domingo, 30 de noviembre de 2008

LA COPA DE GINTONIC

Como ayer, como antesdeayer, esta tarde hacía frío. Un frío de invierno. Lo han dicho luego en la tele, hemos dado la mínima de España. Hoy la temperatura no ha superado los dos grados. La verdad es que me gustaría saber en qué momento del día ha sido eso, a qué hora y en qué calle el termómetro ha llegado hasta esa cota.
Si lo confirman los informativos nacionales, nada menos que en La Primera de TVE, lo daremos por bueno.
Hemos ido a tomar un chisme al Parador.
Siempre que voy hasta allí, me pongo lírico, casi poético. La visión de la ciudad acostada como una gata de angora en el horizonte, hacia el mediodía no me permite otra cosa. Y hoy, después de muchos, muchos años, he pedido un ‘gintonic’ en vez de un café. Creo que la última vez que me tomé esta bebida a las pesetas les faltaban muchos años para desaparecer...
Esta combinación transparente de ginebra y tónica la asocio a mis veladas poéticas, a mis versos tristes (más tristes aún que los pocos que aún escribo), allá, por el principio de los ochenta, 1981 y 1982, en que formé parte del Grupo Literario y Artístico ‘Hóminis’. Faltaba un poco aún para que la llamada Movida madrileña se comiera toda la actividad cultural de este país. Para que todo lo que no fuera o no sucediera en torno a la Puerta del Sol o Gran Vía fuera tragado por el olvido antes de haber comenzado siquiera.
Nosotros, a nuestra manera provinciana, quisimos resucitar un poco las viejas costumbres de las tertulias literarias. Siempre las había habido en Segovia. Se habla de la de Machado, de la de Grau, de la de Luis Martín Marcos, de la de Sanz Montarelo… La nuestra fue una burda copia de todo aquello.
Nos juntábamos los lunes, a las ocho de la tarde, en La Tropical, al fondo, en ese salón que está unido o separado del propio bar por un par de escalones. En la pared más alejada de la puerta, hay una especie de sofá de asiento corrido que, como la propia pared, tiene forma curvilínea. Aquél era el epicentro de nuestras reuniones, en las que arreglábamos el mundo y nos convertíamos en la única explicación válida para la poesía moderna, no de Segovia (que ya era una osadía imposible), sino de todas las Españas. Eso sí, ni uno de nosotros recibía las revistas literarias que pululaban por Madrid o San Sebastián o Barcelona o París…
Dice mi padre que no hay nada más atrevido que la ignorancia. Se conoce que éramos muy ignorantes.
Pero, si es verdad que todo aquello (incluyendo el Manifiesto por el hombre que redactamos y que publicó la prensa) era una desmesura o un atrevimiento por nuestra parte, no es menos cierto que había mucha ilusión, unas tremendas ganas de ser poetas puros, de que nuestras vidas, como había escrito Baudelaire y yo no sabía aún, fueran sublimes sin interrupción, a pesar de nuestros tediosos estudios universitarios, de nuestros no menos tediosos trabajos como veterinarios de pueblo o como celadores del Policlínico o como profesores de lengua o como ordenanzas en una Dirección Provincial de algún ministerio improbable o como locutoras de radio o como…
El sueño de ser mejores, de encontrar la bondad a través de la belleza de unos versos poco bellos tantas veces…
¿Dónde se quedaron nuestros versos…?
Alguna de aquellas vidas se truncó definitivamente, otras variaron su rumbo y de aquel tiempo sólo les resta un vago recuerdo, a penas la huella que deja un sueño...

Con el ‘gintonic’ en la copa recordaba estas cosas de mi ayer. Frente a mí, más áurea que nunca, se levantaba esta tarde mi Esbelta Dorada, iluminada y sonriente y magnífica. La atmósfera de la ciudad, a causa de este gélido frío que nos atraviesa, es hialina como un diamante, y a pesar de la distancia, la nitidez de la silueta de la ciudad, era el marco perfecto para la sonrisa de Marián.
Quizá aún pueda ser sublime algunas veces…

TARDE DE DOMINGO

Tendría que estar corrigiendo el cuento de Navidad, como bien sabéis, pero ahora mismo no me apetece comenzar a esta tarea, sin dejar una entrada en este bloc cibernético. (Creo que, salvo mejor ocurrencia de alguno de vosotros que adoptaré de inmediato, os lo prometo, a partir de ahora, y mientras la RAE no lo admita, como ha admitido USB, o pendrive, dejaré de llamar blog, a lo que en español podemos llamar bloc, aunque sospecho que esta palabra tampoco es original de nuestro idioma. ¿Por qué no cuaderno, o libreta?).
En realidad sólo quería dejar testimonio de una noticia que va a dar que hablar en los próximos meses. Aparece en El País Semanal y habla de la historia de una madrileña de treinta y un años que contrajo matrimonio hace once con un senegalés. Se conocieron a causa del baile, ya que ella es bailarina y él músico, de cierta fama en Senegal, parece.
Hasta aquí la cosa, aunque un poco exótica, no tiene mayor trascendencia.
La notoriedad llega porque Pap Ndyaye, así se llama el percusionista, tiene otras dos mujeres en Senegal y Sonia Sampayo, madrileña de Lavapiés, aceptó el matrimonio con este músico después de enamorarse perdidamente de él y a sabiendas y previo conocimiento de las otras dos mujeres. Según se dice en el reportaje escrito en primera persona, él vive con ella en Madrid ocho meses al año, y el resto lo pasan en el Senegal. Sonia no tiene hijos, ni quiere tenerlos, y a su marido, aunque le encantaría, no le parece muy mal del todo porque ya tiene seis con sus otras mujeres.
También se habla en el reportaje de los celos, las costumbres, los pensamientos. En fin, un acercamiento a una historia que, en principio y para nuestra mentalidad occidental es, además de incomprensible, casi inadmisible.
Parece que esta historia ha sido llevada al cine con el título de La princesa de África en la que Sonia se interpreta a sí misma.
Lo que me sorprende del reportaje, si no fuera porque todo es sorprendente, es que sea una española la que acepta con bastante naturalidad una situación que no lo es nada. Digamos que se trata de una aproximación sin prejuicios a una cuestión que es más que escabrosa.
Si queréis leer la noticia, pinchando en este enlace, creo que accederéis a ella... Suponiendo que personas tan despiertas no lo hayan hecho ya.

sábado, 29 de noviembre de 2008

BAJO LA NIEVE

Mientras cerraba la puerta de su casa, pensó que se camuflaba bajo su gorra y tras la bufanda que le tapaba cara y orejas. Las manos, aunque se cubrían por negros guantes de lana, estaban heladas en diversas proporciones: gélidas en las yemas, en las falanges frías, frescas en las palmas y, a la altura de las muñecas, por fin, tibias. Caminaba deprisa, en un vano intento absurdo de entrar en calor, un poco al menos.
Después del primer saludo a un rostro familiar, se percató de que nadie le reconocía. Probablemente con semejante indumentaria podría perpetrar un atraco a mano armada en la sucursal donde trabajaba su hermano con muchas posibilidades de éxito. Desistió, pues, de repetir el gesto que la más elemental cortesía le dictaba.
Actuó como si fuera un extraño en la ciudad limpiada por el vendaval blanco. Miraba todo como si todo fuera nuevo, como si todo fuera un descubrimiento trascendente. Tanto se convenció de que era un extraño, que acabó por no reconocer las calles por donde sus pasos azarosos le llevaban. No le sonaban de nada los edificios, el pavimento de las aceras le resultó ajeno a sus pies, desconocidos los desnudos árboles ateridos...
Caminó, caminó, caminó...
Sus pies, poseídos de autonomía propia, vagaban de una parte a otra de la urbe cada vez más blanca, más hermosa cada instante, más desconocida, sin embargo. Después de tres horas de vagabundeo inútil se sintió cansado y frío, muy frío.
Decidió regresar a su casa. ¿Dónde estaba él? ¿Dónde su casa?
La angustia acreció con vigor y contundencia trasmitiéndole la misma friura que los blancos copos de nieve blandamente depositados a sus pies; pero este helor era más intenso, porque enfríaba el latido de su corazón, porque detenía el paso sosegado de su sangre.
Un relámpago de lucidez iluminó sus neuronas y pensó que si entraba en algún bar y tomaba algo caliente, un café amargo, un caldo salado, una infusión dulce..., reaccionaría y todo volvería a la normalidad. Descubríó el anuncio luminoso que, unos metros más allá, parpadeaba rojo. Atravesó la puerta y fue abrazado por el cargado ambiente humoso de las discusiones de una derrota más de su equipo favorito. Sus gafas de hipermétrope se empañaron. Tomó una servilleta de papel; al tiempo que se disponía a limpiar de vaho los cristales, miró al frente. Un espejo le devolvió el rostro de un desconocido que repetía con insolencia el mismo gesto circular y mecánico de sus dedos aún ateridos... Pasaron unos segundos: cuatro o cinco o seis... o doce..., quince quizá. Su mente, demasiado castigada durante las últimas horas, comprendió al fin que aquel entrometido, en realidad, era él mismo.
Ahora lo hizo con miedo. Otra vez, con solemne lentitud, alzó el rostro hacia el espejo. De pronto las voces, que debían continuar pues los labios de los rostros se abrían y cerraban a velocidad imparable, dejaron de percutir sobre sus oídos y fueron reemplazadas por los golpes sordos de un latido incontenible. Se topó nuevamente con ese rostro que le miraba aterrado y suposo que era su propia mirada diluida en pánico. Y no, descubrió aterrado, no era el mismo rostro que cada mañana le devolvía el espejo de su propio cuarto de baño, descubrió que allí no se reflejaban sus anodinas facciones, sin embargo tan familiares, tan queridas: la nariz curvaba su estructura, los ojos aclaraban la mirada, los labios adelgazaban los besos y empalidecían la sonrisa o el grito, el mentón era pesada losa, el cabello albeaba, como si la nieve del ocaso descansara para siempre sobre él.
A su alrededor nadie pareció extrañarse de aquella transformación. Miró por si encontraba algún rostro familiar que le ayudara a regresar a su efigie. Nadie.
Empezaba otro partido y los rostros de los parroquianos se volvieron, nuevamente, hacia el destello de la pantalla del televisor, como hechizados por los movimientos sincopados de los jóvenes deportistas.
Decidió pedir un caldo. La voz que salió de su garganta tampoco fue la misma voz a la que estaba acostumbrado, había aflorado desde una caverna umbría y sonaba en sus oídos a lija desgastada. Mientras tomaba su consumición, decidió que no pasaba nada, que todo era una pesadilla que concluiría de un momento a otro.
Pagaría, saldría a la calle, volvería sobre sus pasos y cuando llegara a su casa (aunque no sabía exactamente dónde estaba su casa) volvería a ser él, esos labios entristecidos, esos ojos castaños, esa nariz casi recta, ese mentón estrecho, ese cabello negro. Se echó, pues, la mano, aún un poco fría, al bolsillo izquierdo... Vacío, estaba vacío... Juraría que se había metido el monedero en el bolsillo. Siempre lo hacía. Se registró el otro bolsillo del pantalón. Nada. Tanteó el de atrás. Vacío. Las manos entraron en calor súbitamente. Sudaba. Si el camarero se daba cuenta de aquella repentina reacción, pensaría que el caldo había hecho efecto, pero él sabía que no, que la pesadilla sólo había empezado.

