La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas.
13 de octubre de 2008. Dentro del vagón de un ALVIA, camino de Segovia.
A las dos y media de esta tarde, me despide un Oviedo gris, a punto de iniciar la ración de lluvia de la que se ha librado en estos días, en que, sin embargo, el agua ha caído por buena parte de la Península. Este día oscurísimo, rima en consonante con su mirada que se ha tornado tenebrosa. Hoy la estación de la calle Uría, me ha parecido un útero triste, un agujero donde sólo había lugar para las lágrimas.
Detrás de mí hay cuatro jóvenes que, según he oído, viajan a Burgos vía Valladolid. Acaban de entregarme unos auriculares. En este viaje los aprovecharé. He localizado música clásica que también rima con este día gris, tibio y perezoso.
Las cimas a las que nos dirigimos esfuminan sus perfiles en los nubarrones que juegan a saltar a la comba. El termómetro marca diecinueve grados, que son acaso demasiados grados para este trece de octubre.
El olor a las tortillas de patatas y pimientos que se está comiendo la pareja de los del asiento de delante, me recuerda que es la hora de la comida, pero mi estómago está satisfecho. Hemos pasado por varias estaciones y no nos hemos detenido en ninguna. En este instante lo hacemos en una de la que no he visto su nombre, aunque imagino que será Pola de Lena. Se suben pocas personas. Empieza una película. Quizá la vea. Es española, Mattahari se llama y el año pasado recibió buenas críticas y algún premio, creo.
Por un momento abandono el argumento. Me parece que ya ascendemos Pajares… Viendo las imágenes de fuera de este tren y las que me llegan de la cinta, uno llega a la conclusión de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Subimos y subimos y el esfuerzo no parece excesivo. Las vidas de las protagonistas, aunque parecen anodinas vidas urbanitas, tienen tantos secretos como las de las personas que por su profesión de detectives privados han de investigar. Detrás de una mirada, lo más probable es que haya pensamientos, que si nos los imagináramos quedaríamos boquiabiertos. Un matrimonio se desploma, pero no hace ruido. Nace un amor, y el deber profesional obliga a la traición. Quien tanto se interesa por sus hijos, tiene una vida oculta. Una agencia de detectives privados que saca a la luz, al menos a la luz de unos pocos interesados y afectados, las miserias ajenas, pero oculta las suyas… De nuevo alzo la cabeza y veo que cabalgamos entre nubes, mejor dicho, que flotamos entre nubes…
Saliendo de León se acaba la película que, a medida que ha avanzado me ha atrapado en su argumento construido con tortuosas elipses y piezas que han encajado lentamente y sentimientos, muchos sentimientos. Sobre todo amor, el amor tal y como lo entendemos esta etapa fronteriza entre dos siglos. Al final, como casi siempre ocurre en las cintas españolas, me parece que hay un toque excesivamente melodramático. Pero me ha gustado.
El otoño es un sastrecillo inseguro que, después de medir y asomarse a los cuerpos de sus modelos, estos erectos árboles de la Meseta, escoge las mejores telas, los reviste y, de pronto, como si se hubiera cansado de su tarea, decide desnudarlos. Y así se pasan los pobres el invierno, mostrando, más que carne, un esqueleto firme pero enteco y aterido.
Después de una breve parada en Sahagún, continuamos hacia el sur, y se nota el declive descendente de esta campiña pardusca y ocre de los campos, unos ya arados y otros esperando su turno o descansando en el barbecho que ha de recuperarles. Supongo que en poco tiempo llegaremos a Palencia y desde allí la marcha será veloz, más veloz quiero decir…
A través de los cascos me llegan ahora cortas piezas de música clásica. Es como si a mi alrededor no pasara nada, como si nadie hablara. De todos modos, me parece que nadie lo hace. Una joven que ha subido en León dormita en el asiento de atrás, un par de señoras leen, alguien, más allá dormita, los otros supongo que contemplan el veloz correr de las tierras de cultivo que, repito, son monótonas, pardas, recién aradas, preparadas para que la simiente les preñe de vida.
