La Soledad Dolorosa al pie de la Cruz.
Foto Franciso Javier Valle Martín
A esta imagen, Amando Carabias Pascual
le hizo otra foto que me impresionó desde que la vi
e inspiró la escena que ahora relato. Forma parte de la portada
de la novela diseñada por Mariano Carabias
y aquí tenéis un fragmento. Impresiona o me impresiona
(Ahora el discípulo amado nos narra lo que sucedió durante la mañana de aquel sábado lluvioso. Nicodemo acaba de contar al grupo todo lo que sucedió y que ellos desconocían. La madre, rota por el dolor abandona la casa del padre de Marcos y el discípulo amado, angusitado, después de una agria conversación, la ha podido acompañar... Leed).
Enfrentamos la puerta de Efraín, me asusté de veras, pues supuse que aquella salida estaría conveniente y fuertemente vigilada, pero mantuve la distancia, pensé que todavía estábamos alejados de la sepultura y, por tanto, el peligro no era tan inminente. A pesar de todos mis razonamientos, mi corazón parecía un tambor tocando a rebato, decenas y decenas de caballos en estampida, el mar bramando a causa de la tempestad, ya que, como había sospechado, la salida estaba vigilada, mas, para mi alivio, no tuvimos ningún problema en cruzarla; por lo que se veía, no había órdenes especiales sobre nosotros para el común de la soldadesca romana, parecía que las instrucciones, si las hubo como nos contó Nicodemo, sólo se habrían referido al lugar de su sepulcro. Estaba en aquellos pensamientos, tranquilizadores a medias, cuando la madre de Jesús se detuvo de súbito, por poco no me choco con ella y me la llevo por delante. Habíamos recorrido la suave pendiente que el día anterior bajáramos también.. Pero tras el maestro... Todavía vivo.
La madre de Jesús elevó los ojos y al hacerlo ella, miméticamente, repetí el gesto: frente a nosotros, agitada apenas por la brisa, pendía de la cruz el lienzo albo que habíamos utilizado para descender el cuerpo, el cadáver, del maestro... Ella quedó parada... Su mirada de carbón se clavó en la cruz... Los brazos vencidos a lo largo de sus costados, casi suspendidos... Los hombros también inclinados, derrotados, no supe muy bien si por causa del dolor, de la edad, de la lluvia, o de todo en su conjunto... Inertes, casi inanimadas, las blancas y pálidas manos... Toda ella, en definitiva, exangüe.
Me acerqué, dubitativo y trémulo, cabe su costado, mas, al percibir mi presencia junto a sí, su mano volvió a alejarme mediante un gesto que, esta vez, no fue desdeñoso o hiriente, pero sí inflexible. En los brevísimos momentos que pude columbrar su rostro, me percaté de la hondísima desolación que lo inundaba: por sus mejillas rodaban, mezcladas, sus lágrimas, perlas saladas, y las gotas de lluvia, llanto divino, que por instantes arreciaban, inmisericordes de nuevo. Una punzada, una cuchillada, dañó mi corazón. Temí (sólo tenía sensaciones medrosas aquella mañana) que su entendimiento se fragmentase en mil pedazos irreparables para siempre. Permanecimos en aquel punto durante demasiado tiempo. El temporal se robustecía sobre nosotros, ya de nada nos servían nuestras empapadas ropas, pues en aquel mortal descampado, tras los momentos que estuvimos bajo el agua, fríos y punzantes cristales se clavaban en el rostro para después escurrir por nuestros cuerpos. Como la situación se alargase, presumí que cogeríamos una pulmonía, o algo peor; mas, mi ánimo no se detuvo en tales consideraciones, sino que más bien se dirigía, silenciosa, sigilosamente, a intentar arropar su flébil espíritu que era acosado por la más terrible, dolorosa y punzante melancolía... Me retorcía las manos, reflejo de la impotencia que me inundaba, todavía más que el agua: asistir como simple espectador al sufrimiento de alguien querido sin poder hacer nada, ni acariciar, siquiera, las acuosas y ajadas y afiladas mejillas, es la mayor sensación de frustración que se puede padecer, o una de ellas. Únicamente podía contemplar las esporádicas convulsiones de su espalda, o los hondos suspiros, o las leves inclinaciones de su cabeza. Mis pies, como independientes del resto de mi organismo, intentaban acercarse a ella, pero mi cabeza, en contra del corazón, que sollozaba, las retenía con enormes esfuerzos.
