domingo, 28 de junio de 2015

Sea imposible tanto infierno




(Mari Luz Baticón, Berta Martín, Jesús Pastor -alma del evento-, David Benedicte, Estuardo Álvarez José Manuel García González y yo mismo participamos en el recital del 20 de junio de 2015 en el Colegio de Arquitectos de Segovia en el marco del Mercadillo de Artesanía Solidaria que organiza cada año la "Asociación de amigos del Pueblo Saharaui de Segovia", donde leí cuatro poemas, éste entre ellos. Mi último poema hasta el día de la fecha.
Con mi agradecimiento a Jesús Pastor, por haberse acordado de mí para esta ocasión, y porque eso mismo me ha empujado a estar trabajando en estas dos últimas semanas sobre esta idea).

Mi deneí afirma que en junio de 2015
son cincuenta y tres las veces
que he dado la vuelta sol:
la edad roja, según Joan Margarit.
De ellos, cuarenta son veneno y pasmo
cada vez que me asomo al mundo
un poco más allá de mis miserias,
un poco más allá de nuestro ombligo
donde la libertad merodea
aunque sea un caballo cojitranco
de lento caminar y corta alzada.
¿Por qué se nos olvida cada día
que occidente no es el mundo,
que esta bola de sílice que gira
sin voluntad en un rincón del cosmos
es un viejo tranvía de muerte e injusticias?
Ya sé, lo escribió Gil de Biedma,
que el único argumento de la obra
es envejecer y morir;
y también sé que soy apenas un paréntesis
entre dos decisiones que no me pertenecen,
pues alguien me nació y alguien me morirá…
Pero no hablo de ese destino inapelable.
Hablo de la agonía de esta casa común,
del estruendo que ciega el agua,
de las grietas que hieren nuestro cielo,
del beso avaricioso que lo asfixia.
Hablo de explotación, de homicidio hablo;
hablo de tantas guerras y de tanta hambre hablo;
y de la libertad encadenada
entre barrotes de miseria.
Y hablo de las mujeres secuestradas,
taladas para ser fosas de sierpes
recipientes de semen y de golpes,
de lágrimas y heridas.
Y hablo de tanta infancia arrebatada,
tantas niñas y niños convertidos
en menguado paréntesis, sin juegos y sin letras,
y que aún así sonríen.
Y hablo también de pueblos sojuzgados,
encadenados a su tierra encarcelada,
o aquellos expulsados de su cuna,
sajado su horizonte.
Y ahora que he cumplido los cincuenta y tres
—recordad, la frontera, la edad roja—,
mi venero enarbola su impotencia
como cuando, sin alcanzar los veinte,
me asomaba al balcón del mundo
un poco más allá de mis miserias,
un poco más allá de nuestro ombligo,
y con un estupor como el de hoy
contemplaba este mismo infierno:
tanta ruina en los muros transparentes del planeta,
tanto dolor y tanta guerra,
tantas tiranías y exilios,
tanta injusticia y tanta hambre,
tantos destierros y cadenas,
tanto pueblo atrapado y olvidado.
Soñaba entonces que mis versos jóvenes
podrían ser semillas,
pequeñas catapultas de vida y libertad,
para pensar, para soñar, para decir:
sea imposible tanto infierno.
Hoy, pasados ya tantos años,
mi esperanza es adagio, marcha fúnebre,
mas como antes, mi sangre se encabrita
y enarbola su inútil impotencia
cada vez que me asomo al mundo
un poco más allá de mis miserias,
un poco más allá de nuestro ombligo
y compruebo que el mundo sigue siendo
ese viejo tranvía de muertes e injusticias…
Como un mastín, tozudo y convencido,
con mis años y mi tristeza a cuestas,
con mi ritmo de adagio o marcha fúnebre,
no cejo en el empeño
y arrojo algunos versos como quien siembra trigo
soñando que mañana serán pan,
y arrojo algunos versos como quien reza un salmo:
sea imposible tanto infierno



