Diferentes instantáneas de la prueba, publicadas por
El Adelantado de Segovia en su edición digital.
Surgió el domingo como una caricia congelada, nuevamente.
La ciudad, esta ciudad a la que me tendría que referir más a menudo en este cuaderno cibernético, estaba preparada para recibir sobre su piel vieja las pisadas veloces de unos cuatro mil setecientos atletas. Ya durante la víspera las viejas calles barridas por grises vientos sonreían la abundancia de visitantes que venía a pasar su día de asueto. Me imagino alguna conversación sobre el asunto: '¿Mañana? No, mañana como en Segovia, primero me haré una carrera de veintiún kilómetros y luego me quedo a comer'. Los atuendos deportivos proliferaban por todas partes. Pero los atletas no llegaron solos. Con ellos, con muchos de ellos, se acercaron sus familias, sus mujeres o maridos, sus hijos e hijas, sus padres, sus novias o novios y amigos, incluso algún otro familiar.
Por suerte no hubo campo de batalla a veintiún kilómetros de Segovia, y no fue necesario que ningún soldado extenuara su corazón para comunicar a la ciudad la victoria sobre las tropas enemigas.
Supongo que, salvo media docena de participantes en cada categoría -quizá menos aún-, nadie aspiraba a ganar la prueba, sino a vencerse a sí mismo.
Esta especialidad de la maratón o la media maratón, tiene más de prueba de superación personal que de competición. Es tan desmesurada la distancia, que es imposible plantear ninguna estrategia, puesto que las variables que pueden incidir son tantas, que toda táctica previa es inútil, salvo la de conocerse a la perfección y saber, por tanto, hasta dónde se puede forzar el propio cuerpo. Cada participante conoce su marca, y, si acaso, ése es el gran objetivo, el verdadero gran premio, rebajar en algunos segundos el tiempo tardado en recorrer esa misma distancia en otras ocasiones. Pero en la mayoría de los casos, el primer objetivo es secreto, aunque compartido por la mayoría: alcanzar la meta. A pesar de los entrenamientos, a pesar de la ilusión, a pesar de cada detalle esté estudiado, el verdadero objetivo de la inmensa mayoría es el de ultimar todo el recorrido. Aunque sea llegando en el puesto 2016, que, por cierto, en este caso y por razones obvias tenía premio.
Desde la ventana de esta casa, pudimos contemplar cómo la cuesta de la Avenida de Ezequiel González se tornaba poco a poco en un calvario. Ante mis ojos la calle se tornaba niña bien traviesa y se empinaba sorbo a sorbo, tal que si jugara al escondite inglés. Las zancadas cada vez se acortaban más, los troncos cada vez se inclinaban más, las cabezas mostraban una peligrosa tendencia a movimientos laterales. Pero el sonido de las zapatillas sobre el asfalto continuaba en lento rosario que interminable. Del modo que fuese, todos continuaban.
Las declaraciones posteriores de los atletas coinciden en muchos casos: esta media maratón es hermosísima.
Vale, es cierto.
Pero para un corredor más que hermosa es durísima, pues los desniveles que tiene que afrontar durante los veintiún kilómetros son tremendos. Y mi duda, la gran duda, es saber cómo pueden afrontar lo abrupto de este recorrido tantas personas que, evidentemente, no 'disfrutan' en sus localidades de circuitos similares.
Después de haber leído lo fundamental de la prueba, lo noticiable, a uno le queda la sensación de que esta ciudad tiene un embrujo especial, que sus calles, sus panorámicas, sus monumentos y sus gentes, cuando se organizan bien las cosas, tienen una extraña capacidad para imantar los corazones.
Ocurre, por desgracia, pocas veces, pero cuando sucede, algo especial se apodera del ambiente, una sensación que se parece mucho a la sensación que dejan en la piel las caricias o los besos de los niños.
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