martes, 31 de marzo de 2009

LA MEDIA MARATÓN.

Diferentes instantáneas de la prueba, publicadas por
El Adelantado de Segovia en su edición digital.

Surgió el domingo como una caricia congelada, nuevamente.
La ciudad, esta ciudad a la que me tendría que referir más a menudo en este cuaderno cibernético, estaba preparada para recibir sobre su piel vieja las pisadas veloces de unos cuatro mil setecientos atletas. Ya durante la víspera las viejas calles barridas por grises vientos sonreían la abundancia de visitantes que venía a pasar su día de asueto. Me imagino alguna conversación sobre el asunto: '¿Mañana? No, mañana como en Segovia, primero me haré una carrera de veintiún kilómetros y luego me quedo a comer'. Los atuendos deportivos proliferaban por todas partes. Pero los atletas no llegaron solos. Con ellos, con muchos de ellos, se acercaron sus familias, sus mujeres o maridos, sus hijos e hijas, sus padres, sus novias o novios y amigos, incluso algún otro familiar.
Por suerte no hubo campo de batalla a veintiún kilómetros de Segovia, y no fue necesario que ningún soldado extenuara su corazón para comunicar a la ciudad la victoria sobre las tropas enemigas.
Supongo que, salvo media docena de participantes en cada categoría -quizá menos aún-, nadie aspiraba a ganar la prueba, sino a vencerse a sí mismo.
Esta especialidad de la maratón o la media maratón, tiene más de prueba de superación personal que de competición. Es tan desmesurada la distancia, que es imposible plantear ninguna estrategia, puesto que las variables que pueden incidir son tantas, que toda táctica previa es inútil, salvo la de conocerse a la perfección y saber, por tanto, hasta dónde se puede forzar el propio cuerpo. Cada participante conoce su marca, y, si acaso, ése es el gran objetivo, el verdadero gran premio, rebajar en algunos segundos el tiempo tardado en recorrer esa misma distancia en otras ocasiones. Pero en la mayoría de los casos, el primer objetivo es secreto, aunque compartido por la mayoría: alcanzar la meta. A pesar de los entrenamientos, a pesar de la ilusión, a pesar de cada detalle esté estudiado, el verdadero objetivo de la inmensa mayoría es el de ultimar todo el recorrido. Aunque sea llegando en el puesto 2016, que, por cierto, en este caso y por razones obvias tenía premio.
Desde la ventana de esta casa, pudimos contemplar cómo la cuesta de la Avenida de Ezequiel González se tornaba poco a poco en un calvario. Ante mis ojos la calle se tornaba niña bien traviesa y se empinaba sorbo a sorbo, tal que si jugara al escondite inglés. Las zancadas cada vez se acortaban más, los troncos cada vez se inclinaban más, las cabezas mostraban una peligrosa tendencia a movimientos laterales. Pero el sonido de las zapatillas sobre el asfalto continuaba en lento rosario que interminable. Del modo que fuese, todos continuaban.
Las declaraciones posteriores de los atletas coinciden en muchos casos: esta media maratón es hermosísima.
Vale, es cierto.
Pero para un corredor más que hermosa es durísima, pues los desniveles que tiene que afrontar durante los veintiún kilómetros son tremendos. Y mi duda, la gran duda, es saber cómo pueden afrontar lo abrupto de este recorrido tantas personas que, evidentemente, no 'disfrutan' en sus localidades de circuitos similares.
Después de haber leído lo fundamental de la prueba, lo noticiable, a uno le queda la sensación de que esta ciudad tiene un embrujo especial, que sus calles, sus panorámicas, sus monumentos y sus gentes, cuando se organizan bien las cosas, tienen una extraña capacidad para imantar los corazones.
Ocurre, por desgracia, pocas veces, pero cuando sucede, algo especial se apodera del ambiente, una sensación que se parece mucho a la sensación que dejan en la piel las caricias o los besos de los niños.

lunes, 30 de marzo de 2009

GRAN TORINO

Un hombre, fuerte como un roble, y anciano como un roble, y enhiesto como un roble, mira de frente y por derecho a la cámara. El gesto es el mismo, es la misma su mirada, pero las arrugas, son verdaderos surcos que el tiempo ha trazado con la hondura de un arado romano.
Han pasado pocos años, relativamente, desde que vi Million dollar baby y es como si le hubieran caído encima al actor todos los años del mundo. De pronto, Clint Eastwood ya no es solamente la arrogante figura que jamás era afectado por ningún sentimiento humano. Un hombre frío, osado, despiadado, invulnerable, de mirada gélida y agresiva. Alguien que en Harry el Sucio y el resto de sus secuelas cinematográficas, se elevó como guardián del bien utilizando las mismas armas que los representantes del mal. Todo muy violento, todo muy simple, en la misma línea de los spaguettiwestern que gracias a Sergio Leone popularizaron a este actor y convirtieron a Almería en un gran plató hollywoodiense.
El proceso que comenzó con En la línea de fuego, aunque en Los puentes de Madison ya asoma un hombre sensible, ha culminado con este Gran Torino. En aquélla, el talludito y arrogante guardaespaldas del presidente de los EE.UU que aparentaba poco más de sesenta años (los mismos que tenía el actor por entonces), ya empezaba a ser un tipo vulnerable. Y ya el sentimiento de la culpa pesaba en el personaje, como una planta que crecía, quiero decir, que la semilla estaba perfectamente arraigada en su corazón y que sólo era cuestión de tiempo el que llegara hasta donde ha llegado.
Por suerte para todos, Clint Eastwood ha alcanzado setenta y ocho años en plenas facultades mentales y con todo su vigor creativo e interpretativo. También por suerte para todos, su inteligencia ha sido suficiente como para saber que era el tiempo de que diera paso a un hombre atormentado por su pasado, aunque dicho tormento se oculte, o se pretenda ocultar, tras esa arrogancia física que aún ostenta, tras esa mirada acerada y dura, casi siniestra y muchas veces sin piedad.
Pero pronto se ve que todo es pura pose, escudo protector de un hombre que se sabe, en realidad, desprotegido, solo y despreciado, salvo por su memoria y por los habitantes del pasado, entre los que no figuran los jóvenes. Da igual que sean 'rollitos de primavera', sacerdotes irlandeses, morenos o chicanos.
Esta película, como acontece en las buenas obras de arte, y las que dirige Eastwood no son malas, tiene, al menos, dos niveles de lectura. Por la superficie galopa con ritmo y tino cinematográfico el argumento de una cinta que contrapone las dificultades que tiene un antiguo excombatiente de la guerra de Corea para comprender a las generaciones que le han sucedido. Si ya no se entiende con sus hijos, a sus nietos los ve como extraterrestres dignos de un reformatorio al más puro estilo, la letra con sangre entra. Para aderezo completo del ambiente en el que vive, el barrio se ha convertido en lugar de residencia de los 'amarillos', aunque pronto descubrimos que se trata de Hmong, es decir, una etnia vietnamita que apoyó al ejército norteamericano durante la guerra de Vietnam y que tuvo que huir de su país, una vez que el Vietcong se hizo con las riendas de la situación y el ejército estadounidense regresó a casa. Se contraponen los valores del esfuerzo, el tesón, el trabajo, el respeto a los mayores, la hospitalidad, el contacto humano, con el nuevo estilo juvenil de las bandas compuestas por jóvenes de la misma raza (hmong, negros, chicanos...) cuyo único fin es delinquir o eso parece.
Pero bajo este argumento (del que no contaré más por respeto a quien no la haya visto aún) habita la verdadera historia de la película, que no es otra que la historia de purificación de la culpa del protagonista Walt Kowalski, Clint Eastwood, que durante las casi dos horas de proyección evoluciona de un modo que no deja indiferente a nadie. Desde el primer fotograma del filme, en que escuchamos el gruñido de un temible perro guardián enfadado tras la boca cerrada de Walt Kowalski que preside el funeral de su esposa (fotografía que ilustra este comentario), hasta el final de la película, además de la historia que se nos cuenta, contemplamos el cambio de una personalidad que pasa de la intolerancia a la entrega. Un hombre que, a pesar de la animadversión que siente por la iglesia católica (otra de las constantes de los personajes del ultimo Eastwood, la crítica a la iglesia católica, sobre todo al sacramento de la penitencia), siente el peso de la culpa como una losa que le aplasta la vida; un hombre que durante ese periplo interior encuentra, en medio del dolor absurdo causado a un inocente, el modo en que ha de aplacar su remordimiento, una vieja culpa que le ha atormentado toda la vida.

domingo, 29 de marzo de 2009

SILENCIO TURBIO

El Atlántico en A Coruña. Foto de Marián

Tarde de acentos circunflejos, turbios,
imposibles tejados que se ciernen
sobre una página por escribir.
Silencio tenso, escamoteado
a la alegría en la contemplación,
de la infantil sonrisa:
puro diamante tibio de ternura
hoy recién estrenada…
Callar que es cual zumbido en cementerio
lleno de mudos muertos.
Callar que aprieta sístoles, diástoles,
que ennegrece, que opila
el río de la vida, marchitando
sus aromas inquietos.
Es un callar maligno que amedrenta,
que oscurece el volar de golondrinas,
que aclara la sonrisa
de calaveras calcinadas, frías.
Silencio que se atasca en el ocaso
y asfixia la sonrisa del crepúsculo…
Es un callar premonitorio, tenso,
de ceniciento cenagal, carnívoro.

sábado, 28 de marzo de 2009

DESDE LA PIEDRA (CUADRO DE ADRIÁN DORADO)

Desde la Piedra. Autor, Adrián Dorado. Técnicas mixtas y collage.
Horrorosa reproducción fotográfica realizada por Amando Carabias María.


