No era joven. Ninguno de los dos lo era.
Lo sabía. Lo sabían.
Esa conciencia era determinante para que ciertos gestos automáticos, ciertas miradas distraídas, ciertos comentarios descuidados, ciertas distracciones involuntarias, no se convirtieran en motivo de dolorosas y sangrantes refriegas inútiles que, a la postre, son sólo un muestrario monocromático de inmadurez mental, ya que uno necesita aparecer ante el otro como dueño de una fuerte personalidad y que, por si fuera poco, desgastan demasiadas energías, las mismas que son tan preciosas y que conviene ir reservando para menesteres más gratos y más útiles.
Respecto de esta cuestión él, como si fuera un guerrero antiguo de viejas batallas, lucía en el corazón y en la mirada unas cuantas cicatrices (visibles e invisibles), que eran más que convincentes…
Habían pasado ambos la edad aquella en la que cualquier gesto que no fuera de absoluta entrega, de perfecta anuencia a los deseos del otro, en el fondo, lo que ocultaba era una daga de traición o una pistola de abandono. Cosas ambas, sin duda, muy melodramáticas, ingredientes que pueden dar mucho sabor al condimento del guiso del amor, sobre todo si se sirve dentro de una película europea, o en una novela de Amanda Quick; pero que las más de las veces son pura fantasía hueca, cuando no la antesala de una tragedia desproporcionada…
No era hermoso al modo en que los charlatanes de feria, los que hoy pueblan las televisiones, opinan que se es hermoso. Ninguno de los dos lo era de este modo. Lo sabían, y esa conciencia era determinante para que se gustasen y se atrajesen con más pasión. Tampoco eran repelentes, contrahechos, feos. Viajaban sobre la normalidad, la más hermosa y anodina de las normalidades: ni altos ni bajos (por debajo de la media), ni flacos ni gordos (unos pocos kilos de sobrepeso), ni ricos ni pobres (dos trabajos que aseguraban una existencia pacífica). Esto último, aunque parezca que no tiene nada que ver con la cuestión de la estética, se apunta aquí porque es lo más trascendente para los voceros oficiales, quienes establecen los cánones modernos sobre la belleza.
No era un perfecto amante, y menos un atleta sexual. Ninguno de los dos lo era. Lo sabían, y tal certeza era determinante para que su amor fuera intenso y delicado, tierno y fluido, como el pequeño río oscuro de la ciudad…
La conciencia mutua de las supuestas limitaciones era un poderoso resorte que les enviaba cada jornada hacia la estratosfera de la felicidad, donde moraban sonrientes, sin apartarse ni un milímetro de la proximidad a la piel del otro y del planeta, porque hay veces que el límite tiende al infinito…
La conciencia mutua de las supuestas limitaciones era un poderoso resorte que les enviaba cada jornada hacia la estratosfera de la felicidad, donde moraban sonrientes, sin apartarse ni un milímetro de la proximidad a la piel del otro y del planeta, porque hay veces que el límite tiende al infinito…
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