HA AMANECIDO UNA LUZ DE PLATA EXTRAÑA

Ha amanecido una luz de plata extraña.
Esta frase es un endecasílabo hermoso, creo, que se me ha ocurrido mientras me fumaba el primer cigarrillo de la jornada. Pero no es tan hermoso como Mañana en la batalla piensa en mí que da título a la novela de Javier Marías que comencé anoche a leerme.
Tiene la prosa de Marías un ritmo de verso que ya quisiéramos para nuestros poemas algunos que decimos ser poetas. Su prosa atesora una cadencia que me hipnotiza, un ritmo que envuelve los latidos del corazón. Diríase que sus frases danzan siguiendo una melodía inaudible para los demás, procedente, acaso, de las muchas horas de trabajo como traductor del inglés y como asiduo frecuentador de poetas británicos.
En la edición del año pasado del Hay Festival, el madrileño comentó que cuando le preguntan por los autores que han influenciado o influencian su obra, suele citar a poetas, más que a narradores. Y parece cierto si se atiende no sólo al aspecto formal que acabo de mencionar, sino a cierta suerte de profundidad que es extraña a los narradores más habituales, que, supongo, no será ajena a su preparación universitaria como estudiante de Filosofía y letras.
La lectura de los textos de este escritor requiere de la concentración que necesita la lectura de la poesía. Una suerte de saboreo lento y sosegado de las frases que, en realidad, son como tremendas pendientes muy pinas y reviradas que unas veces nos pillan en descenso y otras en ascenso. No se conforma con plasmar una visión superficial e inmediata de la realidad, al menos de la realidad que sus pupilas contemplan, sino que, cual arqueólogo del alma humana o, mejor, cual investigador que escruta a través de un microscopio, de cada instante realiza un análisis exhaustivo que le lleva a desmenuzarlo en cientos de partículas, cada una de ellas con sus propias ramificaciones.
Algunas veces su lectura se convierte en un esfuerzo para el lector, pero si se encuentra la situación adecuada para sumergirse en el mundo tal y como nos lo cuenta (silencio, tranquilidad, sosiego) uno llega a la convicción de que se ha topado con un tesoro, un tesoro que no tiene con qué ser pagado.
Anoche, digo, comencé Mañana en la batalla piensa en mí, una novela que le gusta mucho a Marián y que compré hace unas semanas en la Feria del libro Antiguo. Es una novela de 1994 que ha sido muy celebrada y galardonada. Obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, y el Premio Fastenrath en 1995, y en 1996 se le entregó el Prix Femina Étranger, en Francia, a la mejor novela extranjera.
Me encontré en el primer capítulo con esta perla que quiero compartir con vosotros. Una perla de muchos quilates que habla del amor o de la amistad o de ambas cosas, una reflexión que me hizo conciliar el sueño como un niño chico:
No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto.
(Mañana en la batalla piensa en mí. Javier Marías. Ed. Círculo de lectores. pg. 21)

viernes, 28 de noviembre de 2008

BOTELLA DE NÁUFRAGO

Sí, cual botella de náufrago este blog, surcando las aguas procelosas, hondas e inasibles de una red inextricable.
Voces que claman en el infinito, palabras que se lanzan a un viento sin brisa y sin eco, sin eco, sin eco.
Esta es la misión de quien escribe. Los textos son siempre botellas de náufrago que se dejan pasar o se recogen. E incluso cuando se recogen, no es seguro que se vaya a descorchar la botella (siempre me la he imaginado verde) y coger el papel y leer su contenido.
Uno, que es un empedernido optimista, a pesar de que esta noche fría me haya entregado un beso melancólico, intuye que al otro lado hay alguien: una mirada cómplice, una sonrisa amiga.
Sólo responde el silencio y tengo la sensación vertiginosa del explorador antiguo en medio del hielo infinito del Polo...
Frío, vaharadas, todo blanco, el reverbero de unas pisadas...
Nada.

BOMBAY

Parece que acaba la pesadilla para los clientes del hotel Oberoi de Bombay.
No he escrito nada sobre este asunto, casi por no convertirme en pájaro de mal agüero. Siempre que surgen este tipo de actos violentos e injustificables a uno se le encoge el alma, el corazón se empequeñece y tendría ganas de que los ángeles vengadores de los libros apocalípticos desenfundaran sus espadas de fuego y repartieran mandobles definitivos sobre los criminales. Por suerte es un deseo que se pasa veloz como un parpadeo.
¿Por qué tantas veces el asesinato, incluso el masivo, se justifica como deseo de la voluntad divina? ¿Por qué ellos sí, los islamistas, pueden esgrimir sus modernas espadas homicidas en nombre de un hipotético dios sanguinario?
El aire de la India, sin embargo, no huele a violencia. Huele a miseria y a paz, a enfermedad y a tolerancia, a hambre y a santos descalzos, a confusión y sonrisas de niños, a basura arrojada por las calles y resignación impotente. Uno se imagina mal a los hindúes, mientras se purifican en el Ganges, enarbolando armas contra un ser humano de otra religión, de cualquiera. Uno, más bien, le gusta recordar esas gestas silenciosas de Mahatma Gandhi o Teresa de Calcuta y tantos y tantos hombres y mujeres adiestrados en el arte de amar a los demás, de desmigarse el alma por socorrer algunas de sus múltiples carencias.
No entiendo la violencia, ni siquiera entiendo el gesto violento, como para poder comprender el vil asesinato, la matanza indiscriminada.
Parece que había alguna clase de reivindicación en esta acción militarmente organizada, pero si así es, perdieron todas sus posibles razones actuando del modo que actuaron.
En el aire de Bombay queda un olor acre de humo y el rastro de sangre derramada. Al final de todos los hechos, la sangre de los terroristas se ha mezclado con la de sus víctimas inocentes. El número de cadáveres que retornan al vientre de la tierra ha aumentado de modo repentino y superlativo.
Muchos alzarán una mirada muda al cielo, acaso pidan explicaciones.
Me parece, por el contrario, que desde el cielo nos contemplan con lágrimas amargas, mientras una voz murmura, ‘Aún no habéis entendido…’
Y la sombra de Caín, que huye, cada día acrece y acrece, un poco más…

jueves, 27 de noviembre de 2008

EL CERVANTES

Se sabe desde hace media hora, más o menos: Juan Marsé ha sido galardonado con el Premio Cervantes de 2008. La verdad es que el Nobel de Literatura en español, es el máximo galardón al que puede aspirar un escritor en nuestra lengua. Por ello, es decir por la importancia y repercusión que tiene, se supone que quien lo obtiene, además de cierta edad, tiene una extensa obra de calidad contrastada a lo largo de mucho tiempo.
Se barajaba una quiniela con tres nombres: Ana María Matute, José Manuel Caballero Bonald y Juan Goytisolo. Este último, en los últimos días, perdió casi todas las posibilidades al haber obtenido el Nacional de las Letras Españolas, o el que sea o como se diga. Además de estos, ubicados en escalón inferior, se hablaba de Javier Marías, Mario Benedetti, Luis Goytisolo. Pero, a pesar de haber figurado durante muchos años en las listas, nunca aparecía entre los favoritos quien finalmente lo ha conseguido...
Mi aproximación a Marsé se produjo a través del cine, pues lo primero que conocí de su obra fue la deplorable adaptación de su novela que obtuvo el Premio Planeta, La muchacha de las bragas de oro, en la que Victoria Abril deslumbró mi adolescencia con su cuerpo de gacela blanca. Muchos años después leí El amante bilingüe y más tarde Últimas tardes con Teresa, la obra que, según los expertos, consagró definitivamente el escritor y en la que esculpe a uno de sus grandes personajes, Pijoaparte. La última novela suya en la que me sumergí fue Rabos de lagartija. Marián me dice que a ella le gustó mucho El embrujo de Shangai, así que espero que un día de estos me lo preste. Ninguno de los dos podemos presumir de haber leído otra de las cumbres de la narrativa de este escritor, Si te dicen que caí, lo que no es como para ir gritándolo, precisamente.
De este barcelonés que siempre escribe en castellano (uno de los motivos que utiliza el jurado al explicar las razones de su decisión), me atrae su vida o, por ser más preciso, la coherencia entre su vida y su literatura. Es un hombre que no desembarca en la literatura desde las aulas. De hecho, y eso lo ha reconocido él mismo, no fue buen estudiante. Apareció en la novela desde la vida, desde la calle. Barcelona, París, trabajos más bien menesterosos, poco intelectuales en todo caso, forjan una personalidad que se transparente en su prosa austera y medida, clara y nítida, en su forma de narrar directa y sólo en apariencia sencilla y sólo realista en superficie. Pero más aún que en las cuestiones formales o estilísticas, su aprendizaje vital traspasa las líneas de sus obras hasta empapar de ética de sus escritos, siempre comprometidos con el mundo de los desheredados, con el mundo de los que vienen de lejos, de los que son el material inservible, el aluvión de una sociedad en constante formación, transformación y deformación. Esta misma mañana he leído unas declaraciones suyas en las que afirmaba que si hoy tuviera que volver a construir a Pijoaparte, este prototipo de joven chulo que desea abandonar la dureza de su vida proletaria ligando con las ricas hijas de los burgueses catalanes, sería un emigrante magrebí, y no el charnego de ascendencia murciana, creo, que imaginó mediada la década de de los sesenta del siglo pasado.
Como ocurre con todos los premios, distinciones, honores, galardones..., que reconocen una amplia trayectoria vital, uno puede estar de acuerdo o no con la concesión del premio, pero no porque quien lo reciba no lo merezca, sino por una cuestión cronológica. A mí, particularmente, me hubiera alegrado más que se lo hubiera llevado la escritora del pelo de nieve.
Ni digo ni pienso que Marsé no se lo merezca. Tampoco diría ni pensaría que no son dignos de él cualquiera de los otros candidatos mentados más arriba, o incluso otros que pudieran citarse.
Lo único que me preocupa es que los ochenta y dos años de Ana María Matute, en teoría, la colocan más cerca de la meta que los setenta y cinco de su paisano y amigo Juan Marsé. Cualquiera diría que si no ha sido este año, podría ser al próximo. Es posible. Sin embargo, hay una norma no escrita en la tradición de este premio, según la cual, el año próximo, 2009, esta corona ha de ir a posarse sobre sienes nacidas al otro lado del Atlántico, ¿Benedetti?.
Dicho esto, espero que no sea muy tarde para que en 2010 se pueda laurear a Ana María Matute que con Olvidado rey Gudú, entre otros, nos hizo soñar y nos hizo sentir un poco más humanos.

HAY ALGUNOS TRABAJOS QUE...