El cartero cruzó la mañana de la ciudad con el paquete largo y ancho, liviano y delgado. Cuando llegó a la casa del escribidor castellano, éste no estaba en su domicilio. Cosas que suceden. El cartero y el escribidor trabajan a las mismas horas.
Cuando el escribidor retornó al hogar, sólo el aviso era el testimonio de la llegada desde Argentina de aquel objeto.
En su cabeza, en la del escribidor, se empezaba a fraguar la idea un tanto misteriosa de lo que podría contener aquel paquete.
Lo más probable es que Adrián Dorado con su ironía desmedida, hubiera sobornado a la oficina de correos española en pleno, porque el aviso que el escribidor descubrió en su casa tenía marcada un aspa en la casilla correspondiente a carta. Es decir que, aunque el escribidor no se esperaba nada en concreto, se imaginó algo de un tamaño poco mayor que un folio.
Pero ayer por la mañana, al tomar el paquete y comprobar sus dimensiones (que calculó serían de medio metro de largo, por unos treinta y cinco centímetros de ancho), así como la liviandad de su peso, intuyó que se trataría de un buen cuadro de su amigo.
Contuvo el escribidor las ansias en la oficina, más que nada para que el posterior transporte hasta su casa no generará algún daño en la obra de arte, que supuso delicada y de materialidad endeble. Y después de comer, sin esperar a más, rompió la cartulina convertida en sobre, despegó la cinta aislante que sujetaba dos cartones de embalaje de un refrigerador y destapó la blanca cubierta que cumplía con la misión de ser la última protección de la pintura realizada sobre papel en técnicas mixtas y collage, datada en el año 2000 y cuyo título es Desde la Piedra.
De inmediato se le vino al escribidor una sonrisa a la boca. ¿Cómo algo tan pesado y tan denso como una piedra, pesaba tan poco? Y luego se percibió el peso de esa preposición, que a lo mejor era más importante de lo que suelen ser las preposiciones: desde...
No se trataba de la reproducción de una piedra, a pesar del fondo grisáceo y blanquizco que le asemejaba con el granito, sino de lo que allí se había gestado y desde allí emergía y desde allí se mostraba. Esa vida, esa lanzadera hacia el infinito.
Y le vinieron cosas inconexas a la cabeza, como aquella vez que Juan Cruz, en su blog habló de una roca y que sugirió a Adrián una experiencia infantil o adolescente en Castro Urdiales, o la piedra de Sísifo, con el mensaje de su eterno comienzo, de su tenacidad inquebrantable, o las Cuevas de Altamira, o quizá otras cuevas prehistóricas, y le recordó la intensidad y la rotundidad y la fuerza de sus trabajos... Y se fijó en la fecha de la obra, justo el año del cambio de milenio, a alguien se le ocurría reflexionar sobre las piedras, mejor dicho, desde las piedras.
Y el escribidor se alegró desmedidamente de tener que buscar un lugar para exponer este cuadro que también compartirá un hueco con los cuadros de su hermano Mariano, esos cuadros que enaltecen las paredes de su salón.

viernes, 27 de marzo de 2009

MAÑANA SIN HISTORIA. 2


Cual antiguo profeta, se sentía impelido por voz divina a escribir un relato al día. Más que actividad u oficio, era misión o destino: un cuento diario que mecanografiaba al final de la jornada a doble espacio, por una sola cara, susceptible de ser enviado a concursos. Se presentaba a unos veinte por año, ganaba alguno (un año, llegó a conseguir un primer premio, un accésit y una mención especial). Nunca uno de postín que le permitiera parchear la cuenta corriente nutrida por sus ahorros de la época laboral, por la pensión que cobraba a causa de la enfermedad y por los restos de la herencia de sus padres, pero que enflaquecía paulatinamente, aunque tal circunstancia no le alarmase, de momento.
Después de la comida, cuyo postre era el segundo pitillo de la jornada, caminaba a buen ritmo, durante una hora u hora y media, por las empinadas calles de su vieja ciudad pétrea y etérea, áurea y traslúcida. (La ciudad para él era como una palabra escdrújula). La climatología no determinaba la actividad, aunque sí la ruta. Si el día no era lluvioso o desapacible en exceso, prefería que sus pies le llevasen por zonas poco construidas, donde los amplios horizontes lejanos permitiesen una expansión a sus ojos.
Deambulaba rápido, callejeaba impaciente; su cabeza no dejaba de bucear en el relato que había fraguado en su casa durante la mañana. Se le ocurrían distintos finales, cuestiones intermedias que se le habían escapado, frases líricas que embelleciesen la parte más prosaica, precisiones que lo dotaran de verosimilitud.
Al regresar a su casa, allí estaba la historia, impertérrita, esperándolo. Era un trabajo, el vespertino, de unas tres horas. Corregir, pulir, redondear y mecanografiar. Al final del día, después de otro paseo, la rápida cena, el tercer cigarrillo, un par de horas de lectura sosegada o de visión de alguna película alquilada en el vídeo club, hacia las doce de la noche, apagado el cuarto cigarrillo, se acostaba satisfecho y cansado, seguro como un niño, tranquilo como un bebé, a la espera de que en su cerebro, durante el turno de madrugada, se fabricara la esencia de otra historia.
*
Si la fábula se le resistía tocaban a rebato en su corazón.
Las primeras veces que sucedió, modificó los hábitos: suspendió su salida vespertina, acuciado por la ansiedad; prolongó su actividad: no leyó, se acostó más tarde... Todo inútil, infructuoso todo y, por si fuera poco, dañino para la siguiente historia.
Aprendió que era mejor volver a enfrentarse al relato a la mañana siguiente, como si fuera nuevo, empezando desde el principio, como si se hubiera producido un error en la cadena de montaje. Llegó a la conclusión de que durante el trabajo detectivesco de la mañana había cometido algún error, o no se había percatado de algún detalle trascendental. Cuando así actuaba, no pedía paso un nuevo cuento, sino que descubría una nueva perspectiva de la historia anterior.
*
Aquella mañana, sucedió lo impensable, la hecatombe, el terremoto final, el definitivo ‘bigbang’ infernal.
Al principio, no le dio importancia. Se sorprendió por la novedad.
Abrió los ojos, como cada mañana. Vio el desleído retrato de la boda de sus padres, y en su cabeza no encontró nada, no había nada, ni una idea. Un vacío nuevo, una sensación absolutamente desconocida y desconcertantes.
Quizá durmió mal o superficialmente. Barajó, por breves instantes, la posibilidad de volver a cerrar los ojos para que el sueño lo abrazara de nuevo y que el trabajo que la fábrica no había ejecutado en el tiempo habitual, lo concluyera tras una prórroga.
Sin embargo la realidad era tozuda y no era cuestión de engañarse a sí mismo: no tenía sueño y había descansado como cualquier otro día. Así que, resignado, decidió levantarse y realizar las mismas tareas de cada jornada. En la repetición de los actos, supuso que encontraría la historia que no había aparecido o se había perdido o se había destruido, en el embozo de su última ensoñación.
No era desdeñable un fallo en el sistema de comunicación interno; o un cortocircuito en el engranaje que existía entre el lugar de almacenamiento de las historias y la parte consciente de su cerebro; quizá una obturación en los túneles que comunicaban la sala cerebral que apilaba las historias y la sala donde llegaban para que él las traspasara al papel; acaso una discusión subconsciente, en las profundidades del almacén de historias, de la que su nivel racional ni participaba ni se enteraba; quizá una huelga de los diminutos porteadores que viajaban de un lugar a otro de su circunvoluciones cerebrales o, ¿por qué no?, quizá un par de historias pugnaban por aflorar y tal lucha provocaba el vacío en su conciencia; en suma, algo que la leve actividad física se encargaría de solucionar.
No lo reconocía, ni a sí mismo quiso reconocérselo, pero la inquietud enraizaba en su espíritu, como el oscuro musgo en las umbrías paredes.
Actuó con calma, con aparente calma, como si tuviese clara conciencia de que un espía observaba cada uno de sus movimientos y no quisiera que ese mirón profesional vislumbrase el problema.
Salió a la calle a comprar su modesta ración de pan diario, y cuando regresó, seguía huérfano de narración, ni una sola fábula que pergeñar.
*
Tozudo como mulo de las montañas, se sentó ante su cuaderno, agarró el bolígrafo y se dispuso a escribir.
Transcurrieron diez minutos interminables, densos de vacíos y oquedades. Una década de minutos en que la mirada desdibujaba y licuaba todo: el negro bolígrafo y el cuaderno de pastas verdes y el extremo de la mesa camilla sobre la que escribía cotidianamente y el anodino cuadro de una marina y el mueble bar vacío y la ventana sin cortinas ni visillos del extremo opuesto de la habitación.
Por primera vez, desde que se recordaba dedicado en exclusiva a escribir relatos, no sabía qué ideas se convertirían en las palabras que vivirían desde entonces en el papel.
Sintió el terror y el pánico, el vértigo y la náusea que provoca el vahído de enfrentarse al abismo de un folio en blanco. Las manos comenzaron a temblarle y, en breves instantes, sentidos como largo tiempo, perdieron toda su esencia de manos, y se tornaron apéndices amorfos de los brazos sin fuerza. El bolígrafo rodó hasta el papel. Un sudor casi helado, viscoso o glutinoso, más que líquido o fluido, retozaba por la espalda y humedecía con una leve película, supuso que salobre, su frente cada vez más pálida; notó, con la precisión de quien contempla un atardecer, que la sangre abandonaba su cabeza, en realidad, percibió que la sangre desaparecía de su organismo, mientras se retiraba a algún lugar incierto del universo. Sólo por estar sentado, el desmayo no le derrumbó en el suelo, aunque perdió la conciencia.
Durante unos minutos, no pudo dar cuenta de quién era, o de dónde estaba o de qué hacía.
Sabía que sólo habían pasado unos minutos pues, cuando volvió en sí, la memoria le hizo el favor de contrastar su último recuerdo con la hora que marcaban las largas manecillas negras del reloj (uno de pared, regalo del padre a su madre en un aniversario de boda y que ella admiraba por el reverbero grave de las campanadas y el refinado acabado de su arquitectura), y que a él no le gustaba, pues parecía un dinosaurio del pleistoceno, pero con quien convivía pacíficamente por respeto a la memoria materna. Esos minutos fueron tiempo desorillado, horas que se extendieron blanquizcas y frías, vacuas y nebulosas, por su cerebro horrorizado. Descubrió experimentalmente que el tiempo se divide en infinitas porciones, pero cada fracción posee autonomía propia, y densidad diferenciada, por lo que la percepción que tiene cada individuo es variable, y subjetiva, como describir o dibujar el color de una sonrisa o el perfil de un sueño. Como si los sesenta segundos de cualquier minuto de cada hora de la vida, estuviesen repletos de incontables armarios de frontal diminuto, pero de fondo insondable, en los que puede acontecer algo de tal importancia que nos demoremos en él ilimitadamente, cernícalo en busca de caricias de eternidad.