sábado, 20 de junio de 2015

Recital poético Amigos del pueblo Saharaui

Vengo con el calor aún prendido en la piel. No he podido quedarme, como hubiera querido, a tomarme unas cervezas con quienes hemos leído en el recital de poesía organizado por la “Asociación de amigos del Pueblo Saharuai de Segovia”.
Cartel de la feria
Empiezan ahora mismo las fiestas de la ciudad. A los pies del acueducto, como cada año, se presentarán a la reina y a las damas, se leerá el pregón, se declararán inauguradas las fiestas y Luz Casal hará que la noche de esta ciudad se meza con la melodía de sus letras que abrazan el amor y empujan también por caminos de libertad.
Tampoco iré.
El reloj, implacable, avanzará y el despertador cumplirá con su misión a las cinco y media, cuando la primera yema del dedo del amanecer asome detrás de la ventana.
La poesía no es acontecimiento multitudinario, y menos un sábado caluroso —el último de la primavera—en que se inauguran las fiestas de la ciudad y, además, apenas se ha promocionado en los medios; para más inri, los poemas serían ‘aparaguados’ por la sombra de la solidaridad con el pueblo saharaui que, reconozcámoslo, es una cuestión que se parece más bien a una vergüenza colectiva de la que quisiéramos zafarnos, frente a la que actuamos como si no existiera, pero que, de vez en cuando, surge y genera una sensación de mala conciencia que se pretende disimular con poco o nulo éxito.
Desde hace más de veinte años, para los segovianos escuchar Sahara, es familiar, gracias a esta asociación que, entre otras cosas, consigue cada verano traer un puñado de niños y niñas para que disfruten durante unas semanas de un verano diferente, para que puedan olvidar su realidad de personas casi encarceladas en su propia tierra, o, peor aún, en esos campamentos de refugiados que ofenden cualquier sensibilidad por muy escasa que se tenga.
Otra de las actividades de esta asociación es la subasta de obras de arte que ceden gratuitamente los artistas segovianos, y que luego se subastan. Desde hace un par de años se celebra, además, un mercadillo de artesanía en el que los artesanos de nuestra ciudad también ceden parte de su tarea y, además, se pone a la venta una muestra de la artesanía saharaui. Pues bien, en este marco, se ha celebrado por primera vez un recital de poesía.
El alma del acto, desde su organización, ha sido Jesús Pastor como nos consta a muchos, es un enamorado de la literatura, la enseña con pasión de fuego, escribe sus poemas y sus libros sobre Segovia. Por si fuera poco, junto a su mujer Carmen, y sus hijos, ha sido familia de acogida durante dos años de una niña saharaui; pero es que, además, digo, admira la poesía escrita en esa parte del planeta a la que hemos abandonado a su suerte, olvidando nuestra obligación en tanto que España fue antigua metrópoli. Él ha comenzado el recital leyendo tres poemas de su autoría, en los que directamente se refería a la tierra saharaui, a sus gentes, a ese dolor y a esa dignidad que les son propios.
Estuardo Álvarez, poeta guatemalteco residente en Segovia, poseedor de una sensibilidad desbordante que se concreta también en sus creaciones pictóricas e ilustradoras, ha leído un poema —que además llevaba ilustrado por él mismo— de una belleza y una sensibilidad exquisitas. Un poema lleno de la magia que tantas veces ilumina los versos que nos regalan y comparten los poetas sudamericanos. Un poema que hablaba de la solidaridad que siempre es posible y que —a pesar de todos los pesares— siempre, y en cualquier parte, aparece.
José Manuel García González ha leído tres poemas, uno suyo, otro de Félix Grande y otro de Ángel Fernández que aparecen en una antología poética editada en Madrid y que tiene como telón de fondo estos momentos de crisis en que aún nos encontramos y que van a ser difíciles de superar, por más que algunos se empeñen en afirmar lo contrario. Es decir, tienen como fondo la crítica a quienes han permitido tanto daño y tanto dolor
Berta Martín, la más joven del elenco, ha leído tres microrrelatos de su autoría, en los que su mirada se fija en los no triunfadores, sino en los que caminan en pos de la esencia y de lo que importa.
Mari Luz Baticón nos ha leído varios poemas cortos, ensartados como perlas de collar, en donde la protagonista era la mujer, esa mujer en tantas ocasiones devorada por un mundo que está mal, entre otras cosas, porque no se ha dado verdadera voz a la hembra de esta especie. El macho, encargado de dirigir el timón desde hace tantos siglos que ya hemos perdido la cuenta, normalmente sustituye su voluntad por un exceso de testosterona y todo lo soluciona de un modo similar desde hace miles y miles de años: matando a su hermano por envidia o por avaricia o por orgullo o por miedo… En el Sahara —la necesidad obliga— se vive casi en un matriarcado, acaso que algo deberíamos aprender.
David Benedicte, como siempre, ha usado de esa poesía repleta de sarcasmo y acidez, un humor corrosivo, para poner el dedo en la llaga provocando algunas sonrisas. A lo mejor, el lector —oyente en este caso— poco avisado, se puede quedar en la superficie de la primera lectura —audición—, en la primera evidencia que surge del texto; pero una lectura —escucha— más atenta descubre de inmediato los juegos de palabras, esa capacidad suya para jugar con el sonido de la palabra que empuja a una significado muy distinto, el que se vale de la similitud con el vocablo al que realmente alude.
Yo he leído cuatro poemas, y el último, escrito especialmente para la ocasión, lo publicaré un día de estos.
El acto ha concluido con la lectura por parte de Jesús de dos poemas de la poeta saharaui residente en Bilbao, Fatma Galia Mohamed incluidos en su último poemario.
Y uno tiene la impresión, ahora que la noche ha caído y Luz Casal está a puntito de iniciar su actuación, que la poesía sigue siendo como una floresta, como una inmensa arboleda en que comparten territorio el ciprés, el pino, el olmo, el tilo, el sauce, la encina, el cerezo, el almendro, el abeto, la secuoya, la palmera… Todos son árboles, todos son necesarios, todos cumplen su misión, todos nos ofrecen su sombra, su fruto, el cobijo necesario para las aves, para sus trinos, para su amor, para edificar sus nidos…


lunes, 15 de junio de 2015

Marian Raméntol, "Primaria decisiva e inaprensible" (poemario)

A la sombra ardiente de la sangre
Primaria, decisiva e inaprensible.
Marian Raméntol, Serratosa.
Poesía. editorial Alkaid, Valladolid 2015

