miércoles, 19 de noviembre de 2008

CHARLOT ENTREGÓ SU CACHABA A CRÉMER

Victoriano Crémer firma el ejemplar de su obra El último jinete al autor del texto. Foto Alberto Orejas

Poco antes del mediodía solar, me he acomodado en el salón de Plenos de la Diputación de Segovia. No quería perderme nada de lo que aconteciera minutos después.Aunque no se trata de un acontecimiento de vital importancia, como en pocas ocasiones la poesía es protagonista de un acto público, merece la pena un esfuerzo. Los periodistas han sido los primeros en llegar: fotógrafos, camarógrafos, redactores, columnistas y blogueros, la prensa escrita, la radiofónica, la televisiva… No puedo saber si faltaba alguien o no, tampoco puedo saber si sólo cubrían el acontecimiento para nuestras lindes provinciales o sus palabras, imágenes, fotografías, cruzarían hacia otros puntos de la geografía autonómica o española.
Quien más, quien menos, sabe que Victoriano Crémer es un autor de muchísimo prestigio y que una obra suya haya sido galardonada en esta ocasión, enriquece (y encarece) el premio. Paco, pegaba cartelitos en los primeros asientos de las primeras filas: reservado autoridades. Poco a poco llegaban los invitados. No muchos. Tampoco pocos. Los políticos provinciales y locales (de ambos partidos) departían entre sí, distendidos, he visto a un militar de altísima graduación, me saludé con el Jefe de la Policía Local y han aparecido algunos funcionarios de la Corporación, otros de la Junta de Castilla y León y unos pocos espectadores que no tenían nada que ver con la organización (es decir los que realmente se han acercado porque han querido).
Poco después ha entrado Victoriano Crémer, bajito, enjuto, de piel casi traslúcida y sonrosada, vestía traje de color tabaco y camisa de tonos asalmonados, con una corbata estampada con motivos geométricos, futuristas o ‘mironianas’, aquéllas que hicieron furor a principio de los noventa del siglo pasado. Traía la cachaba en su mano izquierda y una sonrisa que iluminaba todo su rostro. Se movía con facilidad, a pesar de que a su alrededor varias personas velaban por su
verticalidad, o porque diera algún traspiés que nunca me pareció fuera a dar. Ya desde ese momento, me ha recordado el modo en que Chaplin manejaba su bastón.
Le acompañaba Chema, pero él preguntaba, ‘¿Dónde está Isabel, dónde está Isabel?’ Y ella, inefable como siempre, apareció como si hubiera oído su llamada. Tras los besos de rigor, el poeta le entregó un par de libros, o eso me pareció. (Fueron tres ejemplares de su Antología poética).
Tras él, vi a un hombre alto, enjuto, serio, con aspecto solitario de poblada barba negra, algo calvo y de ojos casi morunos, y vestido todo de negro. Pero su aspecto no era sombrío, ni melancólico siquiera. Supuse, y acerté, que se trataba de Eduardo Fraile, uno de los dos galardonados con los accésit que se conceden en este concurso, gracias a su obra La chica de la bolsa de peces de colores.
Aunque no descubrí a ninguna mujer que pudiera ser Ángeles Mora, la otra laureada por su libro Bajo la alfombra, al fin me decidí. Abandoné la butaca que había escogido. Me llevé los libros, saqué el bolígrafo que llevaba para la ocasión y me acerqué a los poetas, que ya se habían sentado y departían tan contentos.
Se extrañaron cuando les solicité la dedicatoria. Como la misma poesía, no tienen los poetas la costumbre de firmar ejemplares de sus obras, pero les encantó la idea. Eduardo Fraile, muy consciente y satisfecho, con su papel en este acto, aunque no se movió del lugar, fue como si se escondiera, como si todo su atuendo negro le ayudara a tornarse más sombra.
Don Victoriano, que me escrutaba con unos vivísimos ojos que parecían tener bastantes menos años de los que dice su carné de identidad, no me entendió. Pensó el buen hombre que yo era uno de los encargados de la organización y pretendía darle uno de los ejemplares de El último jinete para que lo pudiera hojear. Pero le saqué del engaño, aquél era mi libro, aquél, éste, es mi libro. Y sí, ya lo tengo dedicado. Tomó el bolígrafo que le tendí y con mano temblorosa, escribió una frasecilla de compromiso (¿qué podría escribir si no?), con una caligrafía que sí retrata con precisión científica su edad. Y bajo la firma, trazó un par de líneas sinuosas, como lazadas, como ondas de viento caprichosas. Al verlas de frente, he comprendido que se trata del esquema de un pollito picoteando el suelo.
