mi pequeño homenaje a quien en esta ciudad alzó aquella bandera

lunes, 12 de abril de 2010

ARTE Y ARQUITECTURA EN LA SEVILLA ACTUAL


Durante nuestro viaje a Sevilla del pasado mes de febrero, en diversas ocasiones reflexioné sobre el arte, la cultura, la literatura… Deseaba compartir con ustedes algunos de estos pensamientos.
Desde que uno llega a la ciudad, se da cuenta que Sevilla respira y vive del arte y del sentido de la estética. Sorprende gratamente, por ejemplo en la zona de la Plaza de España, el buen estado de conservación de los edificios que un día sirvieron como pabellones durante la exposición iberoamericana de 1929. Y si uno se da una vuelta tranquila por sus calles se percata de que el paso del tiempo no ha sido, en general, una dramática cuchillada que ha roto o separado siglos. Por el contrario, se observa que cada época ha integrado su propia sensibilidad, o parte sustancial de ella, a las sensibilidades que tiempos pretéritos desgranaron en sus barrios y calles.

Precisaré pues tampoco conviene exagerar. Esto no pasa siempre. La barbarie también ha hecho de las suyas como en todas partes, a veces expoliando, a veces dejando pruebas de lo peor de cada generación, y la nuestra quizá no sea la que salga mejor parada.
A la vera del Puente de Triana, por citar algo, uno contempla los restos del castillo de la Inquisición, la Capilla del Carmen, conocida como el Mechero y el propio puente de Isabel II construido a mediado del siglo XIX por los ingenieros franceses Gustavo Steinacher y Fernando Bernadet, a imitación del Carrusel, uno de los puentes que cruzaba el Sena y que ya no existe; y un poco más adelante, al otro lado, frente a la calle Betis, junto al Guadalquivir, descansa el Monumento a la Tolerancia de Chillida. En estos doscientos metros escasos uno se ha dado cuenta de que la integración cultural y artística es posible cuando se trabaja con honestidad y cuando se es fiel a sí mismo pero sabiendo que somos hijos de un tiempo y progenitores del próximo.
Otra de las cosas que me llamó la atención fue comprobar que en decenas y decenas de casas aparecen homenajes en forma de placas de azulejos a personajes relacionados con algún arte o manifestación artística: cantaores, bailaores, imagineros, toreros, pintores, músicos… y escritores. No se trata de pequeños o escondidos homenajes. Por el contrario, quien no los vea es que no ha mirado a tal fachada, a tal puerta… Lo que tampoco es raro, porque estar pendiente de todo en cada momento es imposible, y más cuando todo son tantos destellos de hermosura.
Especial mención quiero hacer a la serie dedicada a Miguel de Cervantes y a sus Novelas ejemplares. Punto de la capital hispalense donde sucede algo trascendental en alguno de estos deliciosos relatos, hay una placa cerámica como la que se adjunta sita en la misma Maestranza en pleno Arenal. No sabría especificar, pero al menos me encontré con otras cuatro o cinco, sino fueron seis o siete, entre el Arenal, la zona de la Catedral y el barrio de Santa Cruz.
Siguiendo en el mismo tono, propincuo a la puerta del Palacio de Dueñas, uno de los edificios con más larga historia de la ciudad, residencia sevillana de los duques de Alba, lo que los ojos del paseante contemplan es el recuerdo a un humilde poeta, a uno de los más grandes, sin embargo, un homenaje, digo, a Antonio Machado. Después de leer la placa, y tras asomarse a las verjas de la puerta de entrada a través de las que se contempla el anchuroso patio ajardinado por el que se accede a sus edificios, se entienden mejor sus versos: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero (…)”
Se suele decir que España es un país donde enseguida se olvida a las personas que una vez fueron importantes. Se añade con cierta alegría y desparpajo que el caínismo es una de nuestras ‘señas de identidad’, como si gozáramos con la humillación de quien un día fue cumbre. Sin embargo en Sevilla, a pesar de la dualidad, más que apasionada, visceral, que se respira en casi todos los asuntos: fútbol, toros, política, cofradías de semana santa, por lo que vi, se tiende al recuerdo, se tiende a preservar vivo en la memoria (al fin y al cabo este es el recuerdo) lo que fue importante en alguna ocasión.
Quizá por ello en esta ciudad se cumpla lo que apuntaba más arriba, ese maridaje de tiempos, esa continuidad irrevocable de la vida como río que fluye.
La propia Giralda, que es la seña de identidad de la ciudad más allá de sus propios límites, es buena prueba de lo que sostengo. Con la misma tranquilidad de quien respira, se funden sin dificultad, sin complejo y con acierto lo mejor del arte árabe, con un hermosísimo gótico cristiano, en vivísima demostración de que, si las manos del artista son diversas, la piedra, la tierra y la carne humana son las mismas. Quiero decir que el sueño de aunar el pasado y el presente en un todo continuo e imparable hacia el porvenir no sólo es posible, sino que es el camino más natural.
Acaso haya más ciudades en el mundo que hayan conseguido semejante hazaña, pero como Sevilla probablemente pocas. Mirar desde el Puente de Triana al fondo, teniendo a las espaldas tanto la Torre del Oro como la vista de la Giralda, el Barco (nombre popular del edificio diseñado por Moneo que ahora pertenece y ocupa la Junta de Andalucía) y el Puente del Alamillo (ambas obras edificadas con ocasión de la Exposición Universal de 1992), prueba que en el mismo horizonte cabe todo lo que sea hermoso y sincero. En fin, que acunar en la mirada la silueta de ambas construcciones contemporáneas subido al Guadalquivir desde el Puente de Triana, sintiendo en la nuca el aliento del pasado, es revivir en la memoria los versos de Manrique dedicados a la muerte de su padre, aplicando su sentido, no a una vida particular que se extingue, sino al devenir de la propia especie. Claro que eso no es ser muy original, precisamente.

