Pero antes que el domingo, pasó el sábado, también caluroso, como si un cocinero hubiera decidido asarlo en el horno abrasador que ojalá hubiera servido para asesinar por el sistema de cremación a todos los virus y bacterias, sobre todo los que atacan al corazón. Al mediodía, después de recorrer la distancia que separa Daroca de Nuévalos, accedimos al Monasterio de Piedra.
Si lo hubiéramos hecho a la inversa, acaso habríamos errado, pero la decisión de Marián fue un total acierto. Primero hicimos la visita guiada al monasterio, luego comimos y por la tarde, a la hora más calurosa, recorrimos el parque natural.
Según explicaron en la visita guiada, que compartimos unas sesenta personas, el monasterio cisterciense se erigió a petición del rey Alfonso II de Aragón y su esposa Sancha sobre un castillo anterior que a su vez había sido ocupado por los árabes. Llegué a la conclusión de que el ser humano siempre ha buscado el Paraíso, o alguna de sus dependencias, para aposentarse allí el mayor tiempo posible, si se pudiera toda la eternidad. A pesar de la ruina y destrucción que campea en algunas zonas que fueron territorio monacal (sobre todo en su iglesia), a uno le queda la sensación de que aún reverberan los susurros de las conversaciones de los frailes y el eco de sus salmodias que volaban hacia lo alto. Ni puedo ni sé ni quiero escribir ahora sobre la traza de las dependencias monásticas, sobre la belleza de su arquitectura, sobre la actividad que desarrollaron los monjes entorno al chocolate y al vino, sobre los siglos de silencio hacendoso, sobre el tiempo de destrucción y abandono. Me alargaría muchísimo, y eso que me alargaré, me temo. Que estas dos imágenes acudan en mi ayuda como endecasílabos de un poema aún sin forma.


Tras la comida, accedimos al lugar en el que pudo estar el jardín del Edén, o una de sus réplicas, repartidas por el planeta. Repito que el sol había decidido mostrarse en toda su fortaleza, y no escatimó ningún recurso. Y, sin embargo, nada más cruzar la entrada del parque, y acometer el primer descenso pronunciadísimo, los árboles se convirtieron en fieles testigos de nuestra ruta compartida por cientos de visitantes que, como nosotros, quizá se olvidaron del tiempo y entraron en una nueva dimensión que más tiene que ver con lo intemporal.
Desde el principio supe que accedíamos a una sinfonía de luz, color, formas y sonidos, donde el agua es la protagonista principal y la verdadera artífice de todo lo que nos rodeaba. El agua murmura, susurra, salmodia, parlotea, ríe, silba, canta, grita, llora, implora, martillea y calla. El agua acaricia, siembra, riega, esculpe, cincela, brinca, cae, duerme, acuna, amamanta. El agua torna vergel o jardín o selva el roquedal calizo de esta parte de la cordillera Ibérica.
Se conoce a este curso fluvial como río Piedra. Aquí, a diferencia de otros ríos, el agua no se limita a utilizar la piedra como lecho sobre el que discurre con más o menos calma. No se trata de un cauce que sigue la pendiente de una ladera y que al llegar a un precipicio se deja caer. El agua del río Piedra ha decidido esconderse en ciertos lugares, girar por zonas impensables, horadar aquí, saltar allá, estancarse un poco más lejos, avanzar como la infantería de un ejército encajonada en un cañón hermosísimo... El agua en este rincón es una niña juguetona y feliz, divertida y creativa. El agua del río Piedra es una escultora con dedos poderosos y delicados.