Eduardo Fraile, sacó su pluma, y asiéndola de un modo un tanto peculiar y difícil de imitar, me dedicó su ejemplar, con una letra minúscula, tímida, algo saltarina y también muy esquemática, de alguien muy habituado a escribir horas y horas. La frasecilla es casi la misma, pero queda bella, pues la dispone sobre el fondo de la hoja de un modo que indica su condición de esteta, de alguien que también entiende los poemas como algo visual.
Definitivamente Ángeles Mora no estaba, ni ha estado; excusó su asistencia por causa de una enfermedad. Y para mi desgracia, me quedé sin su firma en este ejemplar que ya es mío.
El acto se desarrolló según lo previsto. Se leyó el acta con el contenido del fallo del jurado. Habló el Presidente de la Diputación. Como siempre, Javier Santamaría estuvo sobrio pero atinado. Uno diría que cartesiano, haciendo honor a profesión como profesor de matemáticas. Con sus palabras, el acto encontró su propio destino: la emoción.
A priori sería imposible adjudicar a un discurso de Javier Santamaría semejante calificativo, pero el recuerdo que tuvo de Juan Manuel González, el premiado de la edición anterior, fallecido este 2008, fue como el leve viraje que el capitán da al timón de la nave para que encuentre el mejor camino de su singladura.
Gonzalo Santoja, ahondó en este asunto, y con la habilidad propia de quien conoce perfectamente el terreno que pisa, recitó unos versos de Crémer, para glosar la figura del poeta muerto. Como siempre hace el director del Instituto castellano leonés de la lengua, catedrático de literatura, ha diseccionado los tres libros premiados (y publicados) con hondura y sapiencia. Como él mismo ha dicho, los poemarios los lee con el prejurado, luego con el jurado y, más tarde, unos meses después, se enfrenta a ellos nuevamente con un criterio más decantado. Me ha llegado al alma, especialmente lo que ha dicho sobre la poesía..., ese verso: consumiéndose para durar...
Eduardo Fraile ha hablado poco. Nos ha leído el texto que inaugura su libro, escrito en una hermosísima prosa con evidentes reminiscencias a Proust. Como todo el libro, este texto habla de su madre, quien le dio la vida dos veces, cuando nació y cuando le enseñó a leer. Y al final, cuando esa página llegaba a su desembocadura, el temblor de su voz se hizo lágrima inconclusa en su mirada, y apenas tuvo voz para concluir. Estoy seguro de que su libro me va a encantar y os lo haré saber.
La hora de Victoriano Crémer, fue la hora de la emoción feliz, de la dicha emocionada. Cuando se levantó de su asiento, a pesar de que Chema le ofreció su brazo cual bastón de carne, él se negó en redondo y pidió su cachaba rústica, que tenía una mujer (supongo que su hija) sentada unas filas más atrás, mientras decía que, si no, no podía andar. ¿Para qué quería su cayado que pastorea las palabras? Para colgarlo de su antebrazo, para que lo acompañara hasta el estrado, para que no nos olvidáramos de que era un anciano. Porque con su vigor, su fuerza y su ilusión, lo difícil, por no decir lo imposible, es creernos que nació hace más de cien años.
Recibió el premio como lo reciben los actores, y los deportistas, con la misma ilusión, y casi con los mismos gestos: levantaba las manos, saludaba como los políticos. Parecía que era un debutante quien había recibido por sorpresa el galardón.
Y me pregunto, ¿cómo es posible que alguien que ha vivido un siglo mantenga la ilusión vital de un jovencillo? ¿Quizá porque salió con vida del infierno, como dijo Santonja? Porque en su juventud cronológica, tras la Guerra (In)civil, acabó en la prisión leonesa del Hostal San Marcos, en cuyo interior se acababa el ser humano.
En sus palabras ardientes, apasionadas y emotivas, nos habló de cuando le nacieron, de la fortaleza de su madre, de sus trabajos (tipógrafo, vendedor ambulante de periódicos, mancebo de botica, periodista, escritor…) y leyó unos cuantos poemas que, como él dijo, se convirtieron en una hermosa —esto es de mi cosecha— homilía laica. Y descubrí su coquetería, más anacrónica que su corbata. Hasta que no comprendió que el discurso sería un desastre si seguía así, no se colocó las gafas. ¡Más de cien años y leyó un par de folios, quizá tres, sin gafas!
La cachaba, entre tanto, reposaba en uno de los pupitres donde acomodan los políticos sus papeles, y al final, más emocionado aún que al principio, casi se le olvida recogerla y colgarla en su antebrazo izquierdo. Y su sonrisa melancólica, me recordaba la del viejo Chaplin.

1 comentario:

Rafa dijo...

Muy bonito comentario. Dan ganas de leer más.