viernes, 9 de abril de 2010

LA CARTA. Parte duodécima.


1ªparte 2ª parte 3ªparte 4ª parte 5ª parte 6ª parte

7ª parte 8ª parte 9ª parte 10ª parte 11ª parte


La presencia física de los dos folios en que se había concretado la carta escrita por Eladio invadía sus pensamientos interrumpiendo la línea de sus recuerdos.
— En realidad ha sido al revés —, tuvo que reconocerse —. En realidad no interrumpe nada, en realidad ha sido la maldita carta la que ha disparado mis recuerdos. ¿Qué hago aquí recordando toda mi vida, bebiendo güisqui en vez de prepararme para pasar una buena tarde junto a Nélida y los demás?
Volvió a leer unas líneas más. Tampoco pudo avanzar en esta ocasión. Ahora comprendía el por qué de la mala caligrafía de Eladio. Aquella carta era un tobogán hacia el infierno. No podía calificarlo de otro modo.
Buscó con la mirada el móvil. Otra vez la carta, abandonada, yacía sobre la mesa de metacrilato del salón. Apenas había leído la primera cara del folio por segunda vez y no era capaz de continuar más adelante. El cacharro aquel no aparecía por ningún sitio.
— Quizá se haya quedado en la americana…
Así fue. Debido al desasosiego que le produjo la llegada de aquel sobre, mejor dicho, el nombre de su remitente, como una daga ensangrentada que había viajado desde el pasado, no había vaciado los bolsillos de la chaqueta ni del pantalón que continuaban arrebujados de cualquier modo sobre el pequeño butacón del dormitorio. Estuvo a punto de llamar a Nélida para decirle que tampoco acudiría aquel viernes a la cita.
Pero en el último instante detuvo el gesto.
En el fondo no había cosa que le apeteciera más que estar junto a ella, aunque no fuese a solas, aunque su silencio sólo fuera un abrazo mudo en medio de las conversaciones y las risas desenfadadas de los otros compañeros y compañeras que, como cada viernes, acudirían a la cita en el Pub Dominó de la Plaza de Euritmia.
Hubo un momento en que tuvo que enfrentarse nuevamente con el amor.
Después del fracaso con Azucena (si es que como fracaso puede definirse un deseo abortado en su embrión), su relación con las mujeres había sido nula. Se centró con tal pundonor en el estudio que eso le sirvió de búnker más que de muralla frente a los sentimientos románticos. Las clases, el trabajo, el estudio, a veces el cine y dormir unas pocas horas (cinco o seis habitualmente) fueron suficiente ocupación para que los días discurrieran a una velocidad suicida sin que él se enterara muy bien, salvo por los cambios de estación que llevaban aparejado las variaciones del atuendo. Cuando la necesidad era un insoportable peso, el alivio era un mero gesto físico que sólo servía para escenificar durante breves minutos una soledad que empezaba a dolerle como un defecto crónico al que se había acostumbrado menos de lo que pensaba.
Fue precisamente en el cine donde sucedió.
No se trató de un amor imposible con alguna intérprete de de una película, pues eso le hubiera llevado a la locura. Tampoco fue la coincidencia con alguna espectadora tan contumaz como él mismo. Todo comenzó en la taquilla de acceso. A la hora que iba él, que se mantuvo desde su tiempo de estudiante del último año de carrera, no había casi público, y por tanto, no había mucha acumulación de personas para adquirir la correspondiente localidad. Normalmente no había nadie.
Como no podía ser de otro modo, la iniciativa la tomó la joven, pues si de él hubiera dependido, no se hubieran cruzado la palabra más allá de lo estrictamente necesario. Lo cierto es que la sonrisa de ella se había convertido en una campanilla para la atención de Luis; pero no había sido capaz de ir más allá. Gracias al mal tiempo se produjo el diálogo.
— Ya veo que aunque caigan chuzos de punta, vienes al cine.
A él le sorprendió su atrevimiento y permaneció mudo durante unos instantes. Pero le pareció excesivamente descortés tal actitud, así que, aunque con zozobra reflejada en la debilidad del tono empleado, balbuceó un comentario amable…
— Es que he descubierto que el cine me encanta.
— Y hablar le cuesta mucho también — respondió la joven detrás de una sonrisa que pareció iluminar la hora de aquella siesta licuada.
Ambos se quedaron en suspenso. Ella esperaba que le pidiera una localidad para alguna de las salas, y él se había olvidado por completo de la razón que le había llevado hasta allí. Fantaseó, influido sin duda por su creciente conocimiento cinematográfico, con la idea de que tantas películas vistas, habían tenido un motivo, una razón de ser, una misión: darle a conocer a aquella criatura que le sonreía como si le hubiera robado un pedacito a la superficie del sol…
De nuevo fue ella quien tuvo que hablar, alterando el orden lógico del diálogo…
— ¿Y qué película quieres ver hoy…?
— ¿Cuál me recomiendas…?
Mientras abría el armario y cogía la percha donde estacionar como un espantapájaros sin trabajo su traje, todavía se extraña de aquella osadía. Ella sonrió más aún y le pidió que acercara su rostro al cristal detrás del que hablaba…
— Es que si me oye el jefe lo mismo me echa… Hoy no veas ninguna, no merecen la pena. Mira, mi turno acaba en media hora, ¿por qué no me esperas en la cafetería de enfrente?
