viernes, 13 de marzo de 2009

EL ESPEJO. y 5

La noche avanzaba. Quería dormir. Necesitaba dormir. Tenía tres opciones: un sofá duro y estrecho, la habitación de una pensión... y el dormitorio contiguo.
Decidió una mirada al reloj y al incómodo diván.
El ser humano es una mezcla incoherente de miedo y audacia. Era tal el agotamiento físico y psíquico, que la cercana cama me seducía, como la proximidad de un imán atrae a las limaduras. Entré en el dormitorio, sin mirar al espejo, hice la cama y me acosté.
(En ese gesto de no mirar al espejo empleé una considerable cantidad de energía. Cualquiera sabe que casi siempre lo más apetecible para el ser humano es lo prohibido, incluso aunque tal orden parte del propio individuo).
Dudé si apagar la luz. Me dije que no era un niño, que ya tenía edad para dormir arropado por la claridad y accioné el interruptor.
Fue como si la densa oscuridad brotara del espejo.
El cansancio convertía mis músculos en piedras. ¿Sería cierta mi condición de limadura y que el lecho era un imán del que no huiría? Tal pensamiento produjo otro ataque de pánico. Me incorporé como si mi espalda fuera un resorte poderosísimo.
No lo hiciera nunca.
Frente a mis ojos, a la altura indebida, estaba el espejo enmudecido... Enmudecido hasta ese preciso momento; efectivamente, el espejo ya no era el agujero negro sideral o el pedazo de noche de luna nueva sin estrellas...
Imágenes deformes y de vago aspecto lechoso brotaban de su interior, como si mostrara una película en blanco y negro sobre una pantalla oscura. A penas se distinguían siluetas, ciertos movimientos bruscos, leves luces oblicuas.
Quedé paralizado, incapaz de volver a recostar mi espalda en la cama. Hubiera preferido ser limadura o tornillo, en fin cualquier clase de ferralla, y que el lecho hubiera sido un imán. Hubiera preferido quedar encadenado a la posición horizontal.
Sin duda lo hubiera preferido.
Frente a mí, no mi reflejo, que hubiera sido lo normal, sino el reflejo de otras imágenes. Es lo primero que pensé, pero mis neuronas desecharon tal posibilidad puesto que en la habitación, salvo mi cuerpo y el mobiliario, no había nadie, no había nada; aunque quizá tuviera la capacidad de reflejar espíritus o ectoplasmas, lo que contravenía las tradiciones especulares. De nuevo, la idea se rechazó.
Me sentí escindido.
Por un lado, mi cuerpo inmóvil, sentado en la cama, por otro, mi cerebro trajinaba afanoso, buscaba una explicación medianamente racional. Él, mi cerebro, llegó a otra conclusión: no reflejaba nada, sino que transmitía imágenes capturadas a la huida del tiempo y las emitía como un mensaje. Había dos opciones o regurgitaba el pasado, como si fuera uno de los cuatro estómagos de un rumiante, o era digno sucesor del oráculo de Delfos o una adaptación plana de la famosa bola de cristal de cualquier mago o bruja que se precie. Opté por el primer pensamiento que mi materia gris casi arrojó al cubo del olvido, por ser lo más peregrino que se le haya ocurrido a mente humana; al final, se convirtió en más que una posibilidad, al comprobar las neuronas, ayudadas por mis ojos, que la misma secuencia se repetía cada cierto intervalo de tiempo, y porque, en el fondo, creo en que el pasado deja más huellas de las que nos imaginamos, mientras que el futuro es una posibilidad entre un millón, que sólo se concreta en el instante inmediato y es imposible determinar de antemano.
Tuve conciencia de ello minutos más tarde, cuando observé que determinado movimiento se reproducía: el descenso vertiginoso de un brazo sobre un bulto similar a un cuerpo.
Al darme cuenta, otra vez la curiosidad venció al terror y me fijé en el contenido de las imágenes. No eran nítidas, ni siquiera medianamente claras. Eran oscuras y desvaídas: dos cuerpos que se debatían en lo que parecía una pelea. Me aproximé al espejo, ya sin miedo, porque intuía que no me pasaría nada.
Comprendí de inmediato que aquello era un mensaje que el espejo lanzaba, como los náufragos arrojan al mar, dentro de una botella, sus desesperadas peticiones de socorro. Al cambiar la perspectiva, descubrí que el decorado de la escena, que se iteraba cada cinco minutos, más o menos, era el de la misma habitación.
Esfuminadas contra la oscuridad, se apreciaban sobre la mesilla una fotografía y una lámpara de noche apagada (que ya no estaban allí), unas cortinas de aspecto pesado y en el suelo aparecía revuelta una colcha, o eso supuse. En la mitad de cama que “captaba” el espejo, dos cuerpos, hombre y mujer, se peleaban. No se distinguían los rostros, aunque el de la mujer se mostraba de frente la mayor parte del tiempo. La espalda del hombre, sentado a horcajadas sobre la cintura de ella, me resultó familiar. Ambos eran jóvenes, ella muy hermosa. Asistí ensimismado a una violenta pelea que quizá se produjo en ese mismo dormitorio hacía muchos años.
Contemplaba la película muda de un brutal acontecimiento del pasado, grabado indeleblemente en el espejo, por razones y mecanismos inextricables para mi razón. Se trataba de una repetición constante, un movimiento perpetuo, eterno, que sólo se veía en el oscuridad, de ahí que hubiera pasado desapercibido a cuantos ojos se asustaron alguna vez al contemplar la macabra visión de un espejo que no refleja, de un espejo que es el único testigo de un crimen, de un espejo que, en realidad, es un pedazo de noche de luna nueva sin estrellas, quizá el mismo tipo de noche que se asomó a la alcoba y contempló impávida un asesinato...
Presté más atención a cada repetición. De los gestos adivinados en el desfigurado rostro femenino, intuí gritos, desesperación, horror, sangre. La última fracción de la escena, el brusco movimiento descendente del brazo masculino, en realidad era una artera puñalada asestada con vehemencia en el costado de la mujer. No vi de dónde sacó el arma. En la siguiente repetición, adiviné que la extrajo, con veloz movimiento, bajo la manta.
Asesinato con premeditación, sentencié.
Pensé en llamar a la policía (no se me ocurrió nada mejor), repasé la escena dos veces más. Cuando cogí el móvil, observé que el final de la escena variaba. Tras la puñalada, el hombre se incorporó y giró su cabeza...
Me miró de frente, con sonrisa demoniaca. Entonces sí fue mi imagen... Y, de inmediato, reconocí en el cadáver de la mujer a la ninfa de caderas musicales. Sentí que la sangre me abandonaba...
Como un aullido, sonó el timbre de la puerta. Supe que era ella...

