domingo, 15 de marzo de 2009

EN MADRID

Hemos llegado de Madrid cansados y felices, con la mente fresca y descansada. Pero he preferido no ponerme de inmediato a la tarea. Ya que he tenido un día de asueto, me lo he tomado al completo y acabo de ver cómo el Real Madrid ganaba al Ath. de Bilbao, con claridad y contundencia.
Llegamos Marián y yo del Museo del Prado. Y sólo puedo decir que aún es muy temprano para escribir nada sobre la exposición de Francis Bacon que se puede ver en la pinacoteca madrileña. Éste era el verdadero objetivo de la visita. La obra del irlandés es demasiado fuerte para mi estómago y necesitará de unas horas de reflexión. O días.
Pero os dejaré nota de una jornada hermosa. Una jornada claramente primaveral, en la que la gente se ha echado a la calle, aumentando los centímetros de piel susceptibles de ser acariciados por la brisa transparente de la primavera, incipiente al sur del Guadarrama.
Diríase que alguien de la autoridad competente ha dado orden de que nadie se quede en casa. Y el pueblo, como siempre obediente, ha seguido con escrúpulo la ordenanza.
En Madrid, como siempre, había mucha gente. Muchos turistas extranjeros y nacionales (¿aunque quién es extranjero en Madrid?); y muchísimos madrileños que han decidido salir a robar rayos de sol para meterlos en cada uno de los poros de su piel.
El autobús, desde Segovia, ha ido lleno. La luz de la mañana tenía un punto de misterio que daba a los contornos nevados de la Mujer Muerte una especial sensación carnalidad maleable. El tren de cercanías hasta Atocha, quizá era lo más desocupado que hemos visto.
Por el Paseo del Prado, justo en la esquina que hace con la Cuesta de Moyano, pegado a las verjas del Jardín Botánico, un titiritero movía el esqueleto de un violinista que no se cansaba de interpretar la misma pieza, ante la mirada alucinada de la chiquillería. Allí hemos visto las primeras vacas de la jornada. Luego hemos visto muchas más. Resultan alegres, divertidas, buenas para hilvanar sonrisas de luz en los rostros de los transeúntes y para que los todos los turistas se lleven inmortalizada su efigie junto a uno de estas imágenes de herbívoros pop.
El Prado parecía un centro comercial, aunque la cola que hemos tenido que hacer para comprar la entrada no ha sido excesiva. Lejos queda la imagen de un lugar solitario, sólo agradable para unos pocos enamorados de la pintura. Ahora mismo allí se celebran tres exposiciones, además de la colección permanente: "Entre hombres y dioses", "Bella durmiente" y "Francis Bacon". Es decir que había tres filas que guardar.
La del pintor irlandés se celebra en la parte nueva del edificio, la que une el histórico con parte del convento de los Jerónimos.
Durante un par de horas hemos contemplado atónitos la pintura de este genio al que tanto le gustó vivir la vida, por más que le doliera. Y allí he escuchado hablar en inglés, francés, italiano, japonés, castellano... Pero de eso hablaré otro día, si puedo.
Hoy prefiero hacerlo de la vida que estallaba en Madrid. De las calles repletas de gentes ansiosas de existencia. De la presencia masiva de turistas a la altura de Neptuno. De las apresurados que en la Calle del Prado buscábamos taberna donde calmar la demanda del estómago. De la ingente cantidad de consumidores de cafés a la altura del Teatro Español, que contemplaban, con aire perezoso, los carteles del espectáculo de Eva Yerbabuena, que está haciendo los deleites de los amantes del flamenco y la poesía. De la profusión de tráfico por La Cibeles y la Puerta de Alcalá, de la ingente riada que subía la Gran Vía desde Plaza España, en dirección contraria a la nuestra. Que por San Bernardo se aligeró la presión, y allí donde pensé que estaría, en la calle Palma, en La Clandestina, su librería, no encontré a Mariano, por culpa mía, claro, que tendría que haber avisado y no lo hice. Que la Plaza España parecía un trasunto de cualquier playa o cualquier parque londinense que a veces sacan los informativos.
También hemos visto unos cuantos mendigos. Auténticos vagabundos. Personas que no tienen techo bajo el que vivir.
Al menos cuatro.
No me refiero a los que piden limosna, con la misma profesionalidad con la que los agentes en bolsa venden o compran paquetes de acciones. Hablo de esos que ya están tan fuera de la vida que ni siquiera ruegan la migaja de una sonrisa. El primero rozaría los sesenta años, barbudo, con pelo negro ensortijado que le desbordaba el cuello del abrigo verde que vestía y tapado por un roñoso sombrero negro, cantaba acompañándose del ritmo que marcaban sus dedos amarillentos de nicotina. Descendía Gran Vía como podía subirla o quedarse parado... El segundo estaba en la Plaza de España, casi junto Don Quijote. Parecía recién salido de una mala siesta repleta de pesadillas. El escaso cabello que le queda en la cabeza estaba revuelto. Tenía dificultades para mantener el equilibrio. Ha encontrado una botella de agua dentro de una papelera y ha bebido un traguito. Y luego ha vuelto a su banco. Un poco más abajo, en Plena Cuesta de San Vicente, frente a los jardines de Sabatini, una pareja compartía algo parecido a un bocadillo, sentada en un banco, ajena al ajetreo violento de esta calle inhóspita. Ambos en la cincuentena. Probablemente ella mayor que él, aunque puedo estar equivocado, porque ella estaba, sin duda más castigada por la enfermedad. El párkinson era evidente y la demencia también.
Y me he alegrado de este día por ellos más que por nadie, porque estas personas lo habrán pasado fatal durante este invierno que se ha extendido casi seis meses, y un sábado así de cálido, en el que los almendros y los cerezos han restallado en Madrid como una sonrisa blanca y rósea, será la primera buena noticia que habrán recibido en muchas semanas o meses.
De vuelta a Príncipe Pío, de nuevo la presencia innumerable de personas que entraban o salían del intercambiador o del centro comercial.
Por la autopista, de vuelta, miles de coches, como una hilera infinita de bombillas que regresaban a al gran ciudad, porque, probablemente, hayan salido de Madrid a buscar la tranquilidad que a diario es imposible encontrar en la capital.

