Laura Enciso, a diferencia de sus compañeros de clase, se dio perfecta cuenta del cambio en su hijo. Por un lado se alegraba de que el amor viniera a sacarle del ataúd en el que se había convertido su vida, a lo que ella misma no había sido ajena. Pero, también le asustaba que su hijo sufriera del modo en que ella lo hacía, tras la muerte del que fuera el amor de su vida.
Algunas veces, para los hijos es complicado, quizá por pudor mental, imaginar que sus padres se amaron del mismo modo apasionado en que ellos sienten esa fuerza imparable de la naturaleza. Que los hijos imaginen entre sus padres el mismo tipo de abrazo que ellos desean vivir, es algo que no suele cabalgar por los pensamientos de ninguno, pero es tan real como la misma existencia de la especie, o como la existencia de la fragancia de las rosas, aunque sea algo que nos parezca más propio de los poetas que de los jardineros.
Laura Enciso había amado sin fisuras a Luis Prieto. Había amado su corazón, su mente y su cuerpo con total apasionamiento y dedicación desde que se conocieron, unos cuatro años antes de casarse, o sea unos catorce años antes de morir. Y esto lo sabía todo el mundo, e incluso el ayudante del fiscal, cuando era un adolescente, llegó a sospecharlo del modo decoroso con el que los hijos imaginan las relaciones de sus padres.
Cada vez que Luis recordaba las fechas, se daba cuenta que la relación de sus padres, incluidos los cuatro años de noviazgo, fue una relación breve en el tiempo. Desde esa perspectiva, y teniendo en cuenta lo repentino y trágico del suceso, nunca fue extraño que su madre tras el accidente se convirtiera en una especie de cadáver que lamentablemente cargaba con un organismo del que se quería desprender a toda costa para volver junto a su marido, allá donde él estuviera.
En la vida de Laura Enciso no había habido otro amor que el de Luis Prieto. Ambos se conocieron en 1958 con veintidós años, y nunca más dejaron de amarse, hasta que en 1972, con treinta y seis años ella enviudó. Sin embargo este dato, incontestable en su biografía oficial, no es cierto en su biografía sentimental, puesto que hasta el día de su muerte, muchos años después, ella siguió amándole sin grietas ni olvido, como si hubiera continuado casada con él. Todavía tuvo que soportar treinta y cuatro años de soledad y sufrimiento, pero lo hizo sin que casi nadie supiera otra cosa, salvo ese amor que parecía imposible.
Ella no entendía muy bien muchas cosas que acontecían a su alrededor, pero sobre todo no comprendía que las parejas que se habían unido bajo la premisa del amor acabaran por romperse como un plato se hace añicos. Por más que le explicaran, por más que le contaran un caso u otro u otro, ella siempre terminaba por menear la cabeza y por pensar que aquello, entonces, no había sido amor verdadero. Laura Enciso no había sido lectora de poetas, ni de ninguna otra clase de escritor, pero nunca le había hecho falta semejante esfuerzo para saber que el amor, o es eterno o no es amor. Nunca hubiera comprendido que el amor se desgasta por tanto usarlo, ni habría entendido que las personas evolucionan hasta dejar de amar a quien habían amado, ni menos aún hubiera comprendido que el hombre o la mujer pueden encontrar o incluso toparse en su vida con otra persona que les haga cambiar de horizonte el latido de sus corazones.
Admitía que había errores, que había personas que se ofuscaban por otras y llegaban a la vida en común pensando que se amaban, cuando en realidad lo que les unía era otro sentimiento más frágil y por tanto mudable y caduco. También admitía que hubiera matrimonios cuyo sostén no era el del amor precisamente, sino otros intereses que nada tenían que ver con aquél. Una cosa eran sus hondas creencias, y otra bien distinta que fuese ciega o sorda y no hubiera sabido de muchos casos que habían llegado al altar o a la presencia ante el juez con la sola pretensión de consolidar una fortuna o una hacienda.
Por eso, y a pesar de la aparente contradicción respecto de sus convicciones, nunca se opuso al divorcio, por el contrario, había sido siempre una defensora incondicional de su puesta en marcha. Cuando aquel ministro tan simpático hizo todo lo posible por su legalización en España, discutió con el cura de la parroquia quien llegó a amenazarla con una excomunión inmediata, cosa que ella resolvió con un desplante muy criticado por algunas comadres de la parroquia, por la que no volvió a pisar, hasta la muerte del párroco.
Lo que ella discutía y lo que no le supieron entender, no era la indisolubilidad del matrimonio; lo que ella discutía era la indisolubilidad del amor.
Cuando Laura Enciso intuyó que su hijo sentía algo especial por una compañera de su clase, se le encendieron todas las luces de alarma. Por propia experiencia sabía que el amor era el motor más potente de la existencia, pero también sabía que, si se rompía a causa de la muerte, se tornaba el sentimiento más cruel y destructivo.
Y no quería que su hijo sufriera más.
