La palabra de cada día. Diario de un opositor.
Abril de 2004
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Cuando he bajado de comer, la tenue brisa de la espléndida tarde primaveral que por fin hemos tenido, me ha traído hasta la pituitaria el frescor del aroma del césped recién segado. Y a la par que esas moléculas de la fragancia entraban en mi cerebro, actuaban como las palabras de un experto hechicero para convocar a este presente un tanto anodino, el joven que fui, el adolescente que se marchó una tarde en que descubrió que dentro del corazón humano anidan la crueldad, el odio y la mentira como repertorio fundamental. Es uno de los perfumes naturales que más me agrada. Junto con el del ozono justo en el momento previo de la tormenta, o el de las primeras gotas de lluvia al caer sobre la arena reseca. Son olores nítidos, intensos, pero no agraden. Son olores que refrescan, casi oxigenan el cerebro en todos los sentidos. Es como si a uno lo cubrieran de la paz que necesita, tras tantas horas de lucha prosaica, metido entre los alambres de espino con que la vida me acecha. O quizá no sea la vida, más bien se trate de que no sabemos vivirla con naturalidad, simpleza y desprendimiento.
Digo que semejante aroma, ha rescatado el recuerdo que ha aterrizado sobre mi cerebro con la potencia de un bombardeo, o como si fuera una pesadilla inesperada. Quizá las comparaciones son demasiado torpes, porque pueden dejar la idea de que ha sido un recuerdo triste. Todo lo contrario. Cambiaré la comparación. Ha sido como si me hubieran comunicado que me toca la lotería, aunque fuera la pedrea, o que he ganado un concurso de cuentos que organizaban los vecinos de mi casa. (Quizá si alguna vez le organizaran de verdad, tampoco le ganaría, pero eso es otra historia). Concretaré.
Esta fragancia de césped recién rasurado, como perfumado por una loción después del afeitado, me ha traído hasta la memoria otras tardes similares, otros momentos maravillosos, otras horas en las que la juventud se me escapaba por todos los poros de la piel y delante de mí sólo veía la vida que se me henchía sin que hubiera una sola traba que la hiciese complicada, o enemiga de la mía propia. Esas tardes de la primera juventud, o la última adolescencia, que tampoco sé muy bien qué edad es esa. Esas tardes en las que uno, por fin, a pesar de creer que ya sabe todo lo importante que tiene que saber para vivir la vida, va descubriendo, que, en realidad, no sabe absolutamente nada. Y precisamente de aquello que cree saber más, es de lo que más ignora.
Cuando los rayos del sol de la incipiente primavera ya llegaban hasta nosotros con toda su potencia, cuando estar encerrado en una clase oliendo los sudores de otros cuerpos, tan mal olientes como el nuestro, oliendo a tiza, oliendo a libros desgastados por casi todo el curso, a la tinta de los bolígrafos sobre el papel cuadriculado de los cuadernos, oliendo a cosas muertas, a cadáveres del pasado, a cadáveres inalcanzables y aburridos, se hacía insoportable nos lanzábamos a los jardines del parque del cementerio, nos escabullíamos como podíamos de la vigilancia (no muy férrea, para qué engañarnos) de los profesores y pasábamos la tarde sintiendo el olor de la vida que entraba en nosotros en primer lugar con las vaharadas de hierba recién segada agolpándose por nuestro cuerpo, como si quisiera abrazar nuestro corazón, como si quisieran llenar de fuerza genésica los impulsos incontrolados de nuestro espíritu. También me ha traído a la memoria esas otras tardes, en las que, ya después de la clase, y, por tanto sin la carga de los novillos a nuestras espaldas, pero con la carga de un próximo examen, dejábamos correr el tiempo. Con el deber esperándonos en nuestras casas, pero al que no atendíamos. No podíamos atender. Éramos pequeños animalillos a los que la sangre les bullía con fuerza, y no podían plantearse, ni siquiera por casualidad, pasar aquellas hermosas e interminables horas aplastados por la rotundidad hosca de las cuatro paredes de nuestra casa. En aquel entonces, prefería que las tardes primaverales fueran lluviosas, frías, encapotadas, como un recuerdo del invierno recién abandonado. Pero la tozudez del clima solía ser implacable. Había que luchar denodadamente contra aquel sol, contra aquel aroma, contra aquellos latidos del corazón que parecían barbotar, contra el deseo casi incontrolado de zambullirse en el rescoldo de la tarde. ¿Qué nos podían importar a nosotros los libros? ¿Qué nos iba a preocupar algún trabajo sin realizar, o hecho con la desgana de un aprendiz? Pero a nuestro alrededor, los mayores no lo entendían. Nos miraban y nos exigían que cumpliéramos con nuestro deber. Recuerdo que les miraba, o miraba el cuadrado de cielo azul que se veía tras el ventanuco de la cocina donde estudiaba (o pasaba la tarde, vaya usted a saber), y me preguntaba si es que uno cuando se hace mayor, cuando le entran los años, le sale la vida desde dentro y se desgasta. Si eso sería crecer, hacerse mayor, perder las ganas de vivir, o cumplir de forma estricta con el deber que se tiene encomendado. No sé, de una forma un tanto confusa y amorfa, me suponía que ir creciendo era ir perdiendo parte del aliento. Por eso, en el fondo, no quería crecer. O por lo menos no quería crecer mucho, lo justo. Llegar hasta los veintipocos donde todavía parecía que todo era vida, y tenías muchas más ventajas que a los quince o dieciséis, ¡dónde iba a parar!
