sábado, 7 de febrero de 2009

LECTURAS PARA LA PAZ

Cartel por el que la librería La Clandestina convoca al acto.
Copiado del blog del citado establecimiento

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Escribo esto, porque no podré estar, y porque si alguno que me leéis aquí os pudierais acercar.
A lo largo del mes de diciembre y parte de enero se ha producido la tragedia en la Franja de Gaza. Este blog, como tantos otros, se ha hecho eco de ello en la medida de mis posibilidades. Esto es mucho decir, a lo mejor tendría que haber hecho más, así que lo tendría que borrar. Bueno lo dejaré.
Siempre se puede hacer más.
A la derecha de estas entradas, hay un huequillo donde tengo colocados otros blogs por los que suelo pasearme, si es que me queda un poco de tiempo.
Habréis visto, supongo, e incluso podéis entrar, el blog de Adrián Dorado, el de Saramago, el de Juan Cruz, el de S.C. y los de Alena Collar y Mariano Zurdo. De estos dos os quería hablar ahora.
A Alena se le ocurrió proponer a Mariano (cuando el fragor del fuego era más intenso en Gaza) la organización de un acto que reivindicara la paz. Se me olvidaba algo importante, Mariano trabaja en una librería de Madrid, La Clandestina.
Como tantos otros, entre los que me incluyo, Alena y Mariano tienen la convicción de que el verdadero camino hacia la paz pasa obligatoriamente, después de haber derrotado al hambre, por la cultura, por la formación y pasa, sobre todo, por buscar los puntos de encuentro. Alena pensó que tiene que haber, y los hay -seguro que entre ambos los han encontrado, pues menudos son- escritores palestinos y escritores israelíes que también se les revuelve en las tripas toda esta situación de muerte y desesperación. Escritores que piensen que la paz es un valor y la guerra la exterminación.
El pasado dos de febrero, cuando comentaba la presencia de Mario en un acto a favor de la paz escribí que a, mi modo de ver, no es lo mismo estar contra la guerra, que estar a favor de la paz, ya que estar a favor de algo implica construir, erigir, elevar, mientras que estar en contra...
Estar por la paz es buscar la luz donde la oscuridad, la vida donde la muerte, la sonrisa donde el sufrimiento, las palabras donde los disparos.
La paz es fruto de la justicia. Esta no es una idea muy moderna como bien se sabe, pues ya la Biblia la recoge, y sin embargo aún nos suena a revolucionaria.
Quizá sólo sea un pequeño gesto, quizá llegue tarde (no lo creo, puesto que aún nadie ha resuelto el verdadero problema), pero poner en el mismo escabel los poemas u otros textos de escritores palestinos y de escritores israelitas que tengan en común la paz, es un acto de justicia, es una candela en mitad de la madrugada, una sonrisa donde sólo se vierten lágrimas, y es intentar que las palabras inutilicen a las balas.
Enhorabuena y suerte...

Se ve en el cartel, pero por si acaso, la dirección de La Clandestina es C/ La Palma 49 en Madrid, y según me contó Mariano un día, está cerca, muy cerca, del metro de Tribunal. Si alguno vais porque aquí lo habéis leído, dadles un abrazo de mi parte a Mariano y a Alena y si la encontráis, a la paz-paz.
Enhorabuena por la iniciativa.

viernes, 6 de febrero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo octavo y último)


El silencio del ocaso ha sido mucho peor que el bisbiseo esporádico de la tarde. Por culpa de la total ausencia de sonido, la frase resonaba con más potencia en mis neuronas: 'Será esta noche, será esta noche, será esta noche...'. Hasta que se ha tornado martillo que golpeaba con exactitud milimétrica el mismo punto preciso de mi cráneo.
Sabía que allí estaban, camufladas en mitad de la negrura que ha ido creciendo más y más. Pero lo que más me ha preocupado o lo que más me ha aturdido o lo que me ha puesto el ánimo de muy mala leche (en mi estado, ¿para qué andar con zarandajas?), ha sido ese silencio imperturbable que durante toda la tarde ha ocupado a mi vieja sombra, ya saben, la que me acompaña desde siempre.
Ustedes, que han demostrado con suficiencia su capacidad deductiva, se habrán percatado de los variados estados anímicos en que me ha colocado esta actitud esquiva de mi compañera inasible. Hay diferencia entre estar preocupado o estar aturdido o estar cabreado. Y sin embargo la causa era la misma: su pertinaz silencio, su repentino abandono durante tantas horas. Si durante un minuto pensaba que la sombra acechante había acabado con ella, me preocupaba. Al instante siguiente, cuando imaginaba que ambas siluetas vivían un encuentro erótico, me aturdía[1]. Pero segundos más tarde, si barruntaba que ambos ejemplares del mundo espectral se aliaban contra mí, me enfadaba.
Cualquiera entenderá, supongo, que al desembocar en este último supuesto me haya sentido traicionado por aquella silueta que siempre me ha acompañado y ha crecido y ha vivido adosada a las plantas de mis pies...
Pero este pensamiento de ira hacia mi penumbra, no me ha ocupado mucho tiempo, puesto que he llegado a otra conclusión: a lo peor, el supuesto y no comprobado pacto entre sombras, se dirige contra mi persona.. Es decir, he temblado al intuir que, en vez de un abandono, se avecinaba un ataque en toda regla. Más aún, he sospechado que para agredirme, la sombra acechante no necesitaba de pactos, sino que actuaría contra mi silueta, haciéndola desaparecer o volviendo su voluntad contra mí. Por tanto, casi prefería que su desaparición hubiera desenmascarado el error del escocés experto en sombras y mis dos compañeras de piso fueran quienes demostraran al mundo científico que las sombras también practican sexo.
Siempre he creído que el miedo es libre y esta noche lo he comprobado en mi carne, ya que me he visto impulsado a enchufar todas las luces de la casa. Ha sido la única manera de asegurarme que descubriría el instante en que se abalanzaran sobre mí. Por supuesto, me he situado a plena luz, al descubierto de cualquier penumbra que brotase de algún objeto.
Durante unas cuantas horas, mi casa ha parecido una verbena. Pero una verbena silenciosa. Una verbena presidida por mi miedo. El silencio con aspecto de hielo frío y sólido, ha tenido el efecto de que mi pensamiento sólo interpretara en un sentido la frase que había escuchado horas antes: Será esta noche.
Y la noche nos acunaba con sus fríos brazos...
Pero el sueño ha terminado por agarrotarme el entendimiento. Por mucho que he intentado evitarlo, los párpados se me caían, mientras la cabeza se me derrumbaba sobre el pecho, con evidente peligro para la salud de las cervicales.
Quizá haya sido un accidente, un cabezazo excesivo lo que ha descerrajado el engranaje de esas vértebras. Creo que eso ha dicho el forense hace unos minutos...
Pero no se lo crean ustedes...
En realidad ha sido otra cosa...
Al descuidarse mi atención, derrotada por el sueño, ambas sombras (la mía de toda la vida no había sufrido, nada, la pobrecilla) a velocidad de vértigo se han deslizado por el suelo, han ascendido por mis piernas y mi tórax y han entrado en mí a través de mis fosas nasales. Sólo me he estremecido un poco, casi nada, un leve escalofrío. Se han acercado al corazón a toda prisa y me han hablado...
No es exacto. Sólo ha hablado la sombra expectante, la sombra que me vigilaba. 'Soy tu muerte. Cada ser humano tiene la suya propia, que con él nace, pero permanece oculta y callada hasta que llega el último día. Ese día se convierte en sombra invisible para todos, excepto para tu propia sombra que es el único ser que conoce la llegada del final. Tú me has descubierto, y por ello serás premiado. Y desde hoy tu corazón, pasará a ser impulso de otra sombra...'
Yo no he tenido tiempo de preguntar nada. Tampoco es para tanto.
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[1] De nuevo acudo a la sabiduría del profesor escocés John Black Shadow. En su magna obra sobre las sombras existe, efectivamente, un capítulo titulado De las relaciones intersombrales. En él se afirma de modo explícito que, a pesar de sus esfuerzos, no halló ningún caso de posibles encuentros de carácter erótico o genital entre ejemplares de las penumbras. Lo máximo que demostró (ver capítulo CLXIV, página 457, párrafo cuarto. 2ª edición de Oxford. 1905) fue que, en determinadas circunstancias, relacionadas con el carácter excesivamente abúlico del cuerpo propietario de la sombra, se constató acercamiento afectivo entre ejemplares procedentes de diferentes personas, animales o plantas. Dos páginas más adelante, en una narración realmente memorable por lo sensorial y emotivo de sus palabras, relata esta relación entre la sombra de un gato gris y la de una sombra sin aroma. (Perdonarán ustedes que no transcriba la cita literal, pero no se dispone del espacio suficiente. Baste pues esta mención como prueba, a pesar de que los quisquillosos de la exactitud científica e investigadora, puedan declararme como persona no grata).

