Foto Amando Carabias Pascual, padre del autor,
editada gracias a Antonio Carabias María)
(La palabra de cada día. 2004. Diario de un escribidor)
Había una vez, un niño vestido con abrigo claro, acaso beige, acaso azul, quizá gris, con cuello redondo y seis botones oscuros colocados en tres hileras, seis botones que parecen del mismo color que los ribetes de los puños y del cuello del abrigo y de los bolsos del abrigo; con unos pantalones oscuros, quizá de color negro o azul marino ajustados a la pantorrilla, y unas botas que por el tono pudieron ser marrones. Había una vez una mañana de luz radiante, un mediodía, o casi, supongo que de invierno, probablemente de enero. Había una fachada encalada. Delante se alzaba un arbusto seco. En mitad de la pared blanca una ventana cerrada y enrejada, la ventana que daba a la sala, dormía su sueño matinal. En el rincón de la fachada de la casa encalada, una puerta abierta y acogedora, como casi siempre estaba la puerta de la casa del abuelo, de la que salían los humos de los guisos, parecía proteger al niño. Había, también, un trozo de pared de adobe formando un ángulo recto con la fachada encalada. Y entre los humildes adobes, el tronco erguido de la vieja parra esperaba la llamada de la primavera para reiniciar el proceso de la vida. Y había, también un pedazo del vetusto portón que abría el misterioso mundo del corral. Había piedras, barro, y un confuso montón indescifrable junto al pie de la pared de adobe. Había cuatro gansos casi tan altos como el niño, de cabeza oscura y cuerpo blanco. Tres gansos huían, unos más rápido que otros, y uno miraba a su mano derecha. Una manita que sostenía un trozo de pan, al igual que la izquierda que otro de los gansos parecía observar, también, mientras empezaba a correr, quizá dudaba entre el pan y el miedo. Y el niño, de pelo muy cortado, que brilla al sol, y peinado hacia delante, avanza decidido con su mano extendida hacia el pico del ganso que no huye. El niño sonríe. El niño es feliz, porque está realizando un sueño, o porque se siente protagonista de una aventura, o porque el ganso le hace caso. O porque los niños son felices, casi siempre.
Y aquella mañana de invierno, sin embargo, quedó olvidada de la memoria del niño. Es una mañana inexplicable, porque no la archivaron sus neuronas, o es que la memoria en los niños no existe, y quizá sea este el secreto de su felicidad: no existe el futuro, no existe el pasado, sólo un presente continuo y eterno.
Y si queda algún rastro de aquella mañana perdida de hace unos cuarenta años, quizá se deba a que alguien, el padre enamorado de tantas cosas, fue capaz de apretar el disparador de la vieja cámara Kodak, para congelar, y acaso atrapar, la sonrisa de felicidad de aquel niño, y los gansos que huyen, y el vetusto portón del corral y el erguido tronco de la vieja parra, y la pared de adobes del corral, y la puerta abierta de la casa del abuelo, y la ventana cerrada y enrejada, la que daba a la sala, y el arbusto sin hojas, y la fachada encalada, y el mediodía radiante de enero...
De todo ello no queda nada. Ni el niño, ni el abrigo, ni los pantalones, ni las botas, ni la mañana de enero, ni la fachada, ni el arbusto, ni la ventana enrejada, ni la puerta abierta, ni los adobes, ni el tronco de la parra, ni el portón del corral, ni los gansos que huyen, ni el ganso que se acerca, ni la sonrisa… Pero queda el tiempo congelado en ese instante, como testimonio veraz de que hubo una vez, una radiante mañana de invierno, acaso de enero, en que un niño era feliz mientras intentaba que un ganso, casi tan alto como él, comiera de su mano un trozo de pan. Su padre apostado a la búsqueda del instante supremo, como si la cámara fuera un cazamariposas de hermosura, atrapó aquel segundo. Y el segundo, no quedó en la memoria, pero quedó detenido en la película de la vieja cámara marrón, cubierta siempre por una funda de cuero, esa vieja cámara cuya misión fue convertir en eterno presente la fugacidad de los segundos idos…
Y aquella mañana de invierno, sin embargo, quedó olvidada de la memoria del niño. Es una mañana inexplicable, porque no la archivaron sus neuronas, o es que la memoria en los niños no existe, y quizá sea este el secreto de su felicidad: no existe el futuro, no existe el pasado, sólo un presente continuo y eterno.
