viernes, 23 de enero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo sexto)

Y me senté. No había más remedio.
La paralización de mi sangre fue evidente, pero duró un instante..., dos..., tres..., ya.
En realidad no sentí nada, absolutamente nada. Mi sombra, la que envejecía conmigo dejó su tembleque convulso, y percibí en tal abandono una sensación de calma extraña, como cuando deja el vendaval de soplar repentinamente, casi un vacío que obliga a inspirar el aire con más ambición, no sea que nos quedemos sin él.
Probé a moverme en el asiento y tampoco sucedió nada. Mis compañeros de oficina no me prestaban ninguna atención, ni siquiera don Evencio lo hacía, es como si se le hubiera pasado el enfado por mi tardanza. Mis movimientos no sufrieron ninguna alteración. Nada había cambiado, en apariencia. Mis músculos no apreciaron un mayor peso que les empujara hacia la tierra, tampoco percibí ninguna invasión de ninguna clase.
Tendría que levantarme, ésa sería la solución para comprobar si ya mis talones disponían de dos sombras cosidas a su piel, si la sombra vigilante había fagocitado a mi vieja sombra o si las cosas continuaban como hasta ese momento.
Pero dada mi habitual costumbre de no moverme del sitio, salvo contadísimas excepciones relacionadas con la ingesta de algún café en el bar cercano, los presentes hubieran extrañado demasiado mi movimiento… Claro que si se me cayera algo, por ejemplo un bolígrafo…
¡Plof!
‘¡Cagüental...!’, exclamé, como si su caída hubiera sido uno de los mayores contratiempos que podía sufrir. Aquel exabrupto fue el escudo necesario para conseguir que la indiferencia de mis compañeros hacia mi persona no se moviera ni un ápice. El bolígrafo, azul obviamente, acabó debajo de la mesa. Este leve contratiempo me sirvió para agacharme (con evidente peligro para mis lumbares anquilosadas) y observar con lentitud la verdadera situación de mis sombras, sin ser fisgado por otros ojos, sobre todo los de Diana, quien desde que se empeñó en cortar nuestra relación, me miraba como quien contempla al futuro manipulador de la guillotina que sajará su lánguido cuello.
Durante unas décimas de segundo, tuve la sensación de que atravesaba un espacio definitivo.
Era curiosa la intensidad con la que vivía aquellos escasos minutos o segundos que habitualmente carecen de importancia, ya que no somos conscientes de su discurrir: algo cae al suelo, nos agachamos, o nos levantamos y nos agachamos, lo recogemos, volvemos a incorporarnos y nos volvemos a aposentar, y nuestro pensamiento sigue concentrado, o distraído, en cualquier otro asunto: unas piernas interminables, un gol impensable, una mirada inimaginable, un sueldo imposible, una luna inalcanzable, la resolución de un problema irresoluble. Entre tanto pensamiento, o distracción, sin darnos cuenta, los músculos de nuestro cuerpo se han contraído o elongado unas cuantas veces y semejantes movimientos, no lo olvidemos, son consecuencia de órdenes cerebrales a las que, sin embargo, nuestra voluntad es ajena. Pero aquella mañana, al poco tiempo de haber llegado tarde a la oficina, lo único que ocupaba mi cerebro era mi cuerpo, sus movimientos, por tanto la repercusión que tenían sobre mis sombras.
En ese momento me di cuenta de que no podía dejar de pensar en plural. Una noche de casi completo insomnio era suficiente para ello.
Ninguna de mis dos penumbras se movió.
La verdad es que la luz cenital y poderosa y blanca de la oficina no ayudaba en exceso a analizar sus respectivas situaciones. No había la suficiente perspectiva y parecían aplastadas o abrazadas o acurrucadas o confundidas la una sobre la otra. A pesar de ello, pude distinguir con nitidez que sus cabezas seguían siendo dos. Es decir, y por no ser exhaustivo en las explicaciones, como mal menor poseía una sombra bicéfala. Podría ocurrir que siguieran siendo dos espectros aún independientes, pero tal cosa no podía asegurarla.
Empezaba a necesitar un café, pero no como excusa, sino cual lenitivo para mi pobre cabeza que amenazaba con perder todo contacto con la realidad (que habitualmente era escaso, como van comprobando ustedes, sutiles lectores), y porque sabía que tras mis pasos saldrían mis compañeras oscuras, en cumplimiento de su destino.
'¿Te encuentras mal, Zanguango?' (Hacía tiempo que mi nombre no tenía la mayor importancia para ellos. Ni siquiera, ay, para Diana). La voz de don Evencio fue un verdadero salvavidas. 'La verdad, sí. Estoy mareado, quizá una bajada de tensión.' Su mirada adquirió las cualidades propias de una báscula de precisión para medir sin error hasta dónde había de cierto y hasta dónde de dramaturgia en mi afirmación. La mía fue, por el contrario, el trasunto contemporáneo de la de un pecador arrepentido cuando recitaba un viejo salmo ante el dios dubitativo entre premio o castigo. 'Quizá te convenga un café. Sólo faltaba que te desmayaras aquí. Anda, anda...'
Dejé de prestar atención a su voz, más bien chillona y destemplada. Volví apenas mis ojos, pero no hubiera hecho falta, mis dos siluetas (como verán en poco tiempo uno asimila hasta las informaciones más catastróficas) ya estaban a mi alcance. 'Ahora vuelvo', musité casi sólo para que me oyeran mis propios labios y salí, no muy deprisa, pues no convenía aparentar una recuperación tan rápida.
La cafetería de Sebastián está unos quince metros por debajo de la oficina. Demasiado cerca para que pudiera comprobar lo que necesitaba comprobar. ¿Y si me diera una vuelta hasta el Paseo de las Olmas y la iglesia de Santo Tomé? Siempre podría decir a don Evencio que antes de entrar en el bar preferí airearme, no fuera a ser que el aire viciado del humoso bar, fuera peor remedio.
Por suerte, de inmediato supe lo que buscaba: mis brunas compañeras seguían siendo dos sombras, pero ya no había distancia entre ellas. Es como si fueran de la mano, como si fueran pareja de enamorados cogidas de la cintura.
Esto me alivió, al menos por unos momentos.
Luego pensé que, quizá, el problema podría ser otro: el nuevo espectro quería robarme mi vieja sombra y convertirme en un hombre sin sombra. O peor aún, ¿sería el perfil de Diana que por orden de su cuerpo había decidido consumar su venganza?
Esta idea me turbó en mitad del paso de cebras. Dudé. Pero a pesar de las protestas de un par de conductores que me miraron como un perro guardián amenaza a un ladrón, giré en redondo y retrocedí hacia La Solana, la cafetería de Sebastián.
No, están ustedes equivocados, no le pedí un café cargado, oloroso y cálido, decidí que un buen aguardiente sería mejor para todo, sobre todo para mis neuronas que amenazaban con descuajaringarse dentro de mi cerebro.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Cagüenla, esto sigue bien, procura que no se descuajaringue el protagonista, que le haces sufrir mucho.