Portada del libro
«Primaria, decisiva e inaprensible» es un paso más en la fluvial escritura de Marian Raméntol, quien, a lo largo del último lustro o más, nos deslumbra con su poesía al ritmo de una respiración de ser humano fieramente herido (o malherido) por un sentimiento de deseo, de vacío y dolor en lo más profundo del abismo personal, que sólo se puede aliviar con la más honda y quirúrgica de las alquimias inventadas por la humanidad: la palabra poética.
Como siempre, al menos hasta donde alcanza mi lectura de sus poemarios, sus versos riman con el subconsciente herido y solitario, amedrentado e insatisfecho, dubitativo y sediento, como si brotaran o destilaran de ese magma ardiente e imparable, aunque quizá invisible para muchos, pero esto es otro tema.
Alguien dijo (con revolucionaria exactitud) que lo más profundo del ser humano es su piel. Marian Raméntol excavó en la frase y la tornó disparo certero, un diez sobre el centro de la diana: la piel es cuanto llamamos cuerpo u organismo. Todo (nos) sucede sobre él o dentro de él o en sus márgenes o, como muy lejos, en el horizonte de la mirada, quizá de un sueño. Todo sucede, digo, en esa selva de huesos, arterias, venas, vísceras, músculos, tendones, nervios, neuronas… Todo sucede, reitero, en esta selva tan hermosa y precisa, armónica y exuberante, donde la vida —como océano o como huracán o como arpegio de vacío y soledad— nos zarandea y donde transcurre la agonía de existir.
En este poemario subyace un dolor que tiene que ver —creo— con un vacío, con una ausencia irreparable y que cruza en vertical los versos, puesto que el ‘relato’ del poemario, más que avanzar se zambulle, bucea hacia la fosa abisal del corazón a través de las arterias, de las miradas, del pensamiento, de las caricias, del sexo deseado.
Si siempre el lector culmina con su lectura la escritura de un libro, en el caso de la poesía es algo, además de indudable, determinante. Pues bien, en la poesía de M. R. (espeleóloga, por no decir habitante, del subconsciente, de lo onírico, de lo sub-real —acaso lo más real, aunque también lo más irracional y hermético, lo que provoca dificultades para el lector medio, apenas entrenado para algo diferente del cartesianismo racional que impera en occidente—) tal cualidad se eleva a la enésima potencia. Para leer su poesía es necesaria una sobredosis de participación del lector en la ‘re-creación’ del poema, porque el sentido evocativo del lenguaje poético adquiere su máximo esplendor y si, además —como sucede siempre con la poesía de Marian— asistimos con mirada de amanecer a las imágenes, sinestesias, metáforas, alegorías, continuas y cada vez más arriesgadas e inconformistas (como vencejos esquivando los dedos del aire), llegamos al paroxismo absoluto, casi a la ‘re-escritura’ incesante del poema. ¿Cómo encontrar unánime o mayoritaria interpretación en imágenes que tienen la virtud de hacer flexible hasta extremos de horizontes marítimos la semántica de las palabras  más sencillas y cotidianas? 
Creo que nadie podrá tacharme de excesivo si afirmo que en el caso de «Primaria, decisiva e inaprensible» hay tantas versiones, no como lectores, sino como lecturas, como si Marian hubiera escrito un inimitable poemario que, al mismo tiempo, tiene la virtud de ser un andamiaje para que cada mirada  y cada experiencia, cada vacío y cada dolor, cada miedo y cada deseo construya —mientras lee— el edificio necesario con su diseño personal, con los materiales a su alcance, propios e intransferibles.
Marian Raméntol recitando, una de sus pasiones
(Foto tomada de su blog)
Y así, entre el dolor esencial de la especie —insustituible, incurable, acaso nutricio mal que nos pese, pues el deseo, en el fondo, es prueba evidente de carencia— y la reflexión continua sobre la esencia de su poética, discurre, a mi modo de ver, este poemario que concluye con un cegador fogonazo, con un iluminador relámpago de esperanza y eternidad emparentado —así lo ha sentido mi escalofrío— con el famoso soneto de Quevedo. Escribió el poeta del siglo XVII: «serán ceniza, mas tendrán sentido / polvo serán mas polvo enamorado». Dice nuestra poeta del siglo XXI: «y brotaré primaria, decisiva, inaprensible / sobre la sombra de mi muerte».
Uno no sabe si se refiere a sí misma o a la poesía (que, intuyo, ha personificado durante buena parte del poemario) o, lo más probable, a ambas; pero desde ya me lo apunto en el fardel de mis deseos y esperanzas, desde ya lo acumulo a mi respiro y mi horizonte.


jueves, 4 de junio de 2015

Ana Joyanes y Francisco Concepción "El caso de la Pensión Padrón"

Ayer me llegó el último poemario de Marian Ramentol, Primaria, decisiva e inaprensible, del que daré cumplida cuenta en su momento. Sólo con la dedicatoria tan sugestiva —“Todo cuanto he escrito no existe todavía”— merecerá la pena zambullirse de nuevo en su poesía surreal, intensa, precisa, insobornable a modas, gustos de la galería.
Pero hoy me debo a otro libro.
Portada de "El caso de la Pensión Padrón"