Pero ahora me doy cuenta que nada de eso es del todo cierto. Que, en verdad, nuestros adultos, como nosotros hacemos con nuestros jóvenes, nos engañaban. Ellos en su corazón seguían sintiendo esa fuerza salvaje y vital que crece imparable, ese maremoto que rebosa a la primera de cambio. Hoy lo sé porque sigo mirando a través de una ventana (es otra ventana, pero, a pesar de Heráclito, es el mismo cielo) y sigo viendo las tardes plenas de ese azul único de esta Castilla abandonada. Sigo escuchando el canto delirante de los pájaros (gorriones, mirlos, estorninos, petirrojos, tórtolas, urracas, algún jilguero, sí algún jilguerillo, quizá algún ruiseñor, verdecillos, verderones, los primeros vencejos que llegan hambrientos como siempre). Sigo empapándome del frescor de este verde recién nacido que ocupa las enmudecidas ramas hasta ayer, casi, y pocos días (u horas, o minutos) se adensan en un estallido de vida. Sigo, sobre todo, sintiendo que mi sitio no es escrutando el significado difuso y un poco cadavérico de ciertas leyes que no sé de qué modo voy a poder meter dentro de este cerebro, que para algunas cosas ha perdido facultades, pero para otras, como el barboteo del corazón henchido, sigue igual que aquel joven, que en tardes como la de hoy no podía aguantar la claustrofobia de una clase con treinta y tantos compañeros aburridos escuchando cosas que quizá, por qué no, debían ser importantes, y, sin embargo, sólo eran un suplicio, un funeral, un encarcelamiento brutal, a veces.
Por eso, esta tarde he pensado con pellizco de melancolía, y bastante egoísmo, que esta primavera podía ser lluviosa, así me costaría menos esfuerzo pasar las tardes pegado a los temas…
Digo que semejante aroma, ha rescatado el recuerdo que ha aterrizado sobre mi cerebro con la potencia de un bombardeo, o como si fuera una pesadilla inesperada. Quizá las comparaciones son demasiado torpes, porque pueden dejar la idea de que ha sido un recuerdo triste. Todo lo contrario. Cambiaré la comparación. Ha sido como si me hubieran comunicado que me toca la lotería, aunque fuera la pedrea, o que he ganado un concurso de cuentos que organizaban los vecinos de mi casa. (Quizá si alguna vez le organizaran de verdad, tampoco le ganaría, pero eso es otra historia). Concretaré.
Esta fragancia de césped recién rasurado, como perfumado por una loción después del afeitado, me ha traído hasta la memoria otras tardes similares, otros momentos maravillosos, otras horas en las que la juventud se me escapaba por todos los poros de la piel y delante de mí sólo veía la vida que se me henchía sin que hubiera una sola traba que la hiciese complicada, o enemiga de la mía propia. Esas tardes de la primera juventud, o la última adolescencia, que tampoco sé muy bien qué edad es esa. Esas tardes en las que uno, por fin, a pesar de creer que ya sabe todo lo importante que tiene que saber para vivir la vida, va descubriendo, que, en realidad, no sabe absolutamente nada. Y precisamente de aquello que cree saber más, es de lo que más ignora.
