jueves, 20 de noviembre de 2008

LUIS LARIOS O LA MIRADA INTERIOR

Los que tenemos cierta edad, le recordamos. Quizá unos mejor que otros. Con pocos años me hice visitante de la biblioteca de Segovia. Lo mío siempre ha ido por rachas, es cierto, pero iba mucho. La biblioteca, entonces, era un lugar en el que hasta los libros más nuevos (nunca muchos, la verdad) enseguida envejecían. Para los ojos de un adolescente ávido de lectura, la presencia de Doña Manolita y Luis Larios formaba parte del concepto que adentrábamos en nuestro interior, una idea directametne relacionada con el silencio reverencial, con el culto hacia el libro y lo que él representaba: el mejor medio para acceder a la cultura; casi el único.
Siempre me llamó la atención la forma en que Luis se acercaba a los libros. Los que le conocistéis sabéis a lo que me refiero, pero aquellos más jóvenes ni os imagináis cómo lo hacía: abría los volúmenes, al tiempo que ascendía sus brazos y pegaba, literalmente, las páginas a los cristales de sus gafas. Su miopía rozaba la ceguera, y más de un vendedor actual de boletos de la ONCE ve mejor que él veía. Al principio, cuando comencé a sacar compulsivamente de la antigua cárcel segoviana los tomos de los Episodios Nacionales, casi me asustaba comprobar que aquel hombre pudiera dedicar su vida a estar entre libros y legajos. Siempre vestía con traje gris (muy oscuro) o negro, quizá lo hiciera de azul marino, con estrechas cobartas negras.
Con el tiempo, y gracias a la amistad que me unió con el viejo Moisés Sanz Montarelo (otro día hablaré de él), tuve la oportunidad de compartir con Luis Larios una tertulia, semiliteraria, que se celebraba a diario en la Cafetería Castilla. (¡Qué viejo voy siendo! Esta cafetería, en mitad de la Calle Real, justo enfrente del Teatro Cervantes, aunque conserva casi la misma estructura física, ahora se llama de otro modo, y se ha convertido en otra cosa, bien distinta, bien poco atractiva para mí). Además de estos dos hombres acudía Antonio Serrano, Pedro Antonio Blázquez, y unos cuantos más. La mayoría eran poetas, aunque también había algún simple aficionado a darle a la sin hueso.
Allí descubrí que Luis Larios era un fino poeta lírico. Uno de esos poetas que en Madrid o Barcelona, llaman de provincias, cuyo máximos logros literarios tienen (o tenían) como recompensa alguna flor natural. En Segovia (supongo que al igual que el resto de capitales de pequeñas de esa España de los setenta), no se abandonó el siglo XIX hasta finales del XX, aproximadamente. Pero la sensibilidad de este hombre, y su afabilidad, eran proverbiales. Se hacía querer por cualquiera y cualquiera acababa tomándole cariño... Creo, siempre he creído, que su sentido de la vista no se ubicaba en los ojos, sino que estaba más adentro, por eso necesitaba que las letras de los libros estuvieran a escasos centímetros de sus pupilas. Tal circunstancia, en su caso, no era inconveniente, sino ventaja, porque su mirada se alojaba en la frontera de su corazón, que era lugar tranquilo y tibio, sosegado y acogedor.
Un día Larios adelgazó el grosor de los cristales de sus gafas (acaso fuera uno de los primeros beneficiados de las operaciones reductoras de dioptrías, pero esto nunca lo he sabido con exactitud), y surtió de colores y vida su vestuario. Llegué a verle con americanas de color granate, combinadas con pantalones beige, en el fondo tan anacrónicas como las otras, pues ese colorido parecía remitir a cierto dandismo de otras épocas, pero fue tan rotundo el cambio, que a todos llamó la atención.
Se supo, entonces, que a sus años (más de cincuenta, seguro) encontró el amor, que se convirtió en su mejor elixir para conservar la juventud, como siempre sucede a ciertas edades (y de eso sé algo). Se marchó a Madrid, y lo perdí de vista.
Cuando escribí Cuentos de Euritmia, mi Cosme Leirán Merano era un trasunto pálido del verdadero Luis.
No sé cuándo ha sido, pero esta mañana, mientras desayunaba a las siete y veinte, escuchaba el comentario que escribe Francisco de Paula para Radio Segovia. En él hablaba de este poeta, porque se nos ha muerto. Al enterarme me han corrido alfileres por el alma, unos alfileres que me han mordido.
Quizá su poesía fuera anacrónica y un poco provinciana, no lo sé, pero su fina sensibilidad, a pesar de sus ojos, era la muestra más evidente de que la calidad de una mirada está en el corazón y no en las retinas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Recuerdo vagamente a Luis Larios, y nunca hubiera podido imaginar lo que tú que le conociste has escrito de él. Me ha gustado especialmente este trocito:
"Creo, siempre he creído, que su sentido de la vista no se ubicaba en los ojos, sino que estaba más adentro, por eso necesitaba que las letras de los libros estuvieran a escasos centímetros de sus pupilas."