Vengo helado. La mañana no da para más. Está claro que la leve tibieza del otoño ha hecho, definitivamente, mutis por el foro.
Mientras completaba un par de gestiones (mi madre diría recados, y los más antiguos mandados), me he tropezado, en dos lugares diferentes, con dos jovencitas que rozarán los dieciocho años, como mucho. Ambas, con la sonrisa morena prendida de su rostro, ofrecían productos o promociones u ofertas.
Nada de lo que me han brindado me interesaba, pero he escuchado, lo más atento que he podido, sus explicaciones, que brotaban de sus bocas entre vaharadas, supongo que para que llegasen al oyente con algo de calidez, como supliendo lo que el clima hoy nos ha hurtado.
Por eso he escuchado a ambas, por eso he cogido la muestra regalada, por eso la he portado en la mano durante un buen trecho, antes de deshacerme de ellas en el contenedor adecuado. Me hubiera parecido, no sólo descortés, sino inhumano, negarme a oír lo que me contaban y rechazar su obsequio. Si hubiera sido otro día, le hubiera dicho algo así como, ‘Perdona, es que no me interesa esta oferta’, o cualquier otra excusa educada. ¿Para qué desperdiciar su tiempo, para qué coger algo que voy a tirar de inmediato?
Pero hoy no, hoy no podía hacer eso: el frío acuchillando sus manos, sus mejillas, traspasando las tupidas prendas invernales. Menos mal que hace sol, al menos…
Son jóvenes, les pagarán un puñadito de euros y acabarán su jornada (con independencia de lo que ésta dure, da igual) ateridas y al borde de un constipado. Pero sonreían a cualquiera, al fin y al cabo de eso se trata…
Un poco más allá, los golpes de una obra también me remitían a hombres afanados en su labor, luchando contra esta intemperie que parece casi inhumana (por mucho que sea habitual en estas tierras).
Un trecho más allá las gitanas vendían sus telas indescifrables.
Hoy es jueves, sobre la cúspide de la ciudad, en la Plaza, estarán los puestos del mercado recibiendo esa brisa nordeste que trae, entre su impedimenta invisible, ocultos arponcillos de hielo…
Hay días en que no se agradece lo suficiente, a Dios o a la suerte o al destino, contar con cuatro paredes que eviten el frío del exterior y que recojan el calorcillo de una calefacción adecuada…

TARDE DE MAYO

(Ya que ha amanecido con esta helada tan impresionante -cinco grados bajo cero, dicen-, que congela hasta el piído de los pájaros, os dejo este poemilla, que nos vuelva la memoria a la primavera)

… ¿Has visto? …

Los vencejos otra vez vuelan veloces
sobre nuestras cabezas que se aventan en la tarde de mayo;
han vuelto por sorpresa, sin aviso, ávidos de esta luz,
de esta primavera y
motean el celeste, cual negros lunares siderales,
en alocadas elipses invisibles,
serpentinas aéreas que cimbrean bajo sus alas.

… ¿Has visto? …

Ni una rama de los árboles queda desnuda,
todas se han vestido de jugosas hojas frescas
y parece que sonrieran a la luz que acaricia la tarde de mayo.
¿Quién podrá determinar el día en que brotó su sonrisa verde?
No mis ojos que estaban pendientes de cosas más trascendentes,
pero que no son importantes para nadie, para nada.

… ¿Has visto? …

La luz de la tarde se ha hecho perezosa, casi lánguida,
niña que quiere seguir saltando a la comba en el jardín bullicioso y
no obedece la voz de la madre que quiere volver a casa en esta tarde de mayo;
ayer se fugaba de nuestras pupilas… ¿Asustada? ¿Aterida? ¿Indefensa?
Hoy decae lentamente, sestea, apenas se desliza sobre nuestra piel,
amante ahíta que se mece en su lento deliquio dorado…

… ¿Has visto? …

La brisa transparente se ha entibiado,
como si un cálido latido de corazón la ocupase de pronto;
ya no parece brisa la que nos roza el rostro esta tarde de mayo,
sino anhelantes dedos desinhibidos que buscan mil caricias,
todas las caricias (las lícitas y las ilícitas), sobre todos los rostros
que ofrecen sus labios ávidos y sus párpados resecos y sus pómulos resquebrajados… y su alma desolada…

… ¿Has visto? …

Los ojos de los jóvenes brillan acuciados por la vida,
como si el sol saliese desbocado desde su mirada que quiere alancear a la vida,
apresurados por atravesar otra mirada apasionada en esta tarde de mayo;
y con tal luz ardiente tornan la piel desnuda que se ofrece palpitante
en la más hermosa superficie que ningún escultor soñó nunca,
y cubren esta tarde de mayo de millones de hilos invisibles,
como si tejieran la verdadera urdimbre de la vida en esta tarde de mayo…

... ¿Has visto? …

miércoles, 26 de noviembre de 2008

UN GRAN DÍA PARA ELLAS

La espectadora lo sabía.
Según se accede a las salas del Centro Comercial donde se poryectan las películas del MUCES, hay un cartel en el que se prohíbe la entrada de toda clase de comida. Somos dóciles y obedecemos. Pero ella no, o no lo ha leído, o no lo ha querido leer, o sabía que venía a una película de las de antes, de las que se ven mejor con una buena cesta de palomitas, con el hombro apoyado sobre otro hombro, y dejando el frío de la madrugada (dos bajo cero, ahora mismo) allá afuera. Y el frío de los intelectuales que quizá tengan mucha razón en sus planteamientos éticos o morales o filosóficos, pero le suelen dejar a uno, como dicen los que saben decir las cosas, con los pies fríos y la cabeza caliente.
Un gran día para ellas es una película británica, y se nota desde el primer fotograma. Exactamente desde el primero. Sí una película totalmente británica, y no se me ocurre mejor modo de definirla. Para mí decir esto es hablar de cine con mayúscula, es hablar de calidad, de eficacia, de sobriedad y buen gusto de un guión quizá descargado de las tormentas de las que hablábamos ayer, pero, por otro lado, mucho más lenitivo. El cine como si fuera un spa, ahora que están tan de moda, para el alma y el cerebro. Un gran día para ellas es como pasearse por la campiña una tibia tarde azul del incio del otoño. Así de gratificante.
Para evitarme más dilaciones transcribo la sinopsis que viene en el programa:
"Miss Guinevere Pettigrew (Frances McDormand), una institutriz londinense de mediana edad, ve como es despedida injustamente de su trabajo. De forma un tanto fraudulenta, consigue un empleo peculiar: "secretaria social" de la actriz y cantante Delysia Lafosse (Amy Adams). Pero Miss Pettigrew nunca se hubiera imaginado la alocada y disparatada vida que puede llegar a llevar su nueva jefa. Y en un solo día se ve envuelta en toda clase de situaciones en la alta sociedad de Londres de los años 30, donde descubrirá su propio destino romántico."
Creo que en España se ha titulado la película más inteligentemetne que en la propia versión británica que viene a ser algo así como Miss Pettigrew vive durante un día. Este título focaliza en exceso la trama de la película en un sólo personaje, lo cual, probablemente se deba a que la actriz que interpreta a este maravilloso ser, es ni más ni menos que Frances McDormand, la actriz fetiche de los hermanos Cohen (Fargo, Quemar después de leer), y esto tiene que ser un gancho para conseguir una taquilla aceptable. En esto también es británica.
Como uno no tiene ni la capacidad ni la sabiduría de otros, no ha podido ver más que cinco películas de las treinta y dos que se proyectan en la sección oficial, pero apostaría que ésta será la que pase con más posibilidades de éxito a la cartelera comercial.
De hecho, y no sé si será casual, o es que ha corrido la voz, tal y como ha notado Marián, hoy había más público en la sala, y se trataba de unos espectadores de diferente espectro, más jóvenes, más habituales de estas salas arrojadas en medio de la estepa, casi en medio de la nada. (¿Dónde nuestros cines en medio de las ciudades? ¿Por qué para ir al cine hay que organizar una excursión? ¡Cómo envidio a los de Avilés!).
Cuando han dejado de sucederse imágenes ante nuestros ojos, se han oído aplausos, lo que es bastante más de lo que ha sucedido en otras sesiones. Luego, hemos salido con una sonrisa melancólica en el alma y en los labios, con la sensación de que la vida tiene estas sorpresas gratificantes. A los personajes de la historia, una vez que se resguardaron de nuestras miradas, les quedaba la lucha por mantener el amor y la vida, ya que la II Guerra Mundial estaba a punto de comenzar. Vencieron, justo antes del inicio del horror, el miedo a la sinceridad, se despojaron de sus afeites postizos, desnudaron su alma y se prepararon para la verdad. A nosotros, nos queda nuestra propia vida, nuestra propia lucha (esperemos que sin guerras) y este frío de la madrugada de noviembre, este frío que a uno le invita a calentarse en la melodía de unos ojos de mirada cálida y grande, uno ojos sin rimel, sin pintura, desnudos, unos ojos grandes, tal y como escribió Ángel González y nos ha recordado Chus en uno de sus comentarios, que agradezco.
La verdad, siempre la verdad.

martes, 25 de noviembre de 2008

EL LAZO BLANCO

¿En qué página del manual de instrucciones de uso de la vida está escrito que un varón tenga potestad absoluta sobre la mujer?
Sino me equivoco, en lo que va de 2008, cerca de sesenta mujeres han fallecido a manos de sus parejas o ex parejas. Pero esos cincuenta y muchos cadáveres, que pesan más que piedras sobre el agua en nuestras conciencias, son sólo la punta de un iceberg trágico que navega por el océano de nuestras vidas.
Esos cuerpos inanes son el extremo final de una condena que caerá sobre todo el género masculino, salvo que empecemos a marcar distancias sobre quienes apelan a su dignidad testicular como único argumento que les autoriza a escarniar, golpear, herir o matar.
Reconozcamos que muchos de los machitos que se creen superiores a las mujeres, aunque no hayan tratado con vileza a ninguna de ellas, han amparado con su silencio muchas vejaciones. Cuando alguien a nuestro lado comentaba, a modo de colofón de una noticia que explicaba un caso de violencia machista: 'Algo habrá hecho', hemos asentido; y lo que es peor, no sólo con nuestra cabeza, sino con nuestro corazón.
Es hora ya de que nuestras miradas, nuestras sonrisas, nuestros silencios dejen de acompañar semejantes comentarios. Es hora ya de tomar la iniciativa y pasarnos al bando de la vida. Porque, y esto es lo definitivo, nadie puede decidir sobre la existencia de otro.
Nadie puede decidir humillar, zaherir, perseguir, amenazar, golpear, herir o matar, por el solo hecho de que quien decidió un día (¿pudo decidir siempre?) compartir una vida, haya cambiado de opinión.
Ni el abandono ni la traición ni la mirada ni el simple pensamiento, nada, absolutamente nada, son razones para atentar contra nadie, aunque fastidie a nuestra dignidad testicular.
¿En qué página del manual de instrucciones de uso de la vida se dice que una mujer pertenece a un macho con menos cerebro que las moscas moribundas?

