Cuando a la mañana siguiente, después de una noche de extraños sueños, y con sabor de tierra en la lengua, llegó a la oficina, ya no sonreía, aunque aún no se había dado cuenta. Sólo había percibido cierta dificultad para elevar la comisura de sus labios. Era como si dos plomadas invisibles le obligaran a apuntar el gesto hacia el centro de la tierra.
Mientras se afeitaba no prestó atención al gesto de su faz. Se tenía muy visto y el sueño aún le abrazaba, como esos pelmas que no saben beber, y con dos copas de más, únicamente sirven para colocar sus brazos por encima de hombros ajenos mientras perpetran canciones a voz en grito.
A esas horas en que uno duda si estarán puestas las calles, no tenía necesidad de sonreír a nadie, pues las paredes de su apartamento no solían responderle de ningún modo, ni siquiera con un vago gesto de desprecio.
Cuando llegó ella a la oficina, y sintió que entonces empezaba a amanecer, notó un peso extraño en las esquinas de la boca. Por más que se esforzaba era imposible que aquellas dos rayas alcanzaran la forma de una barquichuela. Ni siquiera consiguió que quedaran en posición paralela a la de su mesa.
Se asustó.
Salió precipitadamente hacia el baño. Su jefe sonrió maliciosamente, pensando en una diarrea incontrolable. Frente al espejo volvió a intentar el gesto y comprendió que no podía alzar los labios. Llegó a temer que se le produjera un desgarro en la piel. Era como si, para llegar a la posición de sonrisa, la boca tuviera que hacer un tremendo ejercicio de halterofilia.
Intentó tranquilizarse. Respiró hondo. Movió las mejillas, pero cuando ese movimiento era de subida, también era imposible. Llegó a pensar en una parálisis facial.
El miedo dio paso al pánico.
Optó por lavarse la cara, con la vaga esperanza de que el agua, o bien se llevase aquel lastre invisible, o bien acelerase la circulación sanguínea reactivando aquellos músculos anquilosados o postrados.
También fue inútil.
Al volver a su puesto de trabajo, decidió olvidarse de aquel incidente, esperando que, igual que había llegado de improviso, se marchase sin otro tipo de formalidad. Pero fue un intento vano. En realidad era lo único que tenía dentro de su cabeza. Cada poco tiempo lo intentaba, pero cada vez era más doloroso.
Ella pensó que se había enfadado. Se acercó a él discretamente, con una excusa absurda y le preguntó sin preámbulos, “¿Te he hecho algo?” Él miró alarmado aquel rostro pecoso, y no supo qué responder. Ella insistió. Él, en un supremo esfuerzo, intentó una sonrisa, pero el dolor le atravesó el gesto. Entonces ella empezó a sospechar que algo ocurría. Él decidió que era mejor confiarle el secreto. “No puedo sonreír”, musitó. Ella no entendió, pero el miedo de su mirada se atemperó. “¿Cómo que no puedes sonreír?” “Sí, que no puedo sonreír… Que lo intento, y mis labios no responden… Siento que algo de la cara se me va a desgarrar…”.
El jefe se impacientaba. “Señores, ya está bien de cháchara. Estamos trabajando, no en la hora del almuerzo”. No hizo falta más para que cada uno se enfrascase en sus respectivas tareas; pero de vez en cuando, alzaban la cabeza y se miraban. El gesto de él, cada vez se parecía más al de un condenado.
Aunque aparentaba su habitual concentración, en realidad no sabía lo que hacía. Al emitir aquellas pocas palabras se había dado cuenta que pronunciar la i y la e provocaba un pinchazo intenso de aguja en sus músculos. Comprendió que ello se debía a que los labios para dejar pasar el aire de ambas vocales, tenían que moverse hacia la postura de la sonrisa. Sin que su jefe se percatase, se dedicó a mover en silencio la boca colocándola en todas las posiciones que requiere la articulación de cada fonema.
Pensó que se volvería loco.
A este paso, no sólo es que no pudiera sonreír, sino que enmudecería, pues hablar podía ser como un tormento. No le cupo duda de que estaba padeciendo una parálisis facial progresiva, y, además, a altísima velocidad, pues a penas podía abrir la boca sin sentir un dolor agudo y penetrante. Cada vez más agudo y más penetrante. Ya no era una aguja sobre la piel, sino cientos de agujas candentes que le atravesaban, como si le cosiesen apresuradamente los labios. Fueron las peores siete horas de su vida. Aunque temió que sólo fuera el principio de una terrible agonía.
A la salida, ella se empeñó en que le acompañara a su casa. Estaba sinceramente preocupada, y sabía que no podía dejarle solo durante aquella tarde. “¿Y si después de comer nos acercamos a urgencias?”, propuso dulcemente, mientras le acariciaba el rostro.
A pesar de la preocupación que, en realidad, ya era obsesión, él sintió aquella primera caricia (tantas veces deseada) como la puerta de entrada en algún paraíso. Intentó responder, pero no pudo. Asintió como quien muestra la bandera blanca de rendición.
“Al menos”, pensó durante una fracción de segundo, “mi agonía no será una agonía solitaria. Ella estará conmigo”.
No probó bocado sólido. Sólo pudo beber con una pajita algunos zumos.
De pronto, ella empezó a esquivar mirarle al rostro. Cada vez que le hablaba dirigía la vista a cualquier lugar, cualquier parte, incluso el suelo, era mejor que su cara. Lo notó de inmediato. Entonces empezó otra lucha contra sí mismo: “¿Y si voy al baño y me miro al espejo?”
Pero aquella extraña reacción de ella era como un aviso para que se estuviera quieto y no hiciera nada. Sin saber por qué, al percatarse de esos movimientos esquivos de la mirada femenina, pensó en el movimiento de las serpientes y recordó, con terror, que durante la última madrugada había soñado que se convertía en serpiente.