Al regresar de la oficina, en casa me esperaba El caso de la Pensión Padrón, escrito a escote, a cuatro manos, por mis amigos Ana Joyanes y Francisco Concepción. De esta novela, sin leer el ejemplar que me acompaña, ya puedo hablar, ya quiero hablar, ya necesito hablar.
A lo largo de este tiempo, unos dos años si no me equivoco, ¿cuántas veces he deseado hacerme eco de su contenido, de su proceso de escritura incluyendo la pasión, el deseo, las dudas que han ido jalonando este tiempo?
Podría buscar, pero no me apetece hacerlo ahora, los primeros rastros, los balbuceos iniciales que dieron pie a la obra que ha visto la luz, allá en Santa Cruz de Tenerife los últimos días del mes de mayo.
Ahora la ilusión me desborda, pues bien sé la cantidad de tiempo que ha llevado a sus autores arribar en buen puerto esta tremenda historia.
Me llegan ecos de las reacciones (algunas no las comprendo muy bien) que se están produciendo en la isla respecto del libro, puesto que está basado en un hecho real que conmocionó la vida santacrucera durante unos meses. En el fondo no me extraña el revuelo. Era de esperar. Transcribo el arranque de la novela, o sea que no desvelo nada del texto:
Un cadáver entre colchones
Crónica: Samuel Nava
Agentes de la Policía Local de Santa Cruz de Tenerife han encontrado un esqueleto humano debajo de los colchones sobre los que durante los últimos dos años ha estado durmiendo una pareja, en la tercera planta de la Pensión Padrón de la capital tinerfeña.
Nadie ha podido dar una explicación a este macabro suceso, ni siquiera la propietaria del inmueble, de avanzada edad.
Efectivamente, se trata de un hecho tan macabro y tan real como recogen estos párrafos publicados en prensa, párrafos que sirvieron de inspiración o espoleta para que Ana y Francisco, años más tarde del suceso, empezaran a edificar su relato. Es decir, ellos, simplemente se han limitado a rescatar un hecho casi olvidado y sobre unos mimbres de realidad han creado una ficción bastante plausible.
Conozco con suficiente profundidad el texto como para hacer una reseña del mismo. Podría resaltar la facilidad con que se han imbricado dos estilos de autores tan distintos como Ana y Francisco. Podría hacer hincapié en la fluidez lograda por el texto. Podría enfatizar la originalidad de mezclar dos puntos de vista para narrar la novela: por una parte el objetivismo casi absoluto, emparentado con documentales o con ese tipo de cine en que el director se ‘limita’ a poner en funcionamiento la cámara para que ésta recoja lo que sucede ante su foco; y por otro lado el subjetivismo del autor omnisciente que penetra en los más profundos pensamientos de uno de los grupos de protagonistas, el del periodista y la investigadora que se empeñan en intentar descubrir la verdad. Podría ahondar en un tema casi filosófico que crece poco a poco, a medida que el argumento avanza y que desemboca en una pregunta que el lector atento se hará tras alcanzar el punto y final: ¿Qué es la verdad? Y por último, debería referirme inexorablemente a la valentía de Francisco Concepción y Ana Joyanes por asomarse a uno de los aposentos del infierno y habérnoslo trasladado con la mirada transparente de quien no juzga, de quien simplemente se da cuenta de que el averno no está tan lejos de nosotros, acaso a nuestro lado y que el sufrimiento de quien allí habita alcanza proporciones casi imposibles de digerir para la inmensa mayoría. Por suerte, añado. Y a colación de esto último, quizá debería reflexionar sobre la verdadera dimensión ética del escritor, que no debiera ser juzgar los hechos, sino intentar presentarlos al lector con la mayor objetividad posible y con el mayor número de puntos de vista a su alcance para que el lector pueda decidir por su cuenta, con suficiente conocimiento de causa. Determinar que algo sea bueno o malo, admirable o reprobable, admisible o inadmisible, no es misión de quien escribe, sino de quien lee; pero para que su juicio sea recto debe contar con todos los elementos o con la mayoría de ellos. A veces de un matiz, uno solo, depende llegar a una conclusión o a su contraria.
Pero todo esto lo dejo a otros, lo cito como quien prende un par de candelabros para apenas iluminar un camino, el sendero por donde se adentre el lector.
Porque, con ser importante cuanto vengo diciendo, a mí me importa más la pasión y la ilusión que durante dos años han puesto Ana y Francisco. Sin esa dosis de amor ilimitado y loco por este oficio, hubiera sido imposible culminar el proyecto. Ese ánimo se transparenta en muchas páginas del texto, pero yo diría que, de modo especial, en el respeto y cariño con que retratan a los personajes, sobre todo algunos de los más repulsivos a priori, pues forman parte de los parias desalojados de nuestra sociedad, unas veces por voluntad propia, otras porque la vida los ha arrojado al rincón más hediondo del estercolero.
Han sido varias decenas de correos electrónicos, tres o cuatro relecturas, algún pobre consejo, alguna mínima corrección y muchas horas de reflexión compartida como para no sentirme implicado de modo tan especial en El caso de la Pensión Padrón. Sé que no soy el único, sé que otros buenos amigos (Miguel Ángel Brito, Iván González Barrios, Inma Vinuesa, José Antonio Perales, Alexia Sálamo y Sara Sálamo) han estado muy presentes aconsejando, iluminando y animando —mucho más y mejor que yo—, pero también sé que he sido honrado con su confianza y que, al fin, todo el esfuerzo ha merecido la pena.
Además he tenido la bendición, gracias a que me implicaron en el proyecto, de aprender que incluso en medio de la realidad más repulsiva, cabe un resquicio para cierta luz, para un relámpago de amistad, aunque todo concluya del modo en que el lector conoce desde el primer párrafo de la novela.
Como recoge la nota introductoria, Jacques H. Bernardin de Saint Pierre dejó escrito: “El hombre es el único ser sensible que se destruye a sí mismo en estado de libertad”. Nada que objetar. De hecho añadiría que el hombre es esa parte de la creación capaz de hacer del infierno un territorio habitable en esta vida, sin necesidad de esperar a otra. Pero también añadiría que es ese ser capaz de asomarse a sus estancias y arrojar sobre ellas una mirada de misericordia.
Concluyo con un aviso: la novela puede herir determinadas sensibilidades, pero también puede abrir muchos ojos, y ojalá que unos cuantos corazones. De lo que estoy seguro es de que El caso dela Pensión Padrón no dejará indiferente a nadie, pues al fondo del relato, el lector sabe desde el principio que, tanto horror no fue ficción.



sábado, 18 de abril de 2015

Lluvia de abril (Oniliria XXIII)


Me ha mojado la lluvia, lluviagua, esta tarde de abril, me han llovido poemas, lluviaverso, esta tarde noche de abril, y, como ocurre cada primavera, el ruiseñor es lluviacanto de seda y estrella sobre la tarde noche de abril.

Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto…

No pronuncio palabras estatua, no pronuncio palabras monumento funerario que aspira a la vida eterna —curioso tanto afán de la muerte por quedar para la vida eterna, como si el sol clavase sus lanzas o sus besos en la entraña de las madrugadas—, ni siquiera se trata, decía, de palabras como árboles centenarios o como cualquier placa que anuncia el nombre de una calle, no, todo es más sencillo, más efímero, pero, quizá más hondo, quizá más palpitante, hablo, decía —digo—, de la lluviagua de esta tarde noche de los idus de abril, y de la lluviaverso de esta tarde noche los idus de abril, y de la lluviacanto del ruiseñor de esta tarde noche de abril, hablo, pues, de la vida, o, al menos, hablo de su semilla, o, siendo aún más preciso, hablo del río o del canal o del cauce que contiene el alimento para que, quizá, las semillas estallen en flor y en vida, por efímera o frágil u oculta que sea, no hablo, pues, de palabras estatua o palabras monumento funerario o de palabras árbol centenario o de palabras placa donde anida el nombre de una calle, no pronuncio palabras que aspiren a eternidad o palabras destinadas a ser releídas por decenas de generaciones, hablo, decía —digo, repito—, de lluvia, de vida, de semilla, de río, de palabras que brotan y crecen y afloran e irrumpen y desaparecen y mueren o se transforman, hablo de lluviaverso, hablo de lluviagua, hablo de lluviacanto, hablo de lluvia lenta y sosegada, abundante y sonriente… lluviaesperma.

