La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Junio
Por fin cruzó el viejo portón. Al hacerlo, sus ojos quedaron sorprendidos, casi aturdidos, equivocados, mejor dicho extraviados. Lo que vio allá dentro no era lo que recordaba de sus anteriores visitas a la cerera.
Sería injusto calificar de pérdida o ingratitud hacia su juventud que la contemplación de un amplio local remozado, luminoso y limpio, le llenara el recuerdo de una fugaz sensación de traición o desasosiego. Su mente racional le decía que no era para tanto, pero la evocación, cual golondrina asustada, se golpeaba contra el cuadro de la remembranza que, de pronto, le habían extirpado de la memoria. La ausencia de olor a cera, la ausencia de oscuridad, la ausencia del crujido de la madera bajo sus pies, el tamo que ululaba a su alrededor como fantasma amistoso, suponían una irracional afrenta inexplicable. Ni siquiera podía extraer del archivo de su nostalgia la indumentaria casi aséptica del operario, encargado o dueño que le atendía (no había otra persona que le pudiera haber escuchado, al menos sus ojos no lo atisbaron durante aquellos minutos). Por más que escarbaba en el pasado, algo ansioso, no encontraba un fotograma, aunque fuera desvaído o confuso o desvelado, donde confrontar la inmaculada bata blanca de fámulo de farmacia u operador de laboratorio o médico de cabecera que colgaba de su mezquina estructura ósea el enteco hombre de franca sonrisa, mosca bajo el labio inferior, escaso pelo que, sin embargo, cubría todo su pequeño cráneo, casi una perfecta esfera, apenas ovoide, y mirada acogedora que se asomaba tras el balcón oscuro de unas gafas cuya montura negra, sólo en su parte superior, sujetaba al cristal de apariencia leve, casi invisible.
No estaba preparado su ánimo para tanta modernidad, para tanta limpieza, para tanta pulcritud. Su pasado había sufrido una amputación, y a causa de esa pérdida de referente había entrado en caída libre sin paracaídas. Había perdido pie y se hundía en un marasmo de confusión. Estaba en la Fabril Cerera, la de toda la vida, la que antaño había visitado tres o cuatro veces, cinco o seis todo lo más.
Había atravesado la calle del Licenciado Peralta sin mayor novedad, lamentando o maldiciendo, como siempre, que nadie obligara a decapitar los cables negros que volaban para cruzar de fachada a fachada, destrozando la perspectiva estrecha de una misteriosa calle renacentista. Había llegado, sin novedad, a pesar de sus lamentos, al portal con vocación de zaguán, de un edificio antiguo y, por tanto, sinuoso en su concepción escasamente racionalista, por suerte para los sentidos.
Pero al abrir la vieja puerta emprendió y concluyó un vertiginoso viaje al futuro para el que nadie le había preparado. Todo era demasiado limpio, todo estaba demasiado organizado. El viejo suelo de tarima (una irresponsabilidad manifiesta, por cuanto un incendio casual o intencionado, cosa no muy complicada en un negocio que se dedica a la fabricación de velas, ya se sabe que no hay más cera que la que arde, hubiera aniquilado el lugar) había sido sustituido por rojizas losas de terrazo muy poroso. El espacio, de pronto, era diáfano y luminoso, no existía la sensación de oscuridad que perduraba en las neuronas encargadas de archivar el pasado. Lo más probable es que el ventanal que se abría al fondo, un ventanal con vocación de puerta, quizá una puerta acristalada que comunicaba con un patio, antaño estuviese tapiado o porticado o cancelado. Barruntó que el operario, encargado o dueño (o las tres cosas en una sola persona), intuía algo extraño en su mirada: quizá un desvalimiento infantil, una desilusión, una leve frustración; sin que mediara pregunta (a tanto no llegaba su afán por dejar constancia de la alevosía que aquel amplio local suponía para el recuerdo de su juventud) le explicó que todas las instalaciones se habían reformado después de que la techumbre se les hundiera. Utilizó el plural, a pesar de que su presencia era la única en el local que rompía su previsible o deseable silencio con la compañía de una radio. Aquella explicación no solicitada tuvo la virtud de eliminar el vértigo, la sensación de derrumbe. Ya no había posibilidad de confusión. Estaba donde quería estar que era el mismo lugar que había conocido en su juventud, aquellas tres o cuatro visitas casi fugaces, cinco o seis, quizá… Todo lo que su memoria había guardado como recuerdo ya sólo habitaría en su capacidad para evocar. Un accidente, del que recordaba alguna vaga línea en la prensa local, justificaba que las imágenes pretéritas no se correspondieran con las del presente, aunque era probable que se imaginara aquel recuerdo para no tener más problemas con su juventud, más que con su memoria.