UN DÍA

Acabamos de llegar del cine. Quiere nevar en Segovia, aunque al mismo tiempo duda. Algunas veces el tiempo es indeciso como un verso balbuciente, como una narración prolija, como una película europea.
Un día es una coproducción franco-suiza, o helvético-gala. Lo mejor de ella es que hay un buen trabajo de dirección, construido sobre un guión inteligente y una interpretación sólida y eficaz, sin alharacas.
Si con La clase o Llegaron los turistas, hemos presenciado un cine objetivo, en que lo importante era que la cámara actuara como espectador imparcial, casi como si las películas fueran docudramas cuya importancia era el tema que pretendían retratar, en ésta, como en Como los otros, volvemos al cine en que además del tema, importa la forma en que se plantea al espectador. Me refiero pues, a una elaboración artística, a un modo de iluminar, de interpretar, de componer la escena, de sugerir con el guión, en fin, de abrir puertas para que la mirada del espectador sea capaz de enviar elementos estéticos a su sensibilidad.
Detrás de la cámara se coloca Jacob Berger que dirige el guión que él mismo escribió junto a Noémie Kocher quien también actúa, como la mujer traicionada. En esta, a diferencia de las otras tres cintas, el tema principal no es una cuestión social o colectiva (la educación de los adolescentes, la conciencia de culpa de una buena parte de los alemanes, la adopción de hijos por homosexuales), sino que analiza el sentimiento de culpa individual. O, si se quiere, el carácter atormentado del europeo, incluso del europeo medio.
Los autores de la narración fílmica descubren que el sentimiento de culpa no es una cuestión meramente individual, sino que todos tenemos nuestra propia conciencia de error, hasta los niños con ocho o nueve años.
El asunto es tan viejo como la propia literatura y de hecho, el cine lo ha tratado en más ocasiones. Debe ser difícil escaparse de una herencia cultural que desde la época de la Grecia clásica utiliza como uno de sus recursos preferentes la profundización en los sufrimientos del corazón humano.
Al final de una madrugada de intensísima lluvia, Sergio (Louis Dussol) deja su casa, después de despertar a Pietra (Noemi Kocher), para ir hasta la redacción de la radio ginebrina en donde trabaja, pero antes de eso, se pasa por la casa de su amante Matilde (Amélia Jacob). Una vez que abandona el cuerpo de esta mujer, bajo una lluvia todavía más intensa, casi una sólida catarata impenetrable, se dirige veloz a la emisora, pero, inopinadamente su ranchera gris atropella a alguien. El resto de la película, transcurre en el análisis de la concienca de culpa que atenaza el espíritu atormentado de este afamado locutor radiofónico, ya que a pesar de que lo intenta timidamente, no se toma muy en serio lo de buscar a la víctima del atropello.
El director del film o los autores del guión, en la primera parte de la película reproducen las primeras horas de la mañana desde cuatro perspectivas diferentes (el locutor, la amante, la esposa, el hijo del matrimonio), y una vez que conocemos los entresijos vitales de todos los personajes, se lanzan a buscar un desenlace que, como tantas veces sucede en el cine y en la literatura europeas, es un final abierto, quizá para que después de la proyección, com sucedía en nuestros tiempos estudiantiles, se produjera un cineforum.
Después de ver esta película, uno se vuelve a percatar de que la conciencia de culpa es un estado habitual en el europeo medio. Probablemente el ser humano más perseguido por los complejos de culpa en cualquiera de sus cientos de manifestaciones resida en Europa. Es probable, además, que su hogar esté en algún país desarrolladísimo del centro del continente.
Quizá tengamos tan desarrollada la conciencia a causa de valores tales como el deber, la libertad, la responsabilidad, la coherencia, la amistad, el valor absoluto de la vida por encima del resto del valores; icnluso la conciencia de pecado, que a pesar de nuestro agnosticismo pragmático no se ha perdido, es un añadido más a esta conciencia de culpa.
Los europeos somos seres humanos con muy clara concienda de que hemos delinquido, aunque sea en sueños, y si no hemos delinquido, hemos traicionado, o engañamos al fisco o robamos a nuestro jefe trabajando poco y mal...
En fin, que nuestro corazón atormentado no es capaz de abandonar su estado, pase lo que pase.

lunes, 24 de noviembre de 2008

LA BATALLA DE LA ARAÑA

Junto a la ventana, en la esquina que hace con la barandilla de la balaustrada metálica, contemplo una araña no muy grande, clara, casi rubia, en actividad frenética: se columpia en los hilos casi invisibles, delicadas filigranas de su esencia, avanza a ritmo enloquecido de bailarina apresurada empujada por un scherzo imposible, hacia la inerme presa negra, que, unos centímetros más arriba, se retuerce en vano, buscando una salida de la trampa mortal en la que ha caído.
El campo de batalla es una red prácticamente inapreciable de unos pocos centímetros cuadrados, una retícula tan sutil como un aroma, que agita por el viento frente a mis ojos aburridos, que hasta esta tarde no se han percatado de que la telaraña ha aparecido, por generación espontánea, o casi.
Cuando las patas del arácnido, han sentido el contacto frío del insecto, lo han rodeado con un abrazo, y le han comenzado a tejer un ataúd de tela, de seda que me imagino pegajosa, y veo gris o blancuzca. No le importa el viento ni el desubicado frío de esta tarde de primavera ataviada de color perla. Sólo le importa expandir hilos de grosor infinitesimal, que sean mortaja, o despensa acaso.
Pero no es la única actividad la de la araña. Todavía la víctima negra arquea el extremo inferior de su abdomen en contorsiones gimnásticas, accionando supongo que aterrada por la ausencia del oxígeno, o por la desesperación de verse atrapada. (¿Intuyen los insectos la proximidad de la muerte?). Entre tanto la tejedora, impasible, sin parar ni un segundo, avanza en su labor. Sus patas parecen lanzaderas de las que deben de salir hilos y más hilos. Lo supongo porque veo el resultado final, y veo el constante movimiento acompasado, rítmico, exacto y veloz de sus extremidades, como bielas insensibles al cansancio de una máquina industrial. Por lo demás, mis ojos son incapaces de ver las hebras tal es su delgadez, tal mi hipermetropía. La cabeza del insecto (a veces me parece hormiga, otras veces no) tiene ya el sudario colocado.
Intuyo que concluye la primera fase. Creo que contemplo su último estertor. No hay vibraciones en el campo de batalla ni vanos intentos de huida ni contorsiones imposibles. Trapecista arriesgada, la araña oscila al viento de la tarde perlada. Por un instante, se columpia contemplando su labor. Cual laborioso albañil, sólo le falta prender un cigarrillo y observar el tajo hecho en pocos minutos.
Con pasos más lentificados, sabedora de que nada le quitará su botín, parece abrazar al insecto (que no es una hormiga); en realidad, actúa como un sastre que toma medidas. Empieza a envolverla en su mortaja. Me temo, incluso, que contemplaré cómo la devora ante mis atónitos ojos hipermétropes. Tras el cristal, no oigo la brisa ni el canto de pájaros ni el estruendo del tráfico. Pero juraría que escucho el sonido acerado de tijeras que procede de los brazos de la araña mientras redobla el lanzamiento de su tejido.
De pronto (juro que no es cuento), algo repentino e imprevisto sucede. El leve abdomen inerte, supuestamente materia sin ánima, comienza unas suaves sacudidas, unas contorsiones, que se hacen más espasmódicas, casi violentas, y el insecto, quizá resucitado por el abrazo, como si a última hora, la araña hubiera cambiado de idea y en vez de rematarlo le hubiera reanimado con un boca a boca, comienza a moverse con destreza. Lo que hace unos minutos parecía imposible, le resulta sencillo y se desembaraza de la malla que le había apresado, que casi acaba con su vida. Acaso tambaleante, sube ventana arriba, sin mirar atrás, no sea que descubra que la araña le persigue.
El sudario queda como mudo testigo de la batalla celebrada, de la encarnizada lucha por la vida. La araña, no sé si avergonzada, o simplemente resignada, o agotada, se ha ido a refugiar entre dos de los barrotes, más protegida del viento, que ahora zarandea con más violencia la tela, ya sin víctima, que se mece sorprendida por el desubicado frío de esta tarde de Primavera ataviada de color perla.

GRITOS EN MAR DEL PLATA.

Ha acabado la final de la Copa Davis de una forma sorprendente.
Pero no quería comentar nada del aspecto deportivo, pues en este espacio no pretendo hacer este tipo de comentarios.
Cualquiera que siga el tenis, aunque sólo sea por los telediarios, sabía que la lesión de Rafael Nadal colocaba al borde del fracaso al combinado español. La final se jugaba en Mar del Plata, sobre una superficie rápida y frente a la llamada Legión Argentina. Es decir, la Armada Española viajaba a territorio enemigo sin su nave capitana.
Y era sobre esto sobre lo que quería reflexionar.
Cuando Rafael Sánchez Ferlosio presentó su última obra, indicó que estaba trabajando sobre un ensayo en el que arremetía contra el deporte, por lo que tiene de reducto de los viejos enfrentamientos militares, que no es más que el rescoldo de la fiera depredadora que no hemos dejado de ser nunca.
Soy aficionado al deporte, mejor dicho, soy aficionado a las retransmisiones deportivas. Sobre todo de fútbol, pero no descarto nada, aunque cada vez me seducen menos, quizá porque no termino de comprender algunas cosas, sobre todo el apasionamiento exacerbado, la violencia que tiene como válvula de escape los insultos al contrincante y al árbitro de turno, la ceguera que suele sufrir el seguidor de uno de los contendientes.
Incluso el lenguaje.
Con motivo del último mundial de fútbol, el de Alemania, leí un comentario de Vicente Verdú, en el que ponía de manifiesto la extrañeza que demostraban los cronistas americanos por las expresiones marcadamente bélicas que utilizaba la prensa europea a la hora de comentar los encuentros. Por entonces, yo estaba en plena efervescencia creativa, y andaba elaborando un libro sobre aquel evento deportivo, es decir que me vi todos o casi todos los partidos y me leí todo lo que pude sobre el asunto. Al leer estas palabras de Verdú, reflexioné sobre la cuestión, y percibí que era cierto a carta cabal. Más aún, era complicado redactar nada sobre un deporte, sin hacer referencias a una batalla, a un combate, a una guerra, a una escaramuza…
La eliminatoria final de la Davis comenzó con la derrota de Ferrer. Fue un partido rápido, fulgurante, en donde Nalbandián se impuso con una claridad casi insultante. Todo parecía, pues, que se desarrollaba por los cauces que los más pesimistas habíamos supuesto.
Al final de este partido, el rubio platense de fríos ojos claros, en mitad de la cancha, gritaba como un poseso, ‘¡Argentina!, ¡Argentina!, ¡Argentina!...’ coreado por los miles de espectadores, como si todos ellos fueran víctimas de un arrebato místico. Como si con aquella victoria su patria hubiera alcanzado un bienestar y una prosperidad que con la derrota hubiera sido miseria o desaparición. Me asustó esa mirada, me asustó ese paroxismo, porque comprendí que se corría el riesgo de una locura colectiva, y en ese ambiente cualquier cosa era posible.
¿Hasta qué punto esta identificación con una bandera, con un territorio es razonable en un ser humano, más aún cuando se habla de un juego? ¿Hasta qué punto las competiciones deportivas no son el trasunto de las guerras medievales, y una demostración de que el estadio evolutivo humano apenas ha prosperado?
Preguntas a las que quizá responda una mente tan prodigiosa como la de Rafael Sánchez Ferlosio. Uno no llega a tanto, porque hace unos meses cuando España ganó la Eurocopa, o ayer, cuando Fernando Verdasco se arrojaba al suelo para celebrar la victoria, qué queréis, me alegré.
Eso sí, no grité

domingo, 23 de noviembre de 2008

MALA CONCIENCIA COLECTIVA.