jueves, 5 de febrero de 2009

ADAGIO

Está tristísima la tarde para escuchar el adagio del Concierto de Aranjuez. Pero cómo silenciar el grito que siento acá dentro. Cómo decir no al propio deseo de que la música se acomode al caer de mis lágrimas ocultas que hacen hervir la secreta herida.
La voz de oboe se despide con un lamento colgado de la última frase.
Me estremecen el llanto de las cuerdas de la guitarra que adivinan desde el principio su pérdida.
¿Dónde te fuiste amado...?
El murmurio del agua de las fuentes es apenas un susurro triste que casi apaga el sonido de los pasos lentos y hondos, el eco de su veloz huida...
A lo lejos intuyo las frondosas arboledas de los inmensos jardines, siento el calor del verano prendido de la ansiedad de la melodía, la desesperación de quien ha sido dejado solo a su suerte, y las criaturas que se desperezan y se compadecen por el abandono de la amada y explotan en unánime súplica colectiva que pone los latidos de punta y estalla los vellos de la piel. Todas las criaturas, al tiempo, exclaman doloridas, la súplica que balbucea el alma herida.
¿Dónde te fuiste amado...?
Esta tarde es una tarde tristísima y gris y fría y confusa. Sé, y lo sé con la misma certeza con que ahora siento el dolor, que tras el invierno llegará la primavera, que el sol volverá a acariciarnos la piel, que la sonrisa volverá a nuestros labios..., pues en medio de esta feroz herida soy incapaz de dimitir de la esperanza.
Entretanto mi corazón, como la tarde, languidece en medio de estos hilos de plata que se desmoronan sobre una de sus diástoles. Esta tarde vivo en la inmensidad interior de este adagio, y sé que, de vez en cuando, es necesario respirar este aire melancólico para saborear, cuando regrese, el instante de la risa o el aroma de la primavera... o el regreso del amado.

miércoles, 4 de febrero de 2009

EL LOBO

Medio dormido, miró a Cazador. Supo que no era una pesadilla. Comprendió que todo esfuerzo para huir sería inútil e imposible, pues toda la sangre de su organismo se concentraba en la pesada tarea.
Una media hora antes, quizá menos, entraba Caperucita. En ese momento se dio cuenta de que la ansiedad le había vencido y se había equivocado al devorar a Abuelita. Ahíto e indiferente, contempló, clavada bajo el umbral, al verdadero objeto de su deseo. Buscaba el instante en que su pensamiento erró, mientras, acometía a la niña con la sabiduría que otorga la experiencia, pero sin disfrutar como la ocasión hubiera merecido. Si hubiera sabido que ella sería tan rápida en aparecer en aquella casa, no habría hecho lo que hizo. Era tarde, muy tarde, para aplicarse el descubrimiento al que había llegado: todo placer tiene su dosis.
La escopeta sonreía, y el cuchillo de monte se relamía. En sus vísceras sentía el movimiento de las dos mujeres que pugnaban por salir. Su último pensamiento fue que su vida completa había sido una equivocación, pues, en realidad, era Serpiente.

martes, 3 de febrero de 2009

NOVENTA Y DOS AÑOS Y DOS DÍAS

Foto reciente de José Luis Sampedro, distribuida por la agencia EFE a varios
medios de comunicación


Al acabar de leer La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro, sentí que dentro de mí se removía algo muy hondo. Me conmovió como pocos libros la exquisita sensibilidad del escritor barcelonés, que vivió su infancia y buena parte de su juventud junto al Mediterráneo de Tánger. De él yo sabía poco o nada: que era economista y profesor universitario y senador por designación real y publicaba libros, y que, cuando hablaba sobre temas políticos o económicos, era muy ácido, muy crítico, muy heterodoxo, casi corrosivo: el perfil de alguien que no se casa con nadie.
Pero no había leído nada suyo.
Por aquel entonces, hablo de 1993, RBA publicó una colección de narrativa española que se vendía en los quioscos, una nueva novela cada semana. No era el típico libro de bolsillo, pues era de tapa dura, aunque uno pagaba el peaje de su barato precio en forma de letras minúsculas, casi adosadas las unas a las otras, y de renglones tozudos que pretendían todos, a la vez, caminar por la misma trocha. En fin, lo más apropiado para un pobre hipermétrope que no se cansaba de leer.
El segundo volumen de esa colección fue La sonrisa etrusca. No recuerdo si lo leí de inmediato o pasaron algunas semanas antes de hacerlo, pero tal circunstancia no tiene demasiada importancia, puesto que lo trascendente fue que me lo leí en un par de tardes y luego, cosa que no suelo hacer, lo releí.
La primera escena de la novela me dejó completamente colgado de ella e imposibilitado para abandonar el resto de la narración; lo demás no lo pude remediar, aunque ni lo intenté. Sobre todo me quedó indeleble en el alma lo que me parece que quiso transmitir el escritor: su amor a la vida, la radical capacidad de transformación que el amor otorga a los seres humanos: esta especie animal capaz de cualquier cosa, de todo, cuando ese sentimiento invade su venero, aunque en ese momento reciban la primera llamada de la muerte... Aquellos dedos torpes del anciano enfermo que, en medio de la noche milanesa, practican una y otra vez con un muñeco el modo que se abotona un jersecillo, para ser capaz de ensartar los diminutos botones dentro de los diminutos ojales de la ropilla de su nietecillo recién nacido... Todavía me estremezco al recordar ese instante y el resto de escenas que se entrelazan con tanta sencillez y tanta emoción en un libro no muy largo, tan hermoso.
En esa misma colección se publicó Octubre, octubre que tardé mucho más tiempo en leer. Con esta última descubrí otro modo de entender la novela, quizá fue la confirmación que necesitaba para comprender por propia experiencia que estaba ante un gran escritor. Luego he leído El amante lesbiano, La vieja sirena y La senda del drago… Todos diferentes, todos de aguda penetración, todos ellos cánticos a la vida. La vida como furor genésico que está por encima de ideologías, orientación sexual, condición social, edad, profesión, época histórica…
El pasado domingo 1 de febrero, este hombre ha cumplido noventa y dos años, y a pesar de su sordera, a pesar de su reciente enfermedad tan grave (que ha provocado un nuevo libro), a pesar de que su organismo ha entrado en decadencia (algo inevitable) su espíritu vital sigue ardiendo y le baila y le brinca y le cruza sus pupilas y se le clava en el intenso gesto que se confunde con el profundo rastro que en él han dejado tantos años. Ese afán suyo por abrazarse a la vida, le permite seguir con el trabajo constante, levantándose en plena madrugada para no despertar a Olga, escribir cada mañana sobre una tabla que apoya en sus rodillas…
Ahora, por lo que se nos ha dicho a través de la prensa, La sonrisa etrusca va camino de subirse sobre los escenarios. Y si él está detrás de la adaptación de su novela, será menester, casi obligación moral, acudir a verla, porque somos, a imagen del maestro, defensores a ultranza de la vida.
Con toda humildad y a sabiendas de que es imposible que le llegue esta tarjeta de felicitación y con dos días de retraso, además, feliz nonagésimo segundo cumpleaños.