Adrian Dorado dijo...

Está bueno y me sigo sorpreniendo,eso de una sombra bicéfala me resultó divertido como si fueran la sombra de un par de quinotos que, nacidos genelos, a nadie se le ocurre separar, para que al pobre dueño no le llamen toruno...
Ahora, pregunto yo, a la Diana esa de la mirada miedosa, no sería mas adecuado que su temor de deceso fuera ensarte por un certero flechazo en el medio de los ojos o del pecho? digo... por el nombre propio...aunque ser experto en el manejo de la guillotina si tienes una sombra con dos cabezas...también lleva una ventaja.
Bien, sigues teniéndome como a Javier, a quien desde aquí saludo, de las narices y expectante.

Un abrazo

Amando Carabias dijo...

Querido Javier, muchas gracias por tus ánimos y por tu interés. Es una suerte contar con este medio en el que lo que uno puede recibir los ánimos, porque a veces uno como que se pierde, o camina medio a ciegas.

Querido, Adrián, ahora podría quedar yo muy divino diciendo que sí, que me había dado cuenta de lo del nombre de la diosa cazadora, de sus aventuras boscosas, de sus flechas lanzadas con precisión y que por ello, precisamente había buscado la ironía...
No me creería nadie, porque es mentira. Ha sido tu comentario el que me ha hecho caer en la cuenta del asunto y hubiera podido dar juego. Mi Diana, más que de las flechas, será la del lánguido cuello, si es que vuelve a salir, porque vaya usted a saber que se le ocurre a Zanguango con una copa de aguardiente en el cuerpo...

Anónimo dijo...

Estimado Sr. Carabias:
su relato por entregas, me está empezando a interesar más de lo que pensaba cuando leí su comienzo. Es por su causa por lo que sigo abriendo este blog y por eso me gustaría que este cuento se publicase con más frecuencia.
Como supongo que lo tiene escrito, creo yo que no le supondría mucho esfuerzo.

Amando Carabias dijo...

Sr. Porfirio, es un honor para mí contar con su participación en este blog y más, cuando usted mismo manifiesta le está interesando este relato.
Cuando, en el capítulo anterior, usted colocó sus comentarios no intervine, puesto que su primer deseo quedó convenientemente satisfecho por mi buen amigo Javier que explicó mejor que yo mismo la duda que usted manifestó sobre Euritmia.
Dado que pasaron unos días entre una aparición y otra, sopesé la opción de contestarle en los comentarios de aquella entrada, pero decidí hacerlo en el siguiente capítulo en el que usted volviera a participar, si es que lo hacía.
Por tanto aprovecho para presentarle mis respetos.
Respecto del contenido de esta intervención, lamento decepcionarle. Salvando todas las distancias que son muchísimas, me ocurre lo mismo que a Javier Marías. Utilizando las mismas palabras del madrileño: escribo con brújula, no con mapa. Es decir, sé a dónde voy (y eso no lo anticiparé, claro), pero no sé cómo llegaré hasta allí, ni cuanto tiempo me llevará alcanzar esa meta.. Eso suponiendo que no haya modificación en el rumbo si es que aparece una galerna o algo así.
Ahora bien, si la inspiración no me falla, intentaré acortar la distancia entre capítulo y capítulo. Aunque, repito, Porfirio, que no puedo asegurar nada.