jueves, 26 de marzo de 2009

LA DES-ORDEN DE LA TUERCA (1)

Se me cuenta, me lo escribe Adrián Dorado, que hubo un pintor argentino, Benito Quinquela Martín (1), allá por 1948 que era el Gran Maestre de los Caballeros de la Orden del Tornillo.
¿Qué...?
Creo que en vez de liarme con farragosas explicaciones que me llevarían por vericuetos larguísimos, mejor transcribo lo que se me envió: el documento fundacional de la Des Orden de la Tuerca
*
Considerando
Que se denomina Orden a la dignidad o título que mediante varias ceremonias y ritos se daba en la antigüedad a los hombre nobles (¿Por qué no a las mujeres?) o a los esforzados (al menos nos quedaba la ilusión del esfuerzo que prometían vivir justa y honestamente y defender con las armas (sean ellas el pincel, la música, la palabra, la poesía o el pensamiento) a la religión (cualquiera o ninguna), al rey (por suerte no hay más), a la patria (o lo que quede de ella) y a los agraviados y menesterosos (que cada día son más);
Que en Buenos Aires, desde 1948, es célebre la de los Caballeros de la Orden del Tornillo, creada por un grupo de artistas bajo la tutela de Benito Quinquela Martín, Gran Maestre de esa Hermandad para quienes "... un hombre que sueña ha perdido un tornillo";
Que la citada Orden aceptaba "... con buen humor esa calificación de locos" que los hermanaba "con el poverello de Asís y con el ilustre señor Don Quijote" como una "burla a la vanidad en boga entre los hombres cuerdos" y por ello creyeron "... que también ellos eran merecedores de honores y dignidades consagratorias";
Que simbólicamente, por encontrarse en el otro extremo respecto de La Boca, y fundamentalmente por su carácter femenino, la tuerca se adapta mucho mejor que un símbolo fálico como el tornillo a las circunstancias a las que nos han acostumbrado con sus críticas rupturas, la esperpéntica realidad actual;
Que tanto el uno como la otra deben ser tomados como elementos simbólicos de la creatividad del ser humano logrando, de esta emparejada manera, la tan deseada síntesis en sus más puras intenciones;
Que los saavedrenses (2) estamos agrupados y des-agrupados en forma permanente alrededor de una contra institución en la que todos somos monarcas y en la que sólo merece la dignidad de peón quien haya demostrado, a lo largo o a lo corto de su vida, una férrea resistencia a la mediocridad impuesta por el proclamado fenecimiento de la historia y por la prepotencia de los valores del mercado y sus más conspicuos instrumentos: el supuesto fracaso y las aliena-alineación como seres humanos.
*
Por todo ello la contra institución A.R.R.O.S.C.A.D.O.S.
(Agrupación de Resistentes a las Roscas de las Operaciones Sin Cultura Argentina Domiciliados Ontológicamente en Saavedra)
dispone:
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Artículo 1º- Institúyese el Des Orden de la Tuerca como dignidad que se otorga a quienes, a partir de su trabajo, han comprendido el deterioro humano que implica constituirse en los ganadores de una competitiva carrera sin solución de continuidad y, pese a ello, no han renunciado a entregar a "la humanidad" lo mejor de sí mismos.
*
Artículo 2º- La dignidad mencionada en el artículo que antecede se otorgará estrictamente, a quienes se hayan hecho acreedores a la misma según las circunstancias y antecedentes que se consideren justos en cada momento (lo que puede ser variable en cada caso pudiendo incluir hasta la misma contradicción). La decisión se tomará por las buenas o por las malas hasta llegar a la unanimidad indispensable o al silencio coercitivo de quienes no se encuentren de acuerdo.
*
Artículo 3º- El orden en la entrega de las dignidades no otorgará preeminencia ni jerarquía de ningún tipo so pena de retorno al usufructo de la condición monárquica de manera permanente e inmediata a quien ose pretenderlo.
*
Artículo 4º- Certificará la posesión de dicha dignidad la Tuerca que se otorgue en el acto de designación y la entrega del correspondiente nombramiento que será firmado por todos aquellos monarcas que se encuentren presentes en el acto, el que podrá ser público o reservado, ambos, de significativo carácter confidencial y confesional.
*
En Saavedra, Buenos Aires, a 20 días del mes de Septiembre de 2003
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(1) Si en cualquier buscador escribís Benito Quinquela Martín, os aparecerán reseñas suficientes para conocer no sólo su biografía, sino parte de su obra. Por lo que he sacado en limpio, es tan apasionante y entregada al arte pictórico como la de nuestro amigo Adrián Dorado. Sólo transcribiré las líneas finales que Wikipedia trae de su biografía: "Fue el inventor de la calle "Camininto", una vía de ferrocarril abandonada que él quiso transformar en museo al aire libre para favorecer a los artistas y artesanos del barrio en los años de la década de 1950, y que con el tiempo, su éxito fue tal que ahora pareciera que siempre estuvo ahí". Esta calle inspiró la música, que no la letra, compuesta por Juan de Dios Filiberto del famoso tango allá por 1926. Aquí os dejo un enlace, por si queréis escuchar la versión más tradicional de este tango universal. http://www.youtube.com/watch?v=ee79ZmClwzA
(2) Se denominan saavedrenses a los porteños que viven en el barrio de Saavedra, ubicado en la parte opuesta al barrio de La Boca. (N.A)

miércoles, 25 de marzo de 2009

MADRUGADA. (Nocturno 1 de Chopin)


He almacenado la noche en un sobre de melancolía, como si las sábanas se hubieran condecorado de una tristeza tibia y acogedora. He laminado los segundos en un bozal antiguo carcomido por caricias de romos alfanjes. No es nada comparable a nada… o a casi nada. No ha habido ningún motivo sustancial que explique por qué las lágrimas han acudido presurosas, como cataclismos inevitables, y han desbordado las cuencas de estos ojos arrasados de piedras y palabras. A la ciudad no le duele el alma, ni navega por estructuras macilentas. Acaso duerma, arrullada los sueños de músicos insomnes. Caireles de noche caen sobre mis lágrimas que asoman sus rodillas azules al oscuro poniente invisible. Un sinuoso juego de recuerdos y miedos clava taladros de cristal en la entraña cansada de la torpe mirada. La risa es una lágrima disfrazada que danza en medio de la multitud. Pero a ti no te engaño, a ti no puedo esclavizarte a la sinuosa curva de mis labios, porque tus dedos me conocen mejor que mi respiración, pues moldean mis latidos y los hacen correr a la velocidad de sus caricias, como ronquido de mar. Me gustaría ser intenso, vibrar con el vigor de trompetas brillantes y duras e invencibles, pero sabes que soy esencia de brizna de hierba gris que se calienta dentro de los brazos del brillo de la luna, si acaso me materializo en suspiro camuflado en las pisadas de la madrugada o en el llanto de una fuente escondida en el útero de la madrugada. Si pienso en los niños con piel de sombra que hollan el sendero del hambre, el filo de la guadaña me reduce a escombros la mirada. Si pienso en las barcas fabricadas de mentiras y ruindad, un disparo me atropella el alma. Si pienso en los muslos profanados, la náusea recompone su sonrisa de carmín podrido. La madrugada no se mueve, parece un cadáver inmutable. Solo oigo el blanco goteo de lágrimas de poeta solitario.

martes, 24 de marzo de 2009

EL CHARCUTERO.

Nadie lo supo hasta aquella mañana fría de un otoño que comenzó demasiado temprano, incluso para la ciudad de la Meseta, dormida en los recuerdos de los siglos, cual Blancanieves cansada…
El charcutero de la esquina, sí, hombre, aquel joven de voz tonante que se pasaba la mañana diciendo gentilezas a las mujeres que paraban ante el mostrador del establecimiento, el que tomaba un carajillo cada tarde en el bar de Braulio, justo a las cuatro y veinte…
Había sido la gran noticia de la mañana. Un charco como de zumo helado de frambuesas, reseco, era el único rastro después de que la ambulancia y el coche del juez se hubieran ido camino del tanatorio. El forense ya esperaba en la sala de autopsias.
Ya caigo, ya…
No fue muy creíble la revelación. El humo de los puros de la tarde ascendía, azulino, como para capturar el estridor de la loza de los cafés. En la angostura del bar, caían revelaciones como palomas salidas de una chistera de prestidigitador.
Era poeta.
No fastidies.
Pero de sus versos escritos con tinta azul, nadie supo dar razón precisa. Acaso el secretario del juzgado, al sustanciar el expediente, echó un vistazo superficial, como de hastío, a aquellas líneas que no terminaban nunca de ajustarse al margen derecho de la página. Alguna incluso, estaba muy lejos, como si hubiera sido sólo un escalofrío olvidado.
Había una incongruencia inextricable en aquella noticia, sus manos acostumbradas a trastear entre los entresijos de los animales, no parecían las más indicadas para dibujar palabras que soñaran nuevos mundos o viejas lágrimas.
¿El del carajillo a las cuatro y veinte de la tarde?
El mismo.
El humo opalino, esa niebla densa y cálida y asfixiante, quedó más suspenso de lo habitual, como si un muro invisible sujetase su idea de huir. Unas cuantas miradas algo cansadas y miopes se estrellaron en el taburete que ocupaba habitualmente. Vacío, como si aún le esperasen.
Se tiró desde la azotea.
El frío de la ciudad se llevó la historia detrás de un tapial de convento, donde las tórtolas se arrullaban sin comprender muy bien qué significaba aquella nueva brisa que lloraba junto a ellas…La digestión de unas manillas de cordero, pareció gimotear en algún estómago demasiado melancólico, a pesar de las apariencias…