Acodado, asomado a la ventana de la noche, mientras el humo último del cigarrillo se escapa para hacerse latido de la noche, escucho lluviacanto del ruiseñor que empapa mis oídos y se me filtra, como la lluviagua por vetas precisas, hasta alcanzar el surco en mi cerebro, para que lo reciba como la tierra, supongo, recibe la lluviagua y espera tan quieta, y espera tan muda el brote lento y misterioso de la vida.

En la línea de cielo torreada que mis ojos escrutan tantas veces, brota fuego de antorcha sobre un tejado, sé que me engaña el aire —tan hialino como los ojos de un niño—, sé que es un reverbero, un hálito de la luz de una farola urbana; pero veo una antorcha que arde o crepita y canta fuego cruzando su faringe de cristal, y es como si mis ojos recibieran lluvia, la lluvia encadenada al color de aquellas caricias de piel cansada y arrugada, la lluvia que empuja los recuerdos de aquella lluviafuego que crepitaba en la lumbre baja de la cocina amplia y cálida, abrazo de zaguanes intensos y austeros, como surcos labrados y quietos y mudos dejando que la lluviagua empape las semillas para que luego broten y crezcan y afloren e irrumpan y desaparezcan y mueran o se transformen…

Lluviagua, lluviaverso, lluviacanto, lluviafuego me empapan esta tarde noche de los idus de abril

lunes, 6 de abril de 2015

Avatares para encontrar un texto

Afirmé que publicaría con más frecuencia entradas en este blog que anda un poco anémico. Alguno podrá decir (y quizá no le falte razón) que hago trampa con esta entrada, pero me apetecía compartir con vosotros este fragmento de El Surco de los Días. Ya sé que es sacar de contexto a una criatura acostumbrada a una mirada muy secreta (más secreta aún que la de este blog), pero supongo que aguantará el tirón...:

FRAGMENTO DE MI DIARIO

Hoy es domingo de Pascua. Decir esto, además de una obviedad, es afirmar que, a pesar de todo —a pesar de mí—, sigo tras la estela de una fe o una esperanza, ajena a otras cuestiones relacionadas con organizaciones, liturgias o normativa canónica…

Tenía la intención ayer sábado por la mañana de dejar algo escrito sobre la procesión del viernes santo conocida como de los Pasos, que vi después de algunos años años.

Lo cierto es que no tenía planeado nada de lo que he hecho en estos días, salvo lo del jueves por la noche que estaba más o menos perfilado. Todo ha sucedido como si una borrasca potente, breve y repentina, hubiera, primero, roto el timón de mi embarcación y después la hubiera movido a su antojo por derrotas imprevistas. El caso es que el viernes tenía pensado dedicar más horas de la tarde a dejar algo escrito respecto del jueves, y a seguir la revisión de la vieja novela, o tantear la posibilidad de acarrear algún material de construcción para iniciar un proyecto que ha empezado a rondarme por la cabeza, aunque a primera vista parece algo insensato. Sin embargo, la tarde en casa de mis padres se complicó hasta hacerse horas difíciles, ásperas, dolorosas pues voy comprobando que el laberinto en que se mueve mi madre cada día es un poco más intrincado y viscoso, umbrío y solitario. Conclusión: bajé muy tarde de allí, con el ánimo para escribir agotado, como si el pequeño manantial se hubiera secado en poco más de cuatro horas. Así que decidí ver la Procesión.

Tras tanto cambio de planes, pensé que enlazaría ésta de la capital con la de Chañe. Sin embargo, de pronto, mientras ayer por la mañana regresaba de casa de mis padres (sí, el despertador sonó a su hora), se me ocurrió otra cosa. Recordé como aldabonazo estridente y repentino que escribí en Gorrión de Invierno, esa novela con un par de lustros a sus espaldas, esa novela inédita e impublicable cómo su protagonista, Oliver Berdugo Guisasola, sastre de Euritmia, vivió la de 1999, la última de su vida, pues para entonces ya sabía el tiempo que el tumor cerebral le permitiría vivir.

Entré en casa con el estado febril de quien tiene, por fin, algo que hacer. Si quería seguir con la revisión de Aquel Sábado Lluvioso, o quería empezar con lo nuevo, debía encontrar cuanto antes esas páginas. Recordaba vagamente su contenido, y suponía que podían servirme para el diario y quizá para Pavesas y Cenizas. En teoría sabía en qué parte del relato las situé, en el primer tercio de sus más de cuatrocientos folios. Repasé a grandes trancos. Algún párrafo me llamaba la atención. Sin darme cuenta, ralentizaba el ritmo de lectura. Sabía lo que buscaba y por qué lo buscaba, pero Oliver, Aurora, la yaya Luz, Íñigo, etcétera, iban atrapándome poco a poco. Cuando crucé la mitad, estaba casi seguro de haberme pasado esas páginas, pero seguí adelante.

No lo encontré.

Con la sensación de derrota, dudando incluso si no habría suprimido esta escena por alguna razón, tuve que salir a cumplir con cuestiones de intendencia. No se trataba del capazo para regresar a casa con carbón, lo que me impedía ser sublime sin interrupción, como le ocurría al joven personaje de Umbral, eran otras mercancías poco imprescindibles, pero debía salir.

Casi a la hora de la comida, volví al texto (Soy muy tozudo, la verdad). Y como sucedería en una película detestable, justo sobre la bocina de las dos de la tarde, en el punto donde la imaginaba, allí estaba la escena, más larga incluso de lo que la recordaba. La copié a otro documento, para, por la tarde, hacer lo que estoy haciendo ahora…

A diferencia del viernes, la tarde sabatina fue plácida y sosegada. Así que pude retornar temprano, dispuesto a la tarea, aunque previamente debía cumplir con un deseo de mi padre.