Luis no pudo decir nada, se atragantó con su propia saliva, y asintió.
Cuando cruzó la calle, no abrió el paraguas y sólo al entrar en el establecimiento indicado por la taquillera, se dio cuenta de dos cosas: estaba empapado hasta las rodillas, y el paraguas seguía cerrado en su mano. Cualquiera que contemplara su estampa, pensaría en que sus meninges no regían del mismo modo que en el común de los mortales.
No sabía si la joven habría comido o no, si querría comer con él o sólo tomarse algo, el caso es que le dijo al camarero que esperaba a una amiga y que, si no le importaba, le pediría la consumición en media hora, más o menos… El camarero no le miró con muy buenas pulgas, como diciendo que permanecer media hora sin consumir nada, no era lo mejor que podía hacer, sobre todo para la buena marcha del negocio. Después de unos minutos, aquel profesional de mirada leñosa y árida, dirigió sus pupilas al rostro de Luis y luego, como si una rama invisible de sus retinas se hubiera tornado brazo musculoso, dirigió el gesto hacia el aguacero que se había convertido en tupida cortina inacabable. El joven pasante del despacho de abogados, desmontado repentinamente del caballo de sus pensamientos bucólicos, trenzó una sonrisa de compromiso que venía a decir que había comprendido la intención del camarero…: o toma alguna cosa, o ya sabe dónde está la calle, esto no es un refugio para vagabundos.
Luis decidió no arriesgarse, pues no sabía muy bien si aquello sería aperitivo, comida, café o merienda, así que pidió un refresco para hacer tiempo. Al camarero le pareció mejor, al menos suficiente, y una vez servido el refresco de limón, y cobrado su importe (el grado de confianza en aquel cliente era nulo), se olvidó del joven, y se volvió a centrar en la lectura de la prensa deportiva que alternaba con fugaces ojeos a la televisión cuyo sonido estaba desconectado.
La media hora transcurrió con una velocidad más bien lenta. Tuvo la sensación de que aquel lugar debía estar encantado, porque los minutos duraban bastante más que afuera, en la calle, donde corrían desaforadamente, pero se armó de paciencia y no hizo ningún comentario. Repasó un periódico atrasado, aunque si le hubieran preguntado en aquel momento, hubiera sido incapaz de dar cuenta del resultado de su lectura.
Por fin la vio correr entre los charcos de la calle, intentando esquivarlos, como si participase en un extraño concurso entre lo gimnástico y lo circense que terminó con su entrada de vendaval en el bar. A pesar de su inexperiencia, a pesar de su falta de formación musical, por su cabeza rondaron los famosos versos de aquella canción de Víctor Jara, pero no se atrevió a pronunciarlos. Hubiera sido demasiado cursi. Tampoco ellos eran unos luchadores por la libertad.
— ¿Has comido ya?
Ella, mientras negaba con el gesto, le contaba que su turno en las taquillas del cine era el de mañana. Por la tarde cuidaba a los hijos de una mujer que trabajaba todo el día y por la noche estudiaba unas oposiciones para auxiliar de justicia.
— No es que tengas mucho tiempo libre.
— Ahora mismo, una hora.
Poco más o menos lo mismo que él. Una hora para comer. No dio tiempo para mucho. Por primera vez en su vida, Luis sintió que no le dejaran hablar más. Estaría por jurar que, sin embargo, lo había hecho más tiempo que Paloma, pero tampoco podría asegurarlo. Tuvo la sensación de que cuando ella entró en el local, la esencia del discurso del tiempo volvió a variar de ritmo tornándose alegro vivace que rozaba las cualidades del presto… La hora aparentó recorrer aquel local en menos de veinte minutos, o sea como si cada minuto hubiese durado veinte segundos.
Cuando salieron a la calle, se lo dijo.
— Paloma, tengo la impresión de que sólo han pasado veinte minutos.
— A mí me pasa algo parecido.
Se citaron durante aquella semana todos los días a la misma hora. Él retrasó su hora de la comida, para coincidir con ella. La casa a donde iba a trabajar no estaba muy lejos de allí, en la Calle Leganitos, y era agradable pasearse por la zona de la Plaza de España con Paloma.
Se volvió a enamorar.
Era la segunda vez en su vida que se enamoraba. Recuerda que era hacia 1990, por tanto tendría unos veintiséis años. Ella tenía cuatro menos. Acaba de terminar la carrera de magisterio.
Pudo funcionar. De hecho durante algún tiempo funcionó. Al menos dos años.
Fue el año de las olimpiadas y de la Expo de Sevilla. Ella aprobó las oposiciones y fue destinada a Zaragoza, cerca de su tierra.
En realidad no pasó nada para que la relación muriera. Dejó de respirar, simplemente. La distancia y el reencuentro con un antiguo novio zaragozano fueron suficientes explicaciones para acreditar la endeblez de los sentimientos femeninos. En el fondo nunca se extrañó de aquello.
Casi se alegró, él sabía que no servía para vivir con una mujer. Él sabía que una mujer soportaría mal sus silencios y esos viajes interminables hacia pensamientos que contenían demasiados artículos de leyes, demasiadas sentencias, un montón de jurisprudencia.
Pero sobre todo miedo, el miedo al fracaso.

