Inocencio X, por Diego de Velázquez. Galería Doria Panphili de Roma
Fragmento del cartel anunciador de la exposición.
Tomado de la página web del Museo Nacional del Prado.
Sabia a lo que me enfrentaba el sábado. De no haberlo sabido, quizá las pesadillas me habrían abrumado, pero Francis Bacon y su obra son suficientemente conocidos como para saber que lo que íbamos a ver Marián y yo en el Prado, no sería precisamente una cómoda visita para el ánimo.
Aunque si uno contempla en serio y a fondo muchas de las obras que atesoran los museos, de las que llamamos realistas o naturalistas, de ésas que los analfabetos en pintura decimos entender -cosa bastante improbable, por cierto-, lo normal es que se sufriera igual conmoción. Y pienso en obras de Velázquez, Goya, Durero, El Bosco, van Dyck...
La mañana del sábado era un canto a la vida, a la explosión de la naturaleza en los almendros y cerezos florecidos, en los castaños apuntando ya sus brotoes, en el sonido de la algarabía de los pájaros que se sobreponía al tráfago del Paseo del Prado que era una estruendosa barahúnda ocasionada por motores, cláxones, sirenas.
La decisión era firme, nos habíamos desplazado hasta allí sólo para eso, fundamentalmente para ver esa exposición, así que no nos dudó mucho el pulso.
Sólo había visto reproducciones de las obras del pintor nacido en Dublín en octubre de 1909 y muerto en Madrid en abril de 1992. Una vez más, confirmo que no es lo mismo contemplar una obra de arte en directo que hacerlo a través de una reproducción. Como dijo Muñoz Molina en su artículo de Babelia del sábado precisamente las reproducciones son a la pintura lo que la traducción a la poesía. Poesía es todo lo que queda fuera de la traducción de un poema. Análogamente pintura es lo que una reproducción de una obra de arte no puede transmitir: el alma del artista.
No es lo mismo contemplar un cuadro, a través de una imagen colgada en una pantalla, como he hecho yo en esta entrada, que sentir la invisible pincelada, el trazo firme del maestro, incluso el tamaño real del lienzo que no es un tamaño escogido al azar.
De pronto no ves impunemente una obra de Bacon sino que la obra te interroga, te supera, te obliga a cruzar una frontera interior e íntima, pero muy honda.
La exposición está montada en orden cronológico y así se ve el proceso vital y artístico de este inglés (aunque naciera en Dublín sus antepasados son ingleses y su vida la desarrolló más en Londres que en la capital irlandesa) tan atormentado y tan vital al mismo tiempo.
Contemplando sus lienzos (los que forman esta retrospectiva), uno se pregunta acerca de la misión del artista. Son muchas posibles respuestas, pero la de este pintor tiene que ver con que el artista es el aparato de los rayos X de la sociedad. Quien escanea las enfermedades que diezman nuestra salud como especie.
Se lee en las cartelas y textos que sazonan los cuadros de la exposición que el propio Bacon, ateo confeso, escribió que, sin Dios, el ser humano no es diferente al resto de animales del Planeta y está sometido a sus mismas pulsiones y pasiones, y a la postre somos comestibles. Quizá por eso algunos cuadros me parecieron material para carnicerías o casquerías, donde la carne humana sacrificada no era muy distinta de la que habitualmente se consume. Algo así parece que opinó Margaret Thatcher, pero yo no me quedo en esa opinión superficial. Por repugnante que parezca la contemplación de tales cuadros, en realidad es angustioso. Porque este muestrario de despojos es la consecuencia de la previa tarea de destrucción a la que el ser humano es sometido por otros congéneres. Que nadie lo olvide: alguien mata y alguien descuartiza. Esta es la denuncia evidente de la obra de un hombre que sufrió la II Guerra Mundial y que llegó a la conclusión de que ésta era la manifestación más brutal de la crueldad humana, cuyos más refinados actores fueron los nazis y sus campos de exterminio. Esta denuncia es explícita en el cuadro Crucifixión en el que aparecen tatuada en el brazo de una de las figuras la cruz gamada.