Por fin me puse a la tarea, antes de las siete de la tarde. Pensaba solucionar en un par de párrafos o tres lo relativo a La Carrera, y unirlo a este fragmento…

Después del tercer párrafo, llegaron el cuarto, el quinto, otro y otro… Y sentí —aunque a nadie le interese— que debía relatar con más detalle el vía crucis nocturno. Iba por un camino, y en la última parte, como si me hubiera encontrado con una flor, hallé el tono adecuado, así que retorné al principio…

Más allá de las once de la noche concluí de escribirlo…

Esta mañana he dudado si ya tendría sentido lo que sigue, o abandonar la idea para mejor ocasión, si es que llega. Pero, al final, acaso por justificar las horas de ayer, decido dejar el fragmento en estas páginas del diario, al fin y al cabo, su título para este año A la Velocidad del Corazón, o sea pura intuición, menuda embarcación cuyo timón se ha roto y navega según los dictados de los vientos o las calmas…
Te has levantado, Oliver, en medio de la madrugada del Sábado Santo. Te sorprende el silencio aturdido de la honda noche…
Pero no es así, Oliver, reconócelo, no es la madrugada la que está aturdida, sino tú. En tu cabeza, retumban todavía los ecos roncos de los tambores y las estridencias metálicas de las cornetas. Las procesiones de este año han venido hasta ti con la intención de ser medicina agradable para tu ánimo. ¡Cómo te ha costado entenderlo!
Al lado estaba Aurora, con sus ojos de atardecer de oro puestos, como cada año, en las imágenes que se deslizaban ante vosotros, sobre el adoquinado entre grisáceo y azulado, frío a esas primeras horas de oscuridad. Tenías miedo, reconócelo. No te niegues a ti mismo la evidencia del pavor cósmico que, de pronto, te ha enganchado el alma; sí, todo el miedo del universo se ha concentrado en tu encarnadura. El pánico te ha devastado a medida que se escenificaba ante tu mirada la representación que cada año se desarrolla sobre el escenario inmenso, o quizá convenga decir, sobre el templo inmenso, en que se convierte tu ciudad amada. No, tampoco es exacto.
Antes de que se mostraran a tu mirada turquí las escenas que se repiten cada primera luna llena de primavera, ya las habías repasado en el recuerdo, como si tuvieras una moviola alojada en esa neurona que dices que tiene forma de escenario; te habías anticipado, y antes de que llegara la primera, ya sentías, casi lo palpabas, cómo la glándula suprarrenal expelía cantidades incontables de adrenalina por todo tu venero, de modo que tu organismo estuviera preparado para lo que se le venía encima.
Era tu muerte, Oliver, lo que te imaginabas que veías, porque la muerte inminente te espera a ti también. Saber que se trata del recordatorio de lo que ocurrió en la esquina sudeste del Imperio Romano, en Jerusalén, hace ahora casi dos mil años, no mitiga tu angustia, porque eres consciente de que esa representación no es sólo histórica, no es únicamente la memoria de un hecho que le ocurrió a alguien, sino que es el símbolo de lo que le espera a cada uno. Sabías, en fin, que te enfrentabas a lo que te sucederá y reconoce que no te ha gustado, reconoce que te has rebelado.
En esos minutos en que la angustia se ha hecho una con tus palpitaciones cardíacas, por fin, has sido sincero contigo mismo, ya era hora, Oliver, ya era hora. No eres el Mesías, ni tu vida tiene sentido de redención para nadie, absolutamente para nadie, acaso ni para ti mismo. No sabes si has venido para cumplir la voluntad del Padre o para qué, tú solamente sabes que quieres vivir, quieres seguir respirando. A pesar de que tu cerebro, curtido en los millones de páginas leídas a lo largo de tu existencia, duda de que la vida concluya para siempre cuando esa famosa dama oscura a la que los griegos llamaron Tánatos te bese para ‘deshalitarte’, a pesar de que quieres intuir que a la otra orilla de esta ribera no se tiene por qué estar mal, a pesar de todos los pesares, has sentido el pánico, el vértigo, el vacío, el horror…
Te hubiera gustado gritar que tú no quieres tal cosa. Te hubiera gustado arrojar al aire diáfano de la noche, cuchillada de plata asustada, tu salmodia que fue su salmodia, ¡Que pase de mí este cáliz! ¿Quién te podría entender, Oliver? Nadie conoce lo que te espera, salvo tu sobrina y acaso Rubén. Para todos los que te rodean, empezando por Aurora que estaba como cada año, extasiada en la contemplación de esas tallas, era un Viernes Santo más, una procesión como la que saldrá, si el tiempo no lo impide, la próxima primavera, ésa que no verás a su lado. Entonces, además del pánico por lo que se te avecina en unos meses, tu calvario particular del que probablemente no serás muy consciente (al modo que hoy eres consciente de cualquier cosa), te has sentido infinitamente peor, porque tú has querido, mira que eres cabezota, Oliver, cargar en soledad con esta enfermedad.
Reconoce, Oliver, que sudabas a pesar de la helada brisa de este abril
(¿Cuándo querrá llegar la primavera de una vez a Euritmia, mi última primavera?).
Las calles vibran con el temblor ronco de los tambores y el sonido estridente y metálico de las cornetas. (Ya lo has escrito, Oliver. De acuerdo, no lo quites. Te repites, es lo mismo). Todo continúa como cada año. Es inevitable. El silencio asombrado y, todavía sorprendido por tal acontecimiento que cambió el rumbo de la Historia (y esto es así con independencia del credo de cada cual), envuelve la ciudad. Euritmia adquiere veladuras de dramatismo y belleza.