No digo yo que sea la cuestión de este modo, pero es la impresión con la que salgo del cine. Para ser un poco más precisos, desde que ha comenzado la película no me ha abandonado esta idea de un modo obsesivo: el pueblo alemán, o muchos de sus individuos, aún vive con remordimientos de conciencia. Lo que ocurrió durante el nazismo es una pesadilla de la que no parece que se hayan repuesto. Ni siquiera los chavales de instituto.
Llegaron los turistas es una película que obtuvo un par de par de premios y una nominación durante Cannes 2007 en su sección "Una cierta mirada", es decir, nos referimos a películas actuales, contemporáneas.
Sven (Alexander Fehling) es un joven alemán de unos veinte años que ha decidido realizar su servicio social obligatorio en Auschwitz, en un albergue juvenil alemán próximo al campo de concentración, donde estudiantes adolescentes alemanes acuden durante unos días para comprender de primera mano, las atrocidades que cometieron sus antepasados. (Por lo que se deduce de la proyección, en Alemania los jóvenes pueden elegir entre prestar el servicio militar o el servicio social, y éste, incluso lo pueden hacer fuera de su nación, en algún lugar en el que el estado alemán tenga alguna instalación). Además de ayudar con algunas tareas en este albergue, Sven tiene que cuidar al señor Krzeminski (Ryszard Roncezewski), un antiguo prisionero del campo de concetración, quien se dedica a reparar las maletas de los que un día acabaron en ese lugar del horror para que sean observadas con pavor por los turistas; además el anciano de rostro impresionante, cuadrado, pesado, duro, da charlas a turistas, a chavales en el albergue y a otros grupos. El problema es que este anciano padece un principio de una enfermedad similar al alzheimer, aunque en la proyección no se especifica. Creo que se trata de todo un símbolo: se pierde la memoria, ¿qué sentido tiene en nuestro mundo un testigo vivo de aquella atrocidad? Sven llega a Auschwitz (Oswiecim en polaco) con la idea de ayudar, pero se encuentra con que es recibido por algunos polacos como un enemigo.
En un primer momento, actúa a la defensiva, pero al descubrir la verdadera hondura del sufrimiento de un pueblo, comprende que con ir a ayudar una temporada, no arregla nada, no devuelve nada. El mal se hizo y nada hay que pueda recuperar aquel daño. Hay horrores que no se olvidan fácilmente y que cada generación (hasta que llegue una que le parezca tan lejana la historia que la comience a olvidar, con lo que habrá comenzado de nuevo el peligro de que se repita algo similar).
En estas últimas semanas, en estos meses, en España se habla de ley de memoria histórica, de exhumaciones de cadáveres que están enterrados en viles fosas comunes. En algún sector (no hace falta especificar más) se dice que mejor dejarlo, que mejor no remover más aquellas heridas. Palabras como reconciliación, uníón, etcétera, invitan al olvido. El olvido es el aliado más eficaz para que se pueda repetir algo parecido.
Hay muchos que se quejan de que en España no hacemos más que recordar nuestra Guerra (In)civil. Creo, por el contrario, que por muy reiterativo que parezca, todavía son necesarias unas cuantas revelaciones, unas cuantas películas, novelas, ensayos, etcétera, que nos ayuden a fijar en la memoria y en la conciencia colectiva aquellos años, los más negros de nuestra historia.
En Alemania, país muy admirado por algunos, no dejan de recordar sus miserias. El horror que Hitler y todo su Reich expandió por Europa, fundamentalmente contra judíos, pero no sólo contra ellos, sigue muy presente entre los germanos, y entre sus víctimas (las que aún continúan con vida, claro). Supongo que muchos alemanes estarán cansados de tanta película, tanto libro, tanta obra de teatro, tanta escultura que por activa y por pasiva les recuerde que compatriotas suyos fueron capaces de semejante barbarie.
El recuerdo contumaz de aquellos días ha creado una mala conciencia colectiva casi palpable. Sólo esto (aunque quizá no sea bueno tampoco vivir con el corazón cargado de culpa) impedirá que haya otro führer con ánimos similares.
Por eso es de alabar el trabajo que hace el guionista y director del film, Robert Thalheim, que, de todos modos no se limita a una historia de remordimientos. Al fondo, anida la esperanza. El amor, de nuevo el amor, vuelve ser la salida hacia el futuro. Pero en este caso parece un amor imposible, al menos complicado. Sven, se enamora de Ania (Barbara Wysocka), una intérptrete y guía de turistas. Pero el futuro llama a la puerta de la chica que tiene que salir, como sea de la verdadera y actual Oswiecim, un lugar sumido en la miseria.
Hemos estado en Auschwitz, pero mejor que si nos quedamos sea con la mirada puesta en el futuro. El Sr. Krzeminski padece alzheimer, Ania parte a Bruselas como intérprete. ¿Y Sven?

LA CLASE.

Asistir a la proyección de una película rozando alguna de las dovelas superiores de un arco románico que forma el interior de un templo, es como palpar que uno es un eslabón ínfimo de una cadena que no se detiene, que no deja de crecer. Quizá es que formáramos parte de un bucle que en uno de sus giros nos había situado ante las manos callosas de un albañil que seguía las órdenes de un maestro constructor, hace casi mil años.
Para que comenzara La clase hubo que esperar casi media hora, desde el supuesto inicio de la sesión, según el horario que se indicaba en las localidades. La iglesia se llenó. Un cálculo rápido, somero, ayuda a precisar en qué consiste ese lleno: unas doscientas cincuenta personas.
Una vez que todos estuvimos en nuestras sillas, casi a las once, se apagaron las luces y dio inició el ronroneo de la máquina por la que pasaban los fotogramas... Comenzó la historia que se nos ofrecía para la reflexión. Uno, desde el primer momento, desde la primera imagen, se sintió concernido por una parte del espejo de su vida actual, al modo del espejo mágico de Blancanieves, o mejor aún, como si me hubiera colado por el espejo de la habitación de Alicia, la del País de las Maravillas. Pero no accedí al mundo mágico de la niña rubia, sino a la realidad que viven y protagonizan mis hijas.
Quiero creer, y un breve comentario con Pedro Álvarez, ex senador y profesor humanista de una de ellas me lo confirmó, que la historia que vimos está unos kilómetros más allá de las nuestras. Pero da lo mismo, por mucho que quiera cubrirme con una tupida venda negra mis ojos cerrados, demasiado preocupados por la lírica y el sonido de las palabras, el fondo de la cuestión afecta del mismo modo a un instituto de un suburbio marsellés que al supuestamente tranquilo escenario de un machadiano instituto de Castilla. Lo que varía son las intensidades, por así decir. Quizá no tengamos tanta variedad étnica, cultural y religiosa, pero esto, sólo será cuestión de tiempo, supongo.
Por espacio de algo más de dos horas, ante nuestra mirada apareció el resumen de un curso escolar en una clase de adolescentes. El tutor del grupo es su profesor de lengua, interpretado por Laurent Cantet, que se desvive por sus alumnos y tiene conciencia de que el lenguaje es el único vehículo por el que sus estudiantes se salvarán o se condenarán. Las carencias lingüísticas de sus alumnos son, irremediablemente, devastadoras para su integración en la sociedad.
Me da la impresión que esto mismo sucede entre nuestros jóvenes. Ellos, acaso influidos por la inmediatez, las prisas, la necesidad de no perder el tiempo en preámbulos que les parecen inútiles, restringen el uso de las palabras y sus signos al mínimo imprescindible (y no sólo digo que desconozcan el significado de muchos vocablos, sino que ignoran las variantes más enriquecedoras de las conjugaciones verbales, por ejemplo).
De hecho, a mi modo de ver, el desencadenante del drama de la historia se debe a un malentendido lingüístico, a una utilización torticera de la semántica de las palabras. En el desenlace de esta parte de la historia, la triste historia de Soulimán, anida el fracaso demoledor de un esfuerzo titánico: quien luchó, defendió e intentó a toda costa velar por sus alumnos, acabó engullido en su propio afán. Al final, queda una idea (bastante pesimista, por cierto): entre adultos y adolescentes no hay arcos que ayuden a comunicar nuestras realidades, sino altos muros infranqueables.
Durante los ciento veintiocho minutos que duró esta historia, el agasajado director Laurent Cantet (esta cinta fue Palma de Oro del Festival de Cannes de 2008), me puso ante la vida de mis hijas, si se quiere ante un esperpento contundente de sus horas escolares. Conviene recordar que, según Valle Inclán, el arte desfigura la realidad como lo hacen los espejos de las ferias, pero necesitan de esa realidad para deformarla.
No salimos nada felices de la sesión, por mucho que ya sepamos, por mucho que convivamos con adolescentes y, por tanto, muchas cosas no nos sorprendieran e, incluso, nos hicieran sonreír con un ápice de ternura. Cuando uno es colocado ante la realidad (o uno de sus trasuntos), se hace cuerpo una imagen y la cuestión afecta más.
Que contempláramos a un grupo de jóvenes ingeriendo alcohol sin tasa, frente a la Escuela de Magisterio, que nos cruzáramos durante la vuelta a casa con varios chavales en evidente estado de embriaguez, mientras transitaban las calles más céntricas de la ciudad dormida, no es que viniera a sacarnos de la pesadilla. Más bien, pensé, sólo nos han mostrado una de las caras de un poliedro múltiple y, acaso, más peligroso de lo que tememos.

sábado, 22 de noviembre de 2008

INMUTABLE COMO EL FÓSIL.