sábado, 14 de marzo de 2009

ESTACIÓN DE SALIDA

El otro día en el blog Mira que te lo tengo dicho de Juan Cruz el periodista, escritor y editor tinerfeño nos proponía una pregunta: ¿De dónde vienen los escritores?
Esta es una pregunta que se puede interpretar de diversos modos. En un primer momento, en su entrada, Juan Cruz se refería a la procedencia geográfica de los nuevos escritores que llegan a Europa en general y a España en particular.
Pero ese ángulo local o geográfico, pronto dejó de interesar a los intervinientes, desde el principio se ahondó sobre otra posible interpretación a esa pregunta: ¿qué territorio vital transitan los escritores?
Desde ese día, he deseado compartir en este rinconcillo lo que allí dejé sobre la cuestión, sobre todo porque es una interpelación que me vengo haciendo con reiteración, mejor dicho es una auto interpelación.
Para mí mismo es un misterio saber las razones que me impulsan a este afán. Ser escritor, o intentar serlo, no es sencillo, porque es doloroso e incómodo, y, sin embargo, al mismo tiempo, es gratificante y me llena de felicidad, sobre todo cuando uno roza un pedazo de la verdad, esa compleja piedra poliédrica, infinitamente poliédrica.
Con algunos arreglos, esto es lo que escribí allá aquel día:
***
Me imagino que la procedencia geográfica o idiomática de cada quién importa menos que el impulso interno que desemboca en la escritura, en el acto de escribir.
Quizá, en el supuesto caso de desplazados de su tierra (ahora la causa del destierro importa menos, aunque también importe), la ausencia de los horizontes propios rasguee con más fuerza la nostalgia y la melancolía y los recuerdos y la soledad y todo ese cóctel de sentimientos y oquedades, de cicatrices y de vacíos, obligue a tomar cualquier instrumento de escritura y cualquier soporte donde las palabras puedan quedar reflejadas.
Creo firmemente que el escritor procede, sea cual sea su nacionalidad, de la vida y del loco afán por transmitirla o por buscarle una explicación medio lógica a este caos en el que habitamos. Esta sensación se tiene cuando se tiene, quiero decir, que unas veces te empuja en la adolescencia, otras en la madurez, incluso más tarde...
Un buen día ese sentimiento se torna insoportable y te anega el alma de palabras que tienes que arrojar de ti, escribes impulsado por esa necesidad irrefrenable, y después de desalojar de tu corazón ese exceso de sentimientos, te das cuenta de que no vale para nada, de que no has dicho nada que valga la pena, aunque sea único e irrepetible...
Entonces humilde o humillado, o ambas cosas (y en esto se demuestra inteligencia), te paseas por los libros, por unos, por otros, por otros, luego te zambulles y al final te los bebes... La mayoría sirven, de todos aprendes, pero de alguno te enamoras, y sin darte cuenta, vas componiendo tu propia sinfonía u optas porque tu paleta de colores tome todos los matices del gris o del rojo o del verde o del blanco...
Por tanto, al final, el origen del escritor es la vida y son los libros y son los amigos que menean la cabeza cuando algo tuyo no les gusta, o, incluso, silencian su opinión para no dañarte...
Los escritores, creo, vienen, como ha dicho Adsuar (1), de la loma y escriben, siempre, en llano, y vienen de lejos y vienen de aquí al lado y hablan nuestro idioma o hablan otro, pero escarban en la tierra del ser humano para llegar al tuétano del alma y mostrarlo, siempre mostrarlo limpio o sucio, bendito o criminal, apacible o acuciado, ingenuo o perverso, ángel o diablo...
Los escritores, repito, vienen de la vida y de los libros y son como niños que emplean la tarde de domingo en armar un rompecabezas imposible...
***
Aquí acabó mi intervención o mi primera intervención, pero se me olvidó algo fundamental, y se me hubiera olvidado ahora si otra persona que firma como Una lectora de poesía no lo hubiera escrito aquel día.
Ella citaba a Orhan Pamuk el premio Nóbel turco. Concretó lo que a mí se me quedó entre la última línea y los puntos suspensivos. El escritor procede, en última instancia, del silencio y de la soledad, pues es imposible imaginarse el acto concreto de la escritura sin ambos aliados, porque en el silencio y en la soledad es donde se puede construir ese rompecabezas dominical.
Embebido en ese silencio se descubre al tú que llevamos dentro, o sea nuestro yo más hondo.
_________________________
(1) Adsuar es una de las personas que intervienen en el blog de Juan Cruz, se trata de alguien que conoce a la perfección la literatura española y generosamente nos ofrece a los demás sus conocimientos, con los que nos enriquecemos.

viernes, 13 de marzo de 2009

EL ESPEJO. y 5

La noche avanzaba. Quería dormir. Necesitaba dormir. Tenía tres opciones: un sofá duro y estrecho, la habitación de una pensión... y el dormitorio contiguo.
Decidió una mirada al reloj y al incómodo diván.
El ser humano es una mezcla incoherente de miedo y audacia. Era tal el agotamiento físico y psíquico, que la cercana cama me seducía, como la proximidad de un imán atrae a las limaduras. Entré en el dormitorio, sin mirar al espejo, hice la cama y me acosté.
(En ese gesto de no mirar al espejo empleé una considerable cantidad de energía. Cualquiera sabe que casi siempre lo más apetecible para el ser humano es lo prohibido, incluso aunque tal orden parte del propio individuo).
Dudé si apagar la luz. Me dije que no era un niño, que ya tenía edad para dormir arropado por la claridad y accioné el interruptor.
Fue como si la densa oscuridad brotara del espejo.
El cansancio convertía mis músculos en piedras. ¿Sería cierta mi condición de limadura y que el lecho era un imán del que no huiría? Tal pensamiento produjo otro ataque de pánico. Me incorporé como si mi espalda fuera un resorte poderosísimo.
No lo hiciera nunca.
Frente a mis ojos, a la altura indebida, estaba el espejo enmudecido... Enmudecido hasta ese preciso momento; efectivamente, el espejo ya no era el agujero negro sideral o el pedazo de noche de luna nueva sin estrellas...
Imágenes deformes y de vago aspecto lechoso brotaban de su interior, como si mostrara una película en blanco y negro sobre una pantalla oscura. A penas se distinguían siluetas, ciertos movimientos bruscos, leves luces oblicuas.
Quedé paralizado, incapaz de volver a recostar mi espalda en la cama. Hubiera preferido ser limadura o tornillo, en fin cualquier clase de ferralla, y que el lecho hubiera sido un imán. Hubiera preferido quedar encadenado a la posición horizontal.
Sin duda lo hubiera preferido.
Frente a mí, no mi reflejo, que hubiera sido lo normal, sino el reflejo de otras imágenes. Es lo primero que pensé, pero mis neuronas desecharon tal posibilidad puesto que en la habitación, salvo mi cuerpo y el mobiliario, no había nadie, no había nada; aunque quizá tuviera la capacidad de reflejar espíritus o ectoplasmas, lo que contravenía las tradiciones especulares. De nuevo, la idea se rechazó.
Me sentí escindido.
Por un lado, mi cuerpo inmóvil, sentado en la cama, por otro, mi cerebro trajinaba afanoso, buscaba una explicación medianamente racional. Él, mi cerebro, llegó a otra conclusión: no reflejaba nada, sino que transmitía imágenes capturadas a la huida del tiempo y las emitía como un mensaje. Había dos opciones o regurgitaba el pasado, como si fuera uno de los cuatro estómagos de un rumiante, o era digno sucesor del oráculo de Delfos o una adaptación plana de la famosa bola de cristal de cualquier mago o bruja que se precie. Opté por el primer pensamiento que mi materia gris casi arrojó al cubo del olvido, por ser lo más peregrino que se le haya ocurrido a mente humana; al final, se convirtió en más que una posibilidad, al comprobar las neuronas, ayudadas por mis ojos, que la misma secuencia se repetía cada cierto intervalo de tiempo, y porque, en el fondo, creo en que el pasado deja más huellas de las que nos imaginamos, mientras que el futuro es una posibilidad entre un millón, que sólo se concreta en el instante inmediato y es imposible determinar de antemano.
Tuve conciencia de ello minutos más tarde, cuando observé que determinado movimiento se reproducía: el descenso vertiginoso de un brazo sobre un bulto similar a un cuerpo.
Al darme cuenta, otra vez la curiosidad venció al terror y me fijé en el contenido de las imágenes. No eran nítidas, ni siquiera medianamente claras. Eran oscuras y desvaídas: dos cuerpos que se debatían en lo que parecía una pelea. Me aproximé al espejo, ya sin miedo, porque intuía que no me pasaría nada.
Comprendí de inmediato que aquello era un mensaje que el espejo lanzaba, como los náufragos arrojan al mar, dentro de una botella, sus desesperadas peticiones de socorro. Al cambiar la perspectiva, descubrí que el decorado de la escena, que se iteraba cada cinco minutos, más o menos, era el de la misma habitación.
Esfuminadas contra la oscuridad, se apreciaban sobre la mesilla una fotografía y una lámpara de noche apagada (que ya no estaban allí), unas cortinas de aspecto pesado y en el suelo aparecía revuelta una colcha, o eso supuse. En la mitad de cama que “captaba” el espejo, dos cuerpos, hombre y mujer, se peleaban. No se distinguían los rostros, aunque el de la mujer se mostraba de frente la mayor parte del tiempo. La espalda del hombre, sentado a horcajadas sobre la cintura de ella, me resultó familiar. Ambos eran jóvenes, ella muy hermosa. Asistí ensimismado a una violenta pelea que quizá se produjo en ese mismo dormitorio hacía muchos años.
Contemplaba la película muda de un brutal acontecimiento del pasado, grabado indeleblemente en el espejo, por razones y mecanismos inextricables para mi razón. Se trataba de una repetición constante, un movimiento perpetuo, eterno, que sólo se veía en el oscuridad, de ahí que hubiera pasado desapercibido a cuantos ojos se asustaron alguna vez al contemplar la macabra visión de un espejo que no refleja, de un espejo que es el único testigo de un crimen, de un espejo que, en realidad, es un pedazo de noche de luna nueva sin estrellas, quizá el mismo tipo de noche que se asomó a la alcoba y contempló impávida un asesinato...
Presté más atención a cada repetición. De los gestos adivinados en el desfigurado rostro femenino, intuí gritos, desesperación, horror, sangre. La última fracción de la escena, el brusco movimiento descendente del brazo masculino, en realidad era una artera puñalada asestada con vehemencia en el costado de la mujer. No vi de dónde sacó el arma. En la siguiente repetición, adiviné que la extrajo, con veloz movimiento, bajo la manta.
Asesinato con premeditación, sentencié.
Pensé en llamar a la policía (no se me ocurrió nada mejor), repasé la escena dos veces más. Cuando cogí el móvil, observé que el final de la escena variaba. Tras la puñalada, el hombre se incorporó y giró su cabeza...
Me miró de frente, con sonrisa demoniaca. Entonces sí fue mi imagen... Y, de inmediato, reconocí en el cadáver de la mujer a la ninfa de caderas musicales. Sentí que la sangre me abandonaba...
Como un aullido, sonó el timbre de la puerta. Supe que era ella...

