No era sólo la dependienta que genera dinero como consecuencia de la venta de los productos que dispensa en su comercio. Tal circunstancia no hubiera sido desdeñosa para ella, ni mucho menos. Sin embargo, aunque era indudable que allí se aparcaban cantidades no escasas de dinero, la mujer baja y algo rechoncha pretendía, sobre todo, aliviar los padecimientos que se le iban anunciando por boca de la mayoría de los clientes que acudían frente a sus ojos claros, tras haber descendido los dos o tres banzos que daban acceso a la tienda, más bien estrecha, y repleta de productos.
No era lo mismo, indudablemente, pero al entrar en aquella caja no muy grande, olió a bosque disecado, como si un gnomo, o un trasgo, hubiesen procedido a transportar en bolsitas toda la ingente cantidad de hojas, plantas, flores y hierbas que habitan su mismo paraíso. No era difícil, aunque no fuera lo mismo, evocar el recuerdo de la infancia, cuando aún la inocencia era la luz de su mirada, el recuerdo del crujido bajo sus pies de las ramas secas del pinar y el hondo aroma de la resina transparente que con invisible pulso firme dibujaba firmes trazos indelebles en el camino que cubría la distancia entre la pituitaria y su cerebro, aún casi inmaculado.
Aquella primera evocación, para la sorpresa de su entendimiento, no fue el primer recuerdo que se allegó, como una sonrisa que procediera de un viejo retrato en sepia, a su memoria adormecida. Al cazcalear entre los anaqueles del establecimiento, mientras esperaba que le llegara el turno de hacer su compra, sintió la arribada de imágenes más antiguas, tan pretéritas que no formaban parte del recuerdo personal, sino de la memoria de la especie. No le fue difícil, pues allí estaban aunque inasibles, recordar los tiempos ancestrales en que cada planta, cada semilla, cada flor, eran los sujetos encargados de aliviar cualquier dolencia, de eliminar cualquier mal, de convertirse en aliados impagables de los dioses, quienes eran los verdaderos encargados de suprimir la enfermedad de los cuerpos. Si a pesar del esfuerzo del curandero, aquel hombre, aquella mujer, aquel niño era abandonado por la vida, era el dios quien había decidido su final.
Allí, ante el mostrador, la mujer escuchaba con una sonrisa amplia y la azul mirada atenta el rosario sin fin de males, dolores, molestias, dolencias, dificultades, excesos, defectos que aquejaban a unos y a otros. Con la misma seguridad, con idéntica seriedad, con igual placer, con los que un niño juega en un parque proponía soluciones, explicaba las virtudes de cada uno de los productos que iba depositando en las manos de sus clientes, como quien entrega un salvoconducto al país de la salvación definitiva.
No se sabía muy a ciencia cierta si es que los clientes estaban convencidos de los beneficios del producto que se les ofrecía o era la propia convicción de la mujer la que les llevaba a aceptar, sin excepción de ningún tipo, cada una de sus recomendaciones. Quizá, como le ocurrió a él instantes después, se trataba de otra cosa, de una las cualidades más importantes en cualquier curandero que se precie, una cualidad que probablemente transite toda la historia del género humano, la capacidad para escrutar en lo que ve y en lo que oye el verdadero mal. Sólo conociendo la causa que origina el padecimiento se podrá acertar con el remedio. Y era tal la atención que prestaba a las palabras que se le formulaban, tan precisas las preguntas que hacía para acorralar el origen de cada una de las afecciones por las que se le inquirían, que en quien formulaba su queja se producía el efecto que causaba en la infancia acudir a los brazos protectores de la madre después un golpe, después de una ofensa, tras un desprecio sin causa… Y cuando, como quien recita un himno de alabanza, la mujer, cuyo aspecto no era diferente al de cualquier abuela del siglo XXI, emitía la retahíla de efectos beneficiosos del producto, los destinatarios sólo escuchaban el final de su calvario, sólo veían la puerta que se cerraba a un dolor, a un agotamiento, a un malestar difuso, a un impedimento desasosegante, sólo veían la recuperación de la salud.
