Ha amanecido una luz de plata extraña.
Esta frase es un endecasílabo hermoso, creo, que se me ha ocurrido mientras me fumaba el primer cigarrillo de la jornada. Pero no es tan hermoso como Mañana en la batalla piensa en mí que da título a la novela de Javier Marías que comencé anoche a leerme.
Tiene la prosa de Marías un ritmo de verso que ya quisiéramos para nuestros poemas algunos que decimos ser poetas. Su prosa atesora una cadencia que me hipnotiza, un ritmo que envuelve los latidos del corazón. Diríase que sus frases danzan siguiendo una melodía inaudible para los demás, procedente, acaso, de las muchas horas de trabajo como traductor del inglés y como asiduo frecuentador de poetas británicos.
En la edición del año pasado del Hay Festival, el madrileño comentó que cuando le preguntan por los autores que han influenciado o influencian su obra, suele citar a poetas, más que a narradores. Y parece cierto si se atiende no sólo al aspecto formal que acabo de mencionar, sino a cierta suerte de profundidad que es extraña a los narradores más habituales, que, supongo, no será ajena a su preparación universitaria como estudiante de Filosofía y letras.
La lectura de los textos de este escritor requiere de la concentración que necesita la lectura de la poesía. Una suerte de saboreo lento y sosegado de las frases que, en realidad, son como tremendas pendientes muy pinas y reviradas que unas veces nos pillan en descenso y otras en ascenso. No se conforma con plasmar una visión superficial e inmediata de la realidad, al menos de la realidad que sus pupilas contemplan, sino que, cual arqueólogo del alma humana o, mejor, cual investigador que escruta a través de un microscopio, de cada instante realiza un análisis exhaustivo que le lleva a desmenuzarlo en cientos de partículas, cada una de ellas con sus propias ramificaciones.
Algunas veces su lectura se convierte en un esfuerzo para el lector, pero si se encuentra la situación adecuada para sumergirse en el mundo tal y como nos lo cuenta (silencio, tranquilidad, sosiego) uno llega a la convicción de que se ha topado con un tesoro, un tesoro que no tiene con qué ser pagado.
Anoche, digo, comencé Mañana en la batalla piensa en mí, una novela que le gusta mucho a Marián y que compré hace unas semanas en la Feria del libro Antiguo. Es una novela de 1994 que ha sido muy celebrada y galardonada. Obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, y el Premio Fastenrath en 1995, y en 1996 se le entregó el Prix Femina Étranger, en Francia, a la mejor novela extranjera.
Me encontré en el primer capítulo con esta perla que quiero compartir con vosotros. Una perla de muchos quilates que habla del amor o de la amistad o de ambas cosas, una reflexión que me hizo conciliar el sueño como un niño chico:
Esta frase es un endecasílabo hermoso, creo, que se me ha ocurrido mientras me fumaba el primer cigarrillo de la jornada. Pero no es tan hermoso como Mañana en la batalla piensa en mí que da título a la novela de Javier Marías que comencé anoche a leerme.
Tiene la prosa de Marías un ritmo de verso que ya quisiéramos para nuestros poemas algunos que decimos ser poetas. Su prosa atesora una cadencia que me hipnotiza, un ritmo que envuelve los latidos del corazón. Diríase que sus frases danzan siguiendo una melodía inaudible para los demás, procedente, acaso, de las muchas horas de trabajo como traductor del inglés y como asiduo frecuentador de poetas británicos.
En la edición del año pasado del Hay Festival, el madrileño comentó que cuando le preguntan por los autores que han influenciado o influencian su obra, suele citar a poetas, más que a narradores. Y parece cierto si se atiende no sólo al aspecto formal que acabo de mencionar, sino a cierta suerte de profundidad que es extraña a los narradores más habituales, que, supongo, no será ajena a su preparación universitaria como estudiante de Filosofía y letras.
La lectura de los textos de este escritor requiere de la concentración que necesita la lectura de la poesía. Una suerte de saboreo lento y sosegado de las frases que, en realidad, son como tremendas pendientes muy pinas y reviradas que unas veces nos pillan en descenso y otras en ascenso. No se conforma con plasmar una visión superficial e inmediata de la realidad, al menos de la realidad que sus pupilas contemplan, sino que, cual arqueólogo del alma humana o, mejor, cual investigador que escruta a través de un microscopio, de cada instante realiza un análisis exhaustivo que le lleva a desmenuzarlo en cientos de partículas, cada una de ellas con sus propias ramificaciones.
Algunas veces su lectura se convierte en un esfuerzo para el lector, pero si se encuentra la situación adecuada para sumergirse en el mundo tal y como nos lo cuenta (silencio, tranquilidad, sosiego) uno llega a la convicción de que se ha topado con un tesoro, un tesoro que no tiene con qué ser pagado.
Anoche, digo, comencé Mañana en la batalla piensa en mí, una novela que le gusta mucho a Marián y que compré hace unas semanas en la Feria del libro Antiguo. Es una novela de 1994 que ha sido muy celebrada y galardonada. Obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, y el Premio Fastenrath en 1995, y en 1996 se le entregó el Prix Femina Étranger, en Francia, a la mejor novela extranjera.
Me encontré en el primer capítulo con esta perla que quiero compartir con vosotros. Una perla de muchos quilates que habla del amor o de la amistad o de ambas cosas, una reflexión que me hizo conciliar el sueño como un niño chico:
No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto.(Mañana en la batalla piensa en mí. Javier Marías. Ed. Círculo de lectores. pg. 21)
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