jueves, 12 de marzo de 2009

IN MEMORIAM

Este texto lo escribí como homenaje dolorido alas víctimas del atentado de Atocha del 11 de marzo de 2004. Aquí publico una nueva versión que trabajé durante el día de ayer, fue mi pequeño homenaje a las víctimas, y por tanto, es diferente al que se leyó en sudía en Radio Segovia, y al que ayer dejé en el blog de Juan Cruz, de el diario El País
1. Aún no..., Aún...
La aurora aún no ha desperazado sus pestañas para alejar del horizonte a la madrugada fría y encogida, aún está lejos la hora del amanecer, tan lejos que no llegará hasta vuestras pupilas su luz de libélula. La casa mantiene aún vivos los rescoldos de la noche, pero no escudriñáis sus rojas brasas alimentadas de sueños y caricias y besos y deseos y respiraciones sosegadas (salvo la de los bebés, que aún sonríen), pues la mano incansable del tiempo os empuja en el centro de la espalda, sobre las vértebras impacientes para que miréis adelante: la mano apremia o aprieta o estruja: la ducha demasiado rápida y demasiado gélida, el desayuno demasiado escaso y demasiado frío, la camisa y la corbata, y un traje raído, acaso, la blusa y la falda, quizá, una vieja gabardina, la camiseta estampada y el jersey y el pantalón de siempre, el chándal del hermano y la cazadora desgastada, los zapatos, las botas, las deportivas…, y las carteras y las bandoleras y las carpetas y la humilde bolsa del supermercado con el frugal almuerzo, y las mochilas (las vuestras, digo, no las que contienen el tictac obituario), en fin lo que preparabais con minuciosa desgana, con detallada apatía, con dedicada distracción, mientras los sueños (últimos sueños) se desperezaban en alguna recóndita circunvolución del cerebro ilusionado.
2. En la calle.
El asfalto está húmedo, húmedo y oscuro, ensalivado de rocío, barnizado por lágrimas anticipadas, lacado por gotas de lluvia próximas, como el recuerdo de los sueños que aún os aletean; acaso esté regado por operarios sonámbulos de la madrugada, pues vuestro recuerdo no atesora el dato de que lloviera, menos aún que quizá orvallara; más bien vuestro recuerdo perezoso es una mixtura henchida de goles blancos, caricias descuidadas por la costumbre, y besos postreros, robados o perdidos, pero besos al fin. Las luces cítricas arrojan esencia oblicua de zumo de pomelo sobre los charcos sucios, temblorosos, titilantes y dubitativos de las aceras y de la calzada y de los andenes y de las vías. Los pasos se apresuran con autónoma voluntad de percusiones o fricciones diversas, ante el sonido presentido o adivinado o intuido del tren que llega, que llegará, en unos instantes y que no se debe perder, no se debe demorar unos minutos. Hay tantas razones para llegar a tiempo, para precipitarse en las entrañas de ese tren inevitable: acaso porque la espera del siguiente sea incómoda y fría, acaso porque en cierto asiento que se acerca otro cuerpo espere vuestra presencia, acaso porque el examen sea vital, acaso porque el frío os parezca intenso, acaso porque al final del trayecto aguarde la razón que justifica la vida, o mejor, acaso porque al final del breve trayecto cotidiano anide la razón que permita poseer los rescoldos de los sueños aún vivos de la noche, aunque no escudriñéis sus rojas brasas alimentadas de sueños y caricias y besos y deseos y respiraciones sosegadas.
3. El primer silencio
Vosotros, nuestros llorados ausentes, no sabéis, ¿o sí?, que tras la hecatombe de vuestros cuerpos irreconocibles, pedazos de carne abrasada y mancillada y descuartizada y destruida y despedazada y carbonizada, hubo un silencio cósmico en los corazones, en cada corazón, en todos los corazones. Quedamos desnudos, al borde de la derrota, ante el pánico, inermes ante el odio que reparte venganza y terror cual ciclón asesino o volcán iracundo o terremoto homicida, por tanto, inexplicable, como el llanto de los niños, o la desaparición del sol. Vosotros, nuestros llorados ausentes, no sabéis, ¿o sí?, que cada corazón sintió que pudo ser él el reventado o el de la esposa, o el del esposo, o el del padre, o el de la madre, o el de la hija, o el del hijo, o el del hermano, o el de la hermana, incluso el de la nieta, o el del nieto, que por un azar no iba montado en aquel tren convertido en ataúd metálico retorcido, siniestramente agujereado, descuajado su corazón para siempre. Vosotros, nuestros llorados ausentes, no sabéis, ¿o sí?, que el efluvio a carne carbonizada llegó a cada pituitaria aunque la distancia fueran cientos o miles de kilómetros y que aquel olor será para siempre el aroma del horror, ese terror que anuda, o atenaza o estrangula los corazones, todos los corazones, cada corazón.
4. Ellos
Escondido tras vuestras miradas oscuras y mates anida el pájaro bruno de la venganza, grazna ávido de la carnaza derramada, hasta ayer pétalos hermosos que dejaron de respirar, cuarteados en miríadas de pedazos irreconocibles. Es vuestra sonrisa, esta mañana fría, una sonrisa cadavérica, homicida de ilusiones y miradas al más allá del horizonte, homicida de caricias que quedarán rotas, homicida de besos que no encontrarán otros labios, homicida de sueños que no rodarán bajo las cálidas almohadas, homicida de trabajos redentores del hambre allende el océano inabarcable, homicida de risas infantiles que abrazan muñecos en cunas revueltas soñando, quizá,
con los maternales labios combados en juguetonas sonrisas, ahora partidas como un espejo inútil. No sé si tanta carne lacerada os habrá acorralado hacia el dolor, no sé si habéis sentido alivio por las cuentas del ábaco que cuenta las muertes que se equilibran, o por el sufrimiento que se nivela aquí y allá, pero hedéis como cadáveres en el infierno y no hay salvación para vosotros, pues ningún dios, salvo los falsos dioses humanos, pide sangre derramada, pues ningún dios, salvo los falsos dioses humanos, fagocita a sus criaturas, porque cualquier dios, salvo los falsos dioses humanos, repugna la muerte a manos del hermano, porque cuando Caín mató a Abel y huyó, encontró, sino misericordia, al menos protección, pues cualquier dios, salvo los falsos dioses humanos, es siempre, el dios de la vida.

miércoles, 11 de marzo de 2009

OCHO MUJERES

Cartel y dos imágenes de la película
premiada con el Oso de Plata en la Berlinade de 2002
al conjunto de las actrices por su contribución artística