Pero quizá sea más desasosegante o inquietante, lo que subyace en lo hondo tanto de estos cuadros, en los que el rojo es el color que predomina, como en el resto de sus cuadros: la soledad, la incomunicación, el insoportable aislamiento que se encarga de realzar con la construcción de prismas traslúcidos en la mayoría de sus figuras. (Obsérvese la parte superior de la imagen situada en la cabecera de este artículo). Es como si dijera que nuestro cuerpo se mueve dentro de ese prisma y nadie puede atravesarlo para ponerse en contacto con nosotros. Es como si gritara que, aunque se trate de la persona con más poder del mundo, esta abocado a la soledumbre absoluta. Nosotros vemos cuerpos sobre lienzo, pero casi seguro que el artista pintó interiores, mentes, psicologías, voluntades. En todo caso da lo mismo. Para el británico el interior y el cuerpo es lo mismo. Ama al cuerpo humano su fortaleza, su movimiento, su tensión. Es pintor de figuras, muy rara vez pinta paisajes o sólo paisajes.
Bacon, pues concluye que la verdadera realidad del ser humano es la soledad y la incomunicación que los gritos no pueden romper. Esos alaridos que emite el mismo personaje que tanto le obsesionó en los años cincuenta de la pasada centuria. Trescientos años después, aproximadamente, de que lo pintara Velázquez durante su segundo viaje Italia. Inocencio X en el cuadro que pintó el sevillano cuando ya era un pintor consagrado, se nos presenta con mirada fría y adusta, lejana y desconfiada, con los labios fruncidos en un gesto de fastidio evidente, como de quien está reprochando algo, probablemente la inutilidad de lo que el pintor hace. Es como si estuviera a punto de levantarse de la silla. Se trata de un hombre que mueve poco a la piedad, o algún pensamiento religioso, y más parece un monarca que un papa.
Las diferentes versiones de Bacon, además de demostrar la admiración que este cuadro le producía, y a pesar de las constantes representaciones monstruosas del rostro, a pesar de la distorsión que el alarido que profiere la garganta del pontífice, me resulta menos inquietante que el del español.
Quizá, porque a pesar de las apariencias, Bacon se apiade de la soledad en la que vive todo ser humano por mucho poder que detente, mientras que Velázquez no valora, sino que reproduce el alma que su mirada ha captado.
5 comentarios:
y decías que eras novicio en pintura, pues como todo novicio sabes mirar, ver y sabes expresarlo.
Gracias no puedo ir tan fácilmente a Madrid como tú pero he contemplado los cuadros contigo y me has refrescado la memoria.
Muy acertada también tu frase sobre la reproducción.
saludos
Yo todavía no he ido nunca al Prado.
Menudo desgraciao estoy hecho...
"De pronto no ves impunemente una obra de Bacon sino que la obra te interroga, te supera, te obliga a cruzar una frontera interior e íntima, pero muy honda." Me gustó de sobremanera, esas son las cosas de las que hablar las que nos pasan a nosotros y no lo que suponemos del autor o lo que le pasará a la sociedad de no mediar nuestras sesudísimas interpretaciones, como suelen hacer los críticos de arte. Menos mal que has sabido no cruzar esa línea y así has mantenido muchísima coherencia en tu texto, muy bien me ha gustado.Un abrazo.
Realmente las exposiciones temporales que se montan en el Prado son casi siempre magníficas. No me he perdido las últimas, aunque por supuesto no se puede ir a todas, tienes que dedicarle todo el día y a veces no se puede: Goya, Velázquez, Rembrandt, el siglo XIX,Tintoretto; todas ellas espectaculares.
Sinceramente, y aún apreciando el valor que tiene Bacon en el arte contemporáneo, no creo que me anime a contemplarla. No creo que sea capaz de emocionarme como lo hace la fría mirada de Inocencio X, uno de los mejores retratos de Velázquez y de la historia de la pintura.
No obstante, tu interpretación de la exposición anima a hacerlo.
Besos, escribidor
Perdón, perdón, perdón por el retraso, pero es que los días no me dan más de sí...
María: bienvenida a este rincón que siempre tendrá una butaca reservada para ti. Agradezco tus comentarios por lo que valen. Sólo he intentado dejarme llevar por lo que sentí.
S.C.: Yo no hablaría de ser un desgracio, más bien un poco despistadillo.
ADRIÁN: Que un pintor, a la par que escritor, haga ese comentario me ruboriza. Sólo evita que ese arrobo me llegue hasta las raíces de los pelos, el que sé que la amistad influye. Y eso es mucho más importante.
S.V-B: En todo caso, la exposición concluye el próximo mes, y como digo en el texto, y sabes tú mucho mejor que yo, contemplar una obra en su absoluta realidad, poco tiene que ver con verla a través de una reproducción.
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