Aquel hombre de baja estatura, aunque trabajara en la soledad, no era amigo de esa dama blanca. Enseguida hablaba y refería cosas. Ni siquiera hacía falta una pregunta, una insinuación era suficiente para que hablase y explicase y refiriese. Aún así no podría afirmarse su condición de parlanchín, salvo que se quisiera ofender o forzar a la verdad. Contestaba o comentaba cernido al asunto y yendo al grano.
Las velas, cirios, hachones, velones, lamparillas... salpicaban su vista. Unas aparecían en formación militar, otras como si cazcalearan por una concurrida calle estrecha, otras tumbadas se echaban la siesta, otras colgadas de barras parecían péndulos estáticos, poderosa contradicción. Sin embargo, predominaba la sensación de escasez, como si el negocio no estuviera en sus mejores momentos históricos. Pensó él que la proliferación de artículos eléctricos más limpios que el humo de las velas, había sido una dura estocada para esta pequeña industria. Pero estaba en un error, el hombre que le atendía le explicó que vendían más que nunca, aunque las iglesias ya no eran el principal destino de aquellas creaciones. Sus clientes más asiduos eran ahora hoteles, restaurantes e incluso particulares que, cada vez más, colocan velas por sus casas.
Se decidió por las blancas velas más historiadas. Suponía que sus sobrinos, con los años, le agradecerían la elección. Aquel hombre, sin duda avezado en su oficio, le dijo que esa misma vela del bautismo era la que más tarde se utilizaría durante la ceremonia de su primera comunión.
El recuerdo de las dos ceremonias de la primera comunión de sus hijas fue suficiente para escoger lo que escogió. Cuando sus hijas, vestidas de blanco por dentro del alma y por fuera de la piel, empuñaron el pequeño cirio pascual de su bautismo, hubo excesivo anacronismo en aquel gesto desproporcionado, en el que las manos infantiles, más que sujetar, cargaban. Los otros niños y niñas que estaban con ellas portaban velas más apropiadas a su edad. Ese sólo recuerdo le evitó elegir la más austera vela. Se decantó por dos de cera blanca con rizos airosos en dos puntos de su superficie y con unas florecillas secas adheridas a ella. Le parecieron carísimas, pero, como siempre, pagó en silencio.
Camino de la salida, vio que el dueño, ya no había duda de su condición de propietario, había sido objeto de varios reportajes en la prensa local a lo largo de los años. En ellos se veía al mismo individuo, Arrayán lo llamaban, afanoso sobre la cera mientras elaboraba sus velas... Quizá, después de todo, el vaporoso recuerdo de aquellos renglones no fuera pura invención o puente entre su memoria y sus ojos. Por lo que fugazmente distinguió de los titulares, su tarea poseía el don de la permanencia, y como su oficio no abundaba en el resto del país, sus trabajos llegaban a casi todas partes de la Península. No se detuvo en el contenido de los artículos, pues la prisa le acuciaba. El reverbero árabe del nombre le había sorprendido. Había una suerte de anacronismo o improbabilidad en que un hombre con semejante apellido acabara en un negocio tan relacionado, al menos en principio, con lo eclesiástico. Aquel sonoro apellido daba incluso para formular otras preguntas, para indagar un poco en su pasado, para fantasear con aventuras amorosas, con conversiones prodigiosas u obligadas…
Cuando Arrayán le entregó las vueltas comprobó que en sus finos dedos flexibles, sin duda bien dispuestos para modelar y manipular la cera, lucía una estrecha alianza. Y pensó, por una extraña asociación de ideas, que aquellos delgados y elásticos dedos, serían expertos acariciadores de carne femenina…
5 comentarios:
Me gustó el relato, hasta me inundó el olor a la cera al fundirse, que tantas veces presenciara y oliera mienstars trabajaba "a la perdida"(No la Juana sino la cera, claro) con que modelamos, los escultores, lo que luego ha de ser una pieza de bronce.