lunes, 2 de febrero de 2009

MARIO EN EL PERIÓDICO

Mario y otros compañeros del colegio de la Pola de Siero se dirigen hacia el centro de la Villa. Celebran el Día de la Paz. (La Nueva España Digital)

Cuando tengáis un minuto, entrad en Internet y escribid en el buscador: GUERRAS EN EL MUNDO. Os aparecerán muchísimos enlaces a páginas web en que se detallan las conflagraciones que ahora mismo desangran y hieren, amputan y matan a tantos niños y niñas, hombres y mujeres, ancianos y ancianas del Planeta. La mayoría, están en África. En los telediarios casi nunca se habla de ellas...
...
El angelote vestido de verde es Mario.
Acaba de bajarse del autobús y, junto con otros compañeros del colegio Peña Careses, se dirige con gesto decidido y paso firme por alguna de las calles de Pola de Siero (Asturias) camino de la plaza del Ayuntamiento. Según se dice en La Nueva España, una vez allí, recitaron el poema Viva la paz. Es una lástima que la breve información del periódico asturiano no aporte más datos sobre el autor o contenido del texto que las voces infantiles corearon.
Como también sucedió en Segovia, o eso nos han contado, el viernes se celebró el Día de la Paz en los colegios de educación infantil y primaria.
Pudiera parecer que este gesto es inútil tal y como crece nuestro afán guerrero. Desde que mis hijas tenían la edad que tiene Mario, cada año me llegan ecos de esta actividad, con lo que no descarto que venga desde más atrás. Ellas hace unos años, hoy Mario, y otros tantos miles de niños, participaron en gestos similares cuya eficacia parece nula, si es que se contempla la incesante actividad bélica que sufren cientos de territorios del Planeta. La mayoría de ellos los más pobres y, por tanto, los más olvidados.
Sin embargo, como tantos gestos inútiles, en apariencia, estas actividades que protagonizan nuestros pequeños son de mucho más largo alcance de lo que imaginamos. Aunque parezcan gritos arrojados al espacio sideral y, por tanto, irremediablemente perdidos, más bien son semillas que acabarán por brotar en los corazones. Los árboles más resistentes y que más perduran son aquellos cuyas raíces se han hundido más hondamente en la tierra. En los cimientos de los corazones de estos niños habrá una semilla a favor de la paz (que es mucho más importante que estar contra la guerra) que probablemente no se les podrá arrancar.
Porque los niños, con esa intuición poderosa que la naturaleza les ha otorgado, y por esa capacidad, más poderosa aún, de ponerse en el puesto de otros niños, saben que las guerras son malas. Lo peor que pueda existir. Por una sola razón: ante una guerra se sienten desprotegidos, desnudos, impotentes, tienen miedo de perder lo que más quieren. Los niños entienden muy bien la diferencia entre estar contra la guerra y estar a favor de la paz. Luego pasan los años y ese otro afán que ocupa el corazón humano que tiene que ver con tener más que otros, con dominarlo todo, con defendernos de otros ataques, empieza a crecer desmesuradamente...
A veces pienso que dejamos de ser niños el día que justificamos un ataque, una guerra, una muerte violenta...
A Marián y a mí, nos hizo mucha ilusión contemplar la foto de Mario en el periódico del sábado, quizá porque hace un mes que no le vemos, desde las navidades, cuando salía de casa de su abuela, con los ojos chispeantes por los regalos que había recibido del mismísimo Papá Noel. Supongo que sus padres y su abuela habrán comprado varios ejemplares del periódico y lo pasearán orgullosos entre los conocidos. Pero, sinceramente, lo que más ilusión me ha hecho es ver su cara de angelote astur con ese gesto de decisión agarrado a otra mano y sujetando su globo amarillo, dispuesto a llegar hasta la Plaza del Ayuntamiento para cantar con toda su vibrante energía Viva la Paz.
Pues eso, que viva la paz.

domingo, 1 de febrero de 2009

C

El ser humano, al menos el occidental, es un poco extraño. Por suerte, me parece, y a diferencia del resto de las criaturas, que viven en el presente, quizá hubiera que decir que en el presente continuo, el humano siempre anda proyectándose en el futuro y recordándose en el pasado. Me parece que alguien lo dijo, no estoy seguro, y en todo caso no tengo ni idea de quien fue, que el ser humano es el único animal que vive para relatarse.
Viene esto a colación de que es el única especie sobre el planeta que celebra todo, que necesita hitos y medidas, fetiches y referencias. Probablemente la memoria humana tenga como objeto perpetuar en el futuro la especie. Esta realidad quizá sea de las paradojas más hermosas por las que se pueda explicar la importancia que desde el principio de la historia se da a los relatos de nuestros antepasados...
Y todo ello lo digo, no como un lamento, sino con alegría, casi con orgullo de pertenecer a una especie que tiene tanta conciencia de sí misma, aunque en tantas ocasiones se comporte como la única especie que se puede destruir a sí misma. A punto ha estado de hacerlo en varias ocasiones. Y al final lo conseguirá: pone excesivo empeño en la causa.
Pero por este camino pierdo la senda que quería seguir hoy...
Como uno es humano, y además adora esto del recuerdo, de la evocación, de la proyección hacia el futuro, pues hago un alto en el camino, me detengo y os pido que os detengáis.
Celebro, y os invito a uniros conmigo, la entrada número cien ó C ó 100 de esta bitácora cibernética que llamé Pavesas y cenizas.
Cien es un número redondo, una cantidad no despreciable de lo que sea, al menos es una cantidad con cierto peso. Cien son los días de confianza que se otorgan a los nuevos cargos que acometen tareas de responsabilidad, cien años marcan un siglo. Con esta cantidad se pueden empezar a valorar trayectorias...
La primera entrada que escribí fue ésta:

Tiemblo al tiempo que anoto mis primeras palabras en un blog. Tiemblo como las mariposas que nacen, quizá por descuido, al fondo del verano, cuando el otoño sonríe como un bebé azul, pálido.

Aquí estoy, no sé si seguiré algún tiempo, no sé, si como esas mariposas anacrónicas, será breve mi hálito y pronto me tornaré pavesas volanderas, cenizas mortecinas.