miércoles, 7 de abril de 2010

POR LA NOCHE, BLANCANIEVES


Después de que la voz del cazador le obligara a salir corriendo, oyó el zumbido de la flecha que se clavó con precisión en el pecho del corzo que observaba el atardecer. El miedo empujó sus pasos a una carrera precipitada y quizá la larga falda se había rasgado en la zona del volante por culpa de una raíz que al anochecer se asomó sin previo aviso. Quizá sus manos de luna presentaban el leve rastro de un reguero de amapolas, porque después de tropezar su piel decidió adornar la espina de una rosa nocturna. Quizá en sus ojos todavía danzaba el primer vuelo de la lechuza. Quizá algún murciélago despeinó sus cabellos de joven rescatada.
Sin embargo nada era comparable con aquello. Una puerta por la que a penas pudo entrar. Tres o cuatro ventanas en las que sólo una de sus pupilas podía asomarse a través del cristal. Quince peldaños que subió en tres trancos no muy alargados. Cacerolas, sartenes, platos, vasos, cubiertos, del tamaño que siempre soñó para sus juegos y que nunca le permitió aquella mujer tan hermosa por fuera, como monstruosa por dentro…
Pero olió el intenso aroma del hogar, y supo, encorvada para no pegar contra el techo, que en adaptarse a aquella realidad residía su salvación.
Al menos la inmediata.

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lunes, 5 de abril de 2010

LA CARTA. Parte undécima.