lunes, 23 de marzo de 2009

HACE SEIS AÑOS

Viñeta de El Roto, publicada en El País el 16 de abril de 2003
El veintitrés de marzo de 2003 se inició una operación militar que iba a durar unas pocas semanas. Se bautizó como Operación Libertad Iraquí...
Convendría que no olvidáramos ciertas efemérides. Que procuráramos a nuestra memoria el espacio suficiente para que el polvo de cada jornada, la monotonía de los quehaceres que se superponen sobre los latidos de nuestro corazón como si fueran pétalos de olvido, no ocuparan ciertas alacenas.
A nadie se le olvidarán unas cuantas jornadas particulares, y otras colectivas. Hay aniversarios que figuran en nuestra mente con la misma precisión con la que figura este mismo instante. Nadie nos tendrá que recordar, si es que habíamos nacido, cómo fue el 20-N de 1975, o dónde estábamos o qué hacíamos cuando dos aviones derrumbaron las Torres Gemelas aquel 11-S de 2001. Como tampoco nos podrá hacer olvidar qué hacíamos aquella mañana del 11-M de 2004 .
Sin embargo, quién recuerda con la misma precisión el 23 de marzo de 2003.
Por suerte un poeta burgalés, residente en León de toda la vida, con más de cien años a sus espaldas, tuvo la precaución de escribirlo para que se fijara en nuestra memoria. Me refiero a Victoriano Crémer, a quien ya dedicamos uno de los primeros artículos de esta bitácora. Y precisamente en el libro, El último jinete, por el que obtuvo el XVIII premio del Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma que organiza la Diputación de Segovia, escribió estos versos en la primera estrofa del poema titulado Guerra 2003, que figura en la página setenta y cinco del libro:
Era domingo y primavera,
el sol movía sus telares
para la úlitma representación.
Las aves del retorno
apresuran el latido de las sombras.
Y el amor se apoderaba de todas las alcobas.
Por tanto convendría que nos claváramos con alfileres de fuego en la memoria que era domingo, que la primavera, en esta parte del mundo, acababa de comenzar, que aquel año fue una primavera de muerte.
Convendría que recordáramos que el planeta presenció en directo el espectáculo de una guerra, que parecía una película de Hollywood, pero con sangre sin efectos especiales.
Convendría que no olvidáramos las imágenes de la televisión, aquellas intervenciones previas que, con fijas miradas de ojos abiertos juraban y perjuraban que las armas de destrucción masiva poblaban los desiertos.
Convendría que recordáramos con orgullo que el mundo entero, también nosotros, salió a la calle. Y nosotros, además, estuvimos avergonzados porque nuestros soldados se convirtieron en quijotes del horror, y dejaron de ser sueño de un buen loco, para convertirse en pesadilla de grajos que se tornaron en bumerán de sangre descuartizada.
Convendría que tuviéramos bien presente que el dolor de las madres es igual en todas partes y que la sangre de los inocentes es igual aquí, allí o en cualquier rincón del mundo.
Convendría que nuestra memoria nos trajese al presente que se clamó en nombre de un dios y de otro dios, y Dios, sin embargo, si acaso, lloró en las lágrimas de las víctimas, o permanció silencioso a la espera de que nuestras armas dejaran de ser la melodia de la madrugada bagadadí.
Convendría que tueviéramos en cuenta que, a pesar de todo, los dictadores del mundo no se asustaron lo más mínimo, y salvo Sadam anudado a una soga sucia, los demás dictadores continúan muriendo en su cama, más viejitos que sus víctimas.
Convendría que renegáramos de las guerras, de cualquier guerra, en cualquier parte. Porque si cualquier guerrra es siempre la peor de las posibilidades, la única que no sirve para nada, una guerra preventiva es el peor de los crímenes organizados.
Si fuera posible, como se dice en una viñeta de El Roto, también publicada por aquellas fechas, rogaría que se dejaran de fabricar coches que provoquen tantas guerras.

domingo, 22 de marzo de 2009

TARDE ANODINA DE JULIO

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Julio
El sudor era una película pegajosa adherida a la piel. En el bar no había casi nadie. Los clientes estaban sentados, en su mayoría, afuera, en la terraza desde la que se contempla del devenir de la plaza que ya se empieza a vaciar de gentes… Es sabido que el mes de julio no es el mejor para el turismo de Segovia.
Un hombre enteco, fumador compulsivo, más compulsivamente aún, echaba monedas a la ranura de la máquina tragaperras. A su derecha un joven hablaba con una de las camareras. El hielo enfriaba el café y lo aguaba. La bebida entraba, cruzaba su garganta, dejando un regusto amargo que le aliviaba la sed. Pero el calor, ese calor agobiante, no desaparecía de su piel.
Estaba absorto en sus pensamientos inútiles y enfermizos, esos pensamientos a los que le conducía la actitud dubitativa, cuando ha aparecido otra camarera. Era una jovencita poco mayor que su hija mayor. Otro camarero, fornido, altísimo, con voz tonante le ha preguntado por su viaje a Nueva York.
No ha podido evitar concentrarse al máximo posible en la conversación. Sin parecer cotilla, claro. Seguía acodado en la barra, miraba distraído a cualquier parte, evitaba que su mirada se dirigiera hacia el punto en el que se desarrollaba la conversación.
Se enteraba de cosas.
El viaje había ido muy bien. Habían aterrizado en Barajas la mañana anterior, a las ocho de la mañana. La vida en Nueva York, gracias a la fortaleza del euro, parecía más barata. Al camarero grandote le ha regalado un llavero de los Newyorkers, y un niqui del mismo equipo: una camisa blanca con rayas verticales negras. Muy neoyorquina, desde luego. Se sabía que había trabajo duro porque no cesaban las peticiones de comandas, sobre todo de cervezas y coca-colas.
La joven camarera se movía diligentemente tras la barra. Por lo que había observado en los pocos minutos que había estado tras la barra del establecimiento, era callada, diligente y eficaz. Pero sus pensamientos se dirigían al propio hecho que había motivado toda la conversación.
Los chavales viajan por el mundo con una facilidad similar con la que él sale de paseo. Parece que no hay dificultades que se lo impidan: ni el visado, ni el precio del billete, ni lo difícil que han puesto a la hora de hacer un viaje en avión. A ellos, a los jóvenes, no se les pone nada por delante. Ellos tienen un sueño y lo llevan a la práctica salvando cuantos obstáculos se les aparezcan.
Por un momento ha pensado que, quizá, uno de los aviones que, como un simple destello minúsculo intuye por las noches, acodado en el ventanal de su casa, era en el que viajaban aquellos jóvenes, cuando estaban a punto de aterrizar, antes de haber pasado unos días en la Gran Manzana.
Él incapaz de moverse de su casa, de su ciudad, ellos, los jóvenes, mientras tanto, surcan el mundo a lomos de un enorme pájaro de acero, como quien toma un helado o se bebe un vaso de agua… Quizá sea ésta la diferencia entre una edad y otra.

sábado, 21 de marzo de 2009

CUANDO EL LÍMITE TIENDE AL INFINITO

No era joven. Ninguno de los dos lo era.
Lo sabía. Lo sabían.
Esa conciencia era determinante para que ciertos gestos automáticos, ciertas miradas distraídas, ciertos comentarios descuidados, ciertas distracciones involuntarias, no se convirtieran en motivo de dolorosas y sangrantes refriegas inútiles que, a la postre, son sólo un muestrario monocromático de inmadurez mental, ya que uno necesita aparecer ante el otro como dueño de una fuerte personalidad y que, por si fuera poco, desgastan demasiadas energías, las mismas que son tan preciosas y que conviene ir reservando para menesteres más gratos y más útiles.
Respecto de esta cuestión él, como si fuera un guerrero antiguo de viejas batallas, lucía en el corazón y en la mirada unas cuantas cicatrices (visibles e invisibles), que eran más que convincentes…
Habían pasado ambos la edad aquella en la que cualquier gesto que no fuera de absoluta entrega, de perfecta anuencia a los deseos del otro, en el fondo, lo que ocultaba era una daga de traición o una pistola de abandono. Cosas ambas, sin duda, muy melodramáticas, ingredientes que pueden dar mucho sabor al condimento del guiso del amor, sobre todo si se sirve dentro de una película europea, o en una novela de Amanda Quick; pero que las más de las veces son pura fantasía hueca, cuando no la antesala de una tragedia desproporcionada…
No era hermoso al modo en que los charlatanes de feria, los que hoy pueblan las televisiones, opinan que se es hermoso. Ninguno de los dos lo era de este modo. Lo sabían, y esa conciencia era determinante para que se gustasen y se atrajesen con más pasión. Tampoco eran repelentes, contrahechos, feos. Viajaban sobre la normalidad, la más hermosa y anodina de las normalidades: ni altos ni bajos (por debajo de la media), ni flacos ni gordos (unos pocos kilos de sobrepeso), ni ricos ni pobres (dos trabajos que aseguraban una existencia pacífica). Esto último, aunque parezca que no tiene nada que ver con la cuestión de la estética, se apunta aquí porque es lo más trascendente para los voceros oficiales, quienes establecen los cánones modernos sobre la belleza.
No era un perfecto amante, y menos un atleta sexual. Ninguno de los dos lo era. Lo sabían, y tal certeza era determinante para que su amor fuera intenso y delicado, tierno y fluido, como el pequeño río oscuro de la ciudad…
La conciencia mutua de las supuestas limitaciones era un poderoso resorte que les enviaba cada jornada hacia la estratosfera de la felicidad, donde moraban sonrientes, sin apartarse ni un milímetro de la proximidad a la piel del otro y del planeta, porque hay veces que el límite tiende al infinito…

viernes, 20 de marzo de 2009

MAÑANA SIN HISTORIA. 1.