Al atardecer del lunes, Marián y yo subimos al cine. Era la primera película de la sexta edición del ciclo “Mujer creadora” que organiza el Ayuntamiento de Segovia.
Lo primero que diré es que el ambiente era magnífico. La sala Arte 7 donde se proyectaba presentaba un magnífico aspecto, como siempre sucede con este tipo de iniciativas tanto públicas como privadas.
Nos esperaba Ocho mujeres una cinta francesa que me sonó a tiempos viejos, a adaptación fílmica de una obra de teatro de un texto de Agatha Cristhie. En realidad éste era el formato en que se presentaba la historia, pero bajo este recipiente lo que había era un relato que ahondaba en los múltiples modos en que se manifiesta la ambición y el amor humano, o femenino en este caso, puesto que ante los ojos del espectador, salvo la espalda y la nuca del muerto, no hubo hombres, aunque nunca dejaron de estar presentes.
Desde el inicio, desde los títulos de crédito, se sabe que entramos en una cierta visión del universo femenino. A medida que aparecen los nombres de las personas que intervienen en este trabajo: actrices, directora, guionista, peluqueras y maquilladores, técnicos de iluminación y sonido, etcétera, contemplamos primeros planos de distintas flores, unas más reconocibles que otras, unas más sencillas que otras, unas más exóticas (y probablemente peligrosas) que otras, y algunas de colores casi desvaídos, y uno intuye, con acierto, que quizá sea a lo que nos enfrentemos en cuanto que comiencen las imágenes.
Si es difícil hablar de una película sin destripar su argumento, para que los posibles espectadores que no la hayan visto no sientan cercenada su curiosidad, en una de las llamadas policíacas, tal cuestión sería imperdonable.
Sin embargo, el verdadero objetivo de la película no es tanto demostrar quién es la asesina, sino que cualquiera de las ocho mujeres pudo serlo, porque todas ellas tenían sus propias razones para convertir en cadáver al que era marido, padre, amante, hermano, cuñado, yerno y señor de la casa. Pues éstas son las protagonistas una esposa que no le ama, dos hijas tan distintas que no parecen hermanas, una hermana repudiada en público, una cuñada histérica con aires de institutriz insatisfecha, una suegra alcohólica, una cocinera entrañable y una doncella que no puede, ni quiere, ocultar que es el juguetito del señor.
Con estos mimbres se construye un edificio de dos plantas. En la primera, la que se enseña a las visitas comprometedoras, se ve el desarrollo de una investigación poco convincente para un público ya acostumbrado a los distintos CSI que el mundo pueblan, a las investigaciones de intrépidos policías, a los montajes complicados, a las intrincadas almas de los más perversos asesinos en serie. Es como si hubiéramos entrado en el pasado. Y el vestuario y maquillaje y música y peluquería de las actrices confirman desde el primer segundo nuestras sospechas. Estamos en los años sesenta, por tanto que nadie busque más avance técnico en la investigación criminológica que el estudio de las huellas dactilares.
La verdadera historia, es decir la radiografía de las almas de estas mujeres, se desarrolla en una especie de garaje al que somos admitidos un poco a regañadientes los que hemos entrado en la sala. Poco a poco, casi a trompicones, conocemos las distintas historias que conformarán una urdimbre complicada y algunas veces poco creíble. Esto es lo que dice el programa oficial sobre el asunto:
Una larga jornada de investigación, jalonada de discusiones, traiciones y revelaciones, en la que no tardará en saberse que cada una de ellas tiene sus razones y guarda secretos insospechados. La verdad estallará, cruel y trágica, y acabará con las máscaras y las mentiras.
Si hablar del argumento de una película o novela detectivesca es eliminar un posible lector o espectador, desentrañar las peripecias vitales de estas mujeres supone destrozar la película.
Cuando se acaba la proyección, uno se levanta del asiento con la idea de que la película no es tanto, aunque ha servido para distraerse y contemplar sobre el mismo escenario a actrices que han intentado demostrarnos que los sentimientos femeninos son muy complejos y distintos en cada caso, como son complejas y distintas las flores, como es compleja y distinta cada vida.

martes, 10 de marzo de 2009

EL PROFESOR D. JESÚS NEIRA.

El Profesor Jesús Neira en el hospital. Foto de El País Semanal

He leído la entrevista que El País Semanal ha hecho al profesor Neira. Pero antes uno se encuentra con la determinación de esos ojos claros que escrutan el mundo y aún se sorprenden como los de los niños. La única diferencia es que su sorpresa no es admirativa. O no es sólo admirativa, sino que en su vida ya hay una serie de heridas y de constataciones de que la realidad del ser humano tiene ángulos oscurísimos, negras sombras que nos acercan irremediablemente a la confirmación de la existencia del infierno.
Pero él, sin embargo, parece un ángel, un ángel que no termina de comprender esa maldad, mejor dicho que después de comprenderla considera que no es tan abundante como parece, que, en realidad, lo que sobra es buena gente, gente dispuesta hacer lo mismo que él hizo no una vez, sino dos.
Supongo que sería suficiente con la fotografía, con lo dicho y con dejaros el enlace directo. Se trata de una entrevista que debería ser de lectura obligatoria en todos los centros educativos... Y en todas las casas, por si acaso:
Doy por hecho que iréis a este artículo, y que no sustituiréis su lectura por la de estas líneas, que no desean ser un resumen sino un sincero y humilde homenaje a este hombre que ha estado a punto de pagar con su vida el osado gesto gallardo de defender a una mujer que estaba siendo maltratada. (El hecho de la posterior reacción incomprensible de la víctima, no hace sino enaltecer su decisión valiente y arriesgada como se ha demostrado).
No es la primera vez que en este rincón hablo de los malos tratos. Si no me equivoco es la tercera, y me temo que no será la última. Ni siquiera me importaría repetirme tantas veces como fuera necesario, si con ello supiera que se hace algún favor para erradicar esta lacra de nuestra sociedad. Porque, a pesar de nuestros supuestos avances en todos los órdenes de la vida, estos actos de primates embrutecidos son cada vez más abundantes y violentos.
Lo que más me ha alucinado de sus respuestas, porque es una provocación a la lógica de lo que estamos viendo y oyendo con demasiada frecuencia, es la que da título al reportaje: "Cualquier persona habría reaccionado como yo lo hice". Y digo esto, porque la mayoría pensamos que en esto no tiene razón. Incluso el periodista muestra su extrañeza, e insiste en la cuestión, y el profesor universitario se ratifica en su respuesta. Aserto tan contundente merece ser el titular del artículo.
Antes que sus palabras en esta entrevista, le preceden los hechos. Y sus obras son la prueba evidente de que la solución para esta terrible lacra pasa, en primer lugar por apartar del imaginario colectivo una idea perniciosa, aunque persistente, como una tara incurable. Y hay que decirlo bien alto y bien claro: cuando un hombre maltrata a una mujer NO se trata de un asunto particular, por tanto vedado al resto.
Habría que comenzar por grabar a fuego y sangre en nuestra voluntad esta máxima: nadie es propiedad privada de nadie. La violencia sobre otro ser humano siempre, antes o después, es violencia sobre uno mismo. Esta es la idea que tendría que ocupar nuestro pensamiento sin desmayo, pero que esto suceda, es decir que forme parte de nuestra sangre, no se logra porque la leamos un par de veces en nuestra vida. Probablemente cierta generación tenga asumido que los golpes de un hombre a una mujer son un asunto familiar que no admite ninguna clase de ingerencia. Algo así como las relaciones internacionales, cuando se trata de una discusión interna el resto de estados suelen exclamar que no está permitida la injerencia en asuntos internos.
El propio Neira a lo largo de la entrevista da la clave, a su modo de entender, del asunto. El periodista, Jesús Ruiz Mantilla, pregunta por las razones que pueden llevar a un hombre a reaccionar de este modo, es decir, las razones por las que se maltrata. El profesor universitario responde:
La sociedad ha evolucionado hacia el egoísmo. En este aspecto es diferente a la que conocí de niño. Tenía otro tipo de problemas, y la violencia siempre ha existido, cierto, pero hoy es tremendo ver que un chico en Sevilla discute con una chica y su reacción es matarla. ¿Hasta dónde llega un estado mental, psíquico, de la sociedad? Pues a que no se te pueda quitar la razón en nada. Hemos llegado a una bestialidad. Me preocupa mucho la educación que se les da a los hijos. En las películas que vemos en televisión, la gente coge unos cabreos tremendos por cosas estúpidas y rompe algo. Con un golpe, una patada. Estamos en ese tipo de sociedad. Es el reflejo de que algo pasa, de que no se nos puede contrariar. El hombre de hoy está dirigido al éxito. No tiene dureza para enfrentarse a la realidad. No está maduro y responde con violencia a cualquier cosa por estúpida que sea. Está absolutamente infantilizado. La adversidad es una escuela necesaria porque nunca puedes conseguir todo.
El análisis que hace de esta sociedad es certero, preciso y cortante, como si hubiera usado de un bisturí. Detrás de esta respuesta, hay una honda reflexión y un análisis y un criterio que se diferencian de lo que habitualmente se escucha por ahí.
Gentes como Jesús Neira son las que nos hacen falta en esta sociedad que empieza a pagar caro ese infantilismo al que ha sido degradada por culpa de haber sido educada exclusivamente en el afán de éxito a cualquier precio. La expresión o la idea de ganar siempre, se parece mucho a tener siempre la razón, y si para ganar sirve cualquier método, quizá para tener razón también.
Hay muchas más ideas que se vierten en esta entrevista que merecerían un hueco en esta entrada, pero se alargaría demasiado la columna: responsabilidad, diferencia y deferencia, traición, responsabilidad política, milagro, religiosidad, injusticias, servidumbre voluntaria, universidad...
En fin una verdadera panoplia de temas que sería menester que reflexionáramos con cierto detenimiento, por si estamos a tiempo de modificar alguna de nuestras ideas perniciosas que anidan en el subconsciente.
Éstas son las más peligrosas, por cuanto no somos conscientes de su presencia latente en nuestro cerebro, y pueden resultar como un felino hambriento, que en mitad de la oscuridad salte sobre nuestra razón, en apariencia tan moderna y tan civilizada.

