y no obstante siempe hay quien se resiste a irse sin gozar, /sin apogeos sin brevísimas cúspides de gloria sin periquetes de felicidad
Ojalá que fuera así, ojalá en todos los casos, ojalá que fuera siempre.
Aunque también conozco a gentes que les ocurre lo contrario, que repelen la felicidad, que la suprimirían no sólo del diccionario, sino de la vida. Y eso que todos sabemos, pues la experiencia es contumaz en esto, que la felicidad absoluta es imposible de disfrutar.
Cualquiera podría decirme: oye, allá cada uno con lo suyo, que cada quien interprete la vida (o sea la viva) del modo que elija. No eres nadie para meterte en eso.
Sólo faltaba, nada que oponer a semejante afirmación. Dios me libre de intentar tiranizar a nadie con la imposición de ser feliz u obligar a la pobre gente a disfrutar de sus apogeos u ordenar mediante decreto ley que busquen y rebusquen sus brevísimas cúspides de gloria. Dios me libre, digo.
El problema es, por el contrario, que su alergia a la vida, casi siempre afecta a quienes tienen alrededor y, a eso no tienen derecho en ningún caso, creo yo.
He visto y padecido en más ocasiones de las que parece su rictus trascendente ocupando su efigie en cualquier circunstancia; he comprobado una y otra vez esa incapacidad para la sonrisa, salvo la tipificada en la lengua coloquial como perdonavidas; he sido testigo involuntario de la atracción que sienten hacia lo morboso (sobre todo cuando tiene que ver con su propia salud); he intentado huir de esa nube de dolor y tristeza que les envuelve y que acaba por inundarnos; he saboreado su halo justiciero del que emanan gracias y condenas; he sido traspasado por esa mirada crítica al percibir el irrefrenable deseo de disfrutar lo que la vida nos ofrece.
Ellos eliminarían la sonrisa de los niños, los juguetes y los recreos, los chistes, las canciones y las pérdidas de tiempo, la literatura, los perezosos paseos solitarios y las flores, los sueños, las caricias y los juegos. Sólo permitirían sesudas conferencias, áridos discursos, temas trascendentes, conversaciones tristes, esquelas funerarias y programas que explicaran la infinita variedad de ataúdes, lápidas y nichos. Esos pesimistas extremos que únicamente recelan y critican y ponen pegas, esos amargados que se sienten afectados por cualquier comentario, pues son bastante suspicaces y se creen el centro del orbe, esos justos que son incapaces de ser magnánimos con el prójimo, esos alérgicos a la vida, digo, pueden resquebrajarse su psiqué como quieran, pero que disimulen con el resto de la humanidad.
No digo yo que tengan la obligación de ser tan ilusos como uno, que aún cree en los Reyes Magos, tal y como he acreditado en este bloc cibernético, pero al menos que no contagien su visión siempre negativa del mundo y de la vida o de ambos. Mejor aún, propongo que formen un club, y allí se junten y allí derramen sus pesimismos y sus miedos, sus complejos y sus angustias, sus críticas y sus alegatos contra nuestra superficialidad y depravación, contra nuestro optimismo y felicidad, contra nuestras sonrisas y nuestros sueños. Así, cuando regresen a nuestro lado, puesto que para su desgracia formarmos parte de él, lleguen aliviados de esa carga.
No es que ahora pretenda yo sugerir que el mundo es una maravilla, cual juguete que funciona bien en manos de un niño, y funciona bien siempre; no es que no sepa que las lágrimas cruzarán la extensión todas las mejillas muchas veces aún. No es que no vea que las dificultades acechan como fieras hambrientas en un desfiladero. No es que opine que con cuatro chistes se solucionan los problemas. No es que vaya a escribir una tesis sobre la importancia de los besos para solucionar el calentamiento global, aunque cualquiera sabe.
Lo que digo es que tenemos derecho a disfrutar de esos instantes para el goce, para el apogeo, para la brevísima cúspide de gloria, para los periquetes de felicidad.
Lo que digo es que ellos, los alérgicos a la vida, no tienen razón. Aunque el mundo sea un desastre, no tienen razón. Lo malo, y sé bien de qué hablo, es que, al final, esa alergia a la vida que, parodiando al viejo y sabio poeta uruguayo, consiste en que siempre hay gente que quiere irse sin gozar, es como un bumerán que concluye su ponzoñoso recorrido a la altura de su corazón y muchas veces acaba en la antesala de la depresión o de la paranoia, cuando no en alguna de ellas.
Y eso son palabras mayores.
Excesivas.
1 comentario:
¡Huy! ¡Yo tuve una suegra así! Cara de estar oliendo mierda todo el tiempo y cosa en positivo que decías ella te retrucaba en negativo, amarga como hiel, envenenaba todo lo que podía. Insatisfecha, frustrada, mala gente; al final se quedó sola porque no había quien la aguantara según ella su vida había sido una basofia y lo decía delante de los hijos, grandes ya, quienes lo venían escuchando desde pequeñines.
Y lo terrible es que su hija, a medida que fué pasando el tiempo, cada vez se fue pareciendo más a la madre, fijate el daño que le había hecho.
Causal de divorcio para mí.
Amarga me gusta la radicheta con un pisadito de ajos y anchoas, pero eso y con un buen tintorro, de vez en cuando. No para todos los dias y menos de mañana.
Bien le estará saliendo el texto, joven, ha de ser bueno porque si me inspiróa que contara!
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