Escribía con la misma naturalidad con que se respira, con que se ve, con que se oye, sin expresa intención volitiva. Sabía que el acto de la escritura era parte esencial de su ser. No podía, aunque tampoco quería, hacer nada para evitarlo. Como no podía impedir que sus ojos oscuros parecieran inexpresivos, de pez asustado, o que su liso cabello escaseara cada vez más, o que su estructura ósea diese la impresión de frágil vulgaridad, semejante a la loza ordinaria que se utiliza en las cocinas, o que su poco desarrollada musculatura invitase a pensar en endeblez inconsistente, aunque tras ella se percibiera la flexibilidad de los dúctiles gimnastas más que el anquilosamiento de los seres sedentarios. De igual modo, tampoco podía evitar aquella actividad que lo definía más que nada en el mundo.
Escribir en él era tan natural como la estatura de su esqueleto. Algo no sólo inevitable, sino inamovible.
Desde hacía diez años, cuando una incurable y extraña alergia a determinados productos utilizados en las imprentas, le obligó a dejar el trabajo como linotipista del periódico proporcionándole una modesta, mas suficiente pensión, todo era simple, sencillo, espontáneo. Tenía cincuenta años, una soltería pacífica y vivía solo desde hacía tres lustros, cuando sus progenitores fallecieron uno tras otro en un breve intervalo de meses.
Al abrir los ojos a las ocho de la mañana (minuto arriba o abajo), la historia se aposentaba en su mente, aterrizaba cual gorrión impaciente en la rama u hoja somnolienta en la tierra. Tampoco se trataba de una decisión racional: aparecía, nada más. Tan natural y cíclico como que albee cada mañana, que titilen las estrellas nocturnas, que canten los mirlos al amanecer; tan cotidiano, que algunas tardes (concluido su relato) se planteaba si las historias las tendría almacenadas en su cerebro, como si éste fuera anaquel o estantería atiborrada de cuentos y fantasías. Quizá, pensaba, estaba dotado de un gen específico que le permitía escribir una narración diaria, o, acaso, poseía la particularidad de que sus sueños se transformaran en cuentos.
Nunca recordaba sus sueños; ni que soñara recordaba. Cuando la luz cruzaba el dintel de sus pupilas, vislumbraba la sombra feliz de una nueva fábula. Tras el atisbo, se acercaba a ella ejecutando actos rutinarios o automáticos en que rebajaba su concentración: la ducha, la ventilación del pequeño dormitorio (cama estrecha, mesilla con dos libros [‘El Quijote’ y ‘Platero y yo’], desvencijada coqueta, crucifijo heredado, desvaído retrato de la boda de sus padres), su monótono desayuno frugal, la limpieza de los cubiertos, el arreglo del cuarto o fábrica donde crecían sus ficciones.
En ese tiempo, cuarenta minutos de lenta actividad física, pero trepidante trabajo mental, semejaba un rastreador de pistas o un cazador furtivo al acecho de la pieza o, mejor aún, un detective privado husmeando minucias para completar los informes, pues las pruebas contundentes ya obraban en su poder. Era el esfuerzo más arduo del proceso de escritura, justo cuando el bolígrafo estaba más lejos de sus manos.
De la maraña de ideas que se agolpaban en su cerebro, como un atasco matinal de vehículos en la gran ciudad, debía rescatar o salvar o aislar el suceso que le ocuparía el día: ya un objeto que adquiría dotes humanas, pidiendo ser protagonista; ya un personaje que llamaba a la puerta de su imaginación con insistencia y machaconería (estos eran relatos arduos, pues el protagonista tenía una fuerza de tal calibre que impedía descubrir de inmediato las peripecias o pensamientos que nutrirían de sustancia a lo narrado); ya la historia nítida, como una postal recién comprada, a la que le faltaba el sujeto que la encarnase; algunas gloriosas mañanas, todo se conjugaba: era cuestión de abrir el cuaderno y franquear la espita por donde surgían las palabras, para que ninguna se rezagara o tropezara en las intrincadas bifurcaciones cerebrales.
Tras la aproximación, y conocido lo importante, el armazón del cuento, el lecho por donde fluiría la historia, se sentía pletórico y dejaba que madurase en su interior, como si allí tuviese un horno donde se cocinba la historia a fuego lento.
Como creía que la salida al aire libre era sustancial y benéfica para su labor, más aún, creía que era imprescindible para oxigenar al cerebro y que, luego, todo fuera mejor, justo antes de emprender la tarea propiamente dicha, salía a comprar el pan a una tahona próxima: media barra para la frugal cena nocturna (un pedazo de ese pan con aceite de oliva y una pieza de fruta, normalmente una manzana y un yogur natural) y el desayuno del día siguiente (el trozo restante de pan con aceite de oliva, queso fresco, otra pieza de fruta y una taza de negro café con rubia miel).
De vuelta, el laboreo era sencillo, aunque duro: escribir cuatro o cinco horas seguidas (con una interrupción, tras un par de horas, para beber un zumo o un café y fumarse un cigarrillo, el primero de los cuatro que se permitía durante toda la jornada).
Estas horas matinales las invertía en el trabajo grueso de la construcción, todo el argumento, todo el trazo grueso de la historia. Es decir, excavaba los cimientos, levantaba las vigas que sujetarían su estructura, cubría de aguas el edificio, elevaba las paredes y dividía en habitáculos cada vivienda, hacía las instalaciones precisas. Cualquiera que viera el inmueble, sin contemplarlo con detalle, lo distinguiría en sus trazos fundamentales, en sus particularidades, con todos los vanos con los que contaría al final, con las acometidas para el agua, la electricidad, el teléfono, el gas...
Pero faltaba la carpintería, los alicatados, los sanitarios, la pintura, los electrodomésticos, la ornamentación, los libros, el menaje, la ropa..., o sea el aroma que distingue un edificio o construcción, del hospitalario hogar en que convertía sus narraciones, aunque fuesen historias amargas, duras, tristes, con final trágico. En fin, que le faltaba la vida, pero eso venía después, durante la tarde.
Era fiel a sí mismo, y una vez cerrada la narración, es decir, una vez acabada la trama, iba a comer al restaurante donde lo hacía a diario.
Aquello empezó por casualidad. Se dio cuenta de que no era un gasto tan gravoso, a pesar de la escueta pensión, si siempre comía el plato del día; además, haciéndolo con moderación y rigor, llevaría una dieta equilibrada, ya que el restaurante alternaba la carne (roja y blanca), la pasta, el pescado (blanco y azul), las legumbres, los huevos, las verduras y siempre tenía fruta para el postre. No le importaba que el mantel fuese de papel ni que la decoración consistiese en pobres láminas adquiridas en bazares de todo a cien ni que las camareras fueran inexpertas jóvenes extranjeras ni que la vajilla fuese tan vulgar como la de su casa. Era un establecimiento de precios asequibles, de cocina casera con poca sal y menos especias; además, el aparente dispendio lo compensaba con el ahorro en el mercado, la luz y, fundamentalmente, el tiempo: valor superior al que se plegaba fervoroso. Aquel Cronos inalcanzable que se le escapaba siempre, según creía, como el agua entre los dedos. Tenía tantas historias que escribir que no se podía detener, salvo lo imprescindible, en minucias como compra, limpieza del hogar, colada, plancha. Aquellos asuntos eran baladíes y fastidiosos.
Soñaba con un gran premio que le permitiese contratar a una persona que se dedicase a tales menesteres subalternos, mas imprescindibles.

jueves, 19 de marzo de 2009

QUE LA VIDA IBA EN SERIO

Han pasado más de dieciocho años. Hacía un frío espantoso aquella madrugada. Las típicas jornadas invernales con un anticiclón perezoso colgado de la cima de la meseta. Una noche hialina de diciembre en que el helor invisible no esperó a la madrugada para hacerse bien tangible, sino que ya antes de la media noche clavaba sus metálicas garras sobre los cuerpos y las almas.
Él desconocía el funcionamiento interno que regía la cotidianidad de aquella planta de hospital. Sin saber por qué, ni por qué no, se encontró en una habitación con dos camas. A ella le inyectaron algo transparente en las venas del brazo y la enchufaron a un pequeño cacharro azul que marcaba la frecuencia cardiaca. Aquellos números bermellones comenzaron a dispararse. Pronto abandonaron los dos dígitos y sus ojos hipermétropes contemplaron con estupor que de las ciento veinte pulsaciones por minuto no bajaban. Pasadas las once y media de la noche, empapada ella de sudor frío, con los dedos convertidos en garras que se afanaban en los brazos de él condecorándole con ciertos leves hematomas en sus fofas carnes, las pulsaciones se aproximaban a las ciento ochenta. Él se imaginaba a los ciclistas en pleno esfuerzo de ascensión a cualquier cumbre alpina o pirenaica y en su cerebro descubrió muchas piezas que no encajaban en el puzzle. De todos modos, lo más importante era la ilusión por el nacimiento de aquella criatura. Ese sentimiento era mucho más potente que cualquier dolor, que cualquier desajuste momentáneo.
A él no le dejaron cruzar la puerta batiente que daba paso al propincuo paritorio. Pero todo fue rápido. A las doce y cinco, eso le dijeron pocos minutos más tarde, había nacido su hija, su primera hija.
Y lloró en silencio. Probablemente porque estaba solo y nadie podía burlarse de aquellas lágrimas que lograban alegrar la carga emocional que saturaba su corazón en las últimas horas. Todo había ido bien. Las dos estaban perfectamente. La única preocupación era la tarea a la que se veía abocado, una tarea que era el horizonte de su vida. Desde aquella distancia no pudo ver, aunque ya se atisbaba, que parte de aquel camino lo haría en solitario, pero no importaba.
En realidad no importaba nada.
No importaba el miedo. Ni el frío glaciar de la noche clara que no era aún madrugada. No importaban las dificultades. No importaba la carga.
Era tan fuerte el sentimiento que producía la visión de aquella niña que todo lo demás, cualquier cosa, se desvanecía. Nunca fue más fuerte que contemplando la fragilidad de su hija que desde el primer instante mostró su curiosidad por conocer el mundo a que había sido convocada por las fuerzas de la divinidad o por la suerte de la unión de dos células. O por ambas cosas.
No durmió lo que quedaba de noche.
No pudo.
La ilusión, la emoción y la preocupación fueron los componentes de la potente droga que se convirtió en el excitante que le apartó del sueño. El cansancio tampoco hizo mella en él hasta muchas horas más tarde.
Allí estaba su hija y no había tarea mayor a la que dedicarse a lo largo de su vida, salvo que otros hermanos vinieran a aumentar la nómina de los miembros de la familia. Pero no pensó en ello tampoco. Aquel bebé inquieto y despierto, aquella niña de negros ojos inmensos tenía más fuerza en su desvalimiento que cualquier razonamiento medianamente lógico.
Desde aquella gélida madrugada en que diciembre vino a inaugurar la última página del calendario de aquel año, supo que ya era un hombre en la plena acepción de la palabra. Había abandonado la juventud. Ya no había retorno posible. Una emocionante responsabilidad que excedía de su persona ocupaba sus brazos y su corazón.
La vida ya era otra cosa.
La vida ya no era un juego, aunque hubiese que jugar, a partir de entonces, más que nunca…, porque entonces tuvo la certeza táctil, como escribió Gil de Biedma, que la vida iba en serio.

miércoles, 18 de marzo de 2009

EL RECUERDO.