Ahora que ya no tiemblo cuando escribo en el blog, aunque lo haga con mucho respeto, pues al otro lado estáis vosotros, sé que mi vuelo ha sido un poco más largo que el de las mariposas. En este medio virtual he encontrado un camino muy real de exigencia, un camino que me obliga a mí mismo y al que me obligo yo solo. Aunque alguno no lo crea, este camino me empuja a la concisión en las ideas (no hablo por los microrelatos). No es lo mismo escribir para uno, que saber que habrá otros ojos que te lean, aunque no sean muchos.
Sin embargo, como todo lo que importa en esta vida, lo fundamental de este cuadernillo es que he encontrado a personas que nunca pensé encontrar y se fraguan, despacito, relaciones que de otro modo hubieran sido imposibles.
Esta entrada es, pues, para daros las gracias. Por eso he colocado ahí arriba una rosa. Tomadlo como si fuera un regalo que os hago, por vuestra fidelidad, por vuestros ánimos y por el cariño con el me tratáis.
Gracias a quienes me leéis en secreto, gracias a quienes estando a mi lado, especialmente Marián, como os podéis imaginar, me comentáis a viva voz las ideas u opiniones que os han producido mis textos, gracias a quienes dejáis rastro anónimo de vuestro paso a modo de humilde voto, gracias a quienes me enviáis algún correo con algún comentario o me telefoneáis y me decís lo que os gusta y lo que os disgusta, y gracias también a quienes habéis hecho pública vuestra opinión en alguna, o en varias, de estas entradas. Por eso también os cito públicamente: José Antonio, Antonio, Mita, Vitrubia, Talin, J.Javier A., Porfirio de la Cruz, Alena Collar, Javier Gómez, Susana, Susana P, Chus, Rafa, Javier, SC, S.V-B, y Adrián Dorado. A vosotros os agradezco de un modo especialísimo vuestra colaboración. Porque sentiros tan próximos ayuda a no decaer en la tarea.
En fin, que muchas gracias, y perdón por la autoreferencia.

sábado, 31 de enero de 2009

LA FABRIL CERERA


La palabra de cada día. 2008. Zaguán de estrellas. Junio

Por fin cruzó el viejo portón. Al hacerlo, sus ojos quedaron sorprendidos, casi aturdidos, equivocados, mejor dicho extraviados. Lo que vio allá dentro no era lo que recordaba de sus anteriores visitas a la cerera.
Sería injusto calificar de pérdida o ingratitud hacia su juventud que la contemplación de un amplio local remozado, luminoso y limpio, le llenara el recuerdo de una fugaz sensación de traición o desasosiego. Su mente racional le decía que no era para tanto, pero la evocación, cual golondrina asustada, se golpeaba contra el cuadro de la remembranza que, de pronto, le habían extirpado de la memoria. La ausencia de olor a cera, la ausencia de oscuridad, la ausencia del crujido de la madera bajo sus pies, el tamo que ululaba a su alrededor como fantasma amistoso, suponían una irracional afrenta inexplicable. Ni siquiera podía extraer del archivo de su nostalgia la indumentaria casi aséptica del operario, encargado o dueño que le atendía (no había otra persona que le pudiera haber escuchado, al menos sus ojos no lo atisbaron durante aquellos minutos). Por más que escarbaba en el pasado, algo ansioso, no encontraba un fotograma, aunque fuera desvaído o confuso o desvelado, donde confrontar la inmaculada bata blanca de fámulo de farmacia u operador de laboratorio o médico de cabecera que colgaba de su mezquina estructura ósea el enteco hombre de franca sonrisa, mosca bajo el labio inferior, escaso pelo que, sin embargo, cubría todo su pequeño cráneo, casi una perfecta esfera, apenas ovoide, y mirada acogedora que se asomaba tras el balcón oscuro de unas gafas cuya montura negra, sólo en su parte superior, sujetaba al cristal de apariencia leve, casi invisible.
No estaba preparado su ánimo para tanta modernidad, para tanta limpieza, para tanta pulcritud. Su pasado había sufrido una amputación, y a causa de esa pérdida de referente había entrado en caída libre sin paracaídas. Había perdido pie y se hundía en un marasmo de confusión. Estaba en la Fabril Cerera, la de toda la vida, la que antaño había visitado tres o cuatro veces, cinco o seis todo lo más.
Había atravesado la calle del Licenciado Peralta sin mayor novedad, lamentando o maldiciendo, como siempre, que nadie obligara a decapitar los cables negros que volaban para cruzar de fachada a fachada, destrozando la perspectiva estrecha de una misteriosa calle renacentista. Había llegado, sin novedad, a pesar de sus lamentos, al portal con vocación de zaguán, de un edificio antiguo y, por tanto, sinuoso en su concepción escasamente racionalista, por suerte para los sentidos.
Pero al abrir la vieja puerta emprendió y concluyó un vertiginoso viaje al futuro para el que nadie le había preparado. Todo era demasiado limpio, todo estaba demasiado organizado. El viejo suelo de tarima (una irresponsabilidad manifiesta, por cuanto un incendio casual o intencionado, cosa no muy complicada en un negocio que se dedica a la fabricación de velas, ya se sabe que no hay más cera que la que arde, hubiera aniquilado el lugar) había sido sustituido por rojizas losas de terrazo muy poroso. El espacio, de pronto, era diáfano y luminoso, no existía la sensación de oscuridad que perduraba en las neuronas encargadas de archivar el pasado. Lo más probable es que el ventanal que se abría al fondo, un ventanal con vocación de puerta, quizá una puerta acristalada que comunicaba con un patio, antaño estuviese tapiado o porticado o cancelado. Barruntó que el operario, encargado o dueño (o las tres cosas en una sola persona), intuía algo extraño en su mirada: quizá un desvalimiento infantil, una desilusión, una leve frustración; sin que mediara pregunta (a tanto no llegaba su afán por dejar constancia de la alevosía que aquel amplio local suponía para el recuerdo de su juventud) le explicó que todas las instalaciones se habían reformado después de que la techumbre se les hundiera. Utilizó el plural, a pesar de que su presencia era la única en el local que rompía su previsible o deseable silencio con la compañía de una radio. Aquella explicación no solicitada tuvo la virtud de eliminar el vértigo, la sensación de derrumbe. Ya no había posibilidad de confusión. Estaba donde quería estar que era el mismo lugar que había conocido en su juventud, aquellas tres o cuatro visitas casi fugaces, cinco o seis, quizá… Todo lo que su memoria había guardado como recuerdo ya sólo habitaría en su capacidad para evocar. Un accidente, del que recordaba alguna vaga línea en la prensa local, justificaba que las imágenes pretéritas no se correspondieran con las del presente, aunque era probable que se imaginara aquel recuerdo para no tener más problemas con su juventud, más que con su memoria.
Aquel hombre de baja estatura, aunque trabajara en la soledad, no era amigo de esa dama blanca. Enseguida hablaba y refería cosas. Ni siquiera hacía falta una pregunta, una insinuación era suficiente para que hablase y explicase y refiriese. Aún así no podría afirmarse su condición de parlanchín, salvo que se quisiera ofender o forzar a la verdad. Contestaba o comentaba cernido al asunto y yendo al grano.
Las velas, cirios, hachones, velones, lamparillas... salpicaban su vista. Unas aparecían en formación militar, otras como si cazcalearan por una concurrida calle estrecha, otras tumbadas se echaban la siesta, otras colgadas de barras parecían péndulos estáticos, poderosa contradicción. Sin embargo, predominaba la sensación de escasez, como si el negocio no estuviera en sus mejores momentos históricos. Pensó él que la proliferación de artículos eléctricos más limpios que el humo de las velas, había sido una dura estocada para esta pequeña industria. Pero estaba en un error, el hombre que le atendía le explicó que vendían más que nunca, aunque las iglesias ya no eran el principal destino de aquellas creaciones. Sus clientes más asiduos eran ahora hoteles, restaurantes e incluso particulares que, cada vez más, colocan velas por sus casas.
Se decidió por las blancas velas más historiadas. Suponía que sus sobrinos, con los años, le agradecerían la elección. Aquel hombre, sin duda avezado en su oficio, le dijo que esa misma vela del bautismo era la que más tarde se utilizaría durante la ceremonia de su primera comunión.
El recuerdo de las dos ceremonias de la primera comunión de sus hijas fue suficiente para escoger lo que escogió. Cuando sus hijas, vestidas de blanco por dentro del alma y por fuera de la piel, empuñaron el pequeño cirio pascual de su bautismo, hubo excesivo anacronismo en aquel gesto desproporcionado, en el que las manos infantiles, más que sujetar, cargaban. Los otros niños y niñas que estaban con ellas portaban velas más apropiadas a su edad. Ese sólo recuerdo le evitó elegir la más austera vela. Se decantó por dos de cera blanca con rizos airosos en dos puntos de su superficie y con unas florecillas secas adheridas a ella. Le parecieron carísimas, pero, como siempre, pagó en silencio.
Camino de la salida, vio que el dueño, ya no había duda de su condición de propietario, había sido objeto de varios reportajes en la prensa local a lo largo de los años. En ellos se veía al mismo individuo, Arrayán lo llamaban, afanoso sobre la cera mientras elaboraba sus velas... Quizá, después de todo, el vaporoso recuerdo de aquellos renglones no fuera pura invención o puente entre su memoria y sus ojos. Por lo que fugazmente distinguió de los titulares, su tarea poseía el don de la permanencia, y como su oficio no abundaba en el resto del país, sus trabajos llegaban a casi todas partes de la Península. No se detuvo en el contenido de los artículos, pues la prisa le acuciaba. El reverbero árabe del nombre le había sorprendido. Había una suerte de anacronismo o improbabilidad en que un hombre con semejante apellido acabara en un negocio tan relacionado, al menos en principio, con lo eclesiástico. Aquel sonoro apellido daba incluso para formular otras preguntas, para indagar un poco en su pasado, para fantasear con aventuras amorosas, con conversiones prodigiosas u obligadas…
Cuando Arrayán le entregó las vueltas comprobó que en sus finos dedos flexibles, sin duda bien dispuestos para modelar y manipular la cera, lucía una estrecha alianza. Y pensó, por una extraña asociación de ideas, que aquellos delgados y elásticos dedos, serían expertos acariciadores de carne femenina…

