(La escena se desarrolla a primeras horas del sábado (que sería nuestra noche de viernes, para entendernos). El grupo acaba de celebrar malamente la cena pascual que prescribe la tradición judía y las mujeres (Salomé, Magdalena, María la de Cleofás, Isabel...) han pedido a los discípulos que les expliquen cómo es que la víspera celebraron una cena especial, y por qué apresaron a Jesús en Getsemaní. Es decir, por qué no estaban en casa del padre de Marcos, lugar donde la tradición desde siempre ubica lo que nosotros conocemos como Última Cena. Ahora los lectores llegamos en este instante, al momento en el que el discípulo amado toma la palabra y entre él y alguno más, cuentan lo que sucedió en el llamado Huerto de los Olivos).
Miré en torno, pero, sobre todo, a la madre de Jesús que fue ajena a aquellas horas de la noche; tuve una cierta agitación pues temí que este nuevo sufrimiento fuese demasiado si se acumulaba con el del resto del día, pero observé sus ojos serenos y atentos a la historia (hoy sé que aquella mirada significaba, sobre todo, que escarbaba en cada instante para encontrar el rostro de Iahveh en todo lo que había pasado). Relevé a Cefas.
- Nos quedamos silenciosos, mirándonos unos a otros. Al principio quisimos acompañar al rabí en su oración, pero se nos acababan los argumentos. Me dediqué a contemplarle. Si hubiese sido noche cerrada, como la de hoy, no hubiese podido; sin embargo, el disco de la luna brillaba en su esplendor y, a esa distancia, su figura y sus gestos se percibían con nitidez, aunque no así los rasgos de su rostro...
Habría que decir a los hermanos que no estuvieron allá nunca, que Getsemaní es un fértil huerto dentro de la Ladera de los Olivos, al oriente y al norte del Torrente Cedrón, que seguro que a aquellas horas intempestivas de la media noche formaría una enorme avenida: era una ladera cubierta de olivos, sumamente fértil. Allí mismo había bastantes almazaras. Sin embargo aquella noche se distinguía cada uno de los árboles pues la plateada luz de la luna hacia que la claridad, aunque un poco fantasmal, todo lo inundase. La visión que desde allí se obtenía del Templo era magnífica, pues la luna hacía posible que también brillaran, como iluminados, los pináculos dorados del Templo y el blanco de sus paredes y columnas destacaba más aún... Getsemaní, además, era un cruce de caminos en el oriente de la ciudad. Allí mismo estaba el camino que llevaba a la puerta Dorada, el de Betania, el de Jericó...
Seguimos contando las cosas que sucedieron; hablé más que los otros, pues a Cefas y a Iago les pudo el agotamiento del día y la pesadez que en sus párpados causaron las copas de vino, probablemente más abundantes de lo estrictamente necesario, y cayeron dormidos antes, y durante más tiempo, que yo.
Jesús situó su cabeza sobre una roca plana, quizá resto de algún pequeño molino... De pronto, comenzó a gemir queda y lastimeramente... Me había dormido plenamente, pero desperté sobresaltado al escuchar el lamento del rabí. No hubo gritos, ni hubo lágrimas; lo que sí percibí desde aquella distancia, además de los dolorido suspiros, fueron terribles convulsiones en su fuerte tórax. Al poco se tranquilizó, normalizó su respiración y volvió a Getsemaní el silencio de noche de luna llena... Intenté observarlo por más tiempo, pero fue imposible, de nuevo me venció el sueño... No sé cuánto tiempo después, fui espabilado por el propio Jesús con un suave zarandeo en el hombro, que me produjo un despertar sobresaltado que se acentuó más al ver su rostro... Quedé paralizado por la impresión y el terror. Era la primera vez, en los casi tres años en que había estado con él, en que lo encontré tan desencajado. Parecía el reflejo encarnado del dolor y la angustia. No sería la última, por desgracia...