lunes, 9 de marzo de 2009

AMANECER

Por fin el domingo ha sido luminoso.
Hialino.
Durante toda la jornada el aire ha vibrado entre transparencias, como protegido por un fanal invisible, pero impenetrable para cualquier impureza.
Sin embargo, el instante maravilloso ha sido el del amanecer. Apenas unos segundos compartidos con cigüeñas que volaban en busca de su alimento y con gorrioncillos que jugueteaban sobre el asfalto.
Poco antes de las ocho de la mañana, la intensidad del claror de la aurora ha sonreído con determinación, ha crecido como si una niña terminase de inflar este globo azul al que llamamos día. La temperatura era fresca, casi fría, la desnuda humedad del rocío tiritaba sobre las invernales ramas de los árboles.
Estaba acodado en la terraza, fumando el primer cigarrillo de la jornada, y ha vuelto a suceder. Si lo hubiera preparado no habría conseguido respirar ese mágico instante. Por tanto, he recibido un regalo inesperado, y por tratarse de una sorpresa, más intenso. Esta desprotección del alma me ha hecho más vulnerable a la belleza que he contemplado. Me he sentido como el ladrón que roba el secreto de un beso.
El primer rayo del sol ha bailado por encima de mi cabeza. La Esbelta Dorada se ha ruborizado tras sentir la caricia del dedo del sol sobre su frente esférica. Tras ese primer rubor, toda ella se ha iluminado, y su piedra rubia le ha parecido a mi mirada más de oro que nunca.
De pronto, celeste y oro el horizonte de mi mirar.
Y he pensado que hermosa suerte la de madrugar, incluso un domingo.
Esa fugacidad que se escapa a la misma velocidad a la que desciende el agua del río, sin embargo, se queda prendida en la retina y marca el transcurso de toda una jornada vestida para la paz.

domingo, 8 de marzo de 2009

LO MÁS NOVELESCO: DOS HECHOS REALES. Septiembre de 2008.

La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Septiembre

Dedicado a las mujeres trabajadoras.

Lo importante de la jornada, lo verdaderamente literario me ha sucedido esta mañana. Son dos estampas que no quiero que pasen de mi memoria, y aunque me alargue en el tiempo, es menester que queden cosidas a esta página. Ambas situaciones han sucedido con una diferencia horaria de diez minutos, no más, y una separación en lo físico de unos seiscientos metros…
* * *
Retorno a la oficina, después de haber dejado la comida en casa. Diviso a dos hombres musulmanes, y a esta distancia pienso que son dignos representantes del integrismo más puro. Sus luengas barbas negras, su gorro sobre la cabeza, sus túnicas hasta los pies los asemejan como gotas de agua a Bin Laden y sus seguidores. A pocos metros de sus espaldas, correteando, se acerca una niña de unos cinco o seis años, que lleva sobre su cabeza un velo negro. Tras ella, una mujer madura con velo sobre el cabello y la cara tapada a la altura de la boca. Y un poco más lejos, una mujer más gorda, más baja y supongo que más anciana, o tal conclusión saco de sus andares, que pasea encarcelada dentro de un burka negro tupido, del que ni aprecio una redecilla sobre los ojos que le permita la visión. No me extrañaría que sufriera alguna enfermedad en la vista. La contemplación de esta mujer me anuda el estómago, y percibo una sensación de intangible peligro que acecha… Desde los atentados del 11 S, del 11 M y del 7 J, por no hablar de lo que sucede día sí y día también en Afganistán, Irak, Líbano, etcétera, ver a estos individuos no significa para mi conocimiento la contemplación de una mera costumbre de carácter cultural o religioso, un atavismo que no tiene mayor trascendencia. Bajo estas ropas, no hay sólo cultura o religión, hay, además, una teoría de destrucción, un deseo de hacerse con las riendas del poder, un afán indisimulado de imponernos su interpretación más cerril de una religión. Cuando una religión se ha de imponer por la fuerza, ha perdido cualquier razón que atesore. Como tantas veces sucedió con el cristianismo en otras partes del mundo. Reconozco que he sentido el hueco que el miedo produce y la indignación por lo que he visto.
Ahora pasadas las horas, intuyo que lo más probable es que he visto a cinco seres humanos perfectamente normales, sencillos, humildes y creyentes a pie juntillas en su fe. Tanto, que es perfectamente verosímil suponer que si se les obligara a salir a la calle vestidos al modo 'occidental' se sentirían no sólo desnudos, sino sucios pecadores. Pero la visión de esta mujer, repito, encarcelada bajo su tupido burka negro, me ha desasosegado mucho.
***
Todavía con la impresión de esta imagen, regreso rápido hacia la oficina y en llegando a los pies del Acueducto, he sido testigo de la otra imagen que no quiero ni puedo dejar escapar. Distingo, unos veinticinco metros antes, la rechoncha figura de esa gitana, o medio gitana, de ojos azules que vivió durante tantos años en la chabola más próxima a este edificio y que tras su incendio, una nochebuena, abandonó esta calle para trasladarse al Tejerín. Está apoyada sobre el pretil que hay bajo los arcos del monumento emblema de esta ciudad, y me extraña esa pose, pues es la de alguien que lee de pie, lo que, a todas luces, me parece otro sinsentido. A medida que me acerco a ella, y no tengo más remedio que hacerlo, pues el lugar en que está es el sitio por donde he de pasar, la primera impresión se afianza. Ya no sólo se trata de la posición de quien lee algo, sino que ante mis pobres y cansados ojos, se perfila, poco a poco, el objeto que las manos renegridas sujetan. Y si no es un libro, es algo muy similar. En pocos segundos se me disipan todas las dudas: es un libro. Cuando llego a su altura, no puedo evitar que mi cabeza gire hacia la izquierda, pues la curiosidad me impide obviar el gesto. Mis pupilas distinguen dos páginas impresas sólo con texto. Renglones y renglones de palabras distribuidas en párrafos. Sólo se me ocurre una cosa diferente a una novela o a una colección de relatos: la Biblia (pero el tamaño del cuerpo de las letras que forman el texto —no pequeño— y su distribución en la página —no en columnas— me hacen recelar de tal posibilidad). Más aún, compruebo que la gitana no es que esté apoyada en pretil como si leyera, sino que lee. Hay ciertas diferencias que se aprecian con facilidad, aunque no haya nada objetivo que lo acredite. Y juraría, aunque no detengo el paso, por no parecer grosero, que lo hace con mucha atención y gusto.
***
He pensado que esta visión es más inverosímil que la de hace diez minutos, y si ha sido posible ver a la mujer gitana leyendo un libro, ¿por qué no ser optimistas y pensar que, en alguna ocasión y poco a poco, algunas mujeres del Islam abandonen su cárcel sin dejar de pertenecer, por ello, al pueblo de Alá?