Sus ojos, lágrimas extraviadas del amanecer, atestiguan, como cada noche, que la verdad es una joya enjaulada en una inalcanzable caja fuerte de la que se perdió su combinación. Mientras otras manos (¿cuántos dedos, esta madrugada, han mellado su piel de nácar frío?) son torpes y pesadas serpientes viscosas que reptan sobre su lejana desnudez, no puede evitar pensar en las promesas que la alejaron de su horizonte. Le gustaría escupir sobre esa nuca despoblada, arrancar a tiras la piel de esa espalda que se tensa durante un placer violento y breve como la picadura de una medusa. Pero se vuelve a contener, como tantas veces. El recuerdo de otros ojos, también lágrimas extraviadas del amanecer, es un freno más poderoso que el impulso que siente por zanjar para siempre la mentira. Entretanto sonríe y simula algo parecido al susurro de un placer, tan lejano, como la verdad que le prometieron o como su desnudez cotidiana. Cuando esas manos inútiles huyan de su piel como grajos asustados, cuando ese cuerpo desvencijado se retire como ejército derrotado, abrirá, de nuevo, la pequeña cartera de plástico viejo, y allá dentro contemplará su único tesoro, cuyos ojos son lágrimas extraviadas del amanecer. Y el amanecer será del tamaño del llanto.

martes, 17 de marzo de 2009

PERRO MILLONARIO DE TUGURIO

Fotograma de la película
El domingo estuvimos en el cine. Vimos Slumdog millionaire que, probablemente, supondrá el desembarco del cine indio (Bollywood) en occidente de la mano de Inglaterra. El éxito de crítica, premios y público (por tanto taquilla) no son mal aval o tarjeta de presentación.
Con esta película me ha pasado algo extraño.
Me ha gustado, como a todo el mundo a quien he preguntado, porque me ha reconciliado con la vida, con esa misión del cine de darnos ilusión y esperanza. En tiempos de crisis (y soy de los que defiende que el componente anímico o psicológico de esta crisis es elevadísimo) el cine siempre ha actuado como bálsamo. (Algunos dirán como vía de escape. Ya. ¿Y qué?).
El comentario o pregunta de Marián vino a convertirse en llave que justifica el desenlace.
¿Qué hago entonces? Si cuento la cinta, la destripo; pero a estas alturas todo el mundo debe saber su desenlace. En España se estrenó el 13 de febrero y en el mundo aglosajón el 9 de enero. He visto artículos sobre ella en la prensa de Latinoamérica (desde donde tantos ojos se asoman a este rincón). ¿Y si alguien no la ha visto y todavía está a tiempo de verla?
Veamos.
La película es un prodigio de elaboración de un hermoso palacio partiendo de las piezas de un rompecabezas. Toma como base la novela Q and A del escritor y diplomático indio Vikas Swarup. Sobre este cimiento, y tras tres viajes de investigación a los suburbios de Bombay, el guionista Simon Beaufoy (que también escribió el guión de The Full Monty) organiza un elaboradísimo trabajo de orfebrería que une en una sola trama las diversas historias que aparecen en la novela y con el que pretende "conseguir que el espectador sienta esta enorme cantidad de diversión, risas, charlas y sentido de comunidad que uno encuentra en estos suburbios. Lo que percibes en un lugar así es esta masa de energía". El eje es el desarrollo de un conocidísimo concurso televisivo ¿Quiere ser millonario? que tiene idéntico formato en todo el planeta. (¿Será esto la globalización?). Eché de menos desde el inicio a Carlos Sobera, seguro que no se hubiera comportado tan mal con el concursante como el presentador de la televisión india...
Nada más comenzar la película, llama la atención del espectador occidental la hacinada vida en un megasuburbio en el que salvo vida y muchas sonrisas no hay nada. Es cierto que el valor de la existencia en tal parte del mundo es relativo, pero como normalmente es tan corta, las personas la viven con una intensidad fuera de lo normal.
Los personajes centrales de esta obra son los hermanos Jamal y Salim y su amiga Latika. Los tres son niños del suburbio (la traducción literal de esta obra sería perro millonario de tugurio), es decir que estos niños son huérfanos, analfabetos, pícaros, doctorados en sufrimiento y sabiduría en supervivencia. (Por cierto los actores infantiles que encarnana Jamal, Salim, Latika son dignos de una postal. La belleza y hondura de su mirada negra es como un imán para los corazones. Por desgracia me imagino que para más cosas también).
¿Por qué, y esta es la pregunta que me hizo Marián al salir del cine, Salim acaba como acaba y por qué Jamal lo hace de manera opuesta?
Responder a esta pregunta es fusilar a la película. Por otra parte es muy sencillo, pero prefiero no escribirlo. Acabo de decidir que respetaré a quienes aún no la han visto.
La película está cargada de color y vitalidad, de pasión por la vida, de agarrarse a la piel de la tierra de cualquier modo, y algunas veces a cualquier precio. En el suburbio de Bombay no es fácil vivir (no digo vivir bien, sino vivir), esto es lo primero que vemos en la película, después de la escena de la tortura policial en una celda cochambrosa, a manos de un patán. La escena de la persecución policial a los niños es un prodigio cinematográfico, un homenaje a cierta película de Bollywood y una invitación a no meterse en ese avispero. Nunca he visto algo que explique mejor en que consiste un laberinto. Contemplando esta primera parte de la película y algunas otras escenas posteriores, sentí el mismo agobio que al contemplar los cuadros renacentistas que los críticos definen como horror vacui, es decir horror al vacío, y que consiste en ocupar cada centímetro del cuadro con algo, casi con cualquier cosa. En Bombay, y supongo que en cualquier suburbio, encontrar un espacio libre es un milagro al que ya nadie aspira.
Diría que la película viene a poner orden al caos general que impacta en los ojos de los espectadores en los primeros minutos. A partir de la escena de la lluvia monzónica en la que la desaforada tragedia parece ilimitada, se aúpa, poco a poco, y a pesar de las tremendas vicisitudes por las que pasan los protagonistas, un sentimiento que regenera esa realidad irrespirable.
Parte de la crítica ha señalado el burdo tratamiento que Danny Boyle, oscarizado director de la película, hace de la miseria, las mafias, la drogas, etcétera en la India. Y probablemente tengan razón quienes escribieron cosas parecidas a esta: película llena de optimismo y belleza colorista, lástima que los niños mendigos y ciegos de Bombay no puedan verla. Y nada más leer esto, a uno le viene a la cabeza la más terrible de las escenas, sin duda.
Pero, a pesar de la certeza de tales palabras, pienso que lo mismo se podría decir de tantos cuentos infantiles, de tantas fábulas, de tantos relatos, y pocas veces se comenta, porque es algo sabido y porque darle vuelta a tal crudeza es parte del objetivo que persigue el autor. A veces ofrecer un poco de esperanza, indicar una puerta de salida, es más importante que fotografiar sólo el horror en el que nos despedazamos y pudrimos. La realidad siempre supera a la ficción, sobre todo en la parte negativa, por tanto quedémonos con ese deseo que nos pone ante los ojos esta película.
¿Se merece los ocho Óscar obtenidos o los cuatro Globos de Oro o los siete BAFTA...? Esto siempre es relativo y discutible; a mí me queda la sensación de que hay algo de castigo para alguna otra película, aunque también pudiera ser que, dado el momento por el que pasa el planeta, es mejor creerse el cuento de hadas y venderlo al mundo, desde el trampolín de Hollywood.
Así sea.

lunes, 16 de marzo de 2009

¿COMESTIBLES O GRITO?

Inocencio X, por Diego de Velázquez. Galería Doria Panphili de Roma

Fragmento del cartel anunciador de la exposición.
Tomado de la página web del Museo Nacional del Prado.