Y si queda algún rastro de aquella mañana perdida de hace unos cuarenta años, quizá se deba a que alguien, el padre enamorado de tantas cosas, fue capaz de apretar el disparador de la vieja cámara Kodak, para congelar, y acaso atrapar, la sonrisa de felicidad de aquel niño, y los gansos que huyen, y el vetusto portón del corral y el erguido tronco de la vieja parra, y la pared de adobes del corral, y la puerta abierta de la casa del abuelo, y la ventana cerrada y enrejada, la que daba a la sala, y el arbusto sin hojas, y la fachada encalada, y el mediodía radiante de enero...
De todo ello no queda nada. Ni el niño, ni el abrigo, ni los pantalones, ni las botas, ni la mañana de enero, ni la fachada, ni el arbusto, ni la ventana enrejada, ni la puerta abierta, ni los adobes, ni el tronco de la parra, ni el portón del corral, ni los gansos que huyen, ni el ganso que se acerca, ni la sonrisa… Pero queda el tiempo congelado en ese instante, como testimonio veraz de que hubo una vez, una radiante mañana de invierno, acaso de enero, en que un niño era feliz mientras intentaba que un ganso, casi tan alto como él, comiera de su mano un trozo de pan. Su padre apostado a la búsqueda del instante supremo, como si la cámara fuera un cazamariposas de hermosura, atrapó aquel segundo. Y el segundo, no quedó en la memoria, pero quedó detenido en la película de la vieja cámara marrón, cubierta siempre por una funda de cuero, esa vieja cámara cuya misión fue convertir en eterno presente la fugacidad de los segundos idos…
4 comentarios:
Una foto muy simpática. Que tiempos aquellos, los del blanco y negro. Que suerte haber podido capturar aquellas imágenes que en muchos casos y con mucho cariño se han conservado en las cajas del Cola Cao y de vez en cuando se revisan para refrescar la memoria, que por lógica y por causa del paso del tiempo, va perdiendo muchas escenas vividas.
Hoy afortunadamente y gracias a la informática, hablo de discos duros y soportes digitales, podemos guardar muchas más escenas, incluso con movimiento y sonido, y con el paso del tiempo recordar y reponer más lagunas de nuestra memoria.
En tiempos de las latas del Cola Cao, osea ayer, juntábamos algunos cientos de fotografias, ahora son muchas las instantáneas que ocupan nuestros discos, a fecha de hoy lo medimos en Gygabytes e incluso ya se habla de Terabytes, no puedo imaginar como será el futuro.
Posiblemente, como dices nada ha quedado del instante de esa fotografía, ni siquiera la memoria de ella(tú sabrás mejor que ninguno).
Pero, no obstante esa innegable evidencia, puedo asegurarte que algo inasible, inmemorable, inmaterial ha quedado, si. Algo innombrable, también, pues no encuentro su título para su nominación pero que es parte integral de todo lo que has vivido, lo sepas hoy o nó. Forma parte de la sensibilidad que, con la suma de vivencias olvidadas pero aprehendidas, hace al excelente narrador que hoy me deleitó con la pincelada tierna
de la infancia de un pequeñín que puede haberse ido o desaparecido temporalmente pero que emerge, incólume, en el corazón del escritor.
Salud.
Querido Javier, en casa las fotos que hacía mi padre (Cientos y cientos, lo garantizo), no se guardaban en cajas de colacao, pero porque no lo consumíamos por prescripción facultativa. Eso que nos perdimos, creo. Claro que muy pronto accedí al café, lo que es una gozada. Es verdad lo que dices de los soportes digitales, y a las pruebas me remito..., pero también sería bueno que de vez en cuando, trasladáramos algo al papel, pues de lo contrario supuestamente tenemos muchísimos, y sin embargo no tenemos de ná, salvo que enchefemos a todas horas el cacharrillo este o nos conectemos a la tele.
Adrián, como siempre tus palabras tan delicadas y admirativas. No sé si merezco tanto, a veces lo dudo. En concreto esta entrada de mi diario, la escribí una noche en qué no sabía que escribir. La foto, estaba ante mí, porque a esta imagen la tengo mucho cariño y no sé si me pasó algo similar a lo de Proust con las magdalenas.
Quizá aquella noche de 2004 tuve la certeza de que la escriuta de mi diario sería una buena salida para mis penurias temporales.
Un abrazo a los dos.
Amando: eres caja de sorpresas.
Cuando alguien me abre con fluidez un trocito de su vida a mi conocimiento, es en cierta manera como un alumbramiento, crea algo nuevo, una nueva realción más amplia y permeable.
Gracias por hacerlo, porque son esos gestos los que hacen sentir que la vida vale la pena.
Ofreces mucha materia para leer. Iré haciéndolo sin prisas, para degustar en paz.
Gracias de nuevo
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