Hoy ha sido un día para la reflexión y para el silencio. Para restañar las heridas del alma que la semana ha ido dejando en nuestros corazones. También ha sido un día para el gozo de la conversación tenue y sosegada, plácida y perezosa, carente de prisas y de otras presencias.
Hermos recordado la visita a la casa de los amigos, ayer, y al recordarla, le he dicho a Marián que se me había olvidado escribir sobre lo que nos enseñó Enrique a última hora.
Ya nos íbamos, y las prisas empezaron a aflorar en las miradas de alguno, por causa del cumplimiento de deberes inexcusables. En estas situaciones se produce cierto revuelo. Los abrigos, los móviles, los besos, qué sé yo. No recuerdo exactamente qué le comenté a Enrique. Probablemente que me había impresionado el esfuerzo, el tiempo, el cariño que habían puesto en la edificación de su hogar. Algo así. El caso es que él, agradecido y emocionado, me cogió del brazo y me dijo, 'Ven que te voy a enseñar algo'. Me llevó hasta la pared cubierta por piedras, al lado de donde habíamos estado comiendo. En medio de una de las lajas, contundente, pero al mismo tiempo perfectamente camuflada, se veía el fósil de una concha de un molusco, tipo almeja. Era pequeña, pero perfecta.´
¿Cuántos millones de años llevaría incustrada a esa roca? ¿Cómo era posible que su presencia fósil hubiera aguantado todos los avatares de la existencia?
Si es que se puede imaginar que en la zona del centro de la Península Ibérica hubo mar, no es difícil hacerse una idea de que los restos de los crustráceos abunden por doquier. Pero es mucho más complicado suponer una peripecia para esa concha, tan pequeña, tan limpia, tan nítida, tan bien camuflada en el tono casi rosa de la piedra. Cuantas veces la roca donde se incustró aquel caparazón habrá sufrido movimientos y quebrantos. Cuantas veces en sus millones de años su superficie habrá sido cuarteada por la acción de la naturaleza, del hombre, de las máquinas... Y sin embargo tuvo que ser la mirada de Enrique, limpia y escrutadora, la que la descubrió y, por tanto, la rescató y la recreó. Con la mejor de las intuiciones, decidió que la ubicación de aquella piedra no podría ser cualquier lugar. No era indiferente su colocación. Decidió que en el salón de su casa es donde debía situarse aquel pedazo de prehistoria, casi de eternidad, por tanto...
Quizá sea el mejor símbolo para su matrimonio. Quizá la presencia de este fósil entre sus paredes sea el mejor presagio. Quizá su perdurabilidad se transmita a su vida en común. A lo mejor, cuando las dificultades les golpeen, como cuando las galernas acosan los puertos, se acuerdan de mirar los restos invariables de la concha que se aloja en medio de la piedra y comprenderán que hay que resistir. Comprenderán que pasan los temporales, que pasan las galernas, que pasan las glaciaciones, que el tiempo continúa inmutable su senda, y que el amor, como la concha del diminuto crustáceo, sigue ahí, inmutable también...

viernes, 21 de noviembre de 2008

CANSADOS

Hoy no hemos ido al cine, aunque teníamos la entrada. Nos hemos perdido Los cerezos en flor, una producción entre Alemania, Francia y Japón. Quizá hayamos podido fastidiar a alguien, aunque no sé si se han vendido la totalidad de las localidades, pero ha llegado la hora de la proyección y nos encontrábamos cansados.
Cansados de celebrar la amistad, podría decirse, por lo que a uno se le queda el ánimo bien esponjado.
Hemos sido agasajados por un joven matrimonio, Magda y Enrique, en Nava de la Asunción.
Lo de menos era la excelente calidad de los asados que han reconfortado el hambre de los seis invasores de su casa, aunque para ser sinceros a las tres y media de la tarde, los allí presentes, Javier, José Antonio, Susana, Chus, Marián y uno mismo, además de los anfitriones, necesitábamos sobre todo meter alguna cosa entre pecho y espalda. Lo principal era el encuentro en sí mismo.
Magda y Enrique se han casado hace un par de semanas, y después de un hermoso viaje a Lanzarote (tal y como atestiguan las fotos que nos han enseñado del Timanfaya, de la Laguna de los Verdes...), y con tan estupenda excusa, decidieron que nos acercáramos hasta su pueblo para celebrar este ágape que servía para todo. De paso, y no había mejor modo de hacerlo, nos han mostrado la casa en la que tanta ilusión y esfuerzo han invertido durante los últimos tres años.
La casa es hermosa, alta, amplia, casi excesiva para una pareja, pero la esperanza de que pronto se vea enriquecida por la presencia de los hijos, la convierte en una especie de cuna acogedora, como el trasunto de los corazones de sus dueños.
Para mí, el mejor momento de la hermosa y distendida tarde, ha sido durante la sobremesa, mientras los licores enviaban tropas de refuerzo a los jugos intestinales para que completaran una buena digestión de la contundente y exquisita carne asada. La luz entre rosada y dorada se colaba por el alto ventanal del salón orientado al mediodía y al poniente. El calor cítrico de las llamas de la chimena era una caricia que entibiaba el aire de la estancia, la conversación distendida, la risa a veces estruendosa, la música que ahuyentaba las miasmas del espíritu.
Y allí pensaba que sí, lo que siempre pienso, que cuando el nazareno comparaba el reino de los cielos con un banquete de bodas, por su cabeza andaban escenas similares a las que hemos vivido esta tarde. Quienes han compartido conmigo estos momentos podrán asegurar conmigo, que si estar en la gloria es similar a esto, realmente merece la pena un esfuerzo...
Por eso, aunque cansados, el dulce sabor de esta camaradería, ha colmado los corazones y ha hecho algo tremendo, ha ahuyentado las penas y las angustias y las prisas y las dudas que cada uno de nuestros corazones pudiera arrastrar en esta jornada que concluye.

SOBRE ÁRBOLES

Escribí anoche que Ignacio Sanz había publicado un nuevo libro El Pinsapo de la plaza y lo dejé ahí, puesto que el objeto del precedente comentario era otra cosa.
Desde por la mañana, estoy con el asunto en la cabeza.
Por lo que se dice en el periódico, la protagonista del libro es la secretaria del Ayuntamiento que, después de que un huracán arranque un centenario pinsapo de la plaza de su pueblo, recibe el encargo de organizar un homenaje a este árbol. Durante la preparación de éste, se encuentra con multitud de relatos y noticias que tienen que ver con árboles.
Lo que me llama la atención del asunto es el modo en que el escritor encontró la vereda por la que adentrarse para escribir este libro, creo que infantil. El invierno pasado, creo, una jornada de vendaval tronchó uno de los pinsapos que se alzaba ufano en el Medio Punto de La Granja. Fue noticia en todos los medios. Este suceso parece ser que fue el detonante que abrió la inspiración de Ignacio.
Siempre me ha llamado la atención el proceso creativo, y de éste, el primer instante, el de la idea que, como una semillita, se cuela en el terreno del cerebro para que después el tiempo y el trabajo consigan que germine y arraigue y crezca e incluso se convierta en árbol que pueda soportar hasta los huracanes.
Para un escritor, o artista, que se precie este es el momento importante y para que llegue hay que poseer una actitud especial, no sé si un don.
Esta mañana, mientras leía a Juan Cruz, creo que he encontrado una hermosa frase que explicaría bien esto a lo que me refiero. Los escritores, o escribidores, deberíamos mirar como si estuviéramos buscándole el alma a lo que pasa.
Por cierto, tampoco tengo ni idea de árboles, y mira que me gustaría saber algo. Cuando paseo por nuestras calles, o por cualquier parte, veo muchos árboles que me llaman la atención y salvo unos pocos, no sé cómo llamarlos. Y, creedme, es lastimoso

jueves, 20 de noviembre de 2008

COMO LOS OTROS

La noche de Segovia es una noche fría y despejada, de cielo raso. La temperatura del exterior, según el termómetro del coche que conduce Marián, es de dos grados, sobre cero.
Acabamos de llegar del cine, de la proyección de un film francés, Como los otros, que ha sido la primera de las seis películas que, en principio, veremos de esta nueva edición, la tercera, del MUCES.
La sala del multicenes del Centro Comercial no estaba llena, pero la entrada era buena. Más de media entrada, diría un crítico taurino, rozando los tres cuartos, aseguraría un optimista. He visto, y he saludado antes del comienzo, a Ignacio Sanz (que según nos ha contado El Adelantado en su edición de hoy, ha publicado un nuevo libro, El pinsapo de la Plaza).
En un momento de la película una de las actrices, la que hace de ginecóloga soltera, ha dicho dirigiéndose a uno de los protagonistas, su colega en una consulta, el pediatra Enmanuel (Lambert Wilson): 'Todo se normalizará, Manu. Fíjate en España, un país lleno de beatos, en que los gays ya se pueden casar y adoptar hijos. Pronto todo se arreglará y será normal'. (Se podría reflexionar sobre la opinión que tienen de nosotros en ciertos ambientes europeos, cuando, no hace tantos años, Francia era la meca de la libertad para los españoles, pero no la háré). Y de esto es de lo que parece que trata la película, de la situación complicada en la que viven los homosexuales cuando quieren actuar como los demás, como los otros. La familia de Manu, ya entiende y admite su inclinación, de acuerdo. La sociedad francesa tolera con cierta normalidad que dos hombres o dos mujeres compartan sus vidas, de acuerdo; ir más allá, es un atropello no sólo a la moralidad, también a la razón. Por alguna cuestion que no entiendo, un hombre solo (un soltero, un viudo, un separado...), si cumple el resto de condiciones sociales, laborales y médicas estipuladas por la legislación, puede adoptar a un niño. En caso de ser homosexual, salvo en escasísismos lugares del Planeta, España entre ellos, tal cosa es imposible e impensable.
Sin embargo, me parece que la idea del director y guionista de la película Vicent Garenq no se limita a este problema, que, probablemente, sería suficiente. Va más allá. Mucho más allá: regresa al punto al que se regresa siempre, a ese lugar exacto de la geografía del corazón humano al que denominamos amor para entendernos. (No se trata ahora de entrar en cuestiones más o menos filosóficas sobre su esencia. Además de ser inútil, no nos pondríamos de acuerdo; y, sin embargo, todos sabemos a qué nos referimos).
Una sombra oscura, fría y honda que se cierne sobre los homosexuales cuando se intentan unir ambos términos, es como si en el imaginario colectivo fueran ideas antagónicas, que se repelen.
La pareja que forman Manu (Enmanuel) y el juez o abogado o fiscal Philippe (Pascal Elbé) entra en crisis cuando en el horizonte de Manu aparece la necesidad del hijo. Philippe, huye de tal idea como si se le presentará una condena a cadena perpetua...
No, no temáis no contaré el argumento, por si alguien la quiere ver. Lo que acabo de escribir sobre su trama es poco más que lo que se lee en la sinopsis de la película que aparece publicada, como las del resto de la muestra si clicáis en http://www.muces.es/. Y, sin embargo, aunque la peripecia del relato tiene alguna sorpresa, el grueso de la película es bastante predecible. Pero en este caso es lo de menos, pues no se trata de una película de misterio o de aventuras o de terror, sino de una película de cine europeo, es decir, un film que nos retrata a los europeos de hoy.
París es el decorado inmóvil que se atisba desde el barrio de Belleville, donde se desarrolla la acción. como decorado móvil están los hombres y mujeres que habitan o transitan por ese barrio o pueblecito absorbido por la mega urbe. Un lugar multiracial, multireligioso, pero vivo y dinámico.
Otra de las características que identifica al cine europeo resptecto de las grandes superproducciones norteamericanas que abarrotan (o no tanto) las salas de cine, es el tratamiento que se hace de los personajes, y el trabajo de los actores. Sin buenos actores, sobre todo los que soportan inmensos primeros planos sin que se perciba que tienen la cámara a pocos metros contándoles los poros de la piel, no hay buena película. Nuestro cine se asienta sobre un trípode elemental en el que no puede fallar nada, pues de lo contrario se caería: guión, actor, director. Lo demás elementos de una película (decorados, exteriores, iluminación, sonido, maquillaje, caracterización, y no digamos efectos especiales) con ser importantes, están al servicio de lo otro. El trabajo de los actores protagonistas es impecable. Quizá no sea brillante (a mí me han gustado mucho Lambert Wilson y Piar López de Ayala), pero es más que digno. Y ya que la cito, comentario a parte, es la presencia de Pilar López de Ayala (Fina). La cámara está enamorada de esta mujer, y cuando sonríe se le ilumina a uno el corazón. No es de extrañar que hasta un homosexual dude sobre su propia identidad conviviendo con ella.
Y acaso haya dicho demasiado.