Se movió y avanzó hacia el madero... Se situó junto a él... Pensé (temí) que lo llegaría a abrazar, pero no lo hizo, sino que sus finos dedos se alzaron, con tremenda lentitud y dificultad, y con las delicadas yemas parecía buscar o acariciar algún resto que quedase de la sangre del hijo (circunstancia bastante improbable dado que no había parado de llover desde la tarde anterior). Recorrió todo el tronco y, tras darse la vuelta completa, quedó frente a mí, ahora sí, completamente derrotada, hundida. Pensé que me hacía algún gesto, pero fue un espejismo mío motivado por la ansiedad y la aflicción. No me veía, como pude comprobar, pues no pude soportar más la situación y decidí acercarme. Quedó en pie, casi yerta, suspendida, recostada levemente sobre el lecho de madera que había servido de último acomodo para su hijo; las manos (aquellas manos que lo acariciaron, que peinaron sus cabellos, que prepararon su alimento, que comprobaron sus calenturas..., ay, que sintieron su carne muerta y gélida) estaban, otra vez, vencidas, derrotadas, empalidecidas, vacías de todo su contenido, impotentes. La cabeza, ligeramente inclinada hacia la derecha, se alzaba apenas hacia el cielo, a pesar del chubasco que todo lo agrisaba. La cara se le había afilado y había envejecido en pocas horas; sin embargo, seguía siendo un hermoso rostro de dulce hebrea, a pesar de que el suplicio dejaba profunda huella en aquella adorada faz: una arruga transversal cruzaba la frente, los párpados aparecían brevemente hinchados y enrojecidos, semi-cerrados, los finos labios, entreabiertos, como anhelantes, como buscando un poco de aire ausente; toda ella se me apareció como difuminada a causa del intenso chubasco, por momentos, se me desenfocaba el gesto, parecía desfigurado, era la desolación absoluta y total; incluso, las ojeras de una noche imposible conferían a aquella cara un tono grisazulado, lívido, que concordaba con la túnica añil y con el día plúmbeo. Por unos momentos pareció que podía caer desmayada, pero no fue así, sino que su endeble, en apariencia, organismo permaneció erguido. El semblante, definitivamente exangüe, llevaba las marcas invisibles, pero indelebles, del inmenso duelo producido al desgajarse del propio ser el único hijo de sus entrañas. Parecía que sus labios musitaban algo, o eso pensé, por cuanto percibí en ellos un ligero movimiento... El único de su ser.
Durante unos instantes dejé de mirar a la madre de Jesús, contemplé el entorno de muerte y desolación que nos rodeaba, que nos albergaba: tras de mí, la muralla, la puerta de Efraín, en la que, refugiado como podía de la lluvia, un soldado romano nos miraba curioso y extrañado; enfrente, el pequeño otero del Gólgota en el que estaban izados desafiantes varios maderos que habían acogido o acogerían en su día, aciago también, a otros israelitas, en sus entrañas nudosas y sin desbastar; más al fondo, ligeramente a mi izquierda, el pequeño jardín donde estaba la tumba del rabí, imaginaba que vigilada por un fiero destacamento de romanos; aún más a la izquierda, otros huertos y jardines verdeaban ligeramente la brumosa visión; a la derecha, apenas columbrado, a causa de la neblina, el camino hacia Galilea, el camino por el que nunca debimos entrar, el camino que desembocaba en la puerta de los Peces; por encima de nosotros, plomo, grisura, (¿Llanto divino o lluvia?); y, a nuestro alrededor, el viento desabrido y húmedo que era capaz de agitar nuestros pesados ropajes: devastación, soledad, muerte, llanto, vacío, desolación, por doquier.
Cuando volví mis ojos hacia ella, la encontré, más o menos, en la misma posición y en la misma actitud. No supe qué hacer. Seguía recibiendo todo el torrente de agua que escapaba del cielo, continuaba inmóvil y a cierta distancia de ella, dubitativo en cuanto a acercarme o esperar más aún. Para resolver mis cavilaciones, la madre de Jesús entró en movimiento... Volvió a dar otra vuelta completa a la cruz... Cuando acabó, la volvió a acariciar y, ante mi sorpresa, la besó amarga, dolorosamente... Luego, se dirigió a donde yo estaba, con cansino, más aún, y torpe paso, la cabeza nuevamente abatida... Tras de un penoso camino, llegó a mí, y, ya sin fuerzas para nada más, sus frías manos se aferraron a mi empapado cuello y rompió a llorar, sin cauce, sin orilla... Con más desolación, si es posible; con más impotencia, si pudiera ser; con más dolor, si cabe. Mis sollozos también se confundirían con la lluvia, y con su llanto... Si el soldado romano seguía observándonos, seguramente un escalofrío de emoción recorrió su espalda.