Sabia a lo que me enfrentaba el sábado. De no haberlo sabido, quizá las pesadillas me habrían abrumado, pero Francis Bacon y su obra son suficientemente conocidos como para saber que lo que íbamos a ver Marián y yo en el Prado, no sería precisamente una cómoda visita para el ánimo.
Aunque si uno contempla en serio y a fondo muchas de las obras que atesoran los museos, de las que llamamos realistas o naturalistas, de ésas que los analfabetos en pintura decimos entender -cosa bastante improbable, por cierto-, lo normal es que se sufriera igual conmoción. Y pienso en obras de Velázquez, Goya, Durero, El Bosco, van Dyck...
La mañana del sábado era un canto a la vida, a la explosión de la naturaleza en los almendros y cerezos florecidos, en los castaños apuntando ya sus brotoes, en el sonido de la algarabía de los pájaros que se sobreponía al tráfago del Paseo del Prado que era una estruendosa barahúnda ocasionada por motores, cláxones, sirenas.
La decisión era firme, nos habíamos desplazado hasta allí sólo para eso, fundamentalmente para ver esa exposición, así que no nos dudó mucho el pulso.
Sólo había visto reproducciones de las obras del pintor nacido en Dublín en octubre de 1909 y muerto en Madrid en abril de 1992. Una vez más, confirmo que no es lo mismo contemplar una obra de arte en directo que hacerlo a través de una reproducción. Como dijo Muñoz Molina en su artículo de Babelia del sábado precisamente las reproducciones son a la pintura lo que la traducción a la poesía. Poesía es todo lo que queda fuera de la traducción de un poema. Análogamente pintura es lo que una reproducción de una obra de arte no puede transmitir: el alma del artista.
No es lo mismo contemplar un cuadro, a través de una imagen colgada en una pantalla, como he hecho yo en esta entrada, que sentir la invisible pincelada, el trazo firme del maestro, incluso el tamaño real del lienzo que no es un tamaño escogido al azar.
De pronto no ves impunemente una obra de Bacon sino que la obra te interroga, te supera, te obliga a cruzar una frontera interior e íntima, pero muy honda.
La exposición está montada en orden cronológico y así se ve el proceso vital y artístico de este inglés (aunque naciera en Dublín sus antepasados son ingleses y su vida la desarrolló más en Londres que en la capital irlandesa) tan atormentado y tan vital al mismo tiempo.
Contemplando sus lienzos (los que forman esta retrospectiva), uno se pregunta acerca de la misión del artista. Son muchas posibles respuestas, pero la de este pintor tiene que ver con que el artista es el aparato de los rayos X de la sociedad. Quien escanea las enfermedades que diezman nuestra salud como especie.
Se lee en las cartelas y textos que sazonan los cuadros de la exposición que el propio Bacon, ateo confeso, escribió que, sin Dios, el ser humano no es diferente al resto de animales del Planeta y está sometido a sus mismas pulsiones y pasiones, y a la postre somos comestibles. Quizá por eso algunos cuadros me parecieron material para carnicerías o casquerías, donde la carne humana sacrificada no era muy distinta de la que habitualmente se consume. Algo así parece que opinó Margaret Thatcher, pero yo no me quedo en esa opinión superficial. Por repugnante que parezca la contemplación de tales cuadros, en realidad es angustioso. Porque este muestrario de despojos es la consecuencia de la previa tarea de destrucción a la que el ser humano es sometido por otros congéneres. Que nadie lo olvide: alguien mata y alguien descuartiza. Esta es la denuncia evidente de la obra de un hombre que sufrió la II Guerra Mundial y que llegó a la conclusión de que ésta era la manifestación más brutal de la crueldad humana, cuyos más refinados actores fueron los nazis y sus campos de exterminio. Esta denuncia es explícita en el cuadro Crucifixión en el que aparecen tatuada en el brazo de una de las figuras la cruz gamada.
Pero quizá sea más desasosegante o inquietante, lo que subyace en lo hondo tanto de estos cuadros, en los que el rojo es el color que predomina, como en el resto de sus cuadros: la soledad, la incomunicación, el insoportable aislamiento que se encarga de realzar con la construcción de prismas traslúcidos en la mayoría de sus figuras. (Obsérvese la parte superior de la imagen situada en la cabecera de este artículo). Es como si dijera que nuestro cuerpo se mueve dentro de ese prisma y nadie puede atravesarlo para ponerse en contacto con nosotros. Es como si gritara que, aunque se trate de la persona con más poder del mundo, esta abocado a la soledumbre absoluta. Nosotros vemos cuerpos sobre lienzo, pero casi seguro que el artista pintó interiores, mentes, psicologías, voluntades. En todo caso da lo mismo. Para el británico el interior y el cuerpo es lo mismo. Ama al cuerpo humano su fortaleza, su movimiento, su tensión. Es pintor de figuras, muy rara vez pinta paisajes o sólo paisajes.
Bacon, pues concluye que la verdadera realidad del ser humano es la soledad y la incomunicación que los gritos no pueden romper. Esos alaridos que emite el mismo personaje que tanto le obsesionó en los años cincuenta de la pasada centuria. Trescientos años después, aproximadamente, de que lo pintara Velázquez durante su segundo viaje Italia. Inocencio X en el cuadro que pintó el sevillano cuando ya era un pintor consagrado, se nos presenta con mirada fría y adusta, lejana y desconfiada, con los labios fruncidos en un gesto de fastidio evidente, como de quien está reprochando algo, probablemente la inutilidad de lo que el pintor hace. Es como si estuviera a punto de levantarse de la silla. Se trata de un hombre que mueve poco a la piedad, o algún pensamiento religioso, y más parece un monarca que un papa.
Las diferentes versiones de Bacon, además de demostrar la admiración que este cuadro le producía, y a pesar de las constantes representaciones monstruosas del rostro, a pesar de la distorsión que el alarido que profiere la garganta del pontífice, me resulta menos inquietante que el del español.
Quizá, porque a pesar de las apariencias, Bacon se apiade de la soledad en la que vive todo ser humano por mucho poder que detente, mientras que Velázquez no valora, sino que reproduce el alma que su mirada ha captado.

domingo, 15 de marzo de 2009

EN MADRID

Hemos llegado de Madrid cansados y felices, con la mente fresca y descansada. Pero he preferido no ponerme de inmediato a la tarea. Ya que he tenido un día de asueto, me lo he tomado al completo y acabo de ver cómo el Real Madrid ganaba al Ath. de Bilbao, con claridad y contundencia.
Llegamos Marián y yo del Museo del Prado. Y sólo puedo decir que aún es muy temprano para escribir nada sobre la exposición de Francis Bacon que se puede ver en la pinacoteca madrileña. Éste era el verdadero objetivo de la visita. La obra del irlandés es demasiado fuerte para mi estómago y necesitará de unas horas de reflexión. O días.
Pero os dejaré nota de una jornada hermosa. Una jornada claramente primaveral, en la que la gente se ha echado a la calle, aumentando los centímetros de piel susceptibles de ser acariciados por la brisa transparente de la primavera, incipiente al sur del Guadarrama.
Diríase que alguien de la autoridad competente ha dado orden de que nadie se quede en casa. Y el pueblo, como siempre obediente, ha seguido con escrúpulo la ordenanza.
En Madrid, como siempre, había mucha gente. Muchos turistas extranjeros y nacionales (¿aunque quién es extranjero en Madrid?); y muchísimos madrileños que han decidido salir a robar rayos de sol para meterlos en cada uno de los poros de su piel.
El autobús, desde Segovia, ha ido lleno. La luz de la mañana tenía un punto de misterio que daba a los contornos nevados de la Mujer Muerte una especial sensación carnalidad maleable. El tren de cercanías hasta Atocha, quizá era lo más desocupado que hemos visto.
Por el Paseo del Prado, justo en la esquina que hace con la Cuesta de Moyano, pegado a las verjas del Jardín Botánico, un titiritero movía el esqueleto de un violinista que no se cansaba de interpretar la misma pieza, ante la mirada alucinada de la chiquillería. Allí hemos visto las primeras vacas de la jornada. Luego hemos visto muchas más. Resultan alegres, divertidas, buenas para hilvanar sonrisas de luz en los rostros de los transeúntes y para que los todos los turistas se lleven inmortalizada su efigie junto a uno de estas imágenes de herbívoros pop.
El Prado parecía un centro comercial, aunque la cola que hemos tenido que hacer para comprar la entrada no ha sido excesiva. Lejos queda la imagen de un lugar solitario, sólo agradable para unos pocos enamorados de la pintura. Ahora mismo allí se celebran tres exposiciones, además de la colección permanente: "Entre hombres y dioses", "Bella durmiente" y "Francis Bacon". Es decir que había tres filas que guardar.
La del pintor irlandés se celebra en la parte nueva del edificio, la que une el histórico con parte del convento de los Jerónimos.
Durante un par de horas hemos contemplado atónitos la pintura de este genio al que tanto le gustó vivir la vida, por más que le doliera. Y allí he escuchado hablar en inglés, francés, italiano, japonés, castellano... Pero de eso hablaré otro día, si puedo.
Hoy prefiero hacerlo de la vida que estallaba en Madrid. De las calles repletas de gentes ansiosas de existencia. De la presencia masiva de turistas a la altura de Neptuno. De las apresurados que en la Calle del Prado buscábamos taberna donde calmar la demanda del estómago. De la ingente cantidad de consumidores de cafés a la altura del Teatro Español, que contemplaban, con aire perezoso, los carteles del espectáculo de Eva Yerbabuena, que está haciendo los deleites de los amantes del flamenco y la poesía. De la profusión de tráfico por La Cibeles y la Puerta de Alcalá, de la ingente riada que subía la Gran Vía desde Plaza España, en dirección contraria a la nuestra. Que por San Bernardo se aligeró la presión, y allí donde pensé que estaría, en la calle Palma, en La Clandestina, su librería, no encontré a Mariano, por culpa mía, claro, que tendría que haber avisado y no lo hice. Que la Plaza España parecía un trasunto de cualquier playa o cualquier parque londinense que a veces sacan los informativos.
También hemos visto unos cuantos mendigos. Auténticos vagabundos. Personas que no tienen techo bajo el que vivir.
Al menos cuatro.
No me refiero a los que piden limosna, con la misma profesionalidad con la que los agentes en bolsa venden o compran paquetes de acciones. Hablo de esos que ya están tan fuera de la vida que ni siquiera ruegan la migaja de una sonrisa. El primero rozaría los sesenta años, barbudo, con pelo negro ensortijado que le desbordaba el cuello del abrigo verde que vestía y tapado por un roñoso sombrero negro, cantaba acompañándose del ritmo que marcaban sus dedos amarillentos de nicotina. Descendía Gran Vía como podía subirla o quedarse parado... El segundo estaba en la Plaza de España, casi junto Don Quijote. Parecía recién salido de una mala siesta repleta de pesadillas. El escaso cabello que le queda en la cabeza estaba revuelto. Tenía dificultades para mantener el equilibrio. Ha encontrado una botella de agua dentro de una papelera y ha bebido un traguito. Y luego ha vuelto a su banco. Un poco más abajo, en Plena Cuesta de San Vicente, frente a los jardines de Sabatini, una pareja compartía algo parecido a un bocadillo, sentada en un banco, ajena al ajetreo violento de esta calle inhóspita. Ambos en la cincuentena. Probablemente ella mayor que él, aunque puedo estar equivocado, porque ella estaba, sin duda más castigada por la enfermedad. El párkinson era evidente y la demencia también.
Y me he alegrado de este día por ellos más que por nadie, porque estas personas lo habrán pasado fatal durante este invierno que se ha extendido casi seis meses, y un sábado así de cálido, en el que los almendros y los cerezos han restallado en Madrid como una sonrisa blanca y rósea, será la primera buena noticia que habrán recibido en muchas semanas o meses.
De vuelta a Príncipe Pío, de nuevo la presencia innumerable de personas que entraban o salían del intercambiador o del centro comercial.
Por la autopista, de vuelta, miles de coches, como una hilera infinita de bombillas que regresaban a al gran ciudad, porque, probablemente, hayan salido de Madrid a buscar la tranquilidad que a diario es imposible encontrar en la capital.