sábado, 7 de marzo de 2009

A VECES SE SILENCIA SU MIRAR

A veces hay silencio en sus ojos. Se pierden en una lejanía incierta que no soy capaz de descifrar, por mucho que, aprovechando su distracción, los mire a hurtadillas.
Adivino, no obstante, su destino final. Es un viaje hacia el pasado, a un punto muy concreto, pero muy alejado, inasible para cualquiera. Hacia ese momento de la infancia en que algo o alguien determinó todo su sufrimiento, con el que nunca pudo, a pesar de tanto tiempo, casi cuarenta lustros.
Todo sucedió una mala mañana de marzo. ¿Mala suerte, un error, un descuido, un olvido intencionado? Para los pobres nunca hubo mucho tiempo. Y mucho menos hace casi cuarenta lustros y menos aún en mitad de la nada: entre el frío y la desolación, el hambre y el abandono, la incultura y el odio. La caída fue brutal; pero ya estaba muerto tras la descarga eléctrica. Al pie del tendido se le enterró. Un túmulo apenas, una cruz casi invisible, perecedera. En mitad de la soledad y del frío de la sierra tan próxima como la respiración de la muerte.
Aquella mañana, a ella que era una niña se le torció del todo el camino. Ella viaja a ese punto quizá buscando o soñando el sendero que nunca transitó, el que se merecía, el que tendría que haber tomado...
A veces se silencia su mirar. Busca, lo que le hurtaron. En el fondo, aún cree en los milagros.

viernes, 6 de marzo de 2009

EL ESPEJO.4

Sin embargo, la curiosidad, como una red lanzada desde lugar ignoto, me atrapó. Antes de atravesar la puerta, decidí recorrer el resto de la vivienda; con impulso morboso quise saber si había otros espejos que “sufrían” tal desajuste. Caí en la cuenta de que no había visto la casa. Había actuado peor que un niño pequeño. Me conformé con ver el salón y la cocina. Acepté el alquiler con sólo escuchar el precio, y una buena cantidad de metros cuadrados surgida de sus delicuescentes labios, néctar de guindas. Acaso era taimada ondina, o perversa hechicera, una de las criaturas que embrujaban el lugar, convertida en astuta seductora de su víctima. Estaba apresado por el pánico.
Comprobé que, salvo en la cocina, en el resto de habitáculos había un espejo (en el salón, dos), de muy diferentes tamaños, pero con el mismo y hermoso diseño del marco. Todos “funcionaban” correctamente, lo que explicaba la plácida normalidad de la tarde: los espejos del salón no me golpearon con el crochet invisible e imprevisible que me lanzó el del dormitorio, y que estuvo a punto de noquearme. Descubierta la situación, cambié de idea. Se aplacaron los ruidos extraños. El miedo, asustado, se retiró derrotado a sus cuarteles de invierno.
Me quedé para investigar.
La desmesurada irrigación de adrenalina en mi venero, ocasionada por el ataque de miedo, insufló a mi organismo un vigor y una determinación más propios de un atleta antes de competir, que de un individuo de escasa preparación física y de excesivas horas de vigilia. Decidí buscar en el resto del piso un indicio, una pista, un simple atisbo, no sé, cualquier menudencia que explicara la opacidad del espejo.
Volví a situarme frente a él.
Pese a estar preparado, me angustió no encontrar frente a mí mi imagen, ni la pared que tenía a mis espaldas, ni la cama, ni la mesilla de noche. Observar una superficie pulida, bruñida, negra, mate, donde debiera estar un fragmento del mundo, era una sensación repelente, vertiginosa. Un pedazo de noche de luna nueva sin estrellas anidaba en el espacio bellamente enmarcado por volutas y hojas. Sin embargo, en esta ocasión la impresión duró menos, y fue más superficial. Poco a poco, analizaba las cosas más fríamente. Antes de husmear en el resto de la vivienda, abrí los cajones de la coqueta, miré dentro del armario, bajo el colchón... No fue una búsqueda apresurada ni amedrentada, como la primera, sino sistemática y concienzuda, fría y calculada.
No encontré nada.
Media hora después, pasé al salón y procedí con el mismo detalle, felino al acecho de la pieza. Los cajones estaban vacíos. Estaban vacíos los estantes. Tras los espejos que ampliaban la dimensión de la pieza, debido a la sabia disposición que devolvía hasta el infinito las imágenes, todo era normal. Repetí la operación cuarto por cuarto, incluso en el baño que, de paso, limpié. No encontré lo que buscaba, salvo polvo acumulado y eternas telarañas arrinconadas.
De pronto, estaba agotado y abatido: el bajón tras el ímpetu que ocasiona una dosis tan abundante de estimulantes. Volví al salón. Quité la funda de un sofá (similar al sudario de la cama). Comprobé su limpieza. Me senté. No sabía qué pensar, qué hacer. Ya no sentía el miedo irracional que me inmovilizó, al ver que no me veía.
Pero, ¿cómo acostarme en el dormitorio acompañado por un agujero negro, de esos que, según los sabios, pueblan el universo?

jueves, 5 de marzo de 2009

EL PARO.