LUIS LARIOS O LA MIRADA INTERIOR

Los que tenemos cierta edad, le recordamos. Quizá unos mejor que otros. Con pocos años me hice visitante de la biblioteca de Segovia. Lo mío siempre ha ido por rachas, es cierto, pero iba mucho. La biblioteca, entonces, era un lugar en el que hasta los libros más nuevos (nunca muchos, la verdad) enseguida envejecían. Para los ojos de un adolescente ávido de lectura, la presencia de Doña Manolita y Luis Larios formaba parte del concepto que adentrábamos en nuestro interior, una idea directametne relacionada con el silencio reverencial, con el culto hacia el libro y lo que él representaba: el mejor medio para acceder a la cultura; casi el único.
Siempre me llamó la atención la forma en que Luis se acercaba a los libros. Los que le conocistéis sabéis a lo que me refiero, pero aquellos más jóvenes ni os imagináis cómo lo hacía: abría los volúmenes, al tiempo que ascendía sus brazos y pegaba, literalmente, las páginas a los cristales de sus gafas. Su miopía rozaba la ceguera, y más de un vendedor actual de boletos de la ONCE ve mejor que él veía. Al principio, cuando comencé a sacar compulsivamente de la antigua cárcel segoviana los tomos de los Episodios Nacionales, casi me asustaba comprobar que aquel hombre pudiera dedicar su vida a estar entre libros y legajos. Siempre vestía con traje gris (muy oscuro) o negro, quizá lo hiciera de azul marino, con estrechas cobartas negras.
Con el tiempo, y gracias a la amistad que me unió con el viejo Moisés Sanz Montarelo (otro día hablaré de él), tuve la oportunidad de compartir con Luis Larios una tertulia, semiliteraria, que se celebraba a diario en la Cafetería Castilla. (¡Qué viejo voy siendo! Esta cafetería, en mitad de la Calle Real, justo enfrente del Teatro Cervantes, aunque conserva casi la misma estructura física, ahora se llama de otro modo, y se ha convertido en otra cosa, bien distinta, bien poco atractiva para mí). Además de estos dos hombres acudía Antonio Serrano, Pedro Antonio Blázquez, y unos cuantos más. La mayoría eran poetas, aunque también había algún simple aficionado a darle a la sin hueso.
Allí descubrí que Luis Larios era un fino poeta lírico. Uno de esos poetas que en Madrid o Barcelona, llaman de provincias, cuyo máximos logros literarios tienen (o tenían) como recompensa alguna flor natural. En Segovia (supongo que al igual que el resto de capitales de pequeñas de esa España de los setenta), no se abandonó el siglo XIX hasta finales del XX, aproximadamente. Pero la sensibilidad de este hombre, y su afabilidad, eran proverbiales. Se hacía querer por cualquiera y cualquiera acababa tomándole cariño... Creo, siempre he creído, que su sentido de la vista no se ubicaba en los ojos, sino que estaba más adentro, por eso necesitaba que las letras de los libros estuvieran a escasos centímetros de sus pupilas. Tal circunstancia, en su caso, no era inconveniente, sino ventaja, porque su mirada se alojaba en la frontera de su corazón, que era lugar tranquilo y tibio, sosegado y acogedor.
Un día Larios adelgazó el grosor de los cristales de sus gafas (acaso fuera uno de los primeros beneficiados de las operaciones reductoras de dioptrías, pero esto nunca lo he sabido con exactitud), y surtió de colores y vida su vestuario. Llegué a verle con americanas de color granate, combinadas con pantalones beige, en el fondo tan anacrónicas como las otras, pues ese colorido parecía remitir a cierto dandismo de otras épocas, pero fue tan rotundo el cambio, que a todos llamó la atención.
Se supo, entonces, que a sus años (más de cincuenta, seguro) encontró el amor, que se convirtió en su mejor elixir para conservar la juventud, como siempre sucede a ciertas edades (y de eso sé algo). Se marchó a Madrid, y lo perdí de vista.
Cuando escribí Cuentos de Euritmia, mi Cosme Leirán Merano era un trasunto pálido del verdadero Luis.
No sé cuándo ha sido, pero esta mañana, mientras desayunaba a las siete y veinte, escuchaba el comentario que escribe Francisco de Paula para Radio Segovia. En él hablaba de este poeta, porque se nos ha muerto. Al enterarme me han corrido alfileres por el alma, unos alfileres que me han mordido.
Quizá su poesía fuera anacrónica y un poco provinciana, no lo sé, pero su fina sensibilidad, a pesar de sus ojos, era la muestra más evidente de que la calidad de una mirada está en el corazón y no en las retinas.

DIFERENTES PERSPECTIVAS

Seguimos con los ecos de la entrega del Premio. He colocado como encabezado de este blog, la foto que nos tomó Alberto, el jefe del Gabinete de Presidencia, a D. Victoriano Crémer y a un servidor, mientras me firmaba el libro.
He podido echar un vistazo rápido a lo que se ha publicado por aquí y por allá sobre el tema.
Es curioso, y sobre esto es sobre lo que coloco hoy esta entrada, cómo cada persona ha escrito su información sobre el evento. Incluyendo mi excesiva entrada de ayer, también he leído la de Aurelio Martín para la Agencia EFE, la de Puri Bravo para El Adelantado y la de Carlos Álvaro para El Norte de Castilla.
La información está en todas, y ninguna desmiente a la otra. Si acaso, aportan algún dato, alguna referencia, algún detalle que unos ojos quizá no vieran, o si lo vieron, tuvieron que elegir por falta de espacio.
La diferencia está en la perspectiva, en el ángulo desde el que se ha contemplado la noticia.
Sólo con la lectura de todas ellas uno puede completar, y hacerse una idea, acaso poliédrica, sobre el asunto.
En las diferentes perspectivas, nace más que la diferencia, la riqueza, porque lo imposible es abarcar la realidad. La realidad es inaprensible en su totalidad y todos necesitamos de todos.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

EL SOL NO SE OCULTA

Porque el sol no se oculta al mediodía,
aunque negras nubes besen sus rayos;
porque las brisa no cesa de repartir vida,
aunque la madrugada espante a los niños;
porque los pétalos nocturnos siguen siendo de colores,
aunque la luz haya bajado sus párpados;
porque el horizonte no se evapora del paisaje,
aunque las brumas lo aprieten contra sus entrañas;
porque todas las apariencias son, casi siempre, espejismos inútiles,
sé que tus lágrimas son una leve borrasca pasajera,
apenas una tormenta dolorosa, pero leve,
tan leve que enmudecieron antes de nacer sus truenos…
No provocó tu llanto mudo ningún derrumbe,
ni siquiera una estrecha fenda,
en el edificio sólido y tranquilo que construyes
con las caricias de tus manos
y con las miradas que engalanan nuestros besos,
ladrillos de aire cocidos en el horno de nuestros labios,
sin embargo, más resistentes que los ladrillos róseos de los edificios muertos…
No, ángel mío, no tiemble tu ánimo, pues este habitáculo es indestructible,
Porque, aunque lo desconozcan los protagonistas del cuento infantil,
aquellos tres cerditos que quisieron defenderse de los ataques
perversos
del lobo siempre hambriento,
huyendo a la Facultad de Arquitectura,
con nuestra mansión no podrán huracanes, inundaciones o incendios.
Porque el sol no se oculta al mediodía,
porque las brisa no cesa de repartir vida,
porque los pétalos nocturnos siguen siendo de colores,
porque el horizonte no se evapora del paisaje,
porque todas las apariencias son, casi siempre, espejismos inútiles.

CHARLOT ENTREGÓ SU CACHABA A CRÉMER

Victoriano Crémer firma el ejemplar de su obra El último jinete al autor del texto. Foto Alberto Orejas