- Deberíamos volver, estamos empapados, helados, vamos a acabar enfermos.
Me encaró con mirada nebulosa y quejumbrosa.
- ¿Y eso importa?
Continuó atravesándome con sus ojos a los que sentí repletos de un hondo vacío que parecía imposible ocupar, porque, de pronto, la profundidad de aquellos ojos oscuros se había hecho casi infinita, no se veía su fondo, parecían túneles negros e ilimitados. Sentí que lo mejor de todo era callar, pues sus respuestas a mis preguntas o a mis sugerencias, podrían ser del mismo calibre, así que decidí que fuese ella quien continuase tomando la iniciativa.
La madre de Jesús elevó los ojos y al hacerlo ella, miméticamente, repetí el gesto: frente a nosotros, agitada apenas por la brisa, pendía de la cruz el lienzo albo que habíamos utilizado para descender el cuerpo, el cadáver, del maestro... Ella quedó parada... Su mirada de carbón se clavó en la cruz... Los brazos vencidos a lo largo de sus costados, casi suspendidos... Los hombros también inclinados, derrotados, no supe muy bien si por causa del dolor, de la edad, de la lluvia, o de todo en su conjunto... Inertes, casi inanimadas, las blancas y pálidas manos... Toda ella, en definitiva, exangüe.
Me acerqué, dubitativo y trémulo, cabe su costado, mas, al percibir mi presencia junto a sí, su mano volvió a alejarme mediante un gesto que, esta vez, no fue desdeñoso o hiriente, pero sí inflexible. En los brevísimos momentos que pude columbrar su rostro, me percaté de la hondísima desolación que lo inundaba: por sus mejillas rodaban, mezcladas, sus lágrimas, perlas saladas, y las gotas de lluvia, llanto divino, que por instantes arreciaban, inmisericordes de nuevo. Una punzada, una cuchillada, dañó mi corazón. Temí (sólo tenía sensaciones medrosas aquella mañana) que su entendimiento se fragmentase en mil pedazos irreparables para siempre. Permanecimos en aquel punto durante demasiado tiempo. El temporal se robustecía sobre nosotros, ya de nada nos servían nuestras empapadas ropas, pues en aquel mortal descampado, tras los momentos que estuvimos bajo el agua, fríos y punzantes cristales se clavaban en el rostro para después escurrir por nuestros cuerpos. Como la situación se alargase, presumí que cogeríamos una pulmonía, o algo peor; mas, mi ánimo no se detuvo en tales consideraciones, sino que más bien se dirigía, silenciosa, sigilosamente, a intentar arropar su flébil espíritu que era acosado por la más terrible, dolorosa y punzante melancolía... Me retorcía las manos, reflejo de la impotencia que me inundaba, todavía más que el agua: asistir como simple espectador al sufrimiento de alguien querido sin poder hacer nada, ni acariciar, siquiera, las acuosas y ajadas y afiladas mejillas, es la mayor sensación de frustración que se puede padecer, o una de ellas. Únicamente podía contemplar las esporádicas convulsiones de su espalda, o los hondos suspiros, o las leves inclinaciones de su cabeza. Mis pies, como independientes del resto de mi organismo, intentaban acercarse a ella, pero mi cabeza, en contra del corazón, que sollozaba, las retenía con enormes esfuerzos.
