Hemos llegado de Madrid cansados y felices, con la mente fresca y descansada. Pero he preferido no ponerme de inmediato a la tarea. Ya que he tenido un día de asueto, me lo he tomado al completo y acabo de ver cómo el Real Madrid ganaba al Ath. de Bilbao, con claridad y contundencia.
Llegamos Marián y yo del Museo del Prado. Y sólo puedo decir que aún es muy temprano para escribir nada sobre la exposición de Francis Bacon que se puede ver en la pinacoteca madrileña. Éste era el verdadero objetivo de la visita. La obra del irlandés es demasiado fuerte para mi estómago y necesitará de unas horas de reflexión. O días.
Pero os dejaré nota de una jornada hermosa. Una jornada claramente primaveral, en la que la gente se ha echado a la calle, aumentando los centímetros de piel susceptibles de ser acariciados por la brisa transparente de la primavera, incipiente al sur del Guadarrama.
Diríase que alguien de la autoridad competente ha dado orden de que nadie se quede en casa. Y el pueblo, como siempre obediente, ha seguido con escrúpulo la ordenanza.
En Madrid, como siempre, había mucha gente. Muchos turistas extranjeros y nacionales (¿aunque quién es extranjero en Madrid?); y muchísimos madrileños que han decidido salir a robar rayos de sol para meterlos en cada uno de los poros de su piel.
El autobús, desde Segovia, ha ido lleno. La luz de la mañana tenía un punto de misterio que daba a los contornos nevados de la Mujer Muerte una especial sensación carnalidad maleable. El tren de cercanías hasta Atocha, quizá era lo más desocupado que hemos visto.
Por el Paseo del Prado, justo en la esquina que hace con la Cuesta de Moyano, pegado a las verjas del Jardín Botánico, un titiritero movía el esqueleto de un violinista que no se cansaba de interpretar la misma pieza, ante la mirada alucinada de la chiquillería. Allí hemos visto las primeras vacas de la jornada. Luego hemos visto muchas más. Resultan alegres, divertidas, buenas para hilvanar sonrisas de luz en los rostros de los transeúntes y para que los todos los turistas se lleven inmortalizada su efigie junto a uno de estas imágenes de herbívoros pop.
El Prado parecía un centro comercial, aunque la cola que hemos tenido que hacer para comprar la entrada no ha sido excesiva. Lejos queda la imagen de un lugar solitario, sólo agradable para unos pocos enamorados de la pintura. Ahora mismo allí se celebran tres exposiciones, además de la colección permanente: "Entre hombres y dioses", "Bella durmiente" y "Francis Bacon". Es decir que había tres filas que guardar.
La del pintor irlandés se celebra en la parte nueva del edificio, la que une el histórico con parte del convento de los Jerónimos.
Durante un par de horas hemos contemplado atónitos la pintura de este genio al que tanto le gustó vivir la vida, por más que le doliera. Y allí he escuchado hablar en inglés, francés, italiano, japonés, castellano... Pero de eso hablaré otro día, si puedo.
Durante un par de horas hemos contemplado atónitos la pintura de este genio al que tanto le gustó vivir la vida, por más que le doliera. Y allí he escuchado hablar en inglés, francés, italiano, japonés, castellano... Pero de eso hablaré otro día, si puedo.
Hoy prefiero hacerlo de la vida que estallaba en Madrid. De las calles repletas de gentes ansiosas de existencia. De la presencia masiva de turistas a la altura de Neptuno. De las apresurados que en la Calle del Prado buscábamos taberna donde calmar la demanda del estómago. De la ingente cantidad de consumidores de cafés a la altura del Teatro Español, que contemplaban, con aire perezoso, los carteles del espectáculo de Eva Yerbabuena, que está haciendo los deleites de los amantes del flamenco y la poesía. De la profusión de tráfico por La Cibeles y la Puerta de Alcalá, de la ingente riada que subía la Gran Vía desde Plaza España, en dirección contraria a la nuestra. Que por San Bernardo se aligeró la presión, y allí donde pensé que estaría, en la calle Palma, en La Clandestina, su librería, no encontré a Mariano, por culpa mía, claro, que tendría que haber avisado y no lo hice. Que la Plaza España parecía un trasunto de cualquier playa o cualquier parque londinense que a veces sacan los informativos.
También hemos visto unos cuantos mendigos. Auténticos vagabundos. Personas que no tienen techo bajo el que vivir.
Al menos cuatro.
No me refiero a los que piden limosna, con la misma profesionalidad con la que los agentes en bolsa venden o compran paquetes de acciones. Hablo de esos que ya están tan fuera de la vida que ni siquiera ruegan la migaja de una sonrisa. El primero rozaría los sesenta años, barbudo, con pelo negro ensortijado que le desbordaba el cuello del abrigo verde que vestía y tapado por un roñoso sombrero negro, cantaba acompañándose del ritmo que marcaban sus dedos amarillentos de nicotina. Descendía Gran Vía como podía subirla o quedarse parado... El segundo estaba en la Plaza de España, casi junto Don Quijote. Parecía recién salido de una mala siesta repleta de pesadillas. El escaso cabello que le queda en la cabeza estaba revuelto. Tenía dificultades para mantener el equilibrio. Ha encontrado una botella de agua dentro de una papelera y ha bebido un traguito. Y luego ha vuelto a su banco. Un poco más abajo, en Plena Cuesta de San Vicente, frente a los jardines de Sabatini, una pareja compartía algo parecido a un bocadillo, sentada en un banco, ajena al ajetreo violento de esta calle inhóspita. Ambos en la cincuentena. Probablemente ella mayor que él, aunque puedo estar equivocado, porque ella estaba, sin duda más castigada por la enfermedad. El párkinson era evidente y la demencia también.
Y me he alegrado de este día por ellos más que por nadie, porque estas personas lo habrán pasado fatal durante este invierno que se ha extendido casi seis meses, y un sábado así de cálido, en el que los almendros y los cerezos han restallado en Madrid como una sonrisa blanca y rósea, será la primera buena noticia que habrán recibido en muchas semanas o meses.
De vuelta a Príncipe Pío, de nuevo la presencia innumerable de personas que entraban o salían del intercambiador o del centro comercial.
Por la autopista, de vuelta, miles de coches, como una hilera infinita de bombillas que regresaban a al gran ciudad, porque, probablemente, hayan salido de Madrid a buscar la tranquilidad que a diario es imposible encontrar en la capital.