Ya sabéis que los números se me amontonan en la cabeza como un cargamento de deshechos radioactivos: uno nunca sabe qué hacer con ellos, y en cuanto superan una cierta cantidad me es difícil, no sólo operar, sino imaginármelos siquiera, digamos que me aplastan irremediablemente.
Tres millones cuatrocientas ochenta y un mil ochocientas cincuenta y nueve personas registradas en las oficinas del paro son muchas. A una magnitud de este calibre es a la que me refería, una cantidad que no concibo porque no sé calcular, porque no sé medirla, porque no la puedo imaginar.
Pero en este caso no es cifra, sino que se trata de personas en situación dramática o abocadas a estarlo, así que tendría que hacer el esfuerzo de poner rostros, miradas, manos, biografías, lágrimas y pesadillas detrás de semejante guarismo. Por ello lo he escrito con letras, con todas sus letras.
Probemos nuevamente.
¿Es lo mismo leer tres millones cuatrocientas ochenta y un mil ochocientas cincuenta y nueve personas, que 3.481.859?
A mí no me parece igual.
De todos modos, ya que pertenezco al conjunto de los humanos que se manejan mejor en las aproximaciones de las humanidades que en las precisiones científicas, y por no escribir ese pedazo de número, lo redondearé del siguiente modo: casi tres millones y medio de personas. ¿Hoy habrá que quitar el casi?
Bien.
Pues casi tres millones y medio de trabajadoras y trabajadores que laborean en España engrosan la tremenda fila de los que no tienen modo de ganarse la vida. Según escuché antesdeayer, de ellas, casi un millón ya no tiene derecho al correspondiente subsidio por desempleo.
El panorama pues no es precisamente para que repiquen las campanas a gloria.
Casi tres millones y medio de personas son demasiados sufrimientos o preocupaciones, o sufrimientos y preocupaciones, atormentando mentes y corazones. Es posible que no todos ellos se sientan así de mal. Los habrá muy jóvenes que consideran, con acierto, que el tiempo juega a su favor y que escampará cualquier día. Los habrá mayores que quizá se encojan de hombros después de haber realizado un razonamiento similar a éste: 'Esto ha sido como adelantar unos pocos años la jubilación'. Los habrá que puedan admitir que su trabajo no era imprescindible para la familia y que mientras alguien trabaje en casa se podrá vivir (o sobrevivir) en tanto que amaine. Los habrá que estén acostumbrados a semejante situación. Pero la mayoría, estoy seguro, no pertenecen a ninguno de estos grupos. La mayoría tendrá la espalda del alma arrumbada por el peso de una situación cuya mezcla de impotencia e injusticia, culpa y desesperación hará de sus días y sus noches una pesadilla interminable.
Es fácil ser dramáticos en semejante situación, así que procuraré no serlo. Es muy sencillo arrojar piedras al gobernante, cuando todos los que estamos en nuestro sano juicio sabemos que el verdadero culpable de este estropicio no está allí, sino en otras partes. Ese Gobierno, en medio de un griterío inexplicable y ensordecedor, se ha convertido en el mayor empresario para ver si con su tarea emprendedora puede reactivar la rueca detenida que no parece poder arrancar.
He visto reportajes, por ejemplo, en los que se observa el retorno a los pueblos como una solución: la vida en la gran ciudad es carísima y sin sueldo resulta imposible; pero en un pueblo, si, además se trabaja la tierra, todo es más llevadero. Además allí, probablemente, uno se despojará de lo superfluo sin mucha dificultad.
Los sesudos economistas hablan de flexibilización laboral, reactivación del consumo, inversiones millonarias en I+D+i, inyecciones, también millonarias, para los bancos (esto es lo que menos entiendo, porque, además de ser en buena parte los culpables de la que cae, se llevan premio, mientras que las víctimas son, además, castigadas con sus nuevas exigencias), y otras lindezas que me resultan realidades tan herméticas como algunos oscuros versos inextricables.
Sin embargo la buena gente que sufre en sus carnes esta lacra sabe que es la hora de agarrarse a un clavo ardiendo: aceptar cualquier empleo (el que hace unos meses se rechazaba por indigno), agruparse en torno al calorcillo de la familia..., en fin, regresar a lo que no hace tanto era nuestro modo de vida. Acaso los que disfrutamos de la estabilidad laboral no debiéramos tener el mismo miedo, pero es inevitable pensarse las cosas no una, ni dos, ni tres veces, porque Don Miedo es el novio de esta fea señora llamada Crisis, su perverso amante revestido con una polvorienta grisalla que todo lo enloda. Comienzan a llovernos en los oídos lacerantes historias. Incluso es probable que no las tengamos lejos. Y no queremos ser los siguientes, y si acaso lo fuéramos, mejor tener dos que no uno.
La mayoría sabemos o recordamos bien lo que es vivir en épocas de estrechez. Sabemos también que de ellas se sale. Por lo tanto recordamos el trabajo que cuesta dar portazo a la sala de las pesadillas. Pero entre nosotros hay muchos que sólo han vivido siempre en la abundancia. Ellos quizá sean los que peor lo pasen, aunque espero equivocarme. Con todo el corazón espero equivocarme. Al menos son jóvenes, es decir, tienen toda la vida por delante y el vigor indemne.
Pero estoy convencido que más pronto que tarde volverá la buena racha.
Lo importante, me parece, es que ahora aprovechemos el momento de oscuridad para más tarde no caer en los mismos errores que nos han traído hasta aquí. Seamos creativos y críticos y autocríticos, aprovechemos estos tiempos duros para salir renovados, para salir convencidos de que hay palabras mucho menos frágiles que economía, aunque la apariencia sea la contraria.
Y son cosas muy simples, me parece.

miércoles, 4 de marzo de 2009

HACHEDOSÓ

Cada día era la misma monotonía anodina que terminaría por aplastarle contra la vida como si fuera un minúsculo y despreciable insecto, tan despreciable que ni siquiera tiene nombre atribuido...
* * *
En cualquier lugar alejado de aquel desierto inhóspito, el despertador suena a la misma hora y su sonido, no estridente, aunque agudo y constante, acciona la puesta en marcha del mecanismo llamado vida. Un mecanismo en el que nunca se piensa, dado que, simplemente, sucede, nada más. En apariencia, es algo tan elemental como que el cerebro dé la orden a los músculos de los párpados: despéguense del globo ocular. De tal orden cerebral no somos conscientes; si acaso empezamos a serlo cuando la luz penetra a través de las retinas, desvelado el trozo de piel que les protegía. Pero esa apariencia no se responde a la realidad. La realidad es que el primer sentido que envía estímulos al cerebro es el oído. El oído pone en contacto dos mundos que sólo nuestro frágil cuerpo separa o une, según se mire: el planeta tierra (o la parte de él que habitamos) y nuestro cerebro. El resto, en el fondo, son terminales periféricos creados para que nuestra mente procese toda la información. Visto de este modo, despertarse, por el medio que sea, y contactar con el mundo, es la acción más importante de nuestra vida, pues nos enchufa al gran dispositivo del que formamos parte.
* * *
Sin embargo, cada amanecer, junto al desierto, no había sonidos de despertadores, sino una sucesión ininterrumpida de jaculatorias ateas en varios idiomas, fundamentalmente en español, lengua ésta especialmente dúctil y entrenada para la grosería, el insulto, la blasfemia o la queja; eso sí, y este detalle conviene resaltarlo: no sólo se trataba de groserías, insultos, blasfemias, quejas emitidas con el acento plano y lleno de aristas del castellano de la Península Ibérica, sino que eran fácilmente distinguibles otros acentos más dulces, envolventes y sinuosos de los otros países latinoamericanos.
Pero a él no se le oía quejarse, desde hacía unos días. Sólo se le veía cabizbajo, dizque apenado y como sin ganas de nada. O de muy poco.
El Cojo Hermida, un chicano fuerte como un buey, aunque tan bajo como un niño de doce años, fue el primero en advertirlo, y se lo contó a Comehuevos de Osuna, un sevillano famoso porque ingirió, de una sentada y con la sola ayuda de un par de litros de fría cerveza tres docenas de huevos cocidos, a imitación de la famosa escena de la película del gringo chingado de ojos azules que había hecho furor entre la población carcelaria de Caracas. Comehuevos, dijo el Cojo Hermida, Hachedosó nos va a dejar muy pronto.
Comehuevos le miró con un mirar torvo, incrédulo y se rió como quien se ha tragado una buena porción de mariposas azules. Por la respuesta, El Cojo Hermida supo que no le había entendido, Ése, Cojo, no tiene entrañas bastantes para salir de esta perra prisión, te lo digo yo. El Cojo se sonrío, como un buey a la hora de la siesta, No, dijo, No se va a largar de aquí; bueno, se va a ir de otra manera, se va pa' siempre, no sé si me entiendes, con las patas pa'lante.
Comehuevos dejó de reírse y miró más despacio a Hachedosó, al que alguien le puso ese alias desde que era un mero pibe en la escuela de primaria, porque un maestro o una maestra, la leyenda no era muy precisa, preguntó a los niños que qué era el agua y Andrés, que así se llamaba en realidad, contestó, Hache dos, o. Tres palabras de las que desconocía su total significado y que quizá hubiera escuchado a su hermano mayor; desde aquel memorable día, se quedó con el mote, Hachedosó, y hasta él mismo, en muchas ocasiones, cuando le llamaban Andrés era incapaz de responder, no se sentía aludido; sin embargo el sevillano no observó nada extraño en el comportamiento de Hachedosó, tanto que se olvidó del asunto, después de espetar al chicano, Cojo, tienes más fantasía que una película de extraterrestres.
El Cojo Hermida, a distancia, siguió sus movimientos. Notó de inmediato que Hachedosó no saludaba a quienes se cruzaban con él, ni se dirigió a sus habituales actividades. Se quedó apoyado en una esquina del patio, la más sombría, la mirada extraviada en un punto indeterminado del infinito azul del cielo, como si los ojos de Comehuevos hubieran crecido mucho, mucho… Y El Cojo Hermida, aunque tuviera fama de brutote y de escasas entendederas, intuyó que Hachedosó había decidido dejar de mirar el cielo desde ese patio. Y no supo cómo lo haría, pero adivinó que nadie, aunque hubiera estado advertido por el mismísimo Jesucristo, habría podido evitarlo, tal y como se demostró a la mañana siguiente.