viernes, 30 de enero de 2009

LA SOMBRA. (Capítulo séptimo)


Me pareció que sucedía, pero no estuve muy seguro hasta el momento en que entré en casa.
El ruido habitual de mi oficina me impidió llegar a cerciorarme del asunto. Les pido por favor que se imaginen la batahola habitual que nos rodea. ¿No se lo imaginan...? Les ayudaré. El zumbido monótono de las torres de los ordenadores; el agudo tirorí-tirorí-tirorí de los teléfonos; el ras-ras-ras-ras de las impresoras; los ‘dígame’, ‘lo siento no puedo ayudarle’, ‘tiene usted que esperar que lo resuelva el jefe del negociado’, ‘en unos días vuelva a llamar, que mi compañera está enferma y es quien lleva su asunto’; las melodías enlatadas de los móviles que sonaban, de vez en cuando, accionados desde otro punto de la ciudad por hijos adolescentes que tenían que resolver trascendentales problemas: ‘¿Qué vamos a comer hoy?’, ‘¿Dónde están los tenedores…?’, ‘¿Me has planchado los vaqueros grises, es que esta tarde he quedado y no tengo nada que ponerme…?’; las conversaciones entre compañeros: ‘Pues a mí me parece que el segundo gol fue en fuera de juego’, ‘¿Habéis visto la última movida de los hijos de la cantante con el tema de la herencia de la pobre madre?’; los portazos cuando alguien entra o sale; el fragor lejano del tráfico que cruza el Paseo de Las Olmas... Y, ¿para qué negarlo?, el efecto suavemente narcótico del aguardiente que me había metido entre pecho y espalda en el bar de Sebastián.
Durante el trayecto de vuelta a casa, todavía fue peor: el ruido acrecía de tal modo que era imposible escuchar algo tan sutil, poco más que el cascabeleo del agua de una fuente lejana
Pero al llegar, con la vivienda ya invadida por el silencio de la siesta, supe que no había sido una mala pasada provocada por mi imaginación. Había notado como si unas voces lejanas susurraran muy bajito. Al principio, ya digo, no lo tomé muy en serio. Pero a medida que se repetía la sensación, iba aumentando mi interés… Iba a escribir que aumentaba mi extrañeza, pero en mí no podía actuar semejante sentimiento, puesto que ya sabía que la sombra solitaria, la sombra expectante, la sombra vigilante, se había abrazado a mi vieja sombra.
El caso es que hasta que no regresé a la soledad de mi piso de soltero (al que no le vendría mal una limpieza), no pude prestar atención a aquellos susurros.
Siendo sinceros, creí que nunca podría enterarme del contenido de sus palabras porque, inocente de mí, creí que la penumbra invasora, al llegar ante la puerta se quedaría en el descansillo de la escalera, como durante la madrugada anterior. Pero no sucedió así.
Ambas siluetas, en cuanto que los tres cruzamos el cerco y cerré, se descosieron de mis talones, como si se quitaran un húmedo abrigo pesado. Me quedé sin sombra, nuevamente[1]. Pero esta vez no fueron a la alfombra que acaricia mis pies cuando me levantó de la cama, sino que se escondieron en las entrañas de las zonas más penumbrosas de la casa.
Era inútil que las siguiera. En cuanto estaba lo suficientemente cerca de ellas, las veía deslizarse en busca de otro lugar donde también se pudieran diluir sus tonos brunos con la grisura que en el suelo o en las paredes producían los objetos, los muebles, las mesas, las sillas.
En ningún caso llegué a escuchar con nitidez sus palabras. Ni siquiera estoy completamente seguro de haber entendido lo que me pareció entender. Aunque, como se verá en su momento, esto no tuvo ninguna importancia. Quizá sólo fue mi imaginación. Supongo que las sombras, por mucho que una de ellas haya crecido conmigo desde el día en que nací (¿estaba conmigo desde mi concepción? Mejor no echemos más leña al fuego sobre debates embrionarios), no estoy seguro de que emplearan el español (o castellano) a la hora de dialogar entre sí. Probablemente hablarían el shady, tal y como denominó al idioma de las siluetas el mentado John Black Shadow.
(La traducción literal de shady, como es bien sabido, sería ‘sombreado’, aunque bajo mi criterio, en caso de tener que verter tal palabra a nuestro idioma, cosa no necesaria a mi parecer, yo votaría por sombrío. En esto, el afamado estudioso del mundo de las sombras, barrió para casa o arrimó el ascua a su sardina, como se dice popularmente, y se quiso dar excesivo protagonismo, ya que al seleccionar este nombre para bautizar el idioma de las penumbras, de modo poco sutil se citó a sí mismo, lo que no es completamente ético. Quizá hubiera sido más apropiado utilizar un neologismo del tipo darknessword o, mejor aún, darknessh, pero su inicial propuesta fue aceptada por el resto de expertos y así ha quedado para siempre).
Sea como fuere, el caso es que mis neuronas interpretaron como frase de tres palabras unos sonidos que llegaron a mis orejas, atravesaron el pabellón auricular, percutieron sobre el martillo, el yunque, la apófisis lenticular, el estribo, se asomaron a la ventana oval y saltaron sobre el tímpano cayendo hacia el caracol, donde dieron vueltas hasta llegar al nervio auditivo que transmitió a mi cerebro esta idea salida de los labios de la sombra invasora: 'Será esta noche'.
En ese momento no podía saber si era cierto o no lo que había llegado hasta mi cerebro. Intenté tranquilizarme. Razoné como pude acerca de la imposibilidad de que yo hubiera entendido nada del shady, pero ya saben ustedes las cosas del cerebro y de la voluntad y de la imaginación.
Aquel susurro, el único que había interpretado de los pocos que escuché, se clavó en mi conciencia como una amenaza.
Lo peor del asunto es que a penas eran las tres y cuarto de la tarde y que había algo obvio en esa frase tan breve: la noche es el territorio más adecuado para las sombras.
Como bien suponen, esa frase la pude adivinar, porque fue la primera que dijeron en mi casa, después de refugiarse tras el hueco del cuadro que hay a la entrada de mi piso (una deleznable reproducción de un deleznable bodegón de unas deleznables flores de plástico, que por pereza no tiro a la basura). Después de aquello, todo lo que hablaron entre ellas, que fue mucho, quedó sin registrar en mi cabeza, y no porque no pusiera empeño en lo contrario. Fue una tarde agotadora. En cuanto me acercaba a donde suponía que estaban mis dos siluetas, primero cesaba su bisbiseo, luego se deslizaban veloces, y después volvían a esconderse. Yo actuaba como un sabueso auditivo y no olfativo. Cuando percibía la dirección de los susurros me acercaba lenta y sigilosamente; pero era imposible sorprenderlas, siempre caían en la cuenta a tiempo. Y enmudecían, y se deslizaban y desaparecían de mi vista, camufladas entre la turbamulta de sombras, que a medida que avanzaban las agujas del reloj fortalecían su musculatura inasible. Se acercaba el ocaso...
Será esta noche, será esta noche.
Qué quieren que les diga: mi corazón galopaba desenfrenado.
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[1] Para evitar suspicacias, el autor deja constancia en este punto que el cortometraje de animación publicado antesdeayer por el diario El País en su sección de cultura y titulado La increíble historia del hombre sin sombra que opta al Premio Goya 2009 en dicha categoría, ni ha inspirado ni ha conducido este relato. Hasta ayer no tuve noticia de su existencia. Más aún, una vez visto, diré un par de cosas. Primera: el corto me ha gustado. Segunda: el desenlace de este relato nada tiene que ver con el del film de dibujos animados (sirva esta pista para los más impacientes). En la película de dibujos animados es el diablo quien despoja de su sombra a un pobre hombre, a cambio de dinero… En el caso de esta historia, nuestro relator, como ha sido bien comprobado por los lectores, no es que se quede sin sombra, sino que llega a tener dos. Por lo demás, como he dejado dicho en algún comentario, a pesar de lo que se piense, en este instante el autor está como el propio lector, o es un lector más, pues lo último que conoce con certeza de esta extraña peripecia es lo publicado hasta la fecha.