Cuando los rayos del sol de la incipiente primavera ya llegaban hasta nosotros con toda su potencia, cuando estar encerrado en una clase oliendo los sudores de otros cuerpos, tan mal olientes como el nuestro, oliendo a tiza, oliendo a libros desgastados por casi todo el curso, a la tinta de los bolígrafos sobre el papel cuadriculado de los cuadernos, oliendo a cosas muertas, a cadáveres del pasado, a cadáveres inalcanzables y aburridos, se hacía insoportable nos lanzábamos a los jardines del parque del cementerio, nos escabullíamos como podíamos de la vigilancia (no muy férrea, para qué engañarnos) de los profesores y pasábamos la tarde sintiendo el olor de la vida que entraba en nosotros en primer lugar con las vaharadas de hierba recién segada agolpándose por nuestro cuerpo, como si quisiera abrazar nuestro corazón, como si quisieran llenar de fuerza genésica los impulsos incontrolados de nuestro espíritu. También me ha traído a la memoria esas otras tardes, en las que, ya después de la clase, y, por tanto sin la carga de los novillos a nuestras espaldas, pero con la carga de un próximo examen, dejábamos correr el tiempo. Con el deber esperándonos en nuestras casas, pero al que no atendíamos. No podíamos atender. Éramos pequeños animalillos a los que la sangre les bullía con fuerza, y no podían plantearse, ni siquiera por casualidad, pasar aquellas hermosas e interminables horas aplastados por la rotundidad hosca de las cuatro paredes de nuestra casa. En aquel entonces, prefería que las tardes primaverales fueran lluviosas, frías, encapotadas, como un recuerdo del invierno recién abandonado. Pero la tozudez del clima solía ser implacable. Había que luchar denodadamente contra aquel sol, contra aquel aroma, contra aquellos latidos del corazón que parecían barbotar, contra el deseo casi incontrolado de zambullirse en el rescoldo de la tarde. ¿Qué nos podían importar a nosotros los libros? ¿Qué nos iba a preocupar algún trabajo sin realizar, o hecho con la desgana de un aprendiz? Pero a nuestro alrededor, los mayores no lo entendían. Nos miraban y nos exigían que cumpliéramos con nuestro deber. Recuerdo que les miraba, o miraba el cuadrado de cielo azul que se veía tras el ventanuco de la cocina donde estudiaba (o pasaba la tarde, vaya usted a saber), y me preguntaba si es que uno cuando se hace mayor, cuando le entran los años, le sale la vida desde dentro y se desgasta. Si eso sería crecer, hacerse mayor, perder las ganas de vivir, o cumplir de forma estricta con el deber que se tiene encomendado. No sé, de una forma un tanto confusa y amorfa, me suponía que ir creciendo era ir perdiendo parte del aliento. Por eso, en el fondo, no quería crecer. O por lo menos no quería crecer mucho, lo justo. Llegar hasta los veintipocos donde todavía parecía que todo era vida, y tenías muchas más ventajas que a los quince o dieciséis, ¡dónde iba a parar!
Pero ahora me doy cuenta que nada de eso es del todo cierto. Que, en verdad, nuestros adultos, como nosotros hacemos con nuestros jóvenes, nos engañaban. Ellos en su corazón seguían sintiendo esa fuerza salvaje y vital que crece imparable, ese maremoto que rebosa a la primera de cambio. Hoy lo sé porque sigo mirando a través de una ventana (es otra ventana, pero, a pesar de Heráclito, es el mismo cielo) y sigo viendo las tardes plenas de ese azul único de esta Castilla abandonada. Sigo escuchando el canto delirante de los pájaros (gorriones, mirlos, estorninos, petirrojos, tórtolas, urracas, algún jilguero, sí algún jilguerillo, quizá algún ruiseñor, verdecillos, verderones, los primeros vencejos que llegan hambrientos como siempre). Sigo empapándome del frescor de este verde recién nacido que ocupa las enmudecidas ramas hasta ayer, casi, y pocos días (u horas, o minutos) se adensan en un estallido de vida. Sigo, sobre todo, sintiendo que mi sitio no es escrutando el significado difuso y un poco cadavérico de ciertas leyes que no sé de qué modo voy a poder meter dentro de este cerebro, que para algunas cosas ha perdido facultades, pero para otras, como el barboteo del corazón henchido, sigue igual que aquel joven, que en tardes como la de hoy no podía aguantar la claustrofobia de una clase con treinta y tantos compañeros aburridos escuchando cosas que quizá, por qué no, debían ser importantes, y, sin embargo, sólo eran un suplicio, un funeral, un encarcelamiento brutal, a veces.
Por eso, esta tarde he pensado con pellizco de melancolía, y bastante egoísmo, que esta primavera podía ser lluviosa, así me costaría menos esfuerzo pasar las tardes pegado a los temas…
8 comentarios:
La tarde a la que hago referencia en este texto es de hace cinco años, como habéis visto en el encabezado, pero podría ser una fotocopia de la de hoy... Salvo que a Dios gracias, aquellas oposiciones las enterré antes de que hubieran nacido oficialmente.