1ªparte 2ª parte 3ªparte 4ª parte 5ª parte 6ª parte

7ª parte 8ª parte 9ª parte 10ª parte


Cuando Luis Prieto Enciso llegó a Madrid, la desmesura de la urbe fagocitó el poco ánimo que le quedaba para tejer una vida que discurriese fuera del cascarón de la facultad o del apartamento sombrío donde uno de los empleados del despacho le buscó acomodo con asombrosa rapidez.
Luis nunca supo que tal prontitud o tanto interés se debía a que el habitáculo donde fueron a parar sus huesos pertenecía a la mujer que compartía su vida con este compañero de trabajo, llamado Ernesto. Un pequeño detalle del que nunca fue informado. Hubiese dado lo mismo que conociera semejante dato, puesto que el precio que tenía que abonar mensualmente mediante transferencia bancaria, no era disparatado respecto de los alquileres que se cobraban en aquella parte de Madrid, próxima a Plaza de Castilla, muy cerca de la estación de Chamartín. Gracias a que Ernesto ocultaba con eficacia su relación con la casera, le evitó tener que explicar por qué las dos zonas en que se habían dividido los escasos treinta metros cuadrados no disponían de ventilación natural. Se trataba de una parte de un piso más amplio que ante la avalancha del mercado inmobiliario había sido subdividido en tres apartamentos, sin que se contara con los permisos preceptivos que la administración exige para este tipo de viviendas. Nadie pregunta, nadie investiga, todos pagan, todos callan. Para mayor abundamiento, el apartamento se ubicaba en el entresuelo del edificio, por lo que la sensación de madriguera se cernía sobre la lobreguez de su espacio que no permitía la ausencia de luz eléctrica en ningún momento del día, ya fuera éste el más soleado de toda la historia.
Pero tal circunstancia, como comprobó pronto con alivio Ernesto, no sólo no desanimó a Luis, sino que parecía ser uno de los atractivos para aquel euritmitense extraño y callado que trabajaba a destajo todas las tardes. No le faltaba razón a Ernesto. En realidad si algo le gustaba a Luis de aquel cuchitril, poco más que un mechinal para almacén, era la sensación de invisibilidad que producía. Es como si el mundo exterior no pudiera acecharle, y menos aún atacarle, viviendo en tal lugar al que pronto tomó cariño, pues allí pasó unos cuantos años de su juventud.
La distancia a la facultad se salvaba cada mañana en un trayecto en metro ni muy largo ni muy corto. Bajaba hasta el metro de Plaza de Castilla (aún no existía línea de suburbano en la estación de Chamartín, lo que hubiera sido mejor para él) que tomaba hasta Cuatro Caminos donde hacía trasbordo para llegar a Moncloa. Viajar en el subterráneo mezclado con la multitud de usuarios que a esa hora se apretujaban en el interior de los vagones, aunque a primera vista pudiera incomodarle dada su tendencia a la soledad, le gustaba, pues siempre había pensado que entre la multitud se pasa igual de desapercibido que en medio de la nada. Era muy improbable que nadie se fijase en su figura anodina y absolutamente vulgar en todo. Su gusto por los grises, azules marinos, y colores sin estridencias aumentaban su capacidad para el mimetismo.
Recordaba estas cosas con cierta melancolía, mientras empezaba a desechar en su mente la idea de salir de casa. No le apetecía. La carta de Eladio había terminado por eliminar las pocas ganas que tenía de salir con sus compañeros algún viernes por la tarde. Se acercó a la estantería donde descansaban los DVD con sus películas favoritas y empezó a leer títulos, por ver si alguno le gritaba como el mejor reclamo para terminar de pasar la tarde. En el fondo le hubiera gustado continuar del mismo modo. Si no opositaba a una de las plazas de fiscal jefe para cubrir alguna de las vacantes de los tribunales españoles era porque, entre sus misiones estaría la de aparecer en público en muchas más ocasiones de lo deseable. Ya le parecían excesivas, a pesar de los años transcurridos, las ocasiones en que tenía que hacerlo en razón de su trabajo en Euritmia.
