Poco más. Mis niveles de práctica deportiva se reducen a unas pocas brazadas veraniegas, unas pocas carreras disfrazado con supuesto atuendo deportivo y vaporosos recuerdos infantiles en los que persigo balones de baloncesto o de fútbol (casi nunca reglamentarios) o simples pelotas que en vez de botar salían despedidas hacia cualquier parte por culpa de una piedra mal pulida, o una falla en el pavimento de la calle.
Sin embargo, hay una especialidad deportiva (mejor dicho, dos) que me atraen como un imán a los alfileres.
Son, acaso, dos especialidades que tienen de común la agonía, la épica y vivir sobre el alambre. Lo más probable es que llamen la atención también porque nunca podría ni pensar en soportar el brutal esfuerzo físico sobre el que se construyen. A lo mejor también me resultan atractivas, por cuanto se trata de batallas personales, en las que el equipo ayuda, pero es menos decisivo que en otros deportes. Y, por último, quizá el poder que ejercen sobre mi pasión de espectador se deba a que estas adustas y extremosas tierras castellanas han dado excelentes competidores en ambas disciplinas. Hablo de campeones de renombre internacional, eso sí en su ámbito, a veces demasiado reducido.
Destaco el ciclismo de pasada, porque hoy no quería hablar de ello, de las gestas, prodigios y miserias de este deporte que con Pedro Delgado se convirtió en pasión popular. Sin olvidar a otros nobles predecesores como Carlos Melero y coetáneos como Joaquín Migueláñez.
Hoy quería apuntar algo referente a lo que mi abuelo y su generación denominaban carreras pedestres.
Mi afición a las carreras de fondo (a verlas, digo y aclaro) nace de las gestas del palentino Mariano Haro que con su diminuta estatura competía por los templos del atletismo europeo y mundial y por esos caminos embarrados e invernales de Europa. Si no recuerdo mal (puesto que más parece un sueño que un recuerdo) en las olimpiadas de Münich quedó cuarto. Es decir, se convirtió en héroe nacional. Cuando los africanos no habían descubierto que corren y aguantan más que nadie, este palentino se llevaba medallas en los campeonatos mundiales de cross. Su leyenda crecía. Años después llegó la hora de Antonio Prieto, nuestro paisano. Tomó la antorcha que procedía de Becerril de Campos y la transportó con su enteco cuerpo por el mundo entero. Luego llegó el ocaso en estas distancias (para los europeos, me refiero) en las que África puso su pie inmenso para aplastar cualquier intento. Unas veces los nigerianos, otras los etíopes, otras marroquíes, otras cameruneses, qué sé yo. Por aquel entonces llegó la época de los maratonianos, como Cid y Antón, que ampliaban en mucho esa visión agonística y épica de los corredores de fondo. Esa famosa soledad del corredor de fondo.
Uno se imagina el latido de un corazón restallando sobre las sienes, a punto de explotar. Desde fuera sólo tiene que llegar el silencio, porque el único ruido, casi de bombardeo, es la respiración agónica, el latido intenso... Y un pensamiento obsesivo: cada zancada estoy más próximo a la meta. Pero esta idea, obligatoriamente, se tiene que anular. Las neuronas tienen que concentrarse en el propio trabajo y en la senda por la que se avanza sin pausa posible: acompasemos la pisada con la respiración, extendamos los músculos en su medida precisa, no forcemos pues la lesión siempre está próxima.
Otra obsesión: el tiempo: llegar antes, acabar antes de lo que concluí anteayer, y mañana más deprisa. Hasta el infinito. Probablemente éste sea el verdadero reto, la verdadera medalla, esa autosuperación, ese rebajar los dígitos de ese cronómetro que parece que se alimenta de kilómetros o millas o leguas.
Estos deportes, además, enseñan que sólo desde la constancia y desde el esfuerzo se puede aproximar uno a alcanzar las metas que se propuso. Si uno quiere alcanzar la meta en la cabeza del grupo (a veces vencer es imposible y ya se sabe desde antes de comenzar la competición) hay que exigirse hasta el infinito, hay que bordear lo inhumano, hay que exprimir hasta la última gota de nuestras fuerzas, hay que darlo todo.
El otro día, cuando diciembre se convirtió en sábana blanca, España obtuvo la medalla de oro por equipos en el campeonato de Europa de cross.
En este equipo, con sus zancadas amplias de aspecto frágil, pero tan potentes ha estado Javier Guerra, hijo de otro gran atleta, Paco, y sobrino de dos buenos amigos.
En esta ocasión uno siente orgullo, no sólo por el paisanaje que, a la postre, poco significa, salvo cercanía y sensación de pertenencia, sino, más bien, porque los corazones de unos amigos se alegran con estos éxitos, y nos alegran sus sonrisas, ahora que la vida les ha puesto una zancadilla que les ha hecho titubear un poco.
2 comentarios:
Javier es bueno, muy bueno. Y tiene la suerte que no tuvo Paco: un padre que le apoya desde los comienzos de su carrera y una madre que le sigue donde vaya, además de unos reconocimientos económicos que allá por los años ochenta no existían para este tipo de atletas. Las circunstancias de la vida han hecho que las cosas fueran entonces así.
Pero Paco tenía, además, un espíritu de sacrificio inconmensurable para alguien que hacía las cosas por amor al arte
Luego entonces, todavía nos queda la oportunidad de sentirnos semilla de un futuro mejor.
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