La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Abril.
Hacía tiempo que no tomaba un güisqui. En casa del maestro jubilado se bebe, acaso con excesiva abundancia. La luz de la tarde, más que plomiza plateada o, mejor aún, de perlas sonrientes, se colaba por el ventanal de la sexta planta del edificio.
No sabe si habrá sido la bebida dorada la que ha roto los diques de la imaginación o simplemente el intento de que la verdad no se quedara aletargada como un ratón asustado dentro de su corazón. Sabía que si no abría los caminos hacia el proceso de reflexión, sería una carga que le pesaría como una traición. Pudo ser la lluvia de la tarde que no fue capaz de alejar el viento resentido y caliente de aquellas horas abrileñas quien actuó en su corazón con la misma contundencia con la que el viento del Señor partió el río Jordán para que el pueblo de esclavos iniciara la senda de la libertad, la dura senda de la libertad. También hablaron de Moisés, y de Agustín de Hipona y de San Antonio Abad, y del Apocalipsis. Y sin saber muy bien cómo, se dio cuenta que si hablaba de lo que sabía, ascendería en la consideración de aquel hombre de menguada estatura, estrechas espaldas, enteca encarnadura y corazón apresurado y caliente, apasionado y ávido, pesimista y grande, tan grande como el dolor que pretendía enterrar pero se resistía a perecer. Aquel dolor que veinte años no habían sido suficientes para evaporar unas lágrimas que parecían un flébil manantial salobre e inagotable.
El teléfono interrumpió su charla en varias ocasiones, como una cigarra inoportuna; pero a pesar de la confusión de aquella conversación que fluctuó por diversos caminos inconexos, logró, por fin, abrir la brecha que necesitaba. Y confió lo que acaso debiera haber sido su opinión al comentario de algún tercero que tuviera un ascendiente afectivo más eficaz que el suyo. Si se hubiera atrevido, sus opiniones deberían haber rozado la demolición del edificio que aquel hombre pretendía edificar.
Pero no se atrevió.
Él no valía para semejante menester.
Parece que otros tienen el corazón más preparado para tareas tan complicadas. Porque en el suyo no hay nada más complicado y doloroso que derruir un sueño antes de que se haya podido concretar. En ocasiones, semejante actitud traía adosada evidentes complicaciones para su propia vida, pero no era capaz de negar nada de lo que le pidieran relacionado con esta cuestión. Una parálisis le atenazaba la lengua y tenía que seguir adelante.
En este caso sabía perfectamente que aquello era una empresa imposible, un fracaso anunciado, como pretender que el sol lograse hacer sonreír el rostro de un enfermo por depresión. Era posible rescatar alguna de aquellas frases, otras se podían revisar y tornarlas interesantes; pero sin contar siquiera con la cantidad de ellas que podrían superar la criba de unos ojos más críticos y menos medrosos con el dolor que pueden causar, la idea en sí misma era prácticamente inviable.
Cuando encontró esa senda que al mismo tiempo le liberaba de una tarea dolorosa y quizá, sólo supusiera dilatar una decisión que debería haber tomado él, no se sintió excesivamente feliz. Sentía un arañazo en el alma, un desgarro doloroso, porque había transferido su responsabilidad a otro u otra que diciendo lo mismo hiriera menos.
Al menos el pensador de frases cortas escucharía palabras procedentes de un corazón que le quería.
Fue algo mezquino cuando utilizó una de sus frases para hacerle ver lo que en el fondo quería decir, para arrojar una piedra por ver si él captaba el sentido de lo que quería decir: “El buen amigo no halaga, sino que exige”. Era una de sus sentencias, poderosas, pero demasiado manidas. Una versión más debilitada del “Quien bien te quiere te hará llorar”. Había dejado pistas suficientes de su opinión. Ahora restaba que la perspicaz inteligencia de aquel hombre llegase a sus propias conclusiones. No confiaba plenamente en tal circunstancia, aunque quizá si hubiera conseguido rebajar en algo sus pretensiones.
El güisqui producía un sabor pastoso en su lengua y una suerte de sutil levitación sobre el pavimento húmedo de la calle, un estridor metálico de turbulencias y agua. Al descender los seis pisos, de vuelta a su propia casa, no tenía claro que hubiera hecho bien habiendo dejado aquella puerta abierta, pero el sentido de sorpresa y regalo que había adquirido su vida desde hacía unos quince meses era una clave poderosísima a la hora de enfrentarse a cada acontecimiento que su existencia le presentaba, como un muestrario de sueños que sólo estaba en sus manos poder plasmar.
No sabía aún qué había detrás de aquella aparición inopinada en su vida. No entendía muy bien aún las pretensiones que el maestro jubilado pretendía con su colaboración. Pero, aún así, sentía que no debía de sajar este vínculo incipiente. La paciencia debía seguir actuando como una hilandera incansable en su corazón.
Así que se encogió de hombros, abrió el paraguas, y enfundado por la luz plateada de la tarde lluviosa, retornó a la sonrisa de aquel rostro que le esperaba, con los ojos iluminados, enmarcados en una contemplación silenciosa que sólo invitaba a ceñirlos con los dedos para que estos conservaran eterna huella de su presencia en su existencia.
No en vano, aquel milagro era la verdadera causa del resto de los milagros que cada día se engarzaban en su existencia como las cuentas de un prodigioso rosario ilimitado. Lo único imprescindible era que sus pupilas hipermétropes no pasaran por encima de los acontecimientos, puesto que en cualquiera residía el secreto del nuevo prodigio…
No sabe si habrá sido la bebida dorada la que ha roto los diques de la imaginación o simplemente el intento de que la verdad no se quedara aletargada como un ratón asustado dentro de su corazón. Sabía que si no abría los caminos hacia el proceso de reflexión, sería una carga que le pesaría como una traición. Pudo ser la lluvia de la tarde que no fue capaz de alejar el viento resentido y caliente de aquellas horas abrileñas quien actuó en su corazón con la misma contundencia con la que el viento del Señor partió el río Jordán para que el pueblo de esclavos iniciara la senda de la libertad, la dura senda de la libertad. También hablaron de Moisés, y de Agustín de Hipona y de San Antonio Abad, y del Apocalipsis. Y sin saber muy bien cómo, se dio cuenta que si hablaba de lo que sabía, ascendería en la consideración de aquel hombre de menguada estatura, estrechas espaldas, enteca encarnadura y corazón apresurado y caliente, apasionado y ávido, pesimista y grande, tan grande como el dolor que pretendía enterrar pero se resistía a perecer. Aquel dolor que veinte años no habían sido suficientes para evaporar unas lágrimas que parecían un flébil manantial salobre e inagotable.
El teléfono interrumpió su charla en varias ocasiones, como una cigarra inoportuna; pero a pesar de la confusión de aquella conversación que fluctuó por diversos caminos inconexos, logró, por fin, abrir la brecha que necesitaba. Y confió lo que acaso debiera haber sido su opinión al comentario de algún tercero que tuviera un ascendiente afectivo más eficaz que el suyo. Si se hubiera atrevido, sus opiniones deberían haber rozado la demolición del edificio que aquel hombre pretendía edificar.
Pero no se atrevió.
Él no valía para semejante menester.
Parece que otros tienen el corazón más preparado para tareas tan complicadas. Porque en el suyo no hay nada más complicado y doloroso que derruir un sueño antes de que se haya podido concretar. En ocasiones, semejante actitud traía adosada evidentes complicaciones para su propia vida, pero no era capaz de negar nada de lo que le pidieran relacionado con esta cuestión. Una parálisis le atenazaba la lengua y tenía que seguir adelante.
En este caso sabía perfectamente que aquello era una empresa imposible, un fracaso anunciado, como pretender que el sol lograse hacer sonreír el rostro de un enfermo por depresión. Era posible rescatar alguna de aquellas frases, otras se podían revisar y tornarlas interesantes; pero sin contar siquiera con la cantidad de ellas que podrían superar la criba de unos ojos más críticos y menos medrosos con el dolor que pueden causar, la idea en sí misma era prácticamente inviable.
Cuando encontró esa senda que al mismo tiempo le liberaba de una tarea dolorosa y quizá, sólo supusiera dilatar una decisión que debería haber tomado él, no se sintió excesivamente feliz. Sentía un arañazo en el alma, un desgarro doloroso, porque había transferido su responsabilidad a otro u otra que diciendo lo mismo hiriera menos.
Al menos el pensador de frases cortas escucharía palabras procedentes de un corazón que le quería.
Fue algo mezquino cuando utilizó una de sus frases para hacerle ver lo que en el fondo quería decir, para arrojar una piedra por ver si él captaba el sentido de lo que quería decir: “El buen amigo no halaga, sino que exige”. Era una de sus sentencias, poderosas, pero demasiado manidas. Una versión más debilitada del “Quien bien te quiere te hará llorar”. Había dejado pistas suficientes de su opinión. Ahora restaba que la perspicaz inteligencia de aquel hombre llegase a sus propias conclusiones. No confiaba plenamente en tal circunstancia, aunque quizá si hubiera conseguido rebajar en algo sus pretensiones.
El güisqui producía un sabor pastoso en su lengua y una suerte de sutil levitación sobre el pavimento húmedo de la calle, un estridor metálico de turbulencias y agua. Al descender los seis pisos, de vuelta a su propia casa, no tenía claro que hubiera hecho bien habiendo dejado aquella puerta abierta, pero el sentido de sorpresa y regalo que había adquirido su vida desde hacía unos quince meses era una clave poderosísima a la hora de enfrentarse a cada acontecimiento que su existencia le presentaba, como un muestrario de sueños que sólo estaba en sus manos poder plasmar.
No sabía aún qué había detrás de aquella aparición inopinada en su vida. No entendía muy bien aún las pretensiones que el maestro jubilado pretendía con su colaboración. Pero, aún así, sentía que no debía de sajar este vínculo incipiente. La paciencia debía seguir actuando como una hilandera incansable en su corazón.
Así que se encogió de hombros, abrió el paraguas, y enfundado por la luz plateada de la tarde lluviosa, retornó a la sonrisa de aquel rostro que le esperaba, con los ojos iluminados, enmarcados en una contemplación silenciosa que sólo invitaba a ceñirlos con los dedos para que estos conservaran eterna huella de su presencia en su existencia.
No en vano, aquel milagro era la verdadera causa del resto de los milagros que cada día se engarzaban en su existencia como las cuentas de un prodigioso rosario ilimitado. Lo único imprescindible era que sus pupilas hipermétropes no pasaran por encima de los acontecimientos, puesto que en cualquiera residía el secreto del nuevo prodigio…
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