jueves, 4 de diciembre de 2008

HORAS INICIALES DE LA NOCHE

Las horas iniciales de estas noches de este otoño que se parece tanto al invierno, como se parecen entre sí los gemelos univitelinos, salgo a pasear por la ciudad que vive en medio de un trasiego indeciso y jadeante, cuerpos y espíritus cansados que se mueven en medio del retorno al hogar tras una jornada de trabajo, y quienes se azoran en las últimas prisas del día, esa compra que siempre está pendiente…, quizá haya alguno que se desperece la modorra en conversaciones amigables, distendidas, durante la primera o la última copa del día.
En realidad salgo a buscar a Marián que está haciendo un curso vespertino, así que mis pasos se dirigen hacia la Escuela de Magisterio y este sendero, iluminado por una tenue luz cítrica, se convierte en un túnel que me comunica con el recuerdo de una juventud atravesada por la ilusión de un horizonte despejado y limpio: el futuro.
El edificio de la Escuela de Magisterio es, para mi gusto —por tanto completamente cuestionable y prescindible—, uno de los que peor adapta su diseño al entorno en que está ubicado, su arquitectura, tan cúbica, tan repleta de aristas, inundada por ángulos rectos en todas partes, siempre me ha producido frío en la mirada.
A pesar de ello, en su interior pasé tres cursos intensos en los que la herida de la literatura se hizo intensa, se hizo parte de venero. Sin duda fue lo más trascendente para mi existencia posterior, pero no fue mi único aprendizaje.
Fueron años en los que conocí el compromiso, las encrucijadas de las decisiones, el mundo de los adultos sin los parapetos de la edad. Aprendí que la vida no es exactamente igual mirándola desde la ventana que paseando por sus entresijos. Por primera vez, dentro de sus aulas y en sus aledaños, tuve la oportunidad de contrastar las opiniones propias con otras ajenas, la mayoría de las veces diferentes, y comprendí que como más se aprende es escuchando, mirando de frente a otras pupilas, intentando ponerte en el lugar de quien argumenta de otro modo.
También intentaron enseñarme a enseñar y, obviamente, aprendí que el ejercicio de la enseñanza es una de las más altas funciones a las que se puede dedicar el ser humano. Por suerte o por desgracia no me gano la vida dentro de un aula, la vida me llevó por otros derroteros, por eso puedo hablar con más libertad sobre este asunto y nadie puede acusarme de arrimar el ascua a mi sardina.
La tarea de la docencia es una de las dedicaciones capitales en cualquier sociedad que se precie, porque en buena medida de su ejercicio depende el futuro de esta civilización. Cuidar esta profesión debería ser seña de identidad de una colectividad que aspire a considerarse realmente humana y desarrollada. Todavía estamos muy lejos de alcanzar este objetivo, a una distancia sideral, tal y como se demuestra de tantos modos. Uno diría que este oficio se desprestigia a diario más y más. Los maestros y maestras son despreciados por muchos de sus alumnos, criticados por muchos padres, ninguneados por las administraciones. Por algún motivo inexplicable, menos quienes tienen por profesión la de enseñar, todo el mundo opina, sabe y pontifica sobre la educación. Salvo la de seleccionador nacional de fútbol, me parece que no hay otra profesión con más opiniones emitidas por legos en la materia.
En estos días, mientras el silencio del Jardín de los Zuloaga es un presagio de versos imposibles, mientras se llega el instante en que Marián dejé su curso, grupos de jóvenes atraviesan la pesada y vieja puerta que da acceso al edificio. En sus miradas quiero descubrir el futuro de una mejor docencia, de una docencia más respetada. Sé que soy un iluso; pero cómo me recuerdan sus pasos a los míos propios, cuando abandonaba esta fría construcción con la cabeza llena de proyectos para ayudar a que mis futuros alumnos (los que nunca existieron) descubrieran el mundo y sus misterios, sobre todo se descubrieran a sí mismos, que siempre es el aprendizaje más duro y más apasionante.
Como digo, hasta que sale Marián, la oscuridad de la fría noche me remite a imposibles versos y a inútiles sueños.

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