martes, 17 de febrero de 2009

EL LECTOR

Fotograma de la película

En primer lugar tendría que dar las gracias a S.V-B, por su comentario del otro día, en que escribió textualmente: "El lector. Sin comentarios. Maravillosa película. El chico, fantástico. Hanna, sublime. Delicada y sensible, a la vez que fuerte e impactante".
Desde que Marián y yo la vimos el sábado, adquirí la obligación de escribir sobre ella. Más aún, si no lo hago seré incapaz de escribir nada más. No es una broma o una exageración, hay algo tremendo en su desarrollo que me afecta personalmente de modo tan íntimo, que salí tocado de la sala...
En otras películas que tienen como fondo el nazismo, o más en concreto el holocausto judío, lo que en la Alemania de Hitler se denominó la solución final, ocurre como con las películas de indios y vaqueros. El espectador, inocente, siempre se pone del lado de los vaqueros, hasta que alguien rueda Bailando con lobos. En este caso, nos colocamos del lado de los judíos, como no puede ser menos. En nuestra cabeza la palabra nazi es sinónimo de bestia sanguinaria y sin conciencia, enemigo de la humanidad, etcétera, etcétera. Y no es mentira. Lo que ocurre es que ese régimen, como cualquier otro, está integrado y manejado por personas que no son muy distintas de nosotros...
¿O sí? ¿Podríamos haber sido nazis? ¿En un engranaje perfectamente organizado, donde la inmensa mayoría piensa lo mismo y la minoría aparenta pensarlo, no obedeceríamos a la autoridad, no formaríamos parte de esa corriente? ¿En qué se diferenciaría un soldado nazi que trabaja en una ferretería de cualquier otro joven ferretero? ¿Os sorprenden estas preguntas...?
Me parece que una como esta, o alguna de ellas es la que formula o hace arrancar a El Lector, dirigida por Stephen Daldry (1), que lleva al cine la novela homónima escrita en 1995 Bernhard Schlink y que no he leído.
La película comienza con una historia de amor que roza lo prohibido. De hecho, según mis noticias, las numerosas escenas eróticas se rodaron al final para que el David Kross cumpliera los dieciocho años y no tuviera ningún problema legal en Alemania.
Lo primero que vemos en pantalla son los espectaculares ojos entre azules y verdes de Michael, acomodado abogado alemán, interpretado por Ralfh Fiennes, que acaba de pasar una noche, suponemos que apasionada, con una joven que le ha dejado indiferente... En la mañana lluviosa su mirada es vislumbre de tristeza, de abisal melancolía que uno no comprende, aún. El resto de la película viene a explicarnos el por qué de esa honda insatisfacción. Pronto intuimos que acaso el sentimiento de culpa no esté muy detrás de todo ese proceso que le conduce hacia la soledad.
El recuerdo que le provoca la visita nocturna de esa joven, le hace rememorar los momentos más trascendentales de su primer amor. Una clase de amor, mejor dicho relación, que se ha tratado muchas veces en el cine y en la literatura, ese amor que roza lo prohibido. Una lluviosa mañana, un joven estudiante, Michael, con la cartera de colegial a la espalda, regresa a su casa. Está enfermo. Vomita en un portal. Está aterido por la fiebre. Una hermosa mujer cobradora del tranvía, Kate Winslet, le atiende y le acerca a su casa.
Cuando el jovencito se recupera de la escarlatina, con un ramo de flores en sus manos como prueba de agradecimiento, regresa a esa misma vivienda. Pero en realidad busca otra cosa; con sus quince años, ha descubierto una potente atracción física y sexual hacia una mujer treintañera. Atracción física inevitable o atracción física invencible. Con sus quince años, con su inexperiencia, si ella, Hanna, no toma la iniciativa, no ocurrirá nada, y ocurre. Esta vieja historia (mujer madura se enamora de jovencito, o viceversa, y se convierte en su iniciador en el mundo erótico), tiene un componente novedoso, Hanna es una empedernida oyente de libros. Tiene un interés inusitado por las palabras, por sus sonidos, por las historias. Michael, además, es un espléndido lector. Es como Las mil y una noche a la inversa: la mujer escucha las palabras que salen de los labios del hombre.
