En el sótano de mi cerebro, alguna neurona arqueóloga encontró un máuser que primero se adjudicó a un fusilado. Sin embargo, a pesar de las investigaciones supervisadas por la melancolía del entresuelo, tal suposición, intuición o hipótesis no se confirmó, al no hallarse huellas ni restos –ni un poso artificial, ni un mal verso enquistado en viscosos fangales- que dieran pistas sobre el dueño del referido fusil.
Después, en dos despachos del entresuelo (oscuros, sin ventilación y sin horizontes), se ordenó una doble vía de investigación con la resolución taxativa de evitar cualquier comunicación entre ambas oficinas, ni mediante refinados gestos invisibles para un pétalo de mirto. El encargado de mandar y dirigir estos trabajos dictaminó un primer ramal que estudiara de modo pormenorizado, exhaustivo y aséptico, como si se hubiera de escribir un listín telefónico, las características, disposición anímica, actitud, aptitud y color de ojos de los usuarios de tal arma, según un método de análisis comparativo sobre los protagonistas de novelas, películas, anécdotas, noticiarios, reportajes, artículos que lo hubieran empuñado, al menos durante treinta y dos minutos y quince segundos.
-No son necesarios nombres propios… de momento –concluyó el jefe del entresuelo.
En el otro despacho, donde el invierno siempre jugaba al mus, y el funcionario trabajaba con abrigo, dispuso similar estudio, pero, en este caso, sobre este rifle: número de disparos, defectos de fábrica, procedencia, posibles objetivos, análisis de los países o viviendas o armeros o despensas donde había participado en alguna misión, conflicto o juerga.
-Para ello –dijo- podrá aplicar la técnica del carbono 14, o cualquier otro carbono –apostilló, probablemente confundido por algún pensamiento obsceno que vino a sacarle de su férrea concentración intransitiva además de intransigente. Asimismo, sugirió que se indagara la pista de alguno de los proyectiles que brotaron, como esperma asesino, desde su entraña. Esta petición fue anotada entre interrogantes por el probo funcionario. El hecho –inaudito e incomprensible dada la responsabilidad del servidor público- pasó desapercibido para el jefe de planta.
Entretanto, el máuser subió hasta el segundo piso para ser vigilado sin descanso. El encargado de tarea tan delicada, recorría un pasadizo estrecho y blanco, y taconeaba a ritmo sincopado de silva blanca, aunque, a veces, frenaba su paso según un repentino sosiego alejandrino. Después de cuatro días, dieciséis horas cuarenta y tres minutos y un puñado de segundos –entre quince y veinte-, decidió elevar una tajante protesta a su superior, puesto que no encontraba razón de ser en semejante laboreo, ya que el fusil, ensimismado en sueños pálidos, no le hacía ningún caso, ni siquiera apreciaba la cadencia de ese taconeo rítmico: un, dos, tres, cuatro, cinco, tacón, siete, ocho, nueve, diez y once (pausa); un, dos, tres, cuatro, cinco, tacón, siete, ocho, nueve, diez y once (pausa); un, dos, tres, cuatro, cinco, tacón y siete, (pausa); etcétera. Cuando el superior comprendió la raíz de la protesta, sugirió un ritmo asimétrico, sincopado y libre, para evitar que el propio equilibrio de la armonía se convirtiera en almohada donde el arma recostara su pasado. Le necesitaban menos relajado, más fuera de la honda tranquila de aquella vigilancia demasiado previsible. Le costó trabajo al vigilante, pero unas ciento treinta y tres horas y doce minutos después, el máuser ya no podía adentrarse con tanta facilidad en sus silencios. Se diría que comenzaba a respirar.
Cuando el vigilante se percató por vez primera del detalle, anduvo en círculos, y de puntillas, alrededor de aquel arma secular; no volvió a ver ese movimiento de hálito tranquilo y pensó que había sido producto de sus muchas horas de vigilancia ininterrumpida; pero cuando regresaba sobre sus pasos, retornando a su actividad de encontrar ritmos sin ritmo, volvió a percibirlo. Esta vez estaba seguro, lo había visto. Respiraba como si dentro de su frío cañón ardiese aún el deseo de acariciar una nube. Aún no hizo nada y esperó. Un buen vigilante ha de cerciorarse de los acontecimientos, antes de dar parte pormenorizado. Intuyó que gracias a su tarea aparentemente anárquica pero apasionante, la escopeta se había olvidado de su condición inanimada y había pretendido comprender algo de lo que sucedía a su alrededor. Al acercar una de sus extremidades, el artilugio se dobló, se encogió, retrocedió sobre la culata y respiró cuatro veces y media. Tras esa mitad inconclusa, pensó que había muerto, a consecuencia del pánico: un ataque de angustia. Pero no, no había pasado nada especial.
Decidió avisar a su superior que había subido a la tercera planta, donde había sido llamado para discernir sobre la posibilidad de que en el último lance del partido televisado hubiera habido penalti o, por el contrario, el delantero hubiera decidido tirarse como derribado por un disparo, sin que nadie le hubiera empujado, zancadilleado, pateado, placado ni, por supuesto, disparado, y menos con aquella vieja arma que seguía custodiada y tranquila un piso más abajo. La repetición no ofrecía dudas: no había sido penalti, pero no había habido mala fe por parte del delantero, tropezó con la singladura de un gato asustado y cayó sobre el césped. Después de alzar los brazos, el árbitro comenzó a planear sobre el estadio.
Cuando el oficial de la segunda planta ya regresaba, asomó el cabezal su subordinado. Pidió permiso con una mirada de lago tranquilo, y ambos controladores de planta decidieron prestarle atención. Al referir que el máuser respiraba, y en contra de lo que él suponía, ambos jefes de planta no apreciaron en él anomalía, ni locura transitoria, ni intento de engaño, ni siquiera lo acusaron de inventarse nada. Se levantaron de inmediato y descendieron por la barra de emergencia desde un nivel a otro.
Al llegar él, los observó como si mirara una puesta de sol demasiado breve. Allí estaban rodeando al artefacto, sin tocarle, musitándole algo entre dientes, acunándole con besos. Se acercó convertido en eco de una sombra, y escuchó, a modo de salmodia cantada a dos voces:
-¿Quién fue tu dueño? ¿Cómo has llegado hasta mí? ¿Qué pretendes? ¿Mataste a alguien mientras eras empuñado por sus manos…?
El fusil de repetición seguía quieto, mudo, tembloroso, encogido. De vez en cuando respiraba.
-Quizá no deberían asustarle –soltó en endecasílabo perfecto, sin esfuerzo-. Mejor dejar que él solo se decida. Mejor que no le empujen de este modo.
Ambos asintieron y se alejaron sin abandonar la planta.
Él siguió creando paseos en verso libre, unas veces con rimas asonantes, casi difuminadas, y otras, próximas a un versículo. De pronto todos lo oyeron:
-Tú… Nunca me fui… Que recuerdes… No lo sé, pero fueron demasiados.
En pocos minutos, el informe quedó elaborado y se evacuó a la central de datos de la cuarta planta que últimamente funcionaba muy mal. Desde allí, se ordenó el fin del resto de trabajos en las otras oficinas.
El máuser fue archivado en su correspondiente anaquel de la memoria, el de 1918, cuando mi cerebro era joven y pertenecía a un soldado alemán recién indultado de su condena a muerte, tras haber sido hecho prisionero, después de luchar varios meses en el frente francés, en la entraña de una húmeda trinchera.