Varias cosas, una es que me parece netamente surreal esto de autocomentarse los autopost, me hace acordar a las cartas que, por el coreo postal, el de verdad con cartero y todo yo me autoenviaba cuando sentía el gélido filo de la soledad en la que los humanos nos hallamos encerrados, luego ese aroma de césped lo tengo medio entreverado pues si bien a mí me causó esa impresión salvaje a vegetadura irredenta o esencia de clorofila pá que tengas y de allí a una sucesión de percepciones que llegaban a la abstracción más excelsa o cósmica para ser exacto, también lo asocio a los partidos de rugby que por aquel entonces y de adolescente jugaba, así es que rememoro también y en seguidilla, los machucones de algún tacle mal confeccionado, aquella patada pseudocasual o mala leche directamente intencional de algún adversario enconado con uno, a la sazón el enemigo. Luego esa primavera de la primavera de mi vida tan colmada de granos y hormonas corriendo de un bolsillo a la neurona y luego de la rodilla a...vaya a saber uno o mejor a no decirlo pero es que la vecinita me miraba con la electricidad del deseo y unas caídas de párpados que mi terremoto me huracanaba la volcánica erupción nocturnal. Y ahora es cuando te agradezco la maravilla que me has narrado con una dulzura mirada hacia tu pasado juvenil que me hace recomponer el recuerdo y revivir ciertamente las mismas, o parecidas reflexiones que desembocaban en preguntarse si los adultos eran o se hacían los tarambanas, porque igual que tú me suponía que, en algún lugar se le habían caido varios caramelos del frasco. Y mientras lo fuí averiguando no me dí cuenta que, de goloso, yo me había manducado varios del mio, frasco claro, y que quizás la intensidad con que uno viviera cada cosa hiciera que se perdiera energía y se llegara como los viejos que, por cada paso dado les cuesta un Perú...en fins...tus relatos, poemas, ensayos y afines me colman de placer al leerlos y aprendo, además, a enriquecer mi lenguaje, debo reconocer que posees y me obligas a direccionarme al mataburros pues riegas el cuento con una cantidad de palabras que descubro con virginidad total. Raro, no? Pues así es.
Abrazo y gracias por el paseo por auellas tempranos tembleques y emociones que la estación de la floración nos suelen regalar.
Pediros perdón, no sé que ocurrió los dedos saltinbanqueaban en el teclado y el loro parlanchín de mi mente cotorreaba y cotorreaba. Me fuí de mambo con la verborrea,debe ser la primavera, sorry.
ADRIÁN: Me contesté, porque la tarde de ayer, el paseo en medio de la tarde que quería ser tibia, aunque no terminó de serlo, fue tan parecida a otras tardes de entonces. Pasé por jardines donde la menta encabritó mi pituitaria, y las flores de todos los coloeres hicieron sonreír a la mirada y escribí a algún amigo y... ya no, ya no tengo que estudiar... ¡Qué alivio!
Estimado amigo Amando,
Como cambian los tiempos, decía la canción… Cuatro años son pocos a nuestra edad… Hace cuatro años entraba a las siete de la mañana en la oficina y difícilmente salía antes de las ocho de la tarde. Eso no era vida, ni me enteraba de la primavera, la estación por excelencia en Sevilla… Ese ritmo me pasó factura…Hoy, a causa de mi corazón maltrecho, estoy jubilado y esto es otra cosa. Disfruto a tope de la familia, de los amigos, de la naturaleza, de los libros, de la música, de los blogs de los amigos… y... ya no, ya no tengo que trabajar... ¡Qué alivio! Como decía la canción, como cambian los tiempos.
Un abrazo.
PEPE GONCE: Es una suerte que aquel aviso te permitiera disfrutar el resto de tu vida, pero es un juego peligroso.
Tomo nota, por la parte que me toca en el asunto.
Un abrazo y gracias por considerarme en la nómina de tus amigos.
Amando, entro sólo para agradecerte este trocito de recuerdos, que me han hecho retroceder muchos años y me ha encantado. Me gustan mucho tus relatos.
Sigo esperando Mensaje para Joyce (2)
Besos desde el sur.
ISOLDA: Pues me alegro que te haya hecho recordar parte de tu juventud, que seguro que no es tan lejana...
El segundo capítulillo de Mensaje para Joyce se publicará en breve.
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