Lo primero que pensé, una vez que tuve a las dos sombras en reposo, la una como vigilante de mi puerta (¿o era carcelero de mi persona?) y la otra cual perrillo, descansando en la alfombra que hay a los pies de mi cama, es que la sombra acechante andaba despistada.
Pensé, digo, que se trataba de una sombra que sufría de una especie de amnesia de sombras probablemente causada por un momento de confusión: una hora punta en el metro, una manifestación sindical, una noche de botellón, la misa dominical de las doce, la cola de un estadio de fútbol o la que se forma en la caja de un Centro comercial, se había descosido de su propietario y ya no le había encontrado. Por lo que se ve, a las sombras no les sucede lo que a los perros y no saben volver a su casa como hacen estas criaturas.
Busqué en la bibliografía selecta de Jonh Black Shadow y no encontré nada al respecto. Mi primera reacción fue airada y pensé remitirle una carta al autor exponiéndole mi enfado por semejante vacío, pero me contuve, más que nada por pereza y porque avancé en mi lento proceso mental.
Menos mal que actué con prudencia, porque al siguiente paso que dieron mis neuronas, se reveló que el pensamiento de la enfermedad parecía más bien inadecuado. Digamos que no lo había elaborado con la suficiente precisión, y, además había pocas posibilidades de que fuera verosímil. Sobre todo porque en caso de una enfermedad o dolencia semejante a la propuesta no se puede derivar, ni siquiera por simple casualidad, una actitud tan persistente y casi ladina como la que yo había detectado en aquella sombra que se había quedado al otro lado de la puerta. Eso, repito de nuevo y perdonen mi insistencia, contando con que el descubrimiento de su presencia vigilante hubiera coincidido con el de su aparición en mi vida. Es decir, que como me malicié desde el primer momento, más bien estuviera detrás de mí desde hacía una temporada.
Esta idea última, lógicamente, me abrió otra nueva perspectiva, en forma de interrogante, otra vez. Mi vida amenazaba con convertirse en una serie interminable de preguntas que se superponían unas a otras como las galletas en una de sus bolsitas donde se empaquetan. Si era cierto que la sombra llevaba un tiempo detrás de mí, acechante, ¿por qué la vi un mal día: fue un puro azar, fue un despiste suyo, fue su intención?
Como no se trata de que este relato se convierta en un laberinto inextricable, les ahorraré algo. Llegué a la conclusión de que la sombra expectante, (sí quizá sea mejor definirla así de momento, sin cargar demasiado las tintas) se había dejado ver. Es decir yo la veía a partir de cierto momento, porque ella quiso que la viera, porque fue su voluntad. Es verdad que su acción fue sutil, sin alharacas, lo justo para no llamar la atención a nadie más. Aunque esto último también me extrañaba en parte, puesto que si mis ojos eran capaces, desde ese momento, de verla en cualquier circunstancia, como si ya casi fuese mi sombra, mejor dicho, como si ya tuviese un par de sombras, una cosida a mis talones, la de siempre, la que envejecía conmigo, la que estaba amedrentada, la que ahora descansaba en la alfombra de los pies de la cama de mi dormitorio y esta otra, que era una sombra de alquiler, como mi guardaespaldas, la que ahora cuidaba mi puerta (¿o vigilaba mi encierro voluntario?)
Entonces, después de unos minutos, llegué a estas conclusiones: la sombra expectante había sido descubierta por mí, porque ella así lo había querido, porque había sido su voluntad. Por tanto, era evidente que buscaba algo de mí o para mí.
En cuanto me asaltó la duda de la preposición, pude darme cuenta de que las posibilidades eran infinitas, bueno, quizá no tantas. Había tantas posibilidades como preposiciones. Veamos, la sombra buscaba algo ante mí, cabe mí, conmigo, contra mí, de mí, desde mí, en mí, entre mí, hacia mí, hasta mí, para mí, por mí, según mí, sin mí (esta era rechazable desde el primer momento, por desgracia ¿o por suerte?), so mí (esto implicaría un matiz excesivo, una cualidad casi poética o lírica de la sombra que me atraía bastante, pero no podía dilucidar en aquella noche), sobre mí y tras mí.
Cada minuto que avanzaba me sentía más desasosegado. Pues a medida que pensaba más, más se me liaba la cabeza.
Para despistar a la sombra expectante, mantuve la televisión enchufada, incluso, de vez en cuando, recordaba ejecutar el arte del zapeo durante unos minutos, no fuera a ser, además de expectante, sombra vigilante y se extrañara de que no cambiara de canal, al menos mientras había anuncios, que era casi siempre, como saben todos ustedes.
Me levanté varias veces, y, de puntillas, me acerqué hasta la puerta de la calle. Oteé a través de la mirilla, para ver si se había cansado o tenía frío o se había dormido. Al principio me levantaba sin ton ni son, y, claro, como no había luces en el rellano de la escalera, no podía adivinar su presencia.
Menos mal que actué con prudencia, porque al siguiente paso que dieron mis neuronas, se reveló que el pensamiento de la enfermedad parecía más bien inadecuado. Digamos que no lo había elaborado con la suficiente precisión, y, además había pocas posibilidades de que fuera verosímil. Sobre todo porque en caso de una enfermedad o dolencia semejante a la propuesta no se puede derivar, ni siquiera por simple casualidad, una actitud tan persistente y casi ladina como la que yo había detectado en aquella sombra que se había quedado al otro lado de la puerta. Eso, repito de nuevo y perdonen mi insistencia, contando con que el descubrimiento de su presencia vigilante hubiera coincidido con el de su aparición en mi vida. Es decir, que como me malicié desde el primer momento, más bien estuviera detrás de mí desde hacía una temporada.