No ha sido malo ese pensamiento. Por él has llegado a la conclusión de que en estas jornadas, es casi imperdonable no echarse a la calle, convertida en el atrio de un gran templo en el que se escenifica, de nuevo, todo aquello, aunque sabías que te arriesgabas, y de qué forma, a algo parecido a lo que te ha sucedido. En el fondo, barruntabas que hubiera sido mejor una gigantesca jaqueca desproporcionada, desaforada, que te hubiera impedido la salida a las calles…
¿Cuántas veces has dicho que tu padre no era amigo de las manifestaciones y los boatos relacionados con la cuestión religiosa? Sí, es cierto que ese pensamiento te lo transmitió y que te sucede como a él. Pero tu excepción siempre ha sido para las procesiones de Semana Santa. Ya sabes, aquello famoso de la conjunción de historia, belleza algo tremendista, armonía desgarrada, fe sencilla, todo enmarcado por las calles de la urbe, producen un efecto que alivia a las almas y las abona para comprender el sentido último de nuestra existencia. ¿Dónde está, Oliver, el alivio de tu alma?¿Dónde la comprensión del último sentido de tu existencia?
Es cierto que las imágenes que se deslizan sobre el adoquinado grisáceo son, además, un muestrario interesante de algunas de las distintas épocas de la escultura religiosa: románico, gótico, barroco, neoclasicismo, primera parte de esta centuria que concluye. También es verdad que son un resumen de algunas de las distintas sensibilidades geográficas que en España han tratado este tema, y hay tallas de las escuelas castellana, andaluza y catalana o levantina. Además, no es menos cierto, que se aúnan en un todo milagrosamente homogéneo obras anónimas (transidas de la ingenuidad estremecedora de la fe popular), trabajos salidos de talleres de artesanos dedicados en exclusiva a la creación de escultura religiosa y creaciones prodigiosas de algunos escultores barrocos y contemporáneos.
Por fin, has conseguido sujetar el caballo del miedo. No está mal un poco de lógica, no hay nada como repasar conocimientos históricos y artísticos, para que todo vuelva a su lugar. Ya no sientes pánico, has cambiado el sentido de tus latidos, pues contemplar el paso de estas imágenes en la situación en la que te encuentras ha supuesto una honda emoción para tu espíritu, como un terremoto que te ha removido de arriba abajo, ha sido como contemplar tu muerte en el espejo, pero con un grado más de aceptación.
Todo lo que te rodeaba, otra vez, adquiría sus justas proporciones, esa dimensión humana en la que te sientes cómodo, en la que te mueves con cierta soltura…
…Y por la esquina de la calle la has visto. Era ella, era la madre, ¿tu madre?, que venía sola, apoyada apenas sobre el madero desnudo, en cuyo travesaño pendía el lienzo blanco del que se sirvieron para descenderle. Más que nunca te ha parecido a punto del desmayo, casi inane (como tú mismo hace unos minutos apenas) con las manos inertes e inermes a los costados, con su cabeza inclinada hacia la derecha, con los ojos entrecerrados, con millones de lágrimas invisibles surcándole el exangüe rostro céreo, que parecía más albeado al contraste de la noche y de su vestido índigo.
¿A quién le extraña tal demolición del espíritu, si el último estertor del hijo la precede? Un estertor de enteco torso alzado, de mirada confiada, sin embargo, también izada a la inmensidad del cosmos, y de labios entreabiertos que murmuran, En tus manos encomiendo mi espíritu, o murmuran, Todo está cumplido. Un estertor que quedó levitando en el universo, como postrer caricia de la tarde, y un artista lo convirtió en imagen del sufrimiento asumido, un dolor estilizado que rehúye la sangre, porque, al fin y al cabo, lo que más duele siempre es el alma. Sí, más que nunca, has descubierto que esa talla de la madre es la viva imagen de la soledad dolorosa.
Y has llorado, Oliver, por ella, todas la lágrimas del mundo. No has podido evitarlo. Ha sido un río salobre pero tranquilo, sin convulsiones delatantes. Se ha roto toda la tensión acumulada y te has desahogado, en su sentido más literal o etimológico. Pero ¿cómo es posible que ni Aurora se haya dado cuenta? Quizá sea un pequeño regalo que alguien te ha otorgado. Pero tú sabes que has llorado, que toda la amalgama de sentimientos que te han atravesado en esa hora se ha desbordado por tus lagrimales. Aunque tampoco tu barba se ha humedecido, cosa bien extraña, por cierto…
Y cuando el cadáver del hijo, apoyada la cabeza sobre una almohada que simulaba un anacrónico e imposible bordado, ha pasado ante tus ojos, como el resumen de los despojos (hermosos y muy musculosos despojos, convendría matizar) en que la muerte reduce a la humanidad completa, te has visto en ese cuerpo perfecto, donde cada músculo tallado en madera parece carne apenas fría, y te has visto más tranquilo, con el sentimiento inexplicable de que aquella muerte de hace casi dos mil años, también recogió la tuya y la de tu madre y la de tu padre y la de tus abuelos y la de aquel primer hijo que no fue, la de todos, Oliver, y como no lo puedes explicar, pues no lo explicas, pero la confianza ha vuelto, como aquellas golondrinas del poeta, también por primavera; pero intuyes que su vocación será de permanencia.
El problema, Oliver, es que tanto excitante disperso por tu sangre te ha sacado de la cama, y mañana, o sea hoy, puede ser un día garrafal; pero tampoco es mala idea que aproveches y avances.
Avanza, Oliver, avanza…
Volvamos a ese tiempo que, según Proust, está perdido. ¡Ay, vieja niñez, cómo te añoro…!
Y quizá como regalo pascual, después de tanto tiempo lamentándome porque nada se me ocurría, entre manos se me vienen tres tareas, a las que debo escuchar, sin que me inunden.