Poco antes del mediodía solar, me he acomodado en el salón de Plenos de la Diputación de Segovia. No quería perderme nada de lo que aconteciera minutos después.Aunque no se trata de un acontecimiento de vital importancia, como en pocas ocasiones la poesía es protagonista de un acto público, merece la pena un esfuerzo. Los periodistas han sido los primeros en llegar: fotógrafos, camarógrafos, redactores, columnistas y blogueros, la prensa escrita, la radiofónica, la televisiva… No puedo saber si faltaba alguien o no, tampoco puedo saber si sólo cubrían el acontecimiento para nuestras lindes provinciales o sus palabras, imágenes, fotografías, cruzarían hacia otros puntos de la geografía autonómica o española.
Quien más, quien menos, sabe que Victoriano Crémer es un autor de muchísimo prestigio y que una obra suya haya sido galardonada en esta ocasión, enriquece (y encarece) el premio. Paco, pegaba cartelitos en los primeros asientos de las primeras filas: reservado autoridades. Poco a poco llegaban los invitados. No muchos. Tampoco pocos. Los políticos provinciales y locales (de ambos partidos) departían entre sí, distendidos, he visto a un militar de altísima graduación, me saludé con el Jefe de la Policía Local y han aparecido algunos funcionarios de la Corporación, otros de la Junta de Castilla y León y unos pocos espectadores que no tenían nada que ver con la organización (es decir los que realmente se han acercado porque han querido).
Poco después ha entrado Victoriano Crémer, bajito, enjuto, de piel casi traslúcida y sonrosada, vestía traje de color tabaco y camisa de tonos asalmonados, con una corbata estampada con motivos geométricos, futuristas o ‘mironianas’, aquéllas que hicieron furor a principio de los noventa del siglo pasado. Traía la cachaba en su mano izquierda y una sonrisa que iluminaba todo su rostro. Se movía con facilidad, a pesar de que a su alrededor varias personas velaban por su
verticalidad, o porque diera algún traspiés que nunca me pareció fuera a dar. Ya desde ese momento, me ha recordado el modo en que Chaplin manejaba su bastón.
Le acompañaba Chema, pero él preguntaba, ‘¿Dónde está Isabel, dónde está Isabel?’ Y ella, inefable como siempre, apareció como si hubiera oído su llamada. Tras los besos de rigor, el poeta le entregó un par de libros, o eso me pareció. (Fueron tres ejemplares de su Antología poética).
Tras él, vi a un hombre alto, enjuto, serio, con aspecto solitario de poblada barba negra, algo calvo y de ojos casi morunos, y vestido todo de negro. Pero su aspecto no era sombrío, ni melancólico siquiera. Supuse, y acerté, que se trataba de Eduardo Fraile, uno de los dos galardonados con los accésit que se conceden en este concurso, gracias a su obra La chica de la bolsa de peces de colores.
Aunque no descubrí a ninguna mujer que pudiera ser Ángeles Mora, la otra laureada por su libro Bajo la alfombra, al fin me decidí. Abandoné la butaca que había escogido. Me llevé los libros, saqué el bolígrafo que llevaba para la ocasión y me acerqué a los poetas, que ya se habían sentado y departían tan contentos.
Se extrañaron cuando les solicité la dedicatoria. Como la misma poesía, no tienen los poetas la costumbre de firmar ejemplares de sus obras, pero les encantó la idea. Eduardo Fraile, muy consciente y satisfecho, con su papel en este acto, aunque no se movió del lugar, fue como si se escondiera, como si todo su atuendo negro le ayudara a tornarse más sombra.
Don Victoriano, que me escrutaba con unos vivísimos ojos que parecían tener bastantes menos años de los que dice su carné de identidad, no me entendió. Pensó el buen hombre que yo era uno de los encargados de la organización y pretendía darle uno de los ejemplares de El último jinete para que lo pudiera hojear. Pero le saqué del engaño, aquél era mi libro, aquél, éste, es mi libro. Y sí, ya lo tengo dedicado. Tomó el bolígrafo que le tendí y con mano temblorosa, escribió una frasecilla de compromiso (¿qué podría escribir si no?), con una caligrafía que sí retrata con precisión científica su edad. Y bajo la firma, trazó un par de líneas sinuosas, como lazadas, como ondas de viento caprichosas. Al verlas de frente, he comprendido que se trata del esquema de un pollito picoteando el suelo.
Eduardo Fraile, sacó su pluma, y asiéndola de un modo un tanto peculiar y difícil de imitar, me dedicó su ejemplar, con una letra minúscula, tímida, algo saltarina y también muy esquemática, de alguien muy habituado a escribir horas y horas. La frasecilla es casi la misma, pero queda bella, pues la dispone sobre el fondo de la hoja de un modo que indica su condición de esteta, de alguien que también entiende los poemas como algo visual.
Definitivamente Ángeles Mora no estaba, ni ha estado; excusó su asistencia por causa de una enfermedad. Y para mi desgracia, me quedé sin su firma en este ejemplar que ya es mío.
El acto se desarrolló según lo previsto. Se leyó el acta con el contenido del fallo del jurado. Habló el Presidente de la Diputación. Como siempre, Javier Santamaría estuvo sobrio pero atinado. Uno diría que cartesiano, haciendo honor a profesión como profesor de matemáticas. Con sus palabras, el acto encontró su propio destino: la emoción.
A priori sería imposible adjudicar a un discurso de Javier Santamaría semejante calificativo, pero el recuerdo que tuvo de Juan Manuel González, el premiado de la edición anterior, fallecido este 2008, fue como el leve viraje que el capitán da al timón de la nave para que encuentre el mejor camino de su singladura.
Gonzalo Santoja, ahondó en este asunto, y con la habilidad propia de quien conoce perfectamente el terreno que pisa, recitó unos versos de Crémer, para glosar la figura del poeta muerto. Como siempre hace el director del Instituto castellano leonés de la lengua, catedrático de literatura, ha diseccionado los tres libros premiados (y publicados) con hondura y sapiencia. Como él mismo ha dicho, los poemarios los lee con el prejurado, luego con el jurado y, más tarde, unos meses después, se enfrenta a ellos nuevamente con un criterio más decantado. Me ha llegado al alma, especialmente lo que ha dicho sobre la poesía..., ese verso: consumiéndose para durar...
Eduardo Fraile ha hablado poco. Nos ha leído el texto que inaugura su libro, escrito en una hermosísima prosa con evidentes reminiscencias a Proust. Como todo el libro, este texto habla de su madre, quien le dio la vida dos veces, cuando nació y cuando le enseñó a leer. Y al final, cuando esa página llegaba a su desembocadura, el temblor de su voz se hizo lágrima inconclusa en su mirada, y apenas tuvo voz para concluir. Estoy seguro de que su libro me va a encantar y os lo haré saber.
La hora de Victoriano Crémer, fue la hora de la emoción feliz, de la dicha emocionada. Cuando se levantó de su asiento, a pesar de que Chema le ofreció su brazo cual bastón de carne, él se negó en redondo y pidió su cachaba rústica, que tenía una mujer (supongo que su hija) sentada unas filas más atrás, mientras decía que, si no, no podía andar. ¿Para qué quería su cayado que pastorea las palabras? Para colgarlo de su antebrazo, para que lo acompañara hasta el estrado, para que no nos olvidáramos de que era un anciano. Porque con su vigor, su fuerza y su ilusión, lo difícil, por no decir lo imposible, es creernos que nació hace más de cien años.
Recibió el premio como lo reciben los actores, y los deportistas, con la misma ilusión, y casi con los mismos gestos: levantaba las manos, saludaba como los políticos. Parecía que era un debutante quien había recibido por sorpresa el galardón.
Y me pregunto, ¿cómo es posible que alguien que ha vivido un siglo mantenga la ilusión vital de un jovencillo? ¿Quizá porque salió con vida del infierno, como dijo Santonja? Porque en su juventud cronológica, tras la Guerra (In)civil, acabó en la prisión leonesa del Hostal San Marcos, en cuyo interior se acababa el ser humano.
En sus palabras ardientes, apasionadas y emotivas, nos habló de cuando le nacieron, de la fortaleza de su madre, de sus trabajos (tipógrafo, vendedor ambulante de periódicos, mancebo de botica, periodista, escritor…) y leyó unos cuantos poemas que, como él dijo, se convirtieron en una hermosa —esto es de mi cosecha— homilía laica. Y descubrí su coquetería, más anacrónica que su corbata. Hasta que no comprendió que el discurso sería un desastre si seguía así, no se colocó las gafas. ¡Más de cien años y leyó un par de folios, quizá tres, sin gafas!
La cachaba, entre tanto, reposaba en uno de los pupitres donde acomodan los políticos sus papeles, y al final, más emocionado aún que al principio, casi se le olvida recogerla y colgarla en su antebrazo izquierdo. Y su sonrisa melancólica, me recordaba la del viejo Chaplin.

EL PREMIO

Se entrega, en la Diputación, el Premio Gil de Biedma de este año. Creo que van dieciocho. Espero que el trabajo me permita acercarme, al mediodía, al acto. Deseo que venga Victoriano Crémer, el ganador, aunque con ciento un año (101, en serio, no es ninguna errata), cualquier cosa puede pasar, hasta que tenga que recogerlo alguien en su nombre.
Si viene, y si me firma un ejemplar de la obra premiada El último jinete (Visor, 2008), lo contaré.
No sé si me estoy convirtiendo en un mitómano o un fetichista, pero cada vez me gusta más que los libros me los dediquen los autores. Creo que este simple gesto, dota a los libros de un aroma propio y exclusivo. Es como si les hubieran hecho el correspondiente asiento en el Registro Civil.Tengo unos cuantos, aunque muchas veces la vergüenza o el miedo a molestar o a que me miren malamente me ha impedido acercarme a algún autor que andaba cerca.
Todavía no he aprendido que nadie es más que nadie, ni que, en muchas ocasiones, lo único que desea el escritor, es recibir la complicidad del lector, aunque no sea total, aunque algunos aspectos de la obra no gusten a quien le lee.
Como escribidor que soy, lo que más me gusta es saberme leído.
¿Ego?

Quizá. Pero como se recordaba ayer en una entrevista que publicaban en la sección de cultura de El País, hay un dicho que circula en los mentideros literarios, según el cual, se afirma que los escritores desayunan egos revueltos.

martes, 18 de noviembre de 2008

LOS DOS ÁRBOLES

Cuando supo que no tendría más hijos, mi padre plantó dos árboles, cuya semilla procedía del mismo árbol. Mientras fuimos pequeños y su fuerza se lo permitió, él se encargaba de su cuidado. Mi hermano acompañaba a mi padre casi todos los días, en esos menesteres, incluso estando enfermo. Yo, sin embargo, prefería dedicarme a cosas más trascendentales como investigar las estrellas, o estudiar filosofía, o leer tratados de ciencia política, o simplemente pensaba en Dios, y soñaba con ser un gran hombre que la historia recordara...
Poco antes de morir mi padre, nos llamó a mí y a mi hermano y nos dijo, Elegid cada uno un árbol, desde ahora será el vuestro, cuidadlo para que crezca sano, fuerte, dé fruto y en el verano os regale fresca sombra.
Mi hermano y yo sabíamos que la tierra era buena tierra, que el clima era el adecuado para el crecimiento del árbol. Así que yo, confiado a ello dejé que el árbol creciera a su albur. Pero mi hermano cada mañana, casi al amanecer, siguiendo lo aprendido de nuestro padre, hiciera frío o calor, lloviese, nevase o hiciese sol, salía a nuestro jardín y le regaba con mimo y paciencia; mientras, yo le contemplaba desde la ventana remoloneando entre la calidez de las sábanas, y me dedicaba a proyectar qué grandes cosas haría para ser un gran hombre que recordara la historia...
Cuando me quise dar cuenta, el árbol de mi hermano crecía robusto, enhiesto, daba fruto abundoso y en sus ramas anidaban felices los pájaros.
Mi árbol, sin embargo, aunque había crecido, era más chaparro que el de mi hermano, su fruto más escaso y su sombra más leve.
Así que, dado mis profundos conocimientos adquiridos tras mis sesudas horas de estudio, empecé a hacerme cábalas sobre problemas de composición química de la tierra, o que la semilla de mi árbol era peor que la de mi hermano, o que la inclinación de los rayos del sol era distinta, tanto que influía de modo decisivo en su crecimiento. Acuciado por dudas tan profundas, seguí remoloneando bajo la calidez de las sábanas cada mañana.
Hasta que me di cuenta de que la única diferencia real era que mi hermano le dedicaba cinco minutos y yo ninguno. Entonces, comprendí que, con sólo esos cinco minutos, podría haber ayudado a que la calidad de aquella tierra y la robustez de la semilla que había plantado mi padre hubieran alcanzado su máximo esplendor.
Desde entonces, mi hermano y yo regamos, podamos y abonamos juntos nuestros árboles, y el mío, aunque todavía es más bajo, más delgado y da menos fruto, se acerca cada vez más a la estatura, la anchura y la prodigalidad del de mi hermano.Ya casi no pienso en ser un gran hombre que la historia recuerde

CONVERTIR LOS SUEÑOS EN VIDA

Estoy viendo el reportaje en que resumen el momento de la inauguración oficial de la cúpula que ha pintado Barceló en Ginebra, en la sede de la ONU.
En realidad, lo que me llama la ateción es que en la cúpula convertida en cielo se vea un pedazo de mar, un trozo de paz.
Quizá unos cuantos necesitemos mucha preparación para entender el arte contemporáneo, pero por lo poco que he visto sobre el asunto, creo que este artista ha querido plasmar un sueño, quizá una utopía.
En estos días en que las noticias nos hablan de dolor, de muerte, de asesinos, de miradas cargadas de odio, esta cúpula es un hermoso relato. Seguro que cuando viajemos hasta allá, cuando visitemos ese recinto, comprenderemos mejor lo que nos ha querido contar el catalán que se marchó a África tantos años.
Quizá, también, algo de esto nos convenga a todos, desprendernos de unas cuantas cosas, mirar de frente a la vida y aprender qué es lo esencial.
Prometo que me esforzaré para que este blog, también sea un rinconcito para algún cuentecillo, pero ahora mismo estoy en otras cosas. Como todos sabéis se nos acerca la Navidad. Y no digo más