Cuando supo que no tendría más hijos, mi padre plantó dos árboles, cuya semilla procedía del mismo árbol. Mientras fuimos pequeños y su fuerza se lo permitió, él se encargaba de su cuidado. Mi hermano acompañaba a mi padre casi todos los días, en esos menesteres, incluso estando enfermo. Yo, sin embargo, prefería dedicarme a cosas más trascendentales como investigar las estrellas, o estudiar filosofía, o leer tratados de ciencia política, o simplemente pensaba en Dios, y soñaba con ser un gran hombre que la historia recordara...
Poco antes de morir mi padre, nos llamó a mí y a mi hermano y nos dijo, Elegid cada uno un árbol, desde ahora será el vuestro, cuidadlo para que crezca sano, fuerte, dé fruto y en el verano os regale fresca sombra.
Mi hermano y yo sabíamos que la tierra era buena tierra, que el clima era el adecuado para el crecimiento del árbol. Así que yo, confiado a ello dejé que el árbol creciera a su albur. Pero mi hermano cada mañana, casi al amanecer, siguiendo lo aprendido de nuestro padre, hiciera frío o calor, lloviese, nevase o hiciese sol, salía a nuestro jardín y le regaba con mimo y paciencia; mientras, yo le contemplaba desde la ventana remoloneando entre la calidez de las sábanas, y me dedicaba a proyectar qué grandes cosas haría para ser un gran hombre que recordara la historia...
Cuando me quise dar cuenta, el árbol de mi hermano crecía robusto, enhiesto, daba fruto abundoso y en sus ramas anidaban felices los pájaros.
Mi árbol, sin embargo, aunque había crecido, era más chaparro que el de mi hermano, su fruto más escaso y su sombra más leve.
Así que, dado mis profundos conocimientos adquiridos tras mis sesudas horas de estudio, empecé a hacerme cábalas sobre problemas de composición química de la tierra, o que la semilla de mi árbol era peor que la de mi hermano, o que la inclinación de los rayos del sol era distinta, tanto que influía de modo decisivo en su crecimiento. Acuciado por dudas tan profundas, seguí remoloneando bajo la calidez de las sábanas cada mañana.
Hasta que me di cuenta de que la única diferencia real era que mi hermano le dedicaba cinco minutos y yo ninguno. Entonces, comprendí que, con sólo esos cinco minutos, podría haber ayudado a que la calidad de aquella tierra y la robustez de la semilla que había plantado mi padre hubieran alcanzado su máximo esplendor.
Desde entonces, mi hermano y yo regamos, podamos y abonamos juntos nuestros árboles, y el mío, aunque todavía es más bajo, más delgado y da menos fruto, se acerca cada vez más a la estatura, la anchura y la prodigalidad del de mi hermano.Ya casi no pienso en ser un gran hombre que la historia recuerde
Poco antes de morir mi padre, nos llamó a mí y a mi hermano y nos dijo, Elegid cada uno un árbol, desde ahora será el vuestro, cuidadlo para que crezca sano, fuerte, dé fruto y en el verano os regale fresca sombra.
Mi hermano y yo sabíamos que la tierra era buena tierra, que el clima era el adecuado para el crecimiento del árbol. Así que yo, confiado a ello dejé que el árbol creciera a su albur. Pero mi hermano cada mañana, casi al amanecer, siguiendo lo aprendido de nuestro padre, hiciera frío o calor, lloviese, nevase o hiciese sol, salía a nuestro jardín y le regaba con mimo y paciencia; mientras, yo le contemplaba desde la ventana remoloneando entre la calidez de las sábanas, y me dedicaba a proyectar qué grandes cosas haría para ser un gran hombre que recordara la historia...
Cuando me quise dar cuenta, el árbol de mi hermano crecía robusto, enhiesto, daba fruto abundoso y en sus ramas anidaban felices los pájaros.
Mi árbol, sin embargo, aunque había crecido, era más chaparro que el de mi hermano, su fruto más escaso y su sombra más leve.
Así que, dado mis profundos conocimientos adquiridos tras mis sesudas horas de estudio, empecé a hacerme cábalas sobre problemas de composición química de la tierra, o que la semilla de mi árbol era peor que la de mi hermano, o que la inclinación de los rayos del sol era distinta, tanto que influía de modo decisivo en su crecimiento. Acuciado por dudas tan profundas, seguí remoloneando bajo la calidez de las sábanas cada mañana.
Hasta que me di cuenta de que la única diferencia real era que mi hermano le dedicaba cinco minutos y yo ninguno. Entonces, comprendí que, con sólo esos cinco minutos, podría haber ayudado a que la calidad de aquella tierra y la robustez de la semilla que había plantado mi padre hubieran alcanzado su máximo esplendor.
Desde entonces, mi hermano y yo regamos, podamos y abonamos juntos nuestros árboles, y el mío, aunque todavía es más bajo, más delgado y da menos fruto, se acerca cada vez más a la estatura, la anchura y la prodigalidad del de mi hermano.Ya casi no pienso en ser un gran hombre que la historia recuerde
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