Por la misma razón por la que le gustaba el trayecto en metro por la mañana, le gustaban las clases en la facultad. Allí era un total y absoluto desconocido. Por fin se pudo quitar de encima el mote que había viajado con él durante toda su adolescencia y la primera parte de la juventud. Allí no era nadie en realidad, si acaso un tal Prieto, un alumno del último curso que había recalado en Madrid procedente de Euritmia gracias a las influencias de un profesor, que alertó a algunos de sus compañeros sobre la brillantez del expediente académico de su protegido. Lo que fue una suerte para él, pues de no haber mediado ese aviso, su historial no hubiera tenido el mismo valor. Si en Euritmia su trayectoria universitaria descollaba, en la capital no pasaba de ser interesante.
Después de las clases, y hasta la hora en que comenzaba su trabajo en un despacho de la calle Princesa, tan próximo a la facultad, comía en cualquier bar que le pillase de camino, o si no tenía mucho apetito (algo bastante habitual). entraba en alguna de las salas del cine Renoir. Durante este periodo descubrió su gran afición, además de la del estudio.
El cine se convirtió en una de sus pasiones secretas y casi desconocida por todos. No le llamaban la atención las películas de estreno, las que arrastraban masas de espectadores semana tras semana, a él, prefería las películas europeas en versión original con subtítulos en castellano y algunas de las viejas películas de Hollywood. Con esta afición empezó a comprender algunas pasiones que inundan más a menudo de lo que parece el alma humana, y también empezó a sentir que el mundo era algo más que los libros, los expedientes, los contratos, los recursos contra multas de tráfico, los exhortos dirigidos a este o aquél juzgado, los legajos en los que buceaba tarde tras tarde con constancia, pero sin ilusión.
El trabajo en el despacho de abogados le pareció bastante rutinario y aburrido. Sabía que por ahí tenía que empezar, pero también sabía que no se tenía que quedar en mero pasante de lo que otros hacían. Él no se estaba dejando las cejas y los codos para eso.
Concluida la carrera, continuó en el mismo despacho, aunque acariciando la posibilidad de prepararse una tesis doctoral, previo paso por la correspondiente tesina. Tenía dos o tres posibles temas dándole vueltas a la cabeza, pero no se decidía por ninguno.
Cada fin de semana, salvo en las épocas de exámenes, volvía a casa. Durante el primer trimestre aquel viaje lo hacía con el alma en vilo, pues temía que cualquier sábado (los viernes por la tarde tenía que trabajar) se encontraría con su madre en lamentable estado, pero al comprobar que lejos de eso, su madre iba mejorando cada día, se sintió aliviado, y llegó a pensar que su ausencia había sido un beneficio para ella.
Esta vez lo dijo en tono casual, no como en otras ocasiones. Había sido durante las navidades, mientras cenaban en silencio…
— Veo, mamá, que sin mí estás mucho mejor.
Ella le miró de hito en hito, como si aquellas palabras hubieran sido una especie de bofetada a destiempo, como un alud imprevisible… Y él, por suerte, se dio cuenta de lo malinterpretadas que habían sido las intenciones que revestían su frase…