sábado, 14 de marzo de 2009

ESTACIÓN DE SALIDA

El otro día en el blog Mira que te lo tengo dicho de Juan Cruz el periodista, escritor y editor tinerfeño nos proponía una pregunta: ¿De dónde vienen los escritores?
Esta es una pregunta que se puede interpretar de diversos modos. En un primer momento, en su entrada, Juan Cruz se refería a la procedencia geográfica de los nuevos escritores que llegan a Europa en general y a España en particular.
Pero ese ángulo local o geográfico, pronto dejó de interesar a los intervinientes, desde el principio se ahondó sobre otra posible interpretación a esa pregunta: ¿qué territorio vital transitan los escritores?
Desde ese día, he deseado compartir en este rinconcillo lo que allí dejé sobre la cuestión, sobre todo porque es una interpelación que me vengo haciendo con reiteración, mejor dicho es una auto interpelación.
Para mí mismo es un misterio saber las razones que me impulsan a este afán. Ser escritor, o intentar serlo, no es sencillo, porque es doloroso e incómodo, y, sin embargo, al mismo tiempo, es gratificante y me llena de felicidad, sobre todo cuando uno roza un pedazo de la verdad, esa compleja piedra poliédrica, infinitamente poliédrica.
Con algunos arreglos, esto es lo que escribí allá aquel día:
***
Me imagino que la procedencia geográfica o idiomática de cada quién importa menos que el impulso interno que desemboca en la escritura, en el acto de escribir.
Quizá, en el supuesto caso de desplazados de su tierra (ahora la causa del destierro importa menos, aunque también importe), la ausencia de los horizontes propios rasguee con más fuerza la nostalgia y la melancolía y los recuerdos y la soledad y todo ese cóctel de sentimientos y oquedades, de cicatrices y de vacíos, obligue a tomar cualquier instrumento de escritura y cualquier soporte donde las palabras puedan quedar reflejadas.
Creo firmemente que el escritor procede, sea cual sea su nacionalidad, de la vida y del loco afán por transmitirla o por buscarle una explicación medio lógica a este caos en el que habitamos. Esta sensación se tiene cuando se tiene, quiero decir, que unas veces te empuja en la adolescencia, otras en la madurez, incluso más tarde...
Un buen día ese sentimiento se torna insoportable y te anega el alma de palabras que tienes que arrojar de ti, escribes impulsado por esa necesidad irrefrenable, y después de desalojar de tu corazón ese exceso de sentimientos, te das cuenta de que no vale para nada, de que no has dicho nada que valga la pena, aunque sea único e irrepetible...
Entonces humilde o humillado, o ambas cosas (y en esto se demuestra inteligencia), te paseas por los libros, por unos, por otros, por otros, luego te zambulles y al final te los bebes... La mayoría sirven, de todos aprendes, pero de alguno te enamoras, y sin darte cuenta, vas componiendo tu propia sinfonía u optas porque tu paleta de colores tome todos los matices del gris o del rojo o del verde o del blanco...
Por tanto, al final, el origen del escritor es la vida y son los libros y son los amigos que menean la cabeza cuando algo tuyo no les gusta, o, incluso, silencian su opinión para no dañarte...
Los escritores, creo, vienen, como ha dicho Adsuar (1), de la loma y escriben, siempre, en llano, y vienen de lejos y vienen de aquí al lado y hablan nuestro idioma o hablan otro, pero escarban en la tierra del ser humano para llegar al tuétano del alma y mostrarlo, siempre mostrarlo limpio o sucio, bendito o criminal, apacible o acuciado, ingenuo o perverso, ángel o diablo...
Los escritores, repito, vienen de la vida y de los libros y son como niños que emplean la tarde de domingo en armar un rompecabezas imposible...
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Aquí acabó mi intervención o mi primera intervención, pero se me olvidó algo fundamental, y se me hubiera olvidado ahora si otra persona que firma como Una lectora de poesía no lo hubiera escrito aquel día.
Ella citaba a Orhan Pamuk el premio Nóbel turco. Concretó lo que a mí se me quedó entre la última línea y los puntos suspensivos. El escritor procede, en última instancia, del silencio y de la soledad, pues es imposible imaginarse el acto concreto de la escritura sin ambos aliados, porque en el silencio y en la soledad es donde se puede construir ese rompecabezas dominical.
Embebido en ese silencio se descubre al tú que llevamos dentro, o sea nuestro yo más hondo.
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(1) Adsuar es una de las personas que intervienen en el blog de Juan Cruz, se trata de alguien que conoce a la perfección la literatura española y generosamente nos ofrece a los demás sus conocimientos, con los que nos enriquecemos.

viernes, 13 de marzo de 2009

EL ESPEJO. y 5

La noche avanzaba. Quería dormir. Necesitaba dormir. Tenía tres opciones: un sofá duro y estrecho, la habitación de una pensión... y el dormitorio contiguo.
Decidió una mirada al reloj y al incómodo diván.
El ser humano es una mezcla incoherente de miedo y audacia. Era tal el agotamiento físico y psíquico, que la cercana cama me seducía, como la proximidad de un imán atrae a las limaduras. Entré en el dormitorio, sin mirar al espejo, hice la cama y me acosté.
(En ese gesto de no mirar al espejo empleé una considerable cantidad de energía. Cualquiera sabe que casi siempre lo más apetecible para el ser humano es lo prohibido, incluso aunque tal orden parte del propio individuo).
Dudé si apagar la luz. Me dije que no era un niño, que ya tenía edad para dormir arropado por la claridad y accioné el interruptor.
Fue como si la densa oscuridad brotara del espejo.
El cansancio convertía mis músculos en piedras. ¿Sería cierta mi condición de limadura y que el lecho era un imán del que no huiría? Tal pensamiento produjo otro ataque de pánico. Me incorporé como si mi espalda fuera un resorte poderosísimo.
No lo hiciera nunca.
Frente a mis ojos, a la altura indebida, estaba el espejo enmudecido... Enmudecido hasta ese preciso momento; efectivamente, el espejo ya no era el agujero negro sideral o el pedazo de noche de luna nueva sin estrellas...
Imágenes deformes y de vago aspecto lechoso brotaban de su interior, como si mostrara una película en blanco y negro sobre una pantalla oscura. A penas se distinguían siluetas, ciertos movimientos bruscos, leves luces oblicuas.
Quedé paralizado, incapaz de volver a recostar mi espalda en la cama. Hubiera preferido ser limadura o tornillo, en fin cualquier clase de ferralla, y que el lecho hubiera sido un imán. Hubiera preferido quedar encadenado a la posición horizontal.
Sin duda lo hubiera preferido.
Frente a mí, no mi reflejo, que hubiera sido lo normal, sino el reflejo de otras imágenes. Es lo primero que pensé, pero mis neuronas desecharon tal posibilidad puesto que en la habitación, salvo mi cuerpo y el mobiliario, no había nadie, no había nada; aunque quizá tuviera la capacidad de reflejar espíritus o ectoplasmas, lo que contravenía las tradiciones especulares. De nuevo, la idea se rechazó.
Me sentí escindido.
Por un lado, mi cuerpo inmóvil, sentado en la cama, por otro, mi cerebro trajinaba afanoso, buscaba una explicación medianamente racional. Él, mi cerebro, llegó a otra conclusión: no reflejaba nada, sino que transmitía imágenes capturadas a la huida del tiempo y las emitía como un mensaje. Había dos opciones o regurgitaba el pasado, como si fuera uno de los cuatro estómagos de un rumiante, o era digno sucesor del oráculo de Delfos o una adaptación plana de la famosa bola de cristal de cualquier mago o bruja que se precie. Opté por el primer pensamiento que mi materia gris casi arrojó al cubo del olvido, por ser lo más peregrino que se le haya ocurrido a mente humana; al final, se convirtió en más que una posibilidad, al comprobar las neuronas, ayudadas por mis ojos, que la misma secuencia se repetía cada cierto intervalo de tiempo, y porque, en el fondo, creo en que el pasado deja más huellas de las que nos imaginamos, mientras que el futuro es una posibilidad entre un millón, que sólo se concreta en el instante inmediato y es imposible determinar de antemano.
Tuve conciencia de ello minutos más tarde, cuando observé que determinado movimiento se reproducía: el descenso vertiginoso de un brazo sobre un bulto similar a un cuerpo.
Al darme cuenta, otra vez la curiosidad venció al terror y me fijé en el contenido de las imágenes. No eran nítidas, ni siquiera medianamente claras. Eran oscuras y desvaídas: dos cuerpos que se debatían en lo que parecía una pelea. Me aproximé al espejo, ya sin miedo, porque intuía que no me pasaría nada.
Comprendí de inmediato que aquello era un mensaje que el espejo lanzaba, como los náufragos arrojan al mar, dentro de una botella, sus desesperadas peticiones de socorro. Al cambiar la perspectiva, descubrí que el decorado de la escena, que se iteraba cada cinco minutos, más o menos, era el de la misma habitación.
Esfuminadas contra la oscuridad, se apreciaban sobre la mesilla una fotografía y una lámpara de noche apagada (que ya no estaban allí), unas cortinas de aspecto pesado y en el suelo aparecía revuelta una colcha, o eso supuse. En la mitad de cama que “captaba” el espejo, dos cuerpos, hombre y mujer, se peleaban. No se distinguían los rostros, aunque el de la mujer se mostraba de frente la mayor parte del tiempo. La espalda del hombre, sentado a horcajadas sobre la cintura de ella, me resultó familiar. Ambos eran jóvenes, ella muy hermosa. Asistí ensimismado a una violenta pelea que quizá se produjo en ese mismo dormitorio hacía muchos años.
Contemplaba la película muda de un brutal acontecimiento del pasado, grabado indeleblemente en el espejo, por razones y mecanismos inextricables para mi razón. Se trataba de una repetición constante, un movimiento perpetuo, eterno, que sólo se veía en el oscuridad, de ahí que hubiera pasado desapercibido a cuantos ojos se asustaron alguna vez al contemplar la macabra visión de un espejo que no refleja, de un espejo que es el único testigo de un crimen, de un espejo que, en realidad, es un pedazo de noche de luna nueva sin estrellas, quizá el mismo tipo de noche que se asomó a la alcoba y contempló impávida un asesinato...
Presté más atención a cada repetición. De los gestos adivinados en el desfigurado rostro femenino, intuí gritos, desesperación, horror, sangre. La última fracción de la escena, el brusco movimiento descendente del brazo masculino, en realidad era una artera puñalada asestada con vehemencia en el costado de la mujer. No vi de dónde sacó el arma. En la siguiente repetición, adiviné que la extrajo, con veloz movimiento, bajo la manta.
Asesinato con premeditación, sentencié.
Pensé en llamar a la policía (no se me ocurrió nada mejor), repasé la escena dos veces más. Cuando cogí el móvil, observé que el final de la escena variaba. Tras la puñalada, el hombre se incorporó y giró su cabeza...
Me miró de frente, con sonrisa demoniaca. Entonces sí fue mi imagen... Y, de inmediato, reconocí en el cadáver de la mujer a la ninfa de caderas musicales. Sentí que la sangre me abandonaba...
Como un aullido, sonó el timbre de la puerta. Supe que era ella...