La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Diciembre
Ahora mismo el escribidor se detiene ante la pantalla del ordenador, y empieza a intuir que tardará un par de horas en llegar a donde quiere llegar. Porque la sola mención en su diario de la vieja bicicleta estática y de la televisión gris levanta en su memoria recuerdos que se confunden en una extraña mezcla como si al mismo tiempo saboreara acíbar y miel…
La bicicleta fue comprada hace casi treinta años para que su sedentaria juventud no le pasara excesiva factura. Cuántas tardes del estío, mientras los locutores radiofónicos narraban las etapas del Tour de Francia, él hacía kilómetros y más kilómetros sobre el mentado cachivache blanco, pensando que acompañaba las gestas alpinas o pirenaicas de los ciclistas. Nombres que fueron un día tiempo presente y que ahora son memoria, como lo son estos recuerdos. Las batallas de Bernard Hinault, contra Greg Lemond y el jovencísimo Laurent Fignon…
Poco después aparecieron, como por arte de magia, dos ciclistas de estas tierras secas y duras, áridas y crueles, que hicieron que la afición por este deporte se elevara en el país hasta cotas altísimas recuperando las viejas gestas de Luis Ocaña o José Manuel Fuente, por no hablar de Federico Martín Bahamontes: Ángel Arroyo, como antecesor y Pedro Delgado, paisano del escribidor que, desde aquellos primeros años ochenta, se convirtió en uno de los deportistas más queridos de toda la nación. El escribidor, que nunca ha sabido montar en bicicleta, sin embargo, pretendía que su pedaleo estático ayudase al real y esforzado de Perico y lo aupase por las cumbres galas. Todavía faltaban algunos años para que este joven abandonase el estatus de promesa y se tornara favorito de la prueba que extrañamente no ganó en 1987, venció en 1988 y perdió en la etapa prólogo en 1989, aunque, eso sí, también llegó hasta el tercer escalón de podium…
Toda la aventura se desarrollaba en el Estudio, como él y el resto de la familia denominaban al primer piso de la vivienda que tenían alquilado y dedicaban a sus respectivas actividades artísticas. Cuando todavía los sueños eran posibles, cuando todavía la vida no amenazaba con su lado más hosco y tétrico. Aquellas tardes, después de haber escrito, a la hora en que en la radio conectaban con alguna carretera francesa, él se montaba sobre su caballo metálico y estático y pedaleaba con afán de campeón. No era raro que, después de una hora de pedaleo intenso, sin haberse movido de su zona de estudio, hubiera recorrido más de cuarenta kilómetros. Las piernas lo sentían, pero también lo sentía su estómago que pocas horas más tarde era recompensado con una excesiva cena que impedía que el ejercicio físico tuviera como fruto el aligeramiento de sus adiposidades. Aquellas tardes de estío en que, liberado de su cotidiana actividad académica, se sentía escritor o aprendiz de escritor…
Poco después aparecieron, como por arte de magia, dos ciclistas de estas tierras secas y duras, áridas y crueles, que hicieron que la afición por este deporte se elevara en el país hasta cotas altísimas recuperando las viejas gestas de Luis Ocaña o José Manuel Fuente, por no hablar de Federico Martín Bahamontes: Ángel Arroyo, como antecesor y Pedro Delgado, paisano del escribidor que, desde aquellos primeros años ochenta, se convirtió en uno de los deportistas más queridos de toda la nación. El escribidor, que nunca ha sabido montar en bicicleta, sin embargo, pretendía que su pedaleo estático ayudase al real y esforzado de Perico y lo aupase por las cumbres galas. Todavía faltaban algunos años para que este joven abandonase el estatus de promesa y se tornara favorito de la prueba que extrañamente no ganó en 1987, venció en 1988 y perdió en la etapa prólogo en 1989, aunque, eso sí, también llegó hasta el tercer escalón de podium…
Toda la aventura se desarrollaba en el Estudio, como él y el resto de la familia denominaban al primer piso de la vivienda que tenían alquilado y dedicaban a sus respectivas actividades artísticas. Cuando todavía los sueños eran posibles, cuando todavía la vida no amenazaba con su lado más hosco y tétrico. Aquellas tardes, después de haber escrito, a la hora en que en la radio conectaban con alguna carretera francesa, él se montaba sobre su caballo metálico y estático y pedaleaba con afán de campeón. No era raro que, después de una hora de pedaleo intenso, sin haberse movido de su zona de estudio, hubiera recorrido más de cuarenta kilómetros. Las piernas lo sentían, pero también lo sentía su estómago que pocas horas más tarde era recompensado con una excesiva cena que impedía que el ejercicio físico tuviera como fruto el aligeramiento de sus adiposidades. Aquellas tardes de estío en que, liberado de su cotidiana actividad académica, se sentía escritor o aprendiz de escritor…
La televisión, por el contrario, era compañera reciente. La primera adquisición seria que realizó durante el duro octubre de 2005.