De vez en cuando se adivina a nuestro lado que hemos dejado una estación, pero es tan fugaz su paso que, salvo que por casualidad levante los ojos en el segundo preciso, habrá pasado ante mí y no la habré vislumbrado siquiera.
Por esta parte de Castilla las nubes no han cubierto todo el cielo. Hacia el suroeste, una densa y negra nubosidad se cierne como bruna amenaza.
Ando hojeando Vivir adrede de Mario Benedetti, pero no me zambullo por completo en su lectura. Prefiero fijarme en el paisaje y garabatear este cuaderno. (Espero no tardar mucho en transcribir estas notas, puesto que de lo contrario no seré capaz de descifrar estos símbolos que me salen mucho más ilegibles que habitualmente, debido al traqueteo imparable del tren).
Tengo la impresión de que nos adentramos en zona de lluvias. A pesar de todo, hay algo de sol que parece incendiar algunos chopos ya muy dorados, convirtiéndolos en velones a la hora de vísperas. Ojalá estuviera programada ahora mismo, entre la música que me llega a través de los auriculares, una pieza de canto gregoriano. A ser posible un aleluya de los que se llena la liturgia por la Pascua.
Pasamos junto a un pueblecillo con dos iglesias que, a esta distancia y a esta velocidad, parecen gemelas, como el duplicado una de la otra, como si la mitad del villorrio fuera el espejuelo de la otra mitad, como si hubiera tal odio, o tal admiración, entre una parte y otra que sus poquísimos habitantes necesitaran otra iglesia donde rezar, pero que tiene que ser idéntica de la de sus rivales o ídolos.
Entramos en la capital palentina. Falta pues una hora y cuarto de viaje. Aquí se suben muchos viajeros, aunque no en este vagón, del que no se ha movido nadie. Acabo de hablar con Marián por segunda vez desde que he partido. Han pasado poco más de dos horas y ya nos echamos de menos. Aunque nuestros gestos no posean la vehemencia de la juventud, nuestros corazones no nos engañan. Y es hermoso, aunque produzca cierta melancolía, sentir la separación, notar en el alma que nos falta parte del aire que nos vivifica, para que cuando retorne sepa valorar lo que ahora dejo a cuatrocientos kilómetrros de distancia.
Detrás de mí hay cuatro jóvenes que, según he oído, viajan a Burgos vía Valladolid. Acaban de entregarme unos auriculares. En este viaje los aprovecharé. He localizado música clásica que también rima con este día gris, tibio y perezoso.
Las cimas a las que nos dirigimos esfuminan sus perfiles en los nubarrones que juegan a saltar a la comba. El termómetro marca diecinueve grados, que son acaso demasiados grados para este trece de octubre.
El olor a las tortillas de patatas y pimientos que se está comiendo la pareja de los del asiento de delante, me recuerda que es la hora de la comida, pero mi estómago está satisfecho. Hemos pasado por varias estaciones y no nos hemos detenido en ninguna. En este instante lo hacemos en una de la que no he visto su nombre, aunque imagino que será Pola de Lena. Se suben pocas personas. Empieza una película. Quizá la vea. Es española, Mattahari se llama y el año pasado recibió buenas críticas y algún premio, creo.
Por un momento abandono el argumento. Me parece que ya ascendemos Pajares… Viendo las imágenes de fuera de este tren y las que me llegan de la cinta, uno llega a la conclusión de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Subimos y subimos y el esfuerzo no parece excesivo. Las vidas de las protagonistas, aunque parecen anodinas vidas urbanitas, tienen tantos secretos como las de las personas que por su profesión de detectives privados han de investigar. Detrás de una mirada, lo más probable es que haya pensamientos, que si nos los imagináramos quedaríamos boquiabiertos. Un matrimonio se desploma, pero no hace ruido. Nace un amor, y el deber profesional obliga a la traición. Quien tanto se interesa por sus hijos, tiene una vida oculta. Una agencia de detectives privados que saca a la luz, al menos a la luz de unos pocos interesados y afectados, las miserias ajenas, pero oculta las suyas… De nuevo alzo la cabeza y veo que cabalgamos entre nubes, mejor dicho, que flotamos entre nubes…
Saliendo de León se acaba la película que, a medida que ha avanzado me ha atrapado en su argumento construido con tortuosas elipses y piezas que han encajado lentamente y sentimientos, muchos sentimientos. Sobre todo amor, el amor tal y como lo entendemos esta etapa fronteriza entre dos siglos. Al final, como casi siempre ocurre en las cintas españolas, me parece que hay un toque excesivamente melodramático. Pero me ha gustado.