jueves, 29 de enero de 2009

JOHANN SEBASTIAN BACH


“Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba unos momentos horribles cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados a nuestras ocupaciones y sin embargo, presentía que estaba solo por encima de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. (…). Los grandes son siempre solitarios, por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.”
(La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach).

No es difícil imaginar el cuadro. Allá en Leipzig la noche cerrada. Las débiles llamas de las velas o hachones iluminando la escena. Los hijos más pequeños jugueteando, poco antes de acostarse, los mayores quizá leyendo, Ana Magdalena, su segunda esposa, repasando algo de la ropa de toda la prole (muy numerosa por cierto, pues los hijos del primer matrimonio habido con Bárbara vivían con ellos), tras una agotadora jornada para que aquel hogar funcionara. De vez en cuando, ella alzaría los ojos de la labor y contemplaría la cabeza de su marido (supongo que sin su pelucón blanco, el que aparece en el retrato que ilustra esta entrada, y que hizo que uno de sus hijos le apodara el Viejo Peluca) ocupada en pensamientos que para ella (y para la mayoría de los mortales) eran entelequias inalcanzables.
Allá, en medio de las conversaciones más o menos pausadas de la noche, en las que se comentarían los sucesos de la jornada, él permanecía como ausente, como abandonado, como si hubiera sido abducido por una mente más poderosa que la suya. La música fluía en su cabeza con la misma naturalidad con la que en el resto fluyen otro tipo de ideas.
No me cuesta trabajo imaginármelo siempre en silencio, con el gesto serio, con la mirada como perdida en algún impreciso punto del espacio, o bien fija en el papel pautado, ajeno a toda la bullanga de su alrededor. No me cuesta verle escarbando en lo más hondo de sus ideas para encontrar la nota precisa que cerrase de modo perfecto tal o cual compás, escuchando, de antemano, el resultado en su cabeza. Me es sencillo hacerle visible con papeles a un lado y a otro, manejando textos bíblicos o poemas de piadosos luteranos alemanes que le servían de soporte para crear esas cantatas que al domingo siguiente resonaban como parte de la liturgia dominical de la iglesia de Santo Tomás. Ahí está sintiendo cómo brota de algún lugar recóndito esa melodía que definirá para los siglos la idea de aire, o la ilusión del agua pura y transparente. Ahí le tenéis, más que ausente abandonado, remontando el vuelo sobre todo humano que a su lado respira.
Después de unos doscientos cincuenta y ocho años desde su muerte, aún su música resuena con la misma vitalidad de antaño.
Y tiene la virtud de continuar su tarea creadora o recreadora.
Tal fue su fuerza, que a mí me inspiró un libro entero de poemas. No es que mis versos se puedan acercar siquiera un poco a la música del Maestro de Leipzig, lo que digo es que es tal su potencia generatriz, que a mí me removió la conciencia hasta ese punto. Yo, que siempre había huido de los versos más clásicos, gracias a él, a su música, me adentré en la musicalidad de los endecasílabos.
A modo de ejempolo os dejo estos versos surgidos tras escuchar una de las partes del segundo volumen de El Clave bien temperado:
Sentado, escucho el canto de tus labios, y la primera nota me estremece.
Mejor sonrisa que la tuya, viva, aguja cenital de la mañana,
no hay nada en todo el universo extenso.
Mejor caricia que la tuya, viva, faro brillante en medio de la noche,
no hay nada en todo el universo extenso.
Mejor fragancia que la tuya, viva, dichoso címbalo de los ocasos,
no hay nada en todo el universo extenso.
Afortunado soy, pues si amanece, tú me sonríes con esa sonrisa,
aguja cenital de la mañana.
Afortunado soy, pues en la noche siento tus dulces dedos en mi piel,
faros brillantes de la madrugada.
Afortunado soy, pues en la tarde el fresco aroma que despides siempre,
repiquetea intenso en mi cerebro, dichoso címbalo de mis ocasos.
(Poema VII, número 13 de Eterna Luz sonara.
Poemario inédito inspirado en obras de Johann Sebastian Bach)

