Hoy ha sido un día para la reflexión y para el silencio. Para restañar las heridas del alma que la semana ha ido dejando en nuestros corazones. También ha sido un día para el gozo de la conversación tenue y sosegada, plácida y perezosa, carente de prisas y de otras presencias.
Hermos recordado la visita a la casa de los amigos, ayer, y al recordarla, le he dicho a Marián que se me había olvidado escribir sobre lo que nos enseñó Enrique a última hora.
Ya nos íbamos, y las prisas empezaron a aflorar en las miradas de alguno, por causa del cumplimiento de deberes inexcusables. En estas situaciones se produce cierto revuelo. Los abrigos, los móviles, los besos, qué sé yo. No recuerdo exactamente qué le comenté a Enrique. Probablemente que me había impresionado el esfuerzo, el tiempo, el cariño que habían puesto en la edificación de su hogar. Algo así. El caso es que él, agradecido y emocionado, me cogió del brazo y me dijo, 'Ven que te voy a enseñar algo'. Me llevó hasta la pared cubierta por piedras, al lado de donde habíamos estado comiendo. En medio de una de las lajas, contundente, pero al mismo tiempo perfectamente camuflada, se veía el fósil de una concha de un molusco, tipo almeja. Era pequeña, pero perfecta.´
¿Cuántos millones de años llevaría incustrada a esa roca? ¿Cómo era posible que su presencia fósil hubiera aguantado todos los avatares de la existencia?
Si es que se puede imaginar que en la zona del centro de la Península Ibérica hubo mar, no es difícil hacerse una idea de que los restos de los crustráceos abunden por doquier. Pero es mucho más complicado suponer una peripecia para esa concha, tan pequeña, tan limpia, tan nítida, tan bien camuflada en el tono casi rosa de la piedra. Cuantas veces la roca donde se incustró aquel caparazón habrá sufrido movimientos y quebrantos. Cuantas veces en sus millones de años su superficie habrá sido cuarteada por la acción de la naturaleza, del hombre, de las máquinas... Y sin embargo tuvo que ser la mirada de Enrique, limpia y escrutadora, la que la descubrió y, por tanto, la rescató y la recreó. Con la mejor de las intuiciones, decidió que la ubicación de aquella piedra no podría ser cualquier lugar. No era indiferente su colocación. Decidió que en el salón de su casa es donde debía situarse aquel pedazo de prehistoria, casi de eternidad, por tanto...
Quizá sea el mejor símbolo para su matrimonio. Quizá la presencia de este fósil entre sus paredes sea el mejor presagio. Quizá su perdurabilidad se transmita a su vida en común. A lo mejor, cuando las dificultades les golpeen, como cuando las galernas acosan los puertos, se acuerdan de mirar los restos invariables de la concha que se aloja en medio de la piedra y comprenderán que hay que resistir. Comprenderán que pasan los temporales, que pasan las galernas, que pasan las glaciaciones, que el tiempo continúa inmutable su senda, y que el amor, como la concha del diminuto crustáceo, sigue ahí, inmutable también...
3 comentarios:
Me alegro de que hayas escrito ésto, me ha gustado y aprovecho para sumarme al deseo de que la felicidad perdure en esta pareja; enhorabuena Magda y Enrique.
Gracias, Javi, por haberte asomado a este blog. Espero poder seguir contando contigo.
asi sea...
ESO ERA AMOR
Le comenté:
—Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
—¿Te gustan solos o con rimel?
—Grandes,
respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.
Ángel González
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