— No, mamá, no pienses nada raro. Si no me parece mal, ni te lo echo en cara. Más bien es un alivio para mí. Me parece fenomenal que tu vida mejore. Es lo que siempre he querido, que terminaras por olvidar todo aquello… Y si no lo olvidas, por lo menos que no te mate, como estuvo haciendo…
Fue entonces cuando ella se decidió a hablarle de don Lucas, el nuevo párroco.
— Verás, Luis, es que desde que ha venido un nuevo cura a la parroquia, estoy mejor. Este hombre me comprende y me está ayudando mucho.
El ayudante del fiscal nunca había sido muy exigente en materia religiosa, y le sorprendió esta nueva postura de su madre, después de todo lo que había pasado con el anterior sacerdote de la parroquia. No es que se fuera a escandalizar porque su madre rehiciera su vida, aunque intuía que tal cosa era imposible, pero sí se alertó, ante las posibles consecuencias de una relación de este tipo… Pero prefirió mantener un silencio expectante, sabía que su madre diría más…
— No te puedes ni figurar lo que me ayuda cada semana. Aunque tampoco te puedes ni figurar lo imbécil que es la gente. Lo que le gusta el chismorreo, lo que goza con hacer daño. Empieza a correr el rumor de que don Lucas y yo estamos liados. Figúrate, a nuestros años. Como si yo pudiera dejar de querer a tu padre…
Por un momento, colgada sobre el quicio de la última frase, apareció el recuerdo del único hombre de quien estuvo enamorada, y Luis creyó a pies juntillas lo que le decía su madre. Llegó a la conclusión de que aquel hombre ejercía de psicólogo con ella, y eso no le pareció mal. Aunque barruntó cierto peligro en el escándalo, supuso que el tiempo acabaría por demostrar lo torticero de la maledicencia.
Desde ese momento, dilató más sus vueltas a casa, hasta que se convirtieron casi en esporádicas.
Cada día le absorbía más el trabajo. Sus jefes se dieron cuenta de la capacidad de hurón insaciable que tenía aquel joven abogado. Era uno de los mejores en interpretar y desentrañar el contenido, a veces enrevesado, de algunos de los expedientes que manejaban.
Sin embargo su llegada al ámbito penal fue casual. Otro compañero, Ernesto, le pasó por error un expediente. Luis, con su curiosidad insaciable, antes de devolvérselo hojeó los documentos que lo formaban, hasta que le pudo la curiosidad y le pidió al compañero que le dejara estudiar el caso. Ernesto le miró un poco extrañado y se encogió de hombros; a él le sobraba el trabajo y le faltaban ganas. Luis se zambulló en un caso de un homicidio por imprudencia (un accidente laboral) y en pocos días llegó a la conclusión de que el cliente del despacho, efectivamente, podría ser acusado de homicidio involuntario como pretendía la familia del fallecido a poco que el fiscal anduviese espabilado.
Así lo dijo a sus jefes y estos le miraron asustados y extrañados, puesto que nunca ningún inexperto pasante que hubiera habido en el despacho se había atrevido a poner en entredicho una línea de defensa. Pero tampoco era costumbre del despacho perder un juicio de estas características, pues en la resolución satisfactoria de estos asuntos para los intereses de sus clientes habían cimentado buena parte de su fama. Todos habían pensado que se podría demostrar que fue un accidente laboral con un fatal desenlace.
— ¿Tú que harías?
A Luis se le nublaron los colores, aunque respondió sin dudas.
— Pactaría una indemnización, si es posible, y rezaría para que el fiscal se conforme, no actúe de oficio y no coteje con detalle esta declaración con esta otra.
Leyeron ambos documentos y de inmediato reaccionaron. La lectura continua como si fuera un solo texto, lo cambiaba todo. No perdieron el juicio, pues no se llegó a celebrar y el fiscal no cotejó aquellas declaraciones.