Parece que la película se va a quedar en eso, en el recuerdo de una relación que se frustró, como tantas otras, de pronto, al final del verano, cuando ella recibe un ascenso en su trabajo y desaparece...
En un salto de unos cuantos años, vemos a Michael, a punto de finalizar su carrera como abogado forma parte de un seminario especial, en el que los alumnos van a asisitir a uno de los juicios que durante los años setenta intentaron delimitar las culpas de las personas que participaron activamente en las atrocidades cometidas por los nazis.
En este punto llega la primera bofetada para el espectador (hay otras dos, al menos). Uno ha tomado cariño por esta mujer. A pesar de su frialdad, a pesar de la lejanía consciente que toma de su joven amante, uno ha descubierto una sensibilidad exquisita que por alguna extraña razón no explota. La escena de la iglesita del pueblo, cuando Hanna se sienta en el banco y escucha el ensayo de un sanctus interpretado por un coro de niños, es estremecedora. Las lágrimas emocionadas que vierte esta mujer atormentada (¿por qué? Todavía no lo sabemos), nos mueven a la piedad. Pero ella, Hanna, forma parte del grupo de las seis acusadas, las guardianas. Y este es el golpe: ante nosotros hay una nazi culpable en algún grado de algún crimen horrible, y, sin embargo sentimos piedad por ella, sabemos que es sensible, sabemos que ayuda a los demás, que su trabajo es honrado. ¿Cómo es posible...?
Cuando en este mismo lugar comenté Llegaron los turistas titulé la entrada Mala conciencia colectiva y esto es lo que podría afirmar de lo que sigue a continuación del film.
En Alemania han intentado delimitar con precisión milimétrica y cuadriculada (son alemanes) la participación de cada quien en todo aquel horror del que difícilmente saldrán, como vemos año a año, pues son recurrentes películas, libros, obras de teatro, etcétera, que una y otra vez vuelven a este asunto. Y no es lo mismo obedecer, simplemente obedecer, que mandar o que organizar algún crimen. No, no es lo mismo... Sin embargo, las nuevas generaciones cuando se enfrentan a este drama no entienden cómo fue posible que tantos millones de personas no se dieran cuenta de las barbaridades que se cometían. De algún modo perciben que esa barbarie del pasado ha saltado hasta sus hombros para atormentarlos a ellos también.
Hanna parece que es la única que asume su culpa, pero Michael es el único que descubre (tantos años después) que no es que asuma su culpa, sino que oculta su gran secreto... El cartel hace esta pregunta: ¿Hasta dónde llegarías por ocultar un secreto?
Cualquiera que haya visto la cinta o leído el libro quizá piense que su reacción es exagerada, sin embargo yo sé de esos sentimientos y de esa razón, y no es exagerada, ni mucho menos. Además, me parece, que hay otro componente: Hanna se da cuenta de que, en el fondo, ella fue como las demás. La injusticia, y por ello me rebelé en el asiento, fue lo sucedido con las otras acusadas.
Al final uno llega a una trágica conclusión: el silencio habilita a la injusticia y carga de culpas las conciencias. Y ello es mucho más trágico si la obra (novela y película) nació como un canto a las palabras y a las historias.
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(1) Además de ésta ha dirigido otras dos películas espléndidas e igualmente dramáticas. Ambas muy recomendables : Las horas y Billy Elliot (quiero bailar). La citada en segundo lugar ha tenido mayor fortuna en cuanto a favor del público, pero, personalmente Las horas tiene un gran poder y a mí me fascina. Las interpretaciones de Meryl Streep, Julianne Moore y Nicole Kidman (quien obtuvo el óscar por ella) son memorables.