miércoles, 28 de enero de 2009

MAÑANA FESTIVA

Le había dicho que trajese, además de la prensa, media docena de pasteles. Tras la madrugada, la mañana se merecía una inauguración especial. Cuando hojeó los titulares, llevaba aún prendida de los labios la calidez de su beso de despedida. Mientras el quiosquero le daba las vueltas, pensó que se había equivocado de día. Comprobó la fecha de la cabecera del rotativo con los dígitos del calendario de su reloj. ¿Era posible semejante coincidencia? Se extrañó que en el mundo persistiese el sufrimiento y el mal galopase aún sin oposición, y tanto horror sin que sus latidos se dieran por enterados. Sospechó habitar un mal sueño. Voló hacia su casa. El olor a café recién hecho subrayó la desnudez, no solo de la sonrisa, con que le recibió. Volvió a temer protagonizar una pesadilla, esta vez contradictoria, pues la intensidad del sentimiento de gozo era inabarcable. Pero un nuevo beso suyo le recordó el anterior, pues su sabor era inconfundible. Comprendió, al mirarse tan despacio, que en el mundo, a pesar de todos los periódicos, siempre hay hueco para el amor y que los titulares de la prensa normalmente no afectan al corazón(1).

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(1) Cuestión a pie de página: El autor pensó utilizar los nombres de dos personajes en el relato. Pero no encontró el lugar adecuado. En uno de los repasos se dio cuenta de lo siguiente: sobraban los nombres.
El texto funcionaba sin problemas si escribía Alberto y Lucía, por ejemplo. O en orden inverso, es decir, que el contenido era similar si Lucía era quien compraba la prensa y los pasteles.
Los siguientes pasos fueron vertiginosos. ¿Y si Alberto esperaba a que Daniel trajese la prensa y los pasteles? ¿Y si era Lucía la que recordaba el sabor del beso de Azucena? ¿Y si cada lector@ se imagina que espera la llegada de su pareja, mientras el aroma del café inunda su piel desnuda...?

martes, 27 de enero de 2009

ALERGIA A LA VIDA.

Escribe Mario Benedetti:
y no obstante siempe hay quien se resiste a irse sin gozar, /sin apogeos sin brevísimas cúspides de gloria sin periquetes de felicidad
Ojalá que fuera así, ojalá en todos los casos, ojalá que fuera siempre.
Aunque también conozco a gentes que les ocurre lo contrario, que repelen la felicidad, que la suprimirían no sólo del diccionario, sino de la vida. Y eso que todos sabemos, pues la experiencia es contumaz en esto, que la felicidad absoluta es imposible de disfrutar.
Cualquiera podría decirme: oye, allá cada uno con lo suyo, que cada quien interprete la vida (o sea la viva) del modo que elija. No eres nadie para meterte en eso.
Sólo faltaba, nada que oponer a semejante afirmación. Dios me libre de intentar tiranizar a nadie con la imposición de ser feliz u obligar a la pobre gente a disfrutar de sus apogeos u ordenar mediante decreto ley que busquen y rebusquen sus brevísimas cúspides de gloria. Dios me libre, digo.
El problema es, por el contrario, que su alergia a la vida, casi siempre afecta a quienes tienen alrededor y, a eso no tienen derecho en ningún caso, creo yo.
He visto y padecido en más ocasiones de las que parece su rictus trascendente ocupando su efigie en cualquier circunstancia; he comprobado una y otra vez esa incapacidad para la sonrisa, salvo la tipificada en la lengua coloquial como perdonavidas; he sido testigo involuntario de la atracción que sienten hacia lo morboso (sobre todo cuando tiene que ver con su propia salud); he intentado huir de esa nube de dolor y tristeza que les envuelve y que acaba por inundarnos; he saboreado su halo justiciero del que emanan gracias y condenas; he sido traspasado por esa mirada crítica al percibir el irrefrenable deseo de disfrutar lo que la vida nos ofrece.
Ellos eliminarían la sonrisa de los niños, los juguetes y los recreos, los chistes, las canciones y las pérdidas de tiempo, la literatura, los perezosos paseos solitarios y las flores, los sueños, las caricias y los juegos. Sólo permitirían sesudas conferencias, áridos discursos, temas trascendentes, conversaciones tristes, esquelas funerarias y programas que explicaran la infinita variedad de ataúdes, lápidas y nichos. Esos pesimistas extremos que únicamente recelan y critican y ponen pegas, esos amargados que se sienten afectados por cualquier comentario, pues son bastante suspicaces y se creen el centro del orbe, esos justos que son incapaces de ser magnánimos con el prójimo, esos alérgicos a la vida, digo, pueden resquebrajarse su psiqué como quieran, pero que disimulen con el resto de la humanidad.
No digo yo que tengan la obligación de ser tan ilusos como uno, que aún cree en los Reyes Magos, tal y como he acreditado en este bloc cibernético, pero al menos que no contagien su visión siempre negativa del mundo y de la vida o de ambos. Mejor aún, propongo que formen un club, y allí se junten y allí derramen sus pesimismos y sus miedos, sus complejos y sus angustias, sus críticas y sus alegatos contra nuestra superficialidad y depravación, contra nuestro optimismo y felicidad, contra nuestras sonrisas y nuestros sueños. Así, cuando regresen a nuestro lado, puesto que para su desgracia formarmos parte de él, lleguen aliviados de esa carga.
No es que ahora pretenda yo sugerir que el mundo es una maravilla, cual juguete que funciona bien en manos de un niño, y funciona bien siempre; no es que no sepa que las lágrimas cruzarán la extensión todas las mejillas muchas veces aún. No es que no vea que las dificultades acechan como fieras hambrientas en un desfiladero. No es que opine que con cuatro chistes se solucionan los problemas. No es que vaya a escribir una tesis sobre la importancia de los besos para solucionar el calentamiento global, aunque cualquiera sabe.
Lo que digo es que tenemos derecho a disfrutar de esos instantes para el goce, para el apogeo, para la brevísima cúspide de gloria, para los periquetes de felicidad.
Lo que digo es que ellos, los alérgicos a la vida, no tienen razón. Aunque el mundo sea un desastre, no tienen razón. Lo malo, y sé bien de qué hablo, es que, al final, esa alergia a la vida que, parodiando al viejo y sabio poeta uruguayo, consiste en que siempre hay gente que quiere irse sin gozar, es como un bumerán que concluye su ponzoñoso recorrido a la altura de su corazón y muchas veces acaba en la antesala de la depresión o de la paranoia, cuando no en alguna de ellas.
Y eso son palabras mayores.
Excesivas.

lunes, 26 de enero de 2009

CRÓNICA DOMINICAL

Momento del partido Gimnástica Segoviana-Almazán. Foto de Juan Martín El Adelantado digital