Pero que nuestras miradas llegaran a esta conclusión no fue instantáneo, sino que nuestros ojos descubrieron esta realidad poco a poco y se arrobaron con imágenes inusitadas, con perfiles huidizos, con reflejos de una paleta de colores cuya gama tiene más de mil matices. Incluso con texturas que parecían arcilla maleable, donde había roca firme pero al tiempo torneada en caprichosas formas curvilíneas.
En el Estanque de los Patos, y ante la cascada Trinidad, el ambiente aún era el de una excursión organizada. Era la primera cascada con que nos enfrentábamos y podía la sorpresa de admiración sobre cualquier otro sentimiento. En realidad esta cascada es la sala de retratos del lugar, es el zaguán en donde el visitante, sin saberlo, deja sobre una percha invisible el disfraz de turista y en un proceso tan paulatino que no se percibe, vuelve a ser la persona de cada día, esa mujer, ese hombre que viven su vida con sus grandezas y sus mezquindades, con sus sueños y sus pesadillas, con sus ilusiones y sus preocupaciones.
Al ascender en sentido inverso al cauce que trae el agua por la cascada Caprichosa, uno se daba cuenta de que los sonidos propios de una excursión, daban paso a los sonidos del arrobo, de la admiración contenida por la contemplación de una maravilla. Cada grupo, cada familia, cada pareja, cada persona adecuaba su ritmo al de su corazón. Del zurrón del alma salieron, como pájaros asustados, la impaciencia, la prisa, el tiempo, el desasosiego. Cada uno se detenía allá donde una flor, un sonido, una perspectiva podía servir de alimento para su corazón.

Nuestros pasos ascendían y descendían por pendientes en algunos puntos vertiginosas, tan vertiginosas como la escalinata casi interminable de la Cascada de los Fresnos. Sin duda buen ejercicio para el cuerpo, pero sobre todo para esa parte de nuestro ser que unos llaman alma, otros corazón, otros cerebro, otros psiqué y que yo resumiría en espíritu.
Después del espectáculo de la Gruta Iris y la Cascada Cola de Caballo, sin duda lo más fotografiado y admirado, seguimos hacia el Lago del Espejo.
Allí alcancé una sensación similar a la paz. En este punto, no sé por qué, el número de visitantes era menor, o fue menor en ese momento, o simplemente me pareció menor. Sólo cuando llegábamos a su extremo final, nos alcanzó un grupo que formaba, este sí, una excursión organizada. Hasta ese instante, el silencio invadió todo esa inefable porción escondida en el territorio del Parque. ¿Exagero si digo que nunca antes en mi vida he visto un agua más transparente? No, creo que no. No me extraña el nombre; y aunque sea el más evidente, es el más adecuado. Allí se comprende perfectamente lo que quieren decir palabras como transparencia, hialino, diáfano, traslúcido, puro, cristalino... Uno tenía miedo de hablar, no se resquebrajara el aire, y los pocos que paseábamos por esa zona murmurábamos entre nosotros, no nos atrevíamos a más, como si estuviéramos en una inmensa catedral de luz y agua, de aire y vegetación. Curiosamente la peña que refleja el espejo del lago se llama La Peña del Diablo.
Para mí fue la paz, con esa armonía de piedra, agua, luz, vegetación que invita a reflexionar sobre la vida, sobre su constante transformación, de tal modo que nunca concluye, pues de un elemento se pasa a otro. Y quizá aquí, donde el agua parece quieta, la piedra frágil, la vegetación aérea y el aire de cristal, es donde mejor se llega a esta conclusión. Nos habían hablado en el monasterio de la vida retirada y contemplativa de los monjes, pero aquí es donde estaba la verdadera capilla del lugar, aquí es donde se puede sentir la caricia de la respiración del creador.
Aunque no sea precisa esta afirmación, al abandonar el Lago del Espejo, se comienza el retorno. Tras una tremenda subida, se regresa hacia zonas ya vistas o intuidas desde el otro margen de la ribera. Como es obvio, volvíamos siguiendo el curso natural de la corriente. A medida que la tarde declinaba, y la luz del sol (aunque aún muy alta) descendía en lentísimo deliquio de oro, el sonido del agua se tornaba murmurio, quizá algo oculto por causa de las conversaciones de la multitud de visitantes que ocupábamos la zona. Unos, los menos, abandonábmos el lugar, después de algo más de dos horas de hermosísima caminata; otros la mayoría, sin saberlo aún, iban dejando el disfraz del turista en la Gruta de la Pantera, nada más abandonar la Cascada Trinidad.
Al regresar camino de Daroca, aún tenía como fondo de mis oídos el sonido del agua que quizá también había esculpido algo en mi corazón.