Parece que acaba la pesadilla para los clientes del hotel Oberoi de Bombay.
No he escrito nada sobre este asunto, casi por no convertirme en pájaro de mal agüero. Siempre que surgen este tipo de actos violentos e injustificables a uno se le encoge el alma, el corazón se empequeñece y tendría ganas de que los ángeles vengadores de los libros apocalípticos desenfundaran sus espadas de fuego y repartieran mandobles definitivos sobre los criminales. Por suerte es un deseo que se pasa veloz como un parpadeo.
¿Por qué tantas veces el asesinato, incluso el masivo, se justifica como deseo de la voluntad divina? ¿Por qué ellos sí, los islamistas, pueden esgrimir sus modernas espadas homicidas en nombre de un hipotético dios sanguinario?
El aire de la India, sin embargo, no huele a violencia. Huele a miseria y a paz, a enfermedad y a tolerancia, a hambre y a santos descalzos, a confusión y sonrisas de niños, a basura arrojada por las calles y resignación impotente. Uno se imagina mal a los hindúes, mientras se purifican en el Ganges, enarbolando armas contra un ser humano de otra religión, de cualquiera. Uno, más bien, le gusta recordar esas gestas silenciosas de Mahatma Gandhi o Teresa de Calcuta y tantos y tantos hombres y mujeres adiestrados en el arte de amar a los demás, de desmigarse el alma por socorrer algunas de sus múltiples carencias.
No entiendo la violencia, ni siquiera entiendo el gesto violento, como para poder comprender el vil asesinato, la matanza indiscriminada.
Parece que había alguna clase de reivindicación en esta acción militarmente organizada, pero si así es, perdieron todas sus posibles razones actuando del modo que actuaron.
En el aire de Bombay queda un olor acre de humo y el rastro de sangre derramada. Al final de todos los hechos, la sangre de los terroristas se ha mezclado con la de sus víctimas inocentes. El número de cadáveres que retornan al vientre de la tierra ha aumentado de modo repentino y superlativo.
Muchos alzarán una mirada muda al cielo, acaso pidan explicaciones.
Me parece, por el contrario, que desde el cielo nos contemplan con lágrimas amargas, mientras una voz murmura, ‘Aún no habéis entendido…’
Y la sombra de Caín, que huye, cada día acrece y acrece, un poco más…
No he escrito nada sobre este asunto, casi por no convertirme en pájaro de mal agüero. Siempre que surgen este tipo de actos violentos e injustificables a uno se le encoge el alma, el corazón se empequeñece y tendría ganas de que los ángeles vengadores de los libros apocalípticos desenfundaran sus espadas de fuego y repartieran mandobles definitivos sobre los criminales. Por suerte es un deseo que se pasa veloz como un parpadeo.
¿Por qué tantas veces el asesinato, incluso el masivo, se justifica como deseo de la voluntad divina? ¿Por qué ellos sí, los islamistas, pueden esgrimir sus modernas espadas homicidas en nombre de un hipotético dios sanguinario?
El aire de la India, sin embargo, no huele a violencia. Huele a miseria y a paz, a enfermedad y a tolerancia, a hambre y a santos descalzos, a confusión y sonrisas de niños, a basura arrojada por las calles y resignación impotente. Uno se imagina mal a los hindúes, mientras se purifican en el Ganges, enarbolando armas contra un ser humano de otra religión, de cualquiera. Uno, más bien, le gusta recordar esas gestas silenciosas de Mahatma Gandhi o Teresa de Calcuta y tantos y tantos hombres y mujeres adiestrados en el arte de amar a los demás, de desmigarse el alma por socorrer algunas de sus múltiples carencias.
No entiendo la violencia, ni siquiera entiendo el gesto violento, como para poder comprender el vil asesinato, la matanza indiscriminada.
Parece que había alguna clase de reivindicación en esta acción militarmente organizada, pero si así es, perdieron todas sus posibles razones actuando del modo que actuaron.
En el aire de Bombay queda un olor acre de humo y el rastro de sangre derramada. Al final de todos los hechos, la sangre de los terroristas se ha mezclado con la de sus víctimas inocentes. El número de cadáveres que retornan al vientre de la tierra ha aumentado de modo repentino y superlativo.
Muchos alzarán una mirada muda al cielo, acaso pidan explicaciones.
Me parece, por el contrario, que desde el cielo nos contemplan con lágrimas amargas, mientras una voz murmura, ‘Aún no habéis entendido…’
Y la sombra de Caín, que huye, cada día acrece y acrece, un poco más…
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