Esta idea última, lógicamente, me abrió otra nueva perspectiva, en forma de interrogante, otra vez. Mi vida amenazaba con convertirse en una serie interminable de preguntas que se superponían unas a otras como las galletas en una de sus bolsitas donde se empaquetan. Si era cierto que la sombra llevaba un tiempo detrás de mí, acechante, ¿por qué la vi un mal día: fue un puro azar, fue un despiste suyo, fue su intención?
Como no se trata de que este relato se convierta en un laberinto inextricable, les ahorraré algo. Llegué a la conclusión de que la sombra expectante, (sí quizá sea mejor definirla así de momento, sin cargar demasiado las tintas) se había dejado ver. Es decir yo la veía a partir de cierto momento, porque ella quiso que la viera, porque fue su voluntad. Es verdad que su acción fue sutil, sin alharacas, lo justo para no llamar la atención a nadie más. Aunque esto último también me extrañaba en parte, puesto que si mis ojos eran capaces, desde ese momento, de verla en cualquier circunstancia, como si ya casi fuese mi sombra, mejor dicho, como si ya tuviese un par de sombras, una cosida a mis talones, la de siempre, la que envejecía conmigo, la que estaba amedrentada, la que ahora descansaba en la alfombra de los pies de la cama de mi dormitorio y esta otra, que era una sombra de alquiler, como mi guardaespaldas, la que ahora cuidaba mi puerta (¿o vigilaba mi encierro voluntario?)
Entonces, después de unos minutos, llegué a estas conclusiones: la sombra expectante había sido descubierta por mí, porque ella así lo había querido, porque había sido su voluntad. Por tanto, era evidente que buscaba algo de mí o para mí.
En cuanto me asaltó la duda de la preposición, pude darme cuenta de que las posibilidades eran infinitas, bueno, quizá no tantas. Había tantas posibilidades como preposiciones. Veamos, la sombra buscaba algo ante mí, cabe mí, conmigo, contra mí, de mí, desde mí, en mí, entre mí, hacia mí, hasta mí, para mí, por mí, según mí, sin mí (esta era rechazable desde el primer momento, por desgracia ¿o por suerte?), so mí (esto implicaría un matiz excesivo, una cualidad casi poética o lírica de la sombra que me atraía bastante, pero no podía dilucidar en aquella noche), sobre mí y tras mí.
Cada minuto que avanzaba me sentía más desasosegado. Pues a medida que pensaba más, más se me liaba la cabeza.
Para despistar a la sombra expectante, mantuve la televisión enchufada, incluso, de vez en cuando, recordaba ejecutar el arte del zapeo durante unos minutos, no fuera a ser, además de expectante, sombra vigilante y se extrañara de que no cambiara de canal, al menos mientras había anuncios, que era casi siempre, como saben todos ustedes.
Me levanté varias veces, y, de puntillas, me acerqué hasta la puerta de la calle. Oteé a través de la mirilla, para ver si se había cansado o tenía frío o se había dormido. Al principio me levantaba sin ton ni son, y, claro, como no había luces en el rellano de la escalera, no podía adivinar su presencia.
¿Y si se había colado por la ranura inferior de la puerta y ya estuviera en casa?
Sentí pánico por unas décimas de segundo y me di una vuelta rápida por la casa. Encendí todas las luces (en ese momento no sentí nada por el daño que ocasioné al medio ambiente, lamento esta muestra de brutal sinceridad) y no la encontré. Quizá si hubiera empezado por dormitorio me habría ahorrado todo el nerviosismo, puesto que mi sombra, mi compañera de toda la vida, la que envejecía conmigo, parecía dormir como un mastín tranquilo al pie de mi cama.
Al volver al salón tuve una idea: sólo me levantaría del sofá, cuando sintiera que se encendía la luz de la escalera. Sin luz es imposible ver las sombras, sin luz todo es noche.
Adquirir evidencias de este tipo son las que a uno le hacen madurar.
Al volver al salón tuve una idea: sólo me levantaría del sofá, cuando sintiera que se encendía la luz de la escalera. Sin luz es imposible ver las sombras, sin luz todo es noche.
Adquirir evidencias de este tipo son las que a uno le hacen madurar.
3 comentarios:
He comprobado dos cosas:
1ºEl relojito de la diestra (verás que esquivo decir der...)me roba, a diario, una hora de vida. No tiene ningún derecho.
2ªTu sombra verdadera no es celosa.Amén de otras cosas.
Te escribo por dentro
Espero haber subsanado el problema de esa hora birlada. Por lo que se ve no todo en esta red es tan preciso como se dice, más bien algunas cosas son esquivas como las propias sombras. En la relojería donde encontré esas esferas que están a tu diestra (je,je), para entregarte la hora que te robé me tuve que encontrar con un reloj de Mendoza. Eso sí, le cambié la etiqueta.
Te agradezco la precisión, entonces son 4 (cuatro) las horas que nos distancian, Y está muy bien la proporción, como nuevo mundo, nos merecemos ser un poquitín mas jóvenes, o no?
Publicar un comentario