lunes, 24 de noviembre de 2008

GRITOS EN MAR DEL PLATA.

Ha acabado la final de la Copa Davis de una forma sorprendente.
Pero no quería comentar nada del aspecto deportivo, pues en este espacio no pretendo hacer este tipo de comentarios.
Cualquiera que siga el tenis, aunque sólo sea por los telediarios, sabía que la lesión de Rafael Nadal colocaba al borde del fracaso al combinado español. La final se jugaba en Mar del Plata, sobre una superficie rápida y frente a la llamada Legión Argentina. Es decir, la Armada Española viajaba a territorio enemigo sin su nave capitana.
Y era sobre esto sobre lo que quería reflexionar.
Cuando Rafael Sánchez Ferlosio presentó su última obra, indicó que estaba trabajando sobre un ensayo en el que arremetía contra el deporte, por lo que tiene de reducto de los viejos enfrentamientos militares, que no es más que el rescoldo de la fiera depredadora que no hemos dejado de ser nunca.
Soy aficionado al deporte, mejor dicho, soy aficionado a las retransmisiones deportivas. Sobre todo de fútbol, pero no descarto nada, aunque cada vez me seducen menos, quizá porque no termino de comprender algunas cosas, sobre todo el apasionamiento exacerbado, la violencia que tiene como válvula de escape los insultos al contrincante y al árbitro de turno, la ceguera que suele sufrir el seguidor de uno de los contendientes.
Incluso el lenguaje.
Con motivo del último mundial de fútbol, el de Alemania, leí un comentario de Vicente Verdú, en el que ponía de manifiesto la extrañeza que demostraban los cronistas americanos por las expresiones marcadamente bélicas que utilizaba la prensa europea a la hora de comentar los encuentros. Por entonces, yo estaba en plena efervescencia creativa, y andaba elaborando un libro sobre aquel evento deportivo, es decir que me vi todos o casi todos los partidos y me leí todo lo que pude sobre el asunto. Al leer estas palabras de Verdú, reflexioné sobre la cuestión, y percibí que era cierto a carta cabal. Más aún, era complicado redactar nada sobre un deporte, sin hacer referencias a una batalla, a un combate, a una guerra, a una escaramuza…
La eliminatoria final de la Davis comenzó con la derrota de Ferrer. Fue un partido rápido, fulgurante, en donde Nalbandián se impuso con una claridad casi insultante. Todo parecía, pues, que se desarrollaba por los cauces que los más pesimistas habíamos supuesto.
Al final de este partido, el rubio platense de fríos ojos claros, en mitad de la cancha, gritaba como un poseso, ‘¡Argentina!, ¡Argentina!, ¡Argentina!...’ coreado por los miles de espectadores, como si todos ellos fueran víctimas de un arrebato místico. Como si con aquella victoria su patria hubiera alcanzado un bienestar y una prosperidad que con la derrota hubiera sido miseria o desaparición. Me asustó esa mirada, me asustó ese paroxismo, porque comprendí que se corría el riesgo de una locura colectiva, y en ese ambiente cualquier cosa era posible.
¿Hasta qué punto esta identificación con una bandera, con un territorio es razonable en un ser humano, más aún cuando se habla de un juego? ¿Hasta qué punto las competiciones deportivas no son el trasunto de las guerras medievales, y una demostración de que el estadio evolutivo humano apenas ha prosperado?
Preguntas a las que quizá responda una mente tan prodigiosa como la de Rafael Sánchez Ferlosio. Uno no llega a tanto, porque hace unos meses cuando España ganó la Eurocopa, o ayer, cuando Fernando Verdasco se arrojaba al suelo para celebrar la victoria, qué queréis, me alegré.
Eso sí, no grité

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