Unos días antes había alquilado el piso y comprobó que no disponía de este electrodoméstico. A su pesar tuvo que comprarlo, puesto que a sus hijas no podía castigarlas a que vivieran sin ella. Hubiera sido demasiado. Aquel aparato, tras ocho meses, fue embalado convenientemente y llevado a un espacio adecuado, en la suposición de que en poco tiempo todo se habría solucionado. Después de dos años largos, entraba en su casa, por fin. La presencia del ingenio gris le traía a la memoria tardes de miedo y de soledad angustiada que sólo la magia engañosa de las imágenes policromadas que salían a través de la pantalla aliviaban mínimamente.
Sin embargo es más fuerte el recuerdo de los primeros meses en que vivió la liberación de la esclavitud que sufrieron durante años. Es esta reacción similar a la que le produce en el recuerdo el aroma dulzón de las tortas de anís que, al pasar ante alguna tahona, le devuelve fogonazos de la infancia remota, de la que no conserva exacta hilatura, porque aquel tiempo es, desgraciadamente, un harapo, un resto que sólo un experto arqueólogo podría escrutar con la suficiente pericia que explicara toda una vida.
Sin embargo es más fuerte el recuerdo de los primeros meses en que vivió la liberación de la esclavitud que sufrieron durante años. Es esta reacción similar a la que le produce en el recuerdo el aroma dulzón de las tortas de anís que, al pasar ante alguna tahona, le devuelve fogonazos de la infancia remota, de la que no conserva exacta hilatura, porque aquel tiempo es, desgraciadamente, un harapo, un resto que sólo un experto arqueólogo podría escrutar con la suficiente pericia que explicara toda una vida.
Siempre le ha maravillado que con exiguos restos de osamenta: un diente, un pedazo de mandíbula, quizá un fémur, y unas escasas esporas de plantas o partes de insectos, los científicos reconstruyan la vida del hombre de Atapuerca, si comía tal o cual cosa, si cazaban de esta o aquella manera, si tenían o no ritos funerarios, si habían sufrido el ataque devastador de alguna descomunal fiera o de un invisble virus no menos dañino o, por el contrario, eran nuestros ancestros los temibles cazadores del entorno. Tales expertos, con el aroma de una torta de anís, podrían rescribir su infancia, o parte de ella.
Él no, él sólo recuerda la sonrisa de la madre o del padre mientras contemplaba como la suave gollería se hundía en el tazón de leche, que se expandía por su esponjosa materia mejorando, si ello era posible, aquel sabor dulzón, aunque no empalagoso. Así también aquellas primeras tardes, en que, por fin, podía volver a estar en una casa, aunque fuera casa ajena, con un sentimiento parecido al de hogar. Esta televisión no muy grande guarda todavía ese recuerdo impregnado en su cúbica estructura plateada…
4 comentarios:
Hay narraciones tuyas que me conmueven profundamente, no sé... subyace una ternura, una transparencia que me moviliza, me atrae a la cercanía. Logras, ciertamente, esa intimidad con el lector, esa complicidad, nos haces entrar a tu casa sin darnos cuenta y llevados por la calidez de tu espíritu compartes las alegrias, las expectativas y los anhelos por las cosas simples mostrándonoslas como lo que son: verdaderas joyas para atesorar por las almas sensibles... Cuando estos sentimientos sutanciales ocurren,nacen de la mano de un artista solo queda la oportunidad de agradecer lo recibido.Eso, hermano, es lo que hago en este preciso instante.
Un abrazo
Tus palabras, Adrián, me emocionan. Y me indican, quizá, el camino que tengo que tomar, o una de sus posibilidades que no se diferencian mucho de las intuiciones que uno tiene cuando escribe.
Saludos.
Estoy totalmente de acuerdo con Adrian,son muy hermosos estos "cuentos" ...
Me parece Chus que nos vamos poniendo de acuerdo entre todos.
Estas evocaciones, también me resultan muy gratas de escribir, pero no siempre son posibles. Se han de producir una serie de 'casualidades' que hagan posible que se dispare eso que llamamos inspiración y que es un brebaje mágico del que no conozco receta, a pesar de los múltiples intentos.
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