Una duermevela cernía sus alas invisibles sobre la habitación penumbrosa cuya persiana impedía contemplar la evolución sosegada del mundo. No supieron ninguno de ellos que el cielo también se había desnudado, como sus cuerpos, mostrando con rotundidad metálica y firme ese azul celeste que, salvo en Euritmia y cuatro ciudades más, como quien dice, sólo es dado contemplar en los mejores lienzos de los pintores más atrevidos.
Pero ellos no estaban para contemplar cuadros aquella tarde. Tenían la misión de calentarse el alma y apaciguar su cavilar ansioso a través de la tibieza de la piel. Y en sus pensamientos no anidaba ningún otro afán, salvo que se entendiera como pensamiento, una lejana posibilidad, allá en el horizonte del deseo masculino, casi siempre dispuesto a las expansiones. Pero sabía él, y este era el verdadero objeto de su pensamiento, que aquella tarde de sábado no era la más indicada para tales efusiones.
Él, que tampoco sabía de cocina, como de casi nada, sin embargo sí conocía que algunos platos se guisan a fuego lento, más aún, que han de llegar a la temperatura más elevada con calma, como olvidándose del final, como si el final no existiera o no fuera importante o en todo caso estaba tan lejano como alcanzar la eternidad.
Había en la actitud del acogedor cuerpo de ella una suerte de abandono. Pero no era el abandono propio de la relajación, sino de la soledad. Ella decía que estaba cansada, muy cansada. Y tal cansancio le preocupaba, pues, en teoría no tenía por qué estarlo, porque todo lo que había hecho no era para que tal sensación dejase a sus músculos como laxos, casi inertes, incapaces de plantearse un esfuerzo mayor que ir hasta el cuarto de baño.
Podría ser, pensó él con cierta pizca de alarma asomándole por sus ojos, un rebrote de la astenia primaveral que clavó su dentellada más contundente al inicio de la estación y que parecía haberse olvidado gracias al trabajo desconocido de las abejas laboriosas que habían extraído para ella, sin que ella lo supiera, la esencia de cientos de miles de flores que les permitieron elaborar en sus colmenas esa jalea real que le vigorizaba más que el cuerpo el alma, o el ánimo, si es que no se quiere ser demasiado trascendental.
A pesar de la apariencia, esa laxitud, ese cansancio, esa acidia, ocultaban una tensión proveniente de la musculatura propia del cuello, esa zona del organismo que permite que la cabeza se mantenga erguida, gire, asienta o niegue durante tantas horas al cabo del día.
Calculó, como quien tira una moneda al aire, que si se relajaba todo aquel apelmazado conjunto de músculos y tendones, también se aliviaría esa otra sensación. Podría ocurrir que no sucediera, pero por intentarlo poco o nada perdía.
Acertó.
La tarde avanzó, después, con la morosidad propia de los paseantes embelesados hacia la ternura que se adormeció entre sus dedos, ralentizando el conteo de los segundos, sosegando las respiraciones hasta la frontera cálida del sueño…Luego la tarde se convirtió en secreto de puertas luminosas abiertas sólo para los cuerpos compartidos…
Pero ellos no estaban para contemplar cuadros aquella tarde. Tenían la misión de calentarse el alma y apaciguar su cavilar ansioso a través de la tibieza de la piel. Y en sus pensamientos no anidaba ningún otro afán, salvo que se entendiera como pensamiento, una lejana posibilidad, allá en el horizonte del deseo masculino, casi siempre dispuesto a las expansiones. Pero sabía él, y este era el verdadero objeto de su pensamiento, que aquella tarde de sábado no era la más indicada para tales efusiones.
Él, que tampoco sabía de cocina, como de casi nada, sin embargo sí conocía que algunos platos se guisan a fuego lento, más aún, que han de llegar a la temperatura más elevada con calma, como olvidándose del final, como si el final no existiera o no fuera importante o en todo caso estaba tan lejano como alcanzar la eternidad.
Había en la actitud del acogedor cuerpo de ella una suerte de abandono. Pero no era el abandono propio de la relajación, sino de la soledad. Ella decía que estaba cansada, muy cansada. Y tal cansancio le preocupaba, pues, en teoría no tenía por qué estarlo, porque todo lo que había hecho no era para que tal sensación dejase a sus músculos como laxos, casi inertes, incapaces de plantearse un esfuerzo mayor que ir hasta el cuarto de baño.
Podría ser, pensó él con cierta pizca de alarma asomándole por sus ojos, un rebrote de la astenia primaveral que clavó su dentellada más contundente al inicio de la estación y que parecía haberse olvidado gracias al trabajo desconocido de las abejas laboriosas que habían extraído para ella, sin que ella lo supiera, la esencia de cientos de miles de flores que les permitieron elaborar en sus colmenas esa jalea real que le vigorizaba más que el cuerpo el alma, o el ánimo, si es que no se quiere ser demasiado trascendental.
A pesar de la apariencia, esa laxitud, ese cansancio, esa acidia, ocultaban una tensión proveniente de la musculatura propia del cuello, esa zona del organismo que permite que la cabeza se mantenga erguida, gire, asienta o niegue durante tantas horas al cabo del día.
Calculó, como quien tira una moneda al aire, que si se relajaba todo aquel apelmazado conjunto de músculos y tendones, también se aliviaría esa otra sensación. Podría ocurrir que no sucediera, pero por intentarlo poco o nada perdía.
Acertó.
La tarde avanzó, después, con la morosidad propia de los paseantes embelesados hacia la ternura que se adormeció entre sus dedos, ralentizando el conteo de los segundos, sosegando las respiraciones hasta la frontera cálida del sueño…Luego la tarde se convirtió en secreto de puertas luminosas abiertas sólo para los cuerpos compartidos…
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