martes, 3 de marzo de 2009

AUSTERIDAD

El poeta unos días antes de su muerte en Collioure.
Foto publicada por El País

Dormitorio del poeta en su pensión segoviana.
Foto tomada de la web de la Academia de Historia y arte de San Quirce
Cuando hablé del homenaje que, como cada veintidós de febrero, se hizo a D. Antonio Machado, en la que fue su pensión en Segovia, escribí a vuelapluma la impresión que me produjo la visita a la casa. Por ser precisos esto es lo que aquella noche se me ocurrió:
Los estrechos pasillos, los escalones de tarima y el suelo de losas rojas, la cocina intacta con sus viejos cacharros, con su pequeña bilbaína, con recortes de periódicos de la época. Fotos de D. Antonio, reproducciones de sus retratos, de carteles con su efigie, de manuscritos suyos, de ejemplares de primeras ediciones de sus obras... Los techos tan bajos, un poco opresivos, un poco combados... El aire de austeridad que todos imaginamos en el poeta se puede palpar en el ambiente.
Quizá haber dedicado parte de aquella tarde a la lectura de su obra, impregnó mi alma de esa sustancia precisa que me ayudó a percibir como una ilustración perfecta todo lo que mis ojos vieron... En especial el dormitorio. Ese dormitorio tan austero, tan desnudo, tan despojado, tan pobre. Perfecto retrato de la realidad en la que vivieron en el primer tercio de siglo los intelectuales españoles. No se puede olvidar que D. Antonio era un prestigioso poeta de talla nacional. Pero también es un retrato del modo en que se vivía en general. No sé (ni sé si alguien lo sabe) cómo eran las pensiones de esta ciudad en torno a los años treinta; pero me imagino que el sueldo de un catedrático de instituto daría para escoger una de las mejores. De hecho, y siendo objetivos, ésta era muy céntrica, en el mismo corazón de la ciudad, junto a la Catedral y por tanto es de suponer que sería una de las más dignas.
Y, sin embargo, su austeridad nos entra por la mirada como el aroma del romero o del tomillo lo hacen en nuestra pituitaria: de modo imparable pero delicado. En la habitación, cuyo moblaje consiste en lo indispensable, hay un reverbero visual de la poesía de D. Antonio, esa poesía empeñada en ser esencia, no decorado, voz, no eco.
Da un poco de tristeza contemplar la humildad, casi pobreza, de todo cuanto vi, pero al mismo tiempo enorgullece que tan sólo eso baste para la vida: una cama estrecha, un silla, un mesa más bien pequeña, un aparador, una maleta, una mesita de noche, una estufilla de carbón, una jofaina y una palangana, un orinal. El frío se colaba al contemplar aquella total ausencia de un asomo de lujo, y más cuando en la retina se tiene esa última foto, la que encabeza esta entrada.
Esa última foto del poeta, supongo que en alguna terraza del hotel Bougnol-Quintana de Collioure donde pasó sus últimos días, de pronto anciano, supongo que moribundo. Ahí sí ligero de equipaje, ahí sí desaliñado, y ahí ya herido de muerte, pues su España, una de ellas, le había helado el corazón y ya nadie se lo pudo calentar. ¿Habría escrito su último verso alejandrino en ese momento de su postrer retrato: Estos días azules y este sol de la infancia?.
Aquellos sueños que junto con otros tantos intelectuales le hicieron abrazar la causa de la República, se le habían convertido, entre las manos en puñales que le desangraron el corazón. Su persona nacida para la bondad y el compromiso, había tenido que soportar la vileza de una guerra incivil, tal y como la bautizara su admirado Unamuno. Salió, confundido con la ingente turbamulta de exiliados y derrotados españoles camino de Francia... Algunos, incluso, hablan de si llegó a formar parte del campo de concentración. Una de las pocas cosas que consiguió el derrotado gobierno republicano español de las autoridades francesas fue que D. Antonio Machado no acabara sus días en tan infame lugar, como hicieron la inmensa mayoría de los exiliados.
No es difícil imaginar, contemplando esa cama estrecha, esa jofaina, esa maleta, cómo fueron los últimos días en Collioure. Por suerte su madre pudo acompañarle, por suerte uno de sus hermanos estaba con ellos. La soledad, aunque siempre estamos solos a la hora de la muerte, no fue total.
Y ahora, aunque parezca lo contrario, no me pongo pesimista, sino que pienso en la coherencia tan profunda que revisitió su vida. Esa austeridad que le hizo caminar hacia la esencia fuera afeites, oropeles y adornos.
Por eso contemplar su dormitorio es como sentir que algunos de sus versos se materializan frente a una ventana que, supongo, aunque no estoy seguro, se abre hacia las laderas escarpadas que suben desde el Eresma hacia el norte.

lunes, 2 de marzo de 2009

LA PRIMAVERA APUNTA

La mañana de ayer domingo Marián y yo nos dimos un paseo, dejándonos llenar los pulmones por la tibieza de un aire húmedo que hacia la hora de la comida se convirtió en lluvia densa y limpia, vivificante y pródiga.
Mientras volvíamos al cogollo de la ciudad por el Paseo de San Juan de la Cruz o Cuesta de Santa Lucía, me percaté de que, en algunos arbustos que deshojó el otoño, apunta tímida la futura primavera, como si fueran los balconcillos desde donde, precavida, se asoma.
En los árboles todavía no he sido capaz de descubrir su llegada silenciosa. Quizá en la zona de sus copas, o en lugares más soleados. Pero en algunos arbustos, repito, las primeras yemas de un limpísimo verde condecoran o coronan los extremos de las ramas delgadas.
Puede que sean brotes demasiado tiernos que un mal amanecer gélido se lleve por delante, o quizá no, quizá aguanten y terminen por reventar en hojas...
La primavera, pues, apunta como una sonrisa de esperanza, una promesa de luz, una idea de limpieza y de inauguración.
Todavía quedan semanas para que sea el instante, pero en estas tierras mejor gozarse ya con los indicios..., por si acaso.
Si siempre la vida es breve, más breve aún un fragmento de ella. Así la fugaz visión de los prolegómenos de la pubertad de la naturaleza que se encamina a la adolescencia.
Después del invierno, llegará la primavera, contemplad sino sus primeros avisos...

domingo, 1 de marzo de 2009

HOY


Mi paisaje es tu sonrisa,
el horizonte donde arraigan brillos
de besos y esperanzas.
Mi mirada se pierde en el océano
de tu piel
y mis dedos escrutan el deliquio
de tus suspiros.
Daría mis dos manos
porque tu mirada
no dejase humedales a su paso,
porque la noche no ocupase el centro
de tus latidos lentos.
Hoy,
a la hora del amanecer frío,
me gustaría que mis dedos
vislumbraran tu piel tan despacio
como mis ojos acarician tu aliento.
Hoy,
cuando los niños sueñan con arroyos
de leche caliente,
reviste el rostro de sonrisa,
esa que derrocó la resistencia
de mi ignorancia ciega
ese horizonte donde arraigan brillos
de besos y esperanzas:
firme muelle donde anclo mi cansancio.
No es parodia de excusas ni de miedos
ni es timbre azul de inútil queja oculta,
ni el fin de un melodrama.
Es certeza que embriaga mis caricias,
cada uno de sus saltos silenciosos
y poderosos y continuos saltos.
Hoy, según todos los indicios, huye
una hoja más del almanaque limpio
de tus jornadas, pero no es así,
los indicios son inciertos,
leves ecos de la verdad oculta.
No, no se escapa nada,
se acerca un tiempo preñado
por sonrisas invencibles.
Detrás, sobre su espalda inalcanzable,
quizá haya un abismo
o quizá esté el recodo del Edén,
que según el poeta está perdido.
Los ángeles conocen ese tiempo,
entretanto, sonríe, hoy, soníe
para que mi paisaje permanezca.