domingo, 12 de abril de 2009

EL PRIMER DÍA DE LAS SEMANA

( Está a punto de amanecer el primer día de la semana y la novela se acaba, como se acaba el sufrimiento)


Cuando llegué hasta el patio, observé, también con sorpresa, que había avanzado mucho la noche. Calculé, por la posición de las estrellas y la luna llena que, probablemente, estuviese mediada la cuarta vigilia, o sea, que quedaría poco más de una hora para que amaneciese el primer día de la semana... El alba me iba a sorprender levantado. Este era un momento del día que, desde siempre, casi desde niño, me encantaba y que, cuando podía, me gustaba disfrutar. Allá, junto al Genesaret, en muchas ocasiones madrugaba, sin necesidad, para ser testigo de ese instante sin igual. Me emocioné, únicamente con pensar que contemplaría el nacimiento del sol a través del horizonte: observaría, primero, cómo sus finos y rosados dedos descorrían con vértigo, frenesí y carcajadas polícromas, las negras y tristes cortinas nocturnas; luego, podría observar, extasiado, y sujetando el respirar, cómo este coralino daría paso a un ígneo anaranjado, que como en una fragua, se tornaría en oro que todo lo alumbraría y todo lo calentaría.
Cada vez me sorprendía más a mí mismo con tales divagaciones. El sufrimiento y la agonía habían desaparecido. ¿O estaba soñando todavía? Me pellizqué levemente el brazo y me dolió... Escuché con nitidez la brisa y el aroma de las plantas nocturnas me llegó con la intensidad propia de la primavera. Por tanto, estaba bien despierto, supuse. Y no sentía sufrimiento, ni miedo, ni cansancio... A pesar de que mi cerebro continuaba embotado...

Un ruido de pisadas felinas llegó a mis oídos y me distrajo de mis pensamientos. Me giré sobresaltado. Era Magdalena, que venía presurosa, y sigilosa a la vez. De nuevo me encontraba Magdalena en aquel lugar. Cuando me vio, su rostro mudó de color, pues no esperaba encontrar a nadie a aquellas horas de la madrugada en aquel lugar...
- Ah, eres tú.
- ¿Dónde vas a estas horas, mujer?
- La ansiedad me consume... No puedo dormir, no puedo esperar a que amanezca y a que las otras despierten... Me voy a prisa hasta el sepulcro. Supongo que allí seguirán los soldados romanos, ellos me abrirán la losa... Pensarás que es una tontería, una necedad de mujer melancólica, pero ardo en deseos de volverlo a ver, aunque sea muerto... Si ves a las otras, para que no pierdan tiempo en buscarme, les dices que he ido por delante, al sepulcro.

Y salió, corriendo, como llevada por la ligera brisa que acababa de comenzar...

Me quedé estático, a la espera de que amaneciese..., de que me amaneciese...

Un sonido, como de arpas celestiales y divinas, llegó, desde lo más hondo del invisible alba, que cabalgaba a lomos de la luz, hasta lo más profundo de mi corazón. Y la leve brisa del próximo amanecer transportó hasta mí, hasta lo más hondo de mis entrañas, aún con cicatrices, un agradable perfume de vida y de paz...

Suspiré...
Lloré...
Reí...
Después, también sigilosa, bajó la madre de Jesús...
Me miró hondamente a los ojos. Sonreía, pero callaba...
Le sonreí y, mirándole a sus hermosos ojos sin fondo, también callé...

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