
El sábado, poco antes de las ocho, cruzaba el umbral de la puerta del Museo Esteban Vicente, y comprobé que el leonés charlaba, acodado en el mostrador del zaguán, con Ana María Martínez de Aguilar, la directora del Museo y con Juan Ángel Juristo, crítico literario que fue el encargado de conversar con él. Me vio entrar, me acerqué, me sonrió y me estrechó la mano.
Eso es un paso más que duda cabe. Ya le suena mi rostro, después de que hace dos años, coincidiera con él en otro acto del mismo festival y tuviera una breve conversación. Nada, dos minutos.
Siempre que veo a Luis Mateo Díez, en persona o en alguna foto, tengo la doble impresión de que estoy ante alguien que encarnaría perfectamente por su físico y su impecable voz de barítono a don Alonso Quijano, y de que podría nadar con toda calma en su mirada, tan clara y transparente.
En el acto del sábado, a diferencia de lo que acababa de suceder con Ana María Matute, se habló poco de Luis Mateo Díez, persona, y sí se habló mucho de su novela, de la última El animal piadoso, y de su narrativa en general.
Me fascina la escritura de Luis Mateo Díez.
No es una obra al uso en la literatura española, al menos la que más se lee. Ni su trayectoria es la trayectoria habitual. No es que escriba, más bien cincela el lenguaje. Trabaja con él como el cantero de una catedral lo haría antaño. Si ahora publica más, probablemente se deba a que se jubiló de su puesto de funcionario en el Ayuntamiento de Madrid y tiene más tiempo para escribir.
La literatura del de Villablino no es de fácil acceso para el común de los lectores. Como bien dijo el sábado, su modo de expresión es la escritura y por ello trabaja con ella – o me lo imagino de ese modo- como lo haría un paciente orfebre de hace siglos. Dicen los que saben de esto que su literatura bebe en las obras de Faulkner, la literatura italiana expresionista, Benet, Kafka, autores centroeuropeos.
Pero lo que yo sé de verdad es que su literatura me deslumbró hace años, cuando leí la primera obra que leí de él, y a partir de ella, empecé buscar sus libros (algunos los compraba, otros los sacaba de la biblioteca) y me iba incorporando poco a poco a ese universo suyo tan especial, tan poco dado a las concesiones, tan íntimo y tan universal, donde cada palabra significa algo, y donde está en su mejor versión y por tanto si está ahí es por algo, no por cualquier cosa. Un lenguaje a veces barroco y a veces cortante como un cuchillo.
Juristo realizó una presentación global de la novela que, además, tuvo la virtud de ofrecer una buena serie de claves de lectura de la misma que, de paso, le sirvieron como trampolines para saltar hacia un esbozo sobre la obra en general del escritor.
En cuanto se enzarzaron en un amenísimo diálogo, comprendí que Luis Mateo posee, a pesar de su rictus serio, un envidiable sentido del humor y una gran ironía. Al igual que me había sucedido un par de horas atrás, comprobé que, como su compañera de Academia, no le da un excesiva trascendencia a la labor que realiza como escritor. Escribe, escribe y escribe de modo infatigable, pero probablemente porque tiene claro que se trata de algo inevitable, y por tanto lo vive con la misma naturalidad con la que se vive el tener que despertarse. Los destinos se pueden vivir como una pesada carga o como un premio. De todo hay en la viña del Señor.
Como dijo en un momento determinado, lo que más le gusta de todo en esta vida es conocer a gente. Su propia persona no le atrae nada como sujeto literario. Y ambas cosas se notan. Que yo sepa (y tampoco es que lo sepa todo) escribe en tercera persona y sus novelas están superpobladas. Mientras le escuchaba y me reía o me sonreía, pensaba lo diferente que es él, respecto de las vidas y los ambientes que retrata en sus libros, normalmente enclaustrados en ambientes duros y difíciles, ya sean urbanos o rurales.
Salvo alguna obra muy, muy concreta, el novelista desarrolla sus historias en un territorio imaginario llamado Celama que vagamente coincide con cierta zona del páramo del suroeste leonés, pero nada más. Celama es la provincia cuya capital se llama Armenta, y donde se sucede la vida, con todo su esplendor, pero sobre todo con tada su miseria, su pobreza y cierta luz más bien penumbrosa y poco acogedora, que sin embargo hipnotiza a sus lectores. Porque en definitiva, como cualquier gran obra (y ahora hablo del conjunto de este hombre, no de Animal piadoso que aún no he leído), lo que queda escrito es la vida o las sucesiones de vidas que se aproximan a los corazones de los escritores.
Dijo muchas cosas que he olvidado o no sé explicar muy bien, pero algunas de ellas se me quedaron suficientemente grabadas, al menos para enunciarlas aquí.
Una de ellas es que el paisaje tiene que ver con el desarrollo de la novela, no es un mero decorado pasivo, sino que de algún modo interviene no como un protagonista principal, pero sí uno de los secundarios más importantes.
En sus obras siempre hay muchas personas, como en la vida misma, que aparecen una tras otra, y todas ellas tienen algún secreto, alguna historia que ocultar, y saber que tienen un secreto, una vida que no se desconoce les da una mayor cualidad humana. Quizá por ello los secundarios que construye este autor sean personajes tan afortunados.
Comentó algo que ya sabía, algo que ha escrito y ha dicho más veces, y que siempre me sorprende porque en esto es muy distinto a mí. Antes de escribir la historia la conoce a la perfección, porque ha llenado un cuaderno con los sucesos, con las cosas que van a pasar, con los personajes que se van a mover en sus páginas y nos van a asaltar el corazón.
Y reveló dos detalles que me parecieron suculentos, aunque quizá no sean de vital importancia. Dijo que sin nombre no hay personaje, no puede haberlo. Necesita un nombre para que ese personaje crezca y se mueva. Y como yo, opina que los nombres de sus personajes no pueden ser nombres muy comunes, porque les restaría fuerza, incluso personalidad. Y como si fuera la consecuencia obvia de lo anterior, afirmó algo que me llamó poderosamente la atención porque a mí también me ha sucedido algunas veces: "Sin título no puedo empezar a escribir la novela". Además, el título de la novela no es cualquier cosa, el título de la novela suele ser metafórico y explicativo del resto de la obra.
De hecho, en dos ocasiones me equivoqué de novela, porque me equivoqué de título; pero eso es otra historia que no tiene que ver con él, sino conmigo.