Por alguna razón que Luis no adivinó entonces, su madre se dedicó a advertirle contra del amor, mejor dicho, en contra de que él se enamorase, no fuera a sucederle lo mismo que a ella le había sucedido. Pero aquellas advertencias eran como prédicas en un desierto sólo abarrotado por arena y sol. Luis tenía la conciencia de que su vida cobraba sentido, pero sobre todo era vida si pensaba que Azucena le hacía caso y se fijaba en él.
La primera y única batalla que Luis dio por conseguir que ella se diera cuenta de su existencia, fue ofrecerle su ayuda para estudiar. Intuía que tal cosa no era la mejor arma para conquistar a una mujer, pero era la única de la que conocía su manejo con más precisión que el resto de sus compañeros. Para la mayoría de ellos era un arma de última generación, un arma secreta. Pretendía demostrarle a Azucena que una cosa es ser estudioso y aprovechar el tiempo y otra bien distinta es ser empollón. O eso pensaba él.
Para tener la oportunidad tuvo que esperar a las primeras calificaciones de aquel curso, allá por diciembre. En realidad tuvo que esperar a la vuelta de las vacaciones navideñas para ofrecerse como ayuda. Tuvo tiempo durante las dos semanas de receso de prepararse un buen discurso convincente, que a sus oídos sonaba bien, muy bien, tanto que se decía que si él no hubiera sido un buen estudiante, escuchando semejante alegato, se convertiría en uno de ellos.
Pero a la vuelta de las vacaciones, nunca encontraba el momento adecuado para dirigirse a Azucena. O ella nunca estaba sola, o a él le daba un ataque de timidez desaforado, como si un huracán de temor le explotara en el corazón. Todavía pasaron otro par de semanas más hasta que en un recreo, de forma casual, ambos se cruzaron sin ninguna otra compañía. Sin mirarle a la cara, Luis se atrevió a murmurar.
— Si quieres, te puedo ayudar con alguna de las asignaturas que te resulten más difíciles. La que tú quieras… Sin condiciones.
Ella lo escrutó de arriba abajo con una mezcla de incredulidad, burla, desprecio e interés. En realidad pensó que no le vendría mal que el chico más listo de la clase, a pesar de lo que sobre él opinara Eladio, le echara una mano en lengua y en matemáticas; pero al mismo tiempo supuso lo que los demás dirían si se enteraban de que Luis la ayudaba. Azucena temblaba sólo con barruntar que podría dejar de ser la chica más popular del Instituto, y acercarse al Empollón era comenzar a perder semejante estatus. Y lo último que pensó, como una ráfaga difusa y cálida, fue que a lo mejor el Empollón se había fijado en ella. Sonrió y a pesar de todo, la primera idea es la que prevaleció.
— Si me das un número de teléfono, hablamos.
Por desgracia ninguno de los dos llevaba en ese momento ni papel ni bolígrafo encima (a nadie se le ocurre llevar los útiles de trabajo durante su tiempo libre), y ya no hubo manera de encontrarse a solas.
Pero a él, sin duda con más recursos de lo que la mayoría suponía, se le ocurrió mirar en la guía. Su nombre completo era Azucena Pimentel Sanz. Sabía que vivía por la zona del barrio del Ángel (a pesar de sus ínfulas de chica bien, como tantos de los alumnos del instituto había nacido y vivía donde vivía), y no creía que hubiera muchos Pimentel en la guía de teléfonos de Euritmia. Es decir, poseía datos más que suficientes para que su búsqueda tuviera éxito. Acertó. Sólo había un Pimentel cuya dirección, además, pertenecía a la calle Chopera que estaba en aquel barrio de la ciudad. Anotó con esmero el teléfono y dudó todavía sobre si hacer la llamada o no.
Durante muchas horas había analizado con todo lujo de detalles el fugaz encuentro del recreo y llegó a la conclusión de que ella no toleraría de muy buena gana que él llevase la iniciativa, por eso había sido ella la que le había pedido a él el teléfono; pero, por otra parte, intuía que Azucena necesitaba, más pronto que tarde, la ayuda en alguna asignatura en concreto. Él pensó en las matemáticas únicamente. Pero le hubiera dado lo mismo que le hubiera pedido ayuda en dibujo técnico o en gimnasia. Él habría acudido a cualquier cita con ella en cualquier parte, y si ésta hubiera sido fuera del universo, quizá hubiera sido mucho mejor.
Entre el ansia abrasadora que le empujaba, y la intuición de que su ayuda sería recibida como un remedio necesario, marcó aquel número de teléfono que había memorizado al tiempo que lo escribía, a pesar de lo cual fue seleccionando cada dígito como si copiase una obra de arte, fijándose en cada detalle.
— Buenas tardes — murmuró — soy Luis Prieto, ¿está Azucena?
Laura Enciso, enfrascada en su eterna labor de ganchillo de hilo color crudo, no dejaba de prestar atención a las palabras de su hijo mayor.
Sentía el peligro, como los barómetros notan la llegada de la borrasca.