10 comentarios:

Adrian Dorado dijo...

está bueno, muy bueno.

S.C. dijo...

Buenísimo!!

Anónimo dijo...

Muy bien, en tu línea

Amando Carabias dijo...

Pues como hoy va de laconismo, quizá haya sido el susto, seré igual de lacónico que vosotros: Gracias.

Anónimo dijo...

Si no fuera porque ya anunciaste en tus comentarios del anterior capítulo, que el siguiente sería el último, pensaría que el viernes próximo leeria el sexto. Al leer este quinto, yo me he quedado con hambre, quizá porque me estaba gustando y porque le veo más contenido tal y como lo llevabas; se me ha quedado esa sensación que en alguna ocasión me ha ocurrido de que en un banquete de boda me estaba gustando lo que tenía en el plato y distraido por la conversación con el comensal de al lado, no me percaté de que el camarero me retiraba ese manjar que me estaba sabiendo a gloria; podría, si hubiera estado atento, decir al camarero que aún no había terminado. En el caso de "El espejo", del primer capítulo al último me han gustado, incluso el final, pero dada la brevedad de este relato, ¿habría la posibilidad de una continuidad?, esos puntos suspensivos del final dan pie a seguir con él. Tu eres el Escribidor y tus razones tendrás para dejarlo así, no se que pensarás tú o el resto de lectores de tu blog.

Amando Carabias dijo...

Javier: En realidad los puntos suspensivos son la linea circular que se cierra en la imaginación de cada lector.
Intentará, el escribidor, digo, construir otro relatillo por entregas, pero este está acabado...
Lo que sucedió durante las horas que van desde el sonido del timbre de la puerta, hasta que el protagonista regresa a la agencia inmobiliaria es un misterio, hasta para mí.

Anónimo dijo...

Ya sé que usted hará lo que estime más oportuno, pues es el autor, pero a mí, perdóneme, me pasa lo que a Javier, que me he quedado fregado, como decimos por acá, con la resolución del caso de este espejo maldito.
Esperaré a que comience otra serie como esta.
Un abrazo y encantado de leerle.

Anónimo dijo...

Maravilloso, Amando. Desde la inquietud inicial que parece solo el deseo por una muchacha, hasta la existencia de ese espejo que no está vacío, sino que se ha convertido en algo distinto. De ser un reproductor de los instantes, un calco de la fugacidad, se ha convertido en un celador de la permanencia, en el ángel custodio de un acto que permanece. Sólo cabe pensar si, al final, la vida es sueño o el sueño se encuentra en el lado más hondo del espejo.

Anónimo dijo...

De ninguna forma puede continuarse. El relato es la reticencia, la inquietud por una situación que empieza de un modo simple, aunque con la presencia de una mujer que es extraña desde el inicio. Por otro lado, un relato de calidad, como es éste, tiene ese final abierto que corresponde a la constante falta de "realidad": un espejo vacío que sólo contiene, cuando lo decide la convivencia con él, la escena de un crimen. La extrañeza de la mujer se corresponde con su nueva llegada: la persona que alquila el cuarto parece hacerlo solamente para que alguien verifique su muerte. Nadie podría continuar esto sin estropearlo. Porque, en realidad, ya se ha dicho lo que HA OCURRIDO. ¿Qué puede ocurrir después de esto? Se ha explicado el misterio, pero no se ha explicado lo que está más allá del misterio. Aceptamos la irrealidad de un espejo vacío, de una escena constante...¿Alguien desearía pasar ahora a la "normalidad"?

Amando Carabias dijo...

PORFIRIO DE LA CRUZ: Muy amables sus palabras y espero responder mínimamente a sus expectativas.

FERRAN: En fin, qué decir de tus comentarios. Lo mínimo es agradecerlos como se merecen. Seguiré pues trabajando, es la verdadera respuesta que merecen tus favorables críticas.