No era lo mismo, indudablemente, pero al entrar en aquella caja no muy grande, olió a bosque disecado, como si un gnomo, o un trasgo, hubiesen procedido a transportar en bolsitas toda la ingente cantidad de hojas, plantas, flores y hierbas que habitan su mismo paraíso. No era difícil, aunque no fuera lo mismo, evocar el recuerdo de la infancia, cuando aún la inocencia era la luz de su mirada, el recuerdo del crujido bajo sus pies de las ramas secas del pinar y el hondo aroma de la resina transparente que con invisible pulso firme dibujaba firmes trazos indelebles en el camino que cubría la distancia entre la pituitaria y su cerebro, aún casi inmaculado.
Aquella primera evocación, para la sorpresa de su entendimiento, no fue el primer recuerdo que se allegó, como una sonrisa que procediera de un viejo retrato en sepia, a su memoria adormecida. Al cazcalear entre los anaqueles del establecimiento, mientras esperaba que le llegara el turno de hacer su compra, sintió la arribada de imágenes más antiguas, tan pretéritas que no formaban parte del recuerdo personal, sino de la memoria de la especie. No le fue difícil, pues allí estaban aunque inasibles, recordar los tiempos ancestrales en que cada planta, cada semilla, cada flor, eran los sujetos encargados de aliviar cualquier dolencia, de eliminar cualquier mal, de convertirse en aliados impagables de los dioses, quienes eran los verdaderos encargados de suprimir la enfermedad de los cuerpos. Si a pesar del esfuerzo del curandero, aquel hombre, aquella mujer, aquel niño era abandonado por la vida, era el dios quien había decidido su final.
Allí, ante el mostrador, la mujer escuchaba con una sonrisa amplia y la azul mirada atenta el rosario sin fin de males, dolores, molestias, dolencias, dificultades, excesos, defectos que aquejaban a unos y a otros. Con la misma seguridad, con idéntica seriedad, con igual placer, con los que un niño juega en un parque proponía soluciones, explicaba las virtudes de cada uno de los productos que iba depositando en las manos de sus clientes, como quien entrega un salvoconducto al país de la salvación definitiva.
No se sabía muy a ciencia cierta si es que los clientes estaban convencidos de los beneficios del producto que se les ofrecía o era la propia convicción de la mujer la que les llevaba a aceptar, sin excepción de ningún tipo, cada una de sus recomendaciones. Quizá, como le ocurrió a él instantes después, se trataba de otra cosa, de una las cualidades más importantes en cualquier curandero que se precie, una cualidad que probablemente transite toda la historia del género humano, la capacidad para escrutar en lo que ve y en lo que oye el verdadero mal. Sólo conociendo la causa que origina el padecimiento se podrá acertar con el remedio. Y era tal la atención que prestaba a las palabras que se le formulaban, tan precisas las preguntas que hacía para acorralar el origen de cada una de las afecciones por las que se le inquirían, que en quien formulaba su queja se producía el efecto que causaba en la infancia acudir a los brazos protectores de la madre después un golpe, después de una ofensa, tras un desprecio sin causa… Y cuando, como quien recita un himno de alabanza, la mujer, cuyo aspecto no era diferente al de cualquier abuela del siglo XXI, emitía la retahíla de efectos beneficiosos del producto, los destinatarios sólo escuchaban el final de su calvario, sólo veían la puerta que se cerraba a un dolor, a un agotamiento, a un malestar difuso, a un impedimento desasosegante, sólo veían la recuperación de la salud.
Cuando le llegó su turno, pocos minutos después, ya estaba convencido de que, le ofreciese lo que le ofreciese, sería lo mejor, por ser más precisos aún, lo único que le aliviaría del problema que le había impulsado a entrar en aquel tabuco luminoso que olía a bosque enlatado, casi disecado, ese aroma que le evocó el recuerdo de la infancia y de la memoria ancestral, de una especie que deposita en los genes que se expanden al futuro la experiencia de sus miembros, de cada uno de ellos.
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