miércoles, 8 de abril de 2009

AVISO

Imagen del Santo Entierro de la Real Cofradía de la Santa y Venerable Esclavitud del Cristo de los Gascones. Talla del siglo XI. Foto de Francisco Javier Valle Martín
No se trata de nada importante, simplemente voy a explicar las razones por las cuales publicaré en los próximos días lo que publicaré.


Cuando regresé a la escritura como un proyecto que ocupara buena parte de mi ocio (ya sabéis que no me gano el pan con esta tarea), lo primero que hice, fue escribir una novela que me venía bordoneando el alma desde hacía unos años, concretamente desde el Sábado Santo de 1994. Tras varios años, en 2001 si no me equivoco, La Diputación Provincial de Segovia me publicó Aquel sábado lluvioso. En esta novela narro las horas que transcurrieron entre el entierro de Jesús de Nazaret y su resurrección. Por ser más preciso, cómo vivieron tales horas, los miembros del grupo que había llegado con él hasta Jerusalén: su madre, el resto de mujeres que les acompañaban, los discípulos, y algún otro de los próximos a él.

La escritura de esta novela, además de otras cuestiones, fue como una exigencia moral, como si algo dentro de mi conciencia no me permitiera reiniciar mi actividad 'literaria' sin pasar previamente por este peaje.

Después llegaría lo que tuviera que llegar, pero entonces lo tenía que hacer y lo hice.

Aprovechando estos días de Semana Santa, como advertí ayer, os explico que las próximas entradas van a ser cuatro fragmentos de esta novela.

Estos retazos de Aquel sábado lluvioso, tendrán relación con el hecho relatado en el evangelio y que se conmemora cada uno de los días de la semana santa.

Que os gusten. Lo deseo fervientemente.

Como anticipo os dejo aquí el arranque de la novela, sus primero párrafos:


*

(...) José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fue también Nicodemo - aquél que anteriormente había ido a verle de noche- con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús.[i]

La lluvia caía monótona. A veces era imperceptible, casi invisible, otras lo hacía con furia, hiriente. Casi siempre era un fluir incansable, continuo, lento. El anochecer se había adelantado debido a la densidad negra, opaca, azabachada, de las nubes que, a partir del inicio de la tarde, cubrieron el celaje (y nuestro espíritu), hasta entonces celeste. El silencio de las estrechas calles, que contrastaba con el bullicio de los últimos días, hacía más estridente a los oídos el sonido de ritmo reiterativo y machacón de las gotas de agua sobre las losas del pavimento gris, sombrío.

Supe, desde que lo vi en el balcón del Gobernador Pilato vejado, tumefacto, herido, deforme, casi desecho humano, que aquella noche no dormiría. (Sería la segunda). El dolor, que comenzaba a traspasarme las entrañas, me mantendría atenazado al discurrir de las horas, acaso el resto de mi vida. ¿Era posible tal desgarro en el corazón y no sentir cómo se desgajaba por medio? ; ¿cómo podría seguir viviendo, respirando siquiera, después de lo que veía y lo que me imaginaba? ; ¿todavía quedaban lágrimas en mis ojos?

En el recuerdo permanecía anclado, como lo estaba en los días tormentosos la barquichuela en el lago de Genesaret, el momento en el que el ruido seco, bronco y profundo de aquella losa blanca cerraba para siempre el sepulcro. Aquel retumbo aleteaba en el interior de mi cerebro golpeándolo inmisericorde. En mi cabeza sólo resonaban los estruendos opacos de los goterones y de la losa, de la losa y de los goterones: agua que fluye eternamente, piedra que eternamente permanece...

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[i] Evangelio de san Juan, capítulo 19, versículos del 38 al 42.

2 comentarios:

S.V.-B. dijo...

Me alegra que publiques estos días algún fragmento de Aquél sábado lluvioso. Desde mi punto de vista es una gran novela, intensa y llena de sentimiento que hay que leer despacio. Además de ser un profundo conocedor del Nuevo Testamento, demuestras en ella una religiosidad sin ñoñerías que nace de dentro.
Desde luego recomiendo a todos que la lean.

Amando Carabias dijo...

S.V.-B, gracias por los elogios. Lo cierto es que procuré ser honesto conmigo mismo e intenté hasta donde pude, meterme en la piel de alguien que había vivido junto al nazareno y lo había querido hasta tal punto de ser distinguido como el discípulo amado. Esa amistad tan honda, nunca puede ser ñoña, porque aquel hombre era ante todo un pescador galileo, por muy espiritual que fuera.