3 comentarios:

Adrian Dorado dijo...

Paso por aquí a dejarte mi saludo cotidiano, he leido tu post con mucha celeridad pues no puedo saber nada antes de ver un film, prefiero ir a verlo on total ignoracncia, nunca leo críticas y interpretaciones previamente. Aveces y no sé porque´se producen estrenos allí que acá demoran un poco más y sé que viceversa.
Bueno un abrazo

Anónimo dijo...

Queridos todos:

Llevó, quizás, 20 años estudiando el nazismo. Imparto una asignatura acerca del tema en Barcelona (que, por cierto, siempre se llena de alumnos que quieren saber cuál es esa lógica a la que se refiere Amando: las personas en el proceso histórico y el proceso histórico contemplado por encima de las personas). Debo decir que, veinte años después, con media docena de libros publicados sobre el tema, los problemas siguen, las preguntas, los enfoques diferenciados. Y, aun cuando creo que tengo una imagen bastante clara ya de lo que sucedió, no dejan de flanquearme las inquietudes.

Leí, cuando se publicó, la novela de Schlink, escrita justamente cuando Alemania vivía el debate de los historiadores (el Historikerstreit). Der Vorlesser (que se traduce mucho mejor, porque es "el lector para alguien") me llenó de inquietud al escribirse en ese ambiente de "superación de la penitencia". Los historiadores de la izquierda indicaron frente a Nolte, Stürmer y Hilldebrandt, que la defensa del carácter único de Ausxhwitz era lo que había permitido construir el carácter de una generación. No podía decirse que Auschwitz era un basurero más de la historia, sino que resultaba el modelo más claro de una patología de la modernidad, con un Estado Total puesto al servicio de un proyecto que precisaba técnica e ideologías modernas, con mecanismos de difusión depurados y que alcanzasen a una sociedad desmoralizada, para la que la violencia y la exclusión constituyera una base de su propia identidad, como sucedió en la Alemania de los años 30. Al mismo tiempo, estos autores (Broszat, en especial), insistían en la necesidad de romper una aproximación moralizante (más que moral) que no permitiera instroducir el nazismo en la historia alemana y en la historia europea, para juzgar simplemente la condición humana en una abstracción que no permitía la comprensión de un proceso social.

La reiteración de las imágenes de los campos de exterminio, de las atrocidades innumerables, del anonimato de la muerte, conducen a algo que puede ser contrario a los efectos buscados. Nos aleja de los verdugos, aunque nos acerque a un cierto tipo de víctima: nunca la individual, sino la masa de cadávaredes o las imágenes de los hambrientos, de los ofendidos y los humillados. Ante esa escena que se extrae de un contexto, el proceso histórico desaparece y nos encontramos con la imposibilidad de comprender, aunque con la satisfacción de condenar la escena concreta que observamos, pero no el nazismo EN SU CONJUNTO, que incluye lo que existía fuera de los campos: la trabajadora de la Siemens, el ferroviario, el minero del Rhur, el joven estudiante...

La novela no empieza con una rememoración, sino con la enfermedad del protagonista. La película tiene la potencia de presentarnos elementos de ambigüedad atroz (el estudiante indignado con su profesor y su generación, la cara dura inmensa de las acusadas que niegan los hechos). Pero también la ambigüedad de la aceptación. Cuando escuché a Winslet diciendo que eran muchos los trenes cargados que llegaban y no había sitio, recordé que eso es lo que encontraba en la documentación que he manejado. La superpoblación, resultado de la deportación, solucionada por la vía del exterminio.

Los alemanes vivieron la experiencia nazi de tal modo, que en los años sesenta aún se recordaba a Hitler como "un gran estadista", que se equivocó en la guerra y en el holocausto (como si la guerra y el holocausto fueran separables del nazismo). Pero entrar en esos miles de vidas normales nos permite escapar de una visión de horror permanente sufrido por todos, porque debe reconocerse la existencia de ese "bienestar" inducido precisamente por la exclusión de quienes no formaban parte de la comunidad popular.

Tema espinoso, que produce siempre el necesario distanciamiento del investigador que trabaja, como yo, en los mecanismos de integración que contienen los procesos de exclusión social radical. Hanna, recordémoslo, analfabeta, pobre, era racialmente digna frente a un judío que fuera doctor en literatura: ese es el mecanismo de integración y exclusión que funciona y se entiende mutuamente. Y esa Hanna analbeta convertida en clase dirigente, en miembro de un cuerpo aristocrático, explica muchas cosas...

Abrazos

Amando Carabias dijo...

ADRIÁN: Espero que tu comedor se haya rehabilitado para el goce de las papilas gustativas, de las que según creo también eres hábil manejador. Esta misma mañana, me decían lo mismo que tú comentas: para ver una película, y quizá una como ésta más que ninguna otra, es necesario acudir al cine sin prejuicios.

FERRAN: De nuevo iluminador y sabroso tu comentario. Como ocurre tantas veces, algo obvio y evidente se nos escapa: la superioridad de la raza aria respecto del resto de razas pero sobre todo de negros y judíos, estaba asumida con tal naturalidad por el pueblo germano, que incluso una persona sin formación, es capaz de sentirse más que un doctor.
También me parece clave tener en cuenta lo que dices respecto de los casos concretos y espantosos que hemos ido conociendo y supongo que seguirán aflorando. Es como si el verdugo fuese inexistente de tan próximo cómo ponemos el microscopio sobre los ajusticiados.
En este sentido creo que también puede ser clarificadora una novela que me dejó completamente desasosegado y que supongo habrás leído "Las benévolas" o, incluso, aunque en menor medida, "La ladrona de libros" y "El niño con el pijama de rayas". En estas tres descubrí lo mismo que apuntabas en tu comentario y que yo incluía en mi comentario: el régimen nazi (como cualquier otro régimen) lo forman personas normales y corrientes que trabajan acá y allá y que, sin embargo, en un momento determinado pueden convertirse en monstruos. El error pues (y esta mañana también me lo decían) está en separar una cosa de la otra, como si no tuviera que ver, como si fueran personas distintas las que trabajan en un tranvía, después de haber vestido el uniforme de la SS o de la Gestapo y haber torturado, esclavizado y asesinado a tantos cientos de personas humanas.