Se movió y avanzó hacia el madero... Se situó junto a él... Pensé (temí) que lo llegaría a abrazar, pero no lo hizo, sino que sus finos dedos se alzaron, con tremenda lentitud y dificultad, y con las delicadas yemas parecía buscar o acariciar algún resto que quedase de la sangre del hijo (circunstancia bastante improbable dado que no había parado de llover desde la tarde anterior). Recorrió todo el tronco y, tras darse la vuelta completa, quedó frente a mí, ahora sí, completamente derrotada, hundida. Pensé que me hacía algún gesto, pero fue un espejismo mío motivado por la ansiedad y la aflicción. No me veía, como pude comprobar, pues no pude soportar más la situación y decidí acercarme. Quedó en pie, casi yerta, suspendida, recostada levemente sobre el lecho de madera que había servido de último acomodo para su hijo; las manos (aquellas manos que lo acariciaron, que peinaron sus cabellos, que prepararon su alimento, que comprobaron sus calenturas..., ay, que sintieron su carne muerta y gélida) estaban, otra vez, vencidas, derrotadas, empalidecidas, vacías de todo su contenido, impotentes. La cabeza, ligeramente inclinada hacia la derecha, se alzaba apenas hacia el cielo, a pesar del chubasco que todo lo agrisaba. La cara se le había afilado y había envejecido en pocas horas; sin embargo, seguía siendo un hermoso rostro de dulce hebrea, a pesar de que el suplicio dejaba profunda huella en aquella adorada faz: una arruga transversal cruzaba la frente, los párpados aparecían brevemente hinchados y enrojecidos, semi-cerrados, los finos labios, entreabiertos, como anhelantes, como buscando un poco de aire ausente; toda ella se me apareció como difuminada a causa del intenso chubasco, por momentos, se me desenfocaba el gesto, parecía desfigurado, era la desolación absoluta y total; incluso, las ojeras de una noche imposible conferían a aquella cara un tono grisazulado, lívido, que concordaba con la túnica añil y con el día plúmbeo. Por unos momentos pareció que podía caer desmayada, pero no fue así, sino que su endeble, en apariencia, organismo permaneció erguido. El semblante, definitivamente exangüe, llevaba las marcas invisibles, pero indelebles, del inmenso duelo producido al desgajarse del propio ser el único hijo de sus entrañas. Parecía que sus labios musitaban algo, o eso pensé, por cuanto percibí en ellos un ligero movimiento... El único de su ser.
Durante unos instantes dejé de mirar a la madre de Jesús, contemplé el entorno de muerte y desolación que nos rodeaba, que nos albergaba: tras de mí, la muralla, la puerta de Efraín, en la que, refugiado como podía de la lluvia, un soldado romano nos miraba curioso y extrañado; enfrente, el pequeño otero del Gólgota en el que estaban izados desafiantes varios maderos que habían acogido o acogerían en su día, aciago también, a otros israelitas, en sus entrañas nudosas y sin desbastar; más al fondo, ligeramente a mi izquierda, el pequeño jardín donde estaba la tumba del rabí, imaginaba que vigilada por un fiero destacamento de romanos; aún más a la izquierda, otros huertos y jardines verdeaban ligeramente la brumosa visión; a la derecha, apenas columbrado, a causa de la neblina, el camino hacia Galilea, el camino por el que nunca debimos entrar, el camino que desembocaba en la puerta de los Peces; por encima de nosotros, plomo, grisura, (¿Llanto divino o lluvia?); y, a nuestro alrededor, el viento desabrido y húmedo que era capaz de agitar nuestros pesados ropajes: devastación, soledad, muerte, llanto, vacío, desolación, por doquier.
Cuando volví mis ojos hacia ella, la encontré, más o menos, en la misma posición y en la misma actitud. No supe qué hacer. Seguía recibiendo todo el torrente de agua que escapaba del cielo, continuaba inmóvil y a cierta distancia de ella, dubitativo en cuanto a acercarme o esperar más aún. Para resolver mis cavilaciones, la madre de Jesús entró en movimiento... Volvió a dar otra vuelta completa a la cruz... Cuando acabó, la volvió a acariciar y, ante mi sorpresa, la besó amarga, dolorosamente... Luego, se dirigió a donde yo estaba, con cansino, más aún, y torpe paso, la cabeza nuevamente abatida... Tras de un penoso camino, llegó a mí, y, ya sin fuerzas para nada más, sus frías manos se aferraron a mi empapado cuello y rompió a llorar, sin cauce, sin orilla... Con más desolación, si es posible; con más impotencia, si pudiera ser; con más dolor, si cabe. Mis sollozos también se confundirían con la lluvia, y con su llanto... Si el soldado romano seguía observándonos, seguramente un escalofrío de emoción recorrió su espalda.
- Deberíamos volver, estamos empapados, helados, vamos a acabar enfermos.
Me encaró con mirada nebulosa y quejumbrosa.
- ¿Y eso importa?
Continuó atravesándome con sus ojos a los que sentí repletos de un hondo vacío que parecía imposible ocupar, porque, de pronto, la profundidad de aquellos ojos oscuros se había hecho casi infinita, no se veía su fondo, parecían túneles negros e ilimitados. Sentí que lo mejor de todo era callar, pues sus respuestas a mis preguntas o a mis sugerencias, podrían ser del mismo calibre, así que decidí que fuese ella quien continuase tomando la iniciativa.
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