Después de un día como éste, no me queda más remedio que dar gracias al cielo.
Podría haber sido mucho peor, pero he llegado al final de la jornada indemne, que es mucho. Me espera la calidez limpia de las sábanas recién cambiadas, estoy agotado, que es lo mínimo que me podía pasar, pero antes de situarme en horizontal vengo aquí para hacer un resumen pormenorizado de la jornada:
  1. Para ser domingo me levanté excesivamente temprano, siete y cinco de la mañana, porque sonó el despertador. Grave error sólo imputable a mi torpeza, ya que, por la fuerza de la costumbre, se me olvidó que los domingos, como la inmensa mayoría de los ciudadanos de bien, no trabajo. A pesar de intentarlo con todas mis fuerzas, fui incapaz de volverme a dormir. Así que a las ocho y media me levanté, con dos sensaciones bien clavadas en el plexo solar: madrugar así en la jornada del descanso del Señor suena a pecado; las siguientes horas no presentaban halagüeñas perspectivas.
  2. Después de desayunar, como siempre, entré en la ducha, pero a mitad del asunto, el agua caliente me abandonó. Pensé que la caldera se había estropeado. Salí del baño aterido y con la sensación extraña que produce no haberse aclarado el jabón de la piel.
  3. Tuve miedo de despertar a mis vecinos quienes, más inteligentes que yo, a eso de las nueve de la mañana descansarían en su cama, así que decidí salir a darme una vuelta y comprar la prensa dominical. Ya tendría tiempo de averiguar por qué el agua caliente se había tornado congelada sin previo aviso.
  4. Al poco tiempo de estar en la calle, me sorprendió una granizada violenta, acompañada de un viento racheado y frío que terminó por romperme las frágiles varillas del pequeño paraguas que había sacado. (Aclaremos: cuando miré por la ventana ni llovía, ni granizaba, ni nevaba, ni el viento era exagerado. Como el aspecto del cielo era tan amenazante, decidí, por si acaso, sacar un paraguas pequeño).
  5. Cuando llegué al quiosco de prensa, ya estaba empapado, y lo que menos me apetecía era hablar con el quiosquero, pero el hombre, se conoce que aburrido y sabedor de mi antibarcelonismo, se dedicó a contarme las excelencias del partido de la víspera (el del sábado) en el que los culés, durante el segundo tiempo, desarbolaron la férrea defensa numantina. A pesar de mi mirada, adusta, esquiva y demoledora, se empeñó en repetirme los lances más destacados del partido que, por otra parte, ya había visto.
  6. La granizada arreció durante mi regreso con lo que llegué, literalmente, chorreando. Lo cual no hubiera sido excesivamente importante, si no hubiera comprobado, incluso antes de entrar en casa, las verdaderas circunstancias de que me quedara sin agua caliente durante la ducha. Según un vecino que andaba como loco escalera arriba escalera abajo, todo se debía a un falta de previsión de los administradores de la comunidad de vecinos y nos habíamos quedado sin gasóleo en el depósito. Conclusión: sin calefacción ni agua caliente como mínimo hasta el lunes. Además había otra información adjunta: que la caldera siga funcionando sin combustible puede originar averías en ésta, cuyo arreglo, a lo peor, no es sencillo. Recomendación: cumplamos con el precepto dominical y recemos. En unas horas veremos.
  7. Parte meteorológico: descenso moderado de las temperaturas. Precipitaciones esporádicas. Cota de nieve, en la zona del Sistema Central, a partir de los ochocientos metros de altitud.
  8. Cambiarse de ropa se hacía urgente, pero confundí urgencia con precipitación. Por culpa de tanta prisa, al quitarme el vaquero, el pie se enredó en los bajos de su pernera izquierda y caí de bruces al suelo. Por suerte, salvo el moretón que me saldrá en la rodilla, no pasó nada más, pero a punto estuve de padecer una lesión algo más grave, pues mi cara casi se estampa, antes de llegar al suelo, con el picaporte de la puerta del dormitorio... Y todo por no sentarme en la cama para quitarme los pantalones, que uno ya no es el joven atlético que fue.
  9. La lectura de los periódicos (una vez que se secaron mínimamente) supuso que entrara en una especie de depresión melancólica. Mejor me hubiera ido conectar con cualquier cadena de televisión o leer un libro, cualquiera, pero parece que un domingo sin prensa es un domingo huérfano.
  10. Doce muertos causados por el vendaval, de ellos cuatro niños catalanes. Los espías siguen a lo suyo y la culpa es de la prensa, parece. La Casa de la Moneda de Segovia, en plenas obras de restauración, se inunda, porque el Eresma rebosa su cauce. En la provincia de Segovia un árbol está a punto de matar a un conductor de un autobús de línea... Mejor no abrumaré con lo que ya es sabido.
  11. Después de comer algunos restos que naufragaban desde hacía unos días por la nevera acompañados de una lata de sardinas en tomate, me quedé dormido mientras veía un documental de La 2 de TVE sobre no sé qué país árabe. La siesta me hubiera venido bien, sino llega a ser porque me quedé muy frío y porque el cuello sufrió el rigor del peso de mi cabeza. Conclusión: dolor de cuello y sensación estomacal extraña, algo así como si hubiera comido un par de cochinillos y me costara hacer su digestión.
  12. Como el frío me acechaba igual dentro que fuera, y no era cuestión de acurrucarse en la cama antes de la cinco de la tarde, decidí subir a la Albuera para ver a la Gimnástica, cosa que hago escasísimas veces, debido a la climatología, el pobre juego en esta categoría y el uniforme de nuestro equipo local. Quizá fuera por mi presencia, aunque con el día que llevaba lo dudo, por fin la Sego rompió su mala racha y derrotó por tres goles a uno al Almazán de Soria. En realidad, antes del descanso ya ganaba dos a cero. La verdad es que la tarde ha sido horrible en lo climatológico y encima éramos cuatro gatos en el campo que está como si hubiera sido objetivo militar. Quiero decir, como si los bombardeos hubieran acertado en el muro que está en obras.
  13. Después del encuentro, ya en la zona de San Millán, antes de meterme nuevamente en casa, entré en un conocido bar a tomarme un buen café, bien caliente. Allí me encontré con una antigua amiga, cuyo nombre verdadero cambiaré por el de Circe y no es que esté dando pistas sobre ella, pues ni trabaja en el ramo de la moda, ni fue causante de mi malestar gástrico..., ni tiene los ojos verdes. Ni, por supuesto, yo soy Odiseo.
  14. Como unas cosas llevan a otras (ella también andaba sola), el café se convirtió en cubata y la vuelta a casa en una entelequia.
  15. Acabamos en la suya. Pero mejor no haber acudido hasta allí. Resumiré: segundas partes nunca fueron buenas. Salvo el primer beso, lo demás mejor olvidarlo. Y para eso, para el beso, digo, hubieron de pasar dos horas de insustancial cháchara retrospectiva, que concluyeron, para mi vergüenza, tras el mentado beso, en un sonoro bofetón que vino a poner fin al encuentro y a aclarar que estaba confundiendo los términos del encuentro. Gracias al bofetón supe que Circe tenía pareja estable que, por pura casualidad, no estaba en aquel piso. (¿Estoy muy desesperado, o ella no está muy a gusto con su pareja y a ultima hora le entraron remordimientos de conciencia...? Estoy muy desesperado)
  16. Espero que el frío que me está haciendo dudar de si mis pies son o no míos, o si en caso afirmativo todavía los tengo debajo de mis tobillos, no me impida el descanso nocturno, pues de lo contrario, mañana los del banco sólo sabrán de mí lo que les cuente por teléfono..., si es que no se me estropea...
  17. También pudiera suceder que el estómago acabara por declararse en rebeldