Aquí huele a vacaciones. En la ciudad entera.
Cuando esta mañana me acercaba a la oficina, aún no eran las ocho, los jóvenes en multitud todavía circulaban o deambulaban por la calle. En general vestían la cara con sonrisas de felicidad. Quizá no fuera la verdadera felicidad, pero, al menos, se les veía iluminados, satisfechos, gozosos de haber compartido unas horas con sus amigos, conocidos y colegas.
En la oficina la sensación también ha sido festiva durante toda la mañana, que ha concluido con el vino con el que nos obsequian cada año.
Las calles, como comenté el otro día, añaden a su habitual iluminación nocturna los colorines chispeantes de los arcos navideños.
Según se dice, la Navidad es la fiesta con más celebrantes en el mundo. Prácticamente todas las culturas se han unido a ella. Por alguna razón o por otra, casi toda la humanidad se aglutina en estos días a ese aire dulzón y empalagoso de estas jornadas.
Para muchas culturas y para muchísimas personas, lo único importante es precisamente esto, aprovechar la llegada del solsticio de diciembre, o los días del final de año para la fiesta, para encontrarse con los amigos, con las familias, para el asueto.
Las sombras, quizá porque hay más iluminación, se perciben con más crudeza, tienen más hondura, son más frías. Como contrapartida a tanta risa, a tanto dulce, a tanto abrazo, a tantas palabras de buenos deseos, a tanto derroche innecesario, la pobreza y el dolor y la soledad y la enfermedad y el egoísmo y las lágrimas del triste resaltan con esa honda negritud inconmensurable, abisal. A veces, los días parecen paisajes pintados por tenebristas barrocos como Ribera, el Spagnoleto o tremendistas como Solana.
En estos días parece que hiede o duele o hiere más la podredumbre humana.
Y es tanta.
Según dicen, el cristianismo primitivo convirtió en celebración de tintes religiosos la fiesta pagana del solsticio de invierno en el hemisferio norte. En ella se celebraba (debido a la influencia de los ritos de Mitra) el nacimiento del sol. Para los cristianos de entonces fue sencillo, pues, adecuar los textos evangélicos del nacimiento de Jesús a estas fechas ya festivas.
Fue en Asís, en una cueva, como todo el mundo conoce, cuando a Francisco, al poverello que se despojó de todas sus riquezas materiales, se le ocurrió escenificar la estampa que el evangelista Lucas narra en los primeros capítulos de su evangelio. Sobre un pesebre de paja, a la media noche de la Navidad, en la hora en que el veinticuatro de diciembre cabalga sobre los primeros instantes del veinticinco, depositó con gesto extremadamente amoroso una hostia recién consagrada. El primer belén de la historia había nacido. Y ese gesto tembloroso y emocionado traspasó el tiempo, el espacio, los siglos...
Desde ese instante, en el sur de Europa y en buena parte de Latinooamérica creció la costumbre de construir los belenes, nacimientos, pesebres... Este afán nuestro de asir con los sentidos las realidades más espirituales...
Quizá esta tradición popular que en algunas zonas ha adquirido la categoría de arte, sea lo más parecido que nos quede a lo que fue la Navidad un día.
En la Diputación de Segovia, desde siempre que yo recuerde, desde mi más tierna infancia, cuando ni yo sabía que existía la Diputación, se instala un hermoso belén tradicional. Una especie de trascripción en imágenes de lo que pudo ser aquel instante.
De la imaginación de sus autores actuales, que toman las riendas de una tradición que convoca a muchas personas, nacen diversas escenas que se concretan en una superficie amplia, casi cuadrada, de unos doscientos metros cuadrados. Este año el suceso que rememora la encarnación de la divinidad sucede a las fueras de una aldea castellana, una aldehuela de casas de adobe o barro, con teja árabe, de aspecto sólido y acogedor; junto a una hoz que construyó el agua al convertirse en río, se esconde la cueva donde se reproduce el milagro. Los pastores, que vigilan su tenada, miran al cielo entre conmovidos y asustados, uno señala al cielo, al invisible ángel (¿Uriel?) que les anuncia la noticia. Más allá, justo al opuesto extremo, la guardia romana del Gobernador es ajena a lo que ocurre. Los sabios de oriente, montando hermosos caballos y un dromedario, ya se acercan sobre un puente. En otra parte, se representa la escena, anterior en el tiempo, en que la joven María fue a ver a su pariente Isabel, en medio de un camino casi desértico, los padres primerizos huyen con el niño en brazos camino del destierro, camino de Egipto. Los aldeanos, entretanto, están a sus tareas, las gallinas, las ovejas, los mulos que aran la tierra... Cuando se hace la noche se iluminan las casas, y de sus chimeneas sale el humo que indica la señal del fuego de la chimenea del calor de hogar. El molino muele y sus cangilones se llenan y vacían de agua. No, tampoco falta el sonido: pájaros del bosque, gallos que anuncian con su piqueta de plata la llegada del amanecer, los mugidos de las vacas, grillos... Anacronismos hermosos, fusión de tiempos, espacios y pensamientos.
Hermosa tradición, hermosa.
Sólo nos resta contemplar la mirada embelesada de los niños que desde hoy, desde este año, ya no podrán dudar de que aquello sucedió del modo en que ha quedado reflejado en este patio porticado, cubierto por una cúpula de cristal. Y es que la Navidad es el territorio de retorno a la infancia, y la infancia es la verdadera patria del hombre.
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