El otoño es un sastrecillo inseguro que, después de medir y asomarse a los cuerpos de sus modelos, estos erectos árboles de la Meseta, escoge las mejores telas, los reviste y, de pronto, como si se hubiera cansado de su tarea, decide desnudarlos. Y así se pasan los pobres el invierno, mostrando, más que carne, un esqueleto firme pero enteco y aterido.
Después de una breve parada en Sahagún, continuamos hacia el sur, y se nota el declive descendente de esta campiña pardusca y ocre de los campos, unos ya arados y otros esperando su turno o descansando en el barbecho que ha de recuperarles. Supongo que en poco tiempo llegaremos a Palencia y desde allí la marcha será veloz, más veloz quiero decir…
A través de los cascos me llegan ahora cortas piezas de música clásica. Es como si a mi alrededor no pasara nada, como si nadie hablara. De todos modos, me parece que nadie lo hace. Una joven que ha subido en León dormita en el asiento de atrás, un par de señoras leen, alguien, más allá dormita, los otros supongo que contemplan el veloz correr de las tierras de cultivo que, repito, son monótonas, pardas, recién aradas, preparadas para que la simiente les preñe de vida.
De vez en cuando se adivina a nuestro lado que hemos dejado una estación, pero es tan fugaz su paso que, salvo que por casualidad levante los ojos en el segundo preciso, habrá pasado ante mí y no la habré vislumbrado siquiera.
Por esta parte de Castilla las nubes no han cubierto todo el cielo. Hacia el suroeste, una densa y negra nubosidad se cierne como bruna amenaza.
Ando hojeando Vivir adrede de Mario Benedetti, pero no me zambullo por completo en su lectura. Prefiero fijarme en el paisaje y garabatear este cuaderno. (Espero no tardar mucho en transcribir estas notas, puesto que de lo contrario no seré capaz de descifrar estos símbolos que me salen mucho más ilegibles que habitualmente, debido al traqueteo imparable del tren).
Tengo la impresión de que nos adentramos en zona de lluvias. A pesar de todo, hay algo de sol que parece incendiar algunos chopos ya muy dorados, convirtiéndolos en velones a la hora de vísperas. Ojalá estuviera programada ahora mismo, entre la música que me llega a través de los auriculares, una pieza de canto gregoriano. A ser posible un aleluya de los que se llena la liturgia por la Pascua.
Pasamos junto a un pueblecillo con dos iglesias que, a esta distancia y a esta velocidad, parecen gemelas, como el duplicado una de la otra, como si la mitad del villorrio fuera el espejuelo de la otra mitad, como si hubiera tal odio, o tal admiración, entre una parte y otra que sus poquísimos habitantes necesitaran otra iglesia donde rezar, pero que tiene que ser idéntica de la de sus rivales o ídolos.
Entramos en la capital palentina. Falta pues una hora y cuarto de viaje. Aquí se suben muchos viajeros, aunque no en este vagón, del que no se ha movido nadie. Acabo de hablar con Marián por segunda vez desde que he partido. Han pasado poco más de dos horas y ya nos echamos de menos. Aunque nuestros gestos no posean la vehemencia de la juventud, nuestros corazones no nos engañan. Y es hermoso, aunque produzca cierta melancolía, sentir la separación, notar en el alma que nos falta parte del aire que nos vivifica, para que cuando retorne sepa valorar lo que ahora dejo a cuatrocientos kilómetrros de distancia.
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