miércoles, 25 de marzo de 2015

Sus Labios (R)

Queridos lectores, queridos amigos:
Este poema fue publicado en el blog el 18 de noviembre de 2012, el día de su cuarto aniversario. Mi deseo, al volverlo a publicar, es establecer una declaración de principios y anunciar a los cuatro vientos el propósito de desempolvar el blog. Sus entradas no serán tan frecuentes como otrora (eso seguro), pero intentaré que no pase tanto tiempo entre una y otra.
En todo caso, gracias por vuestra fidelidad, gracias por vuestra generosidad y gracias, sobre todo, por leerme a pesar de tantísimas lagunas...



Ahora que la albada está tan lejos,
y la noche parece emperatriz
de todos los latidos
—el mío, el de la especie, el del futuro
y hasta el de las semillas de los sueños—,
camino inerme y ciego, recorro un laberinto,
atravieso cadáveres sin nombre
y pinto mi bandera con sus labios,
nación para los besos,
donde me olvido
durante eternidades o segundos
de este dolor que arrastro
como una piedra inútil que desgarra arterias
por donde escapa el horizonte
y el fuego de la luz va agonizando.
Lo sé:
es mi verbo clamor de una derrota:
ni puedo vencer al dolor,
ni puedo derrotar al sufrimiento,
ni puedo cercenar a la injusticia.
Sin embargo me empuja un verso
inútil aunque inapelable.
Si no soy ciego sordomudo:
¿cómo cantar ocasos,
caricias, pétalos o aromas,
mientras crece el galope de la sangre
y los cuatro jinetes destruyen el planeta?
Lo sé:
mis versos son palabras féretro,
pólvora sin perfume,
pétalos sin metralla…
Mi voz quisiera
subir a los andamios o a los barcos
y bajar a los túneles mineros,
a pesar de mi vértigo y mi claustrofobia;
diseminarse en surcos cereales
y crecer junto al torno y al martillo,
a pesar de lo endeble de mis manos;
mecerse entre chupetes y pañales
y volar entre tizas y recreos,
a pesar de la atrofia de mis sueños;
zambullirse en las lágrimas y el luto
y respirar el pus de las heridas,
a pesar de las prisas de la vida…
Pero a pesar de todo,
ni entrego mi esperanza,
ni apago mi linterna,
ni termino mis sueños
                                porque debéis saber
que al acabar vencido la jornada
—siempre vencido— ,
vestido del hedor de la derrota
—diario el fracaso de la especie
y mi fracaso, diario —,
su labio alivia mi dolencia.

domingo, 21 de diciembre de 2014

"Alas rotas" editada por "La Esfera Cultural"


De nuevo la amistad se hace presente en estos días que estamos a punto de comenzar. De nuevo puedo presumir de ser protagonista inmerecido de un relato navideño. ¿Por qué cómo interpretar que en la víspera de Navidad, a un escritor que casi no escribe, le editen una novela cuya primera versión viene de 2003...?

Pero vayamos al grano.


Francisco Concepción Álvarez es alguien muy difícil de definir, porque es imposible encasillarlo en ninguna parte. Si dijera que se trata de un editor ajeno a los moldes habituales, no sería cierto, aunque tampoco mentiría. Si dijera que es un promotor cultural, tampoco se me podría acusar de falsear la realidad, pero podrían acusarme de poco tiento en mis valoraciones.

Quizá con decir que es un espíritu inquieto, intranquilo, insatisfecho, y, además un apasionado de la literatura en todas sus vertientes, probablemente me amoldaría mucho mejor a la realidad. Nada le es ajeno de cuanto tiene que ver con lo literario: ni la escritura, ni la tipografía, ni la composición, ni la impresión, ni la edición, ni la venta... A todo se arriesga y con todo disfruta, aunque sepa en la mayoría de casos que otros conceptos como negocio, rentabilidad, beneficios, etcétera, se han quedado fuera de sí.

Y, además, cuando algo le gusta no para hasta conseguir sus propósitos.

Mirad si no, lo que, entre otras cosas dice en la entrevista a la que os remitía anteriormente:

Antonio, si tu me confiesas una cosa, yo te voy a confesar otra: habitualmente y en cualquier situación, durmiendo, caminando, en la ducha... me vienen a visitar unos seres muy extraños que me meten en la cabeza ideas extrañas y proyectos a realizar y hasta que no los veo materializados no descanso. ¡Estoy muy preocupado! -aquí, Francisco, se parte de risa, destila ironía- Ahora en serio, lo que te cuento podría ser muy similar a lo que me sucede, no tengo una explicación. Se me ocurre o me lo proponen y lo concreto.

Aquí entro en juego.

Desde que Francisco leyó Alas rotas empezó a sugerirme que él podría hacerse cargo de su edición.

Alas Rotas
Portada de "Alas Rotas"
Edita: La Esfera Cultual
Tenerife diciembre 2014
Esta novela es muy especial para mí, y cada tanto tiempo reaparece en mi existencia. Y este año, por si hasta ahora hubiera sido poco, "La Esfera Cultural" ha decidido editármela en papel.

Así que ya puedo añadir, gracias a esta joven editorial y gracias a la amistad, el octavo título de mi bibliografía que crece de modo extraño... Pero eso es harina de otro costal.

Os dejo el texto de la contraportada de la novela, y si os interesa adquirirla, podéis hacerlo en esta dirección... Ah, y como oferta especial de estos días navideños, sin gastos de envío.

De todos modos, visitad la dirección que acabo de dejaros, si no os interesa Alas rotas, cosa comprensible, en la misma página podréis elegir algún otro libro de los diez que, de momento, forman el catálogo de esta pequeña editorial, cuyo trabajo es artesanal, humilde y digno, pero imparable y repleto de ilusión y entrega hacia la literatura.

Alas Rotas, reflexiona sobre el camino de deterioro de una parte del ser humano que el autor no sabe muy bien situar ni acaso definir, un sutil lienzo que se aloja entre el cerebro, el alma, la psiqué. Esta novela, a través de un diálogo entre el protagonista y su propia conciencia —que se convierte en la voz narrativa de la historia—, recuerda y casi revive el proceso de la enfermedad de su mujer que ha concluido con el entierro de ella en un pequeño cementerio de un pueblo de Castilla.

Alas Rotas es fruto de una serie de vivencias del autor que una buena noche entrechocaron en su cerebro y produjeron esta especie de paso previo al monólogo interior. Una novela dolorosa y densa que, sin embargo —y a pesar de conocer desde la primera línea su desenlace—, acaba por atrapar al lector. Una relato en el que su autor ha buscado también —influido por su tendencia hacia la poesía— cuidar especialmente el ritmo de la frase.