Guardo aquella reacción de mi espíritu con temor, incluso; os he de confesar, que más de una noche, aquel rostro ojeroso, perlado de sudor y orlado de pardas manchas sanguinolentas se me aparece en lo más oscuro y no puedo volver a conciliar el sueño; pero, sobre todo, me lo impide la mirada de terror del maestro. Creo, estoy seguro, que en todo el resto del proceso e, incluso, del suplicio, no volvió a mostrar aquel pánico; es más, estoy persuadido de que aquel miedo lo motivó, más que suponer lo que le esperaba, imaginarse lo que le sucedería en caso de no aceptarlo. Quizá en esos instantes estaba barajando muy seriamente la posibilidad de huir... De ahí las palabras con que nos insistió acerca de que debíamos orar, pues, aunque el espíritu esté pronto, la carne es débil.
Por desgracia, a partir de entonces, vería muchas veces el rostro del rabí tumefacto, golpeado, ensangrentado, vejado... En aquel momento, me fue dada la dicha de observarlo más cerca que nadie y no supe reaccionar como hubiese debido. El aturdimiento del sueño me impedía actuar con agilidad.
Cefas tomó la palabra una vez más.
- Hubo una primera vez en que Jesús nos despertó y nos invitó a que siguiésemos su ejemplo. Pero no pude. Los ojos se me cerraban, me pesaban, él me advertía nuevamente - De pronto, sus palabras se tornaron más profundas y cavernosas. Parecían el preludio de un nuevo llanto -. En realidad, se pasó toda la noche reconviniéndome, primero con lo del agua, antes de cenar; después con lo de la traición antes de que cantase el gallo; más tarde, con lo de que siguiera orando; y yo, tan bruto como siempre, sin hacerle caso - Acabó con un hilo de voz -. Luego pasó lo que pasó.
Tal y como supuse, Pedro volvió a caer en el desánimo. Un hilo de lágrimas volvía a surcar su intrincado rostro. Iago volvió a hablar.
- Pero no os creáis que fue sólo una vez. Hubo otras dos en las que Jesús tuvo que ir a despertarnos; se le veía inquieto y nervioso. La última, ya nos zarandeó con violencia, pues nos advertía de la llegada del traidor.
Sus puños se crisparon una vez más. Los nudillos de sus manos se tornaron de color blanco ante el recuerdo pavoroso del instante en el que el propio Jesús nos dijo que se acercaban a prenderlo.
Un rumor acompasado de pasos se acercaba desde el mismo centro de la honda noche, procedente, sin duda del Templo, de la puerta Dorada. Jesús se sobrepuso a aquellos momentos de angustia que lo habían atenazado y se alzó sobre su dolor. Avanzó hacia la cohorte de soldados del Templo que se acercaban. Supongo que fue la última, o la penúltima vez, que las huestes del Maligno, encabezadas por el dragón de las siete cabezas y las siete colas, se habían acercado tanto al corazón, al oído del maestro, para susurrarle que desobedeciese a Iahveh.
Nosotros, entre tanto, íbamos detrás de él, medio dormidos todavía, incluso tropecé con alguna de las raíces de los olivos que sobresalían más que el resto. Jesús se dirigió al grupo y les preguntó, como si no fuera con él la cosa, “¿A quién buscáis?”. Del seno de aquella tropilla, fuertemente armada, salió una voz que quería ser firme, pero en el fondo transmitía bastante miedo, “A Jesús de Nazaret”. Y, él, con cierta majestad, respondió “Yo soy”.Por fin, llegamos junto a Jesús, al tiempo que pedía que nos dejase libres al resto del grupo.
1 comentario:
Como comentaba S.V.-B. en tu anterior entrada, me parece una buena idea la de sacar estos fragmentos de tu libro, y también animo a los lectores de este blog a que no se coformen con leer estos trozos y si tienen posibilidad lean el libro completo, merece la pena.
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