Sigo diciendo de tu narración tan castiza, donde me instruyo de vocablos por primera vez oídos. Si bien les entiendo el sentido, su justeza la hallo en el diccionario que, por tu ulpa y mi ambición, tengo, de ellos, siete en "favoritos" no sea cosa que me anden faltando, si son gratis, y mira que bruto he de ser que hoy, en respuesta a Ferran en lo de JC escribí ainco sin la "H"...así es que no voy a poder dormir!!!
Mira, leyendo del incendio en la cerera me acordé que en mi casa, a los efectos reales: un gran depósito al que acondicioné como un "Loft" que fué tal antes de que existiera el nombre y el concepto, tuvo un bruto incendio antes que me hiciera cargo, yo, de vivir aquí.
Llegué a un lugar como el que narraste de blanco con los pisos recien hechos la techumbre también, el olor a los revoques frescos...en fin. De cualquier manera me dijeron que mejor que hubiera sido ese incendio, habida cuenta de que: anteriormente se fabricaban, en dicho galpón, sendos cajones de muertos.
A mi ni "fú" que no soy supersticioso. Precisamente, porque desde que llegué nos entendimos muy bien con el fantasma que habita tan campante y que, a pago de ello, me ahuyenta a los otros que se acercan para espantarme..Hay que ver corren despavoridos!!!
Un abrazo
Bueno tu relato me gustó.
PD:Arrayán es el nombre de un árbol hermosísimo que habita en la cordilera argentina bastante mas a sur que esta latitud, altura Bariloche.
Conocí la Fabril Cerera cuando aún era un niño, a mediados de los años 70, su aspecto lo recuerdo tal y como lo describes, pero en aquella época había varios operarios, no recuerdo el número; no conozco su aspecto actual, y me alegro de que siga funcionando y con buena salud, ya que lo más normal, después del derrumbe, es que hubiera desaparecido o se hubiera trasladado el negocio a algún polígono industrial.
Hasta hace no muchos años, en el casco antiguo de Segovia, se mantenían pequeñas industrias, generalmente familiares, como imprentas, ebanisterías, cristalerías, etc, pero el tiempo cambia casi todo y son pocas las que se mantienen en él.
Adrián: me parece que el arrayán también se da en alguna zona de Andalucía, al menos Federico García Lorca lo cita en algún verso. Me imagino que por eso este nombre tiene raigambre árabe.
Eso de tener como aliado a un fantasma que te haga de vigilante de seguridad tiene que ser una chulada. ¿Sólo ejerce esa tarea con los espectros o también espanta a los cacos de carne y hueso?
Javier: Es el signo de los tiempos. Las industrias fuera de los cascos urbanos. Enseguida se les aplica la legislación sobre actividades molestas e insalubres. De todos modos, a bote pronto, y sin esforzarme mucho, además de la cerera, están dos encuadernadoras (la de las monjas y la de Ex.Libris, una tapicería por la calle Velarde, y quizá alguna carpintería o ebanistería. ¿o no?
No nos olvidemos del maravilloso Patio de los Arrayanes en la Alambra de Granada.
Perdón, que me como la hache. Alhambra. Que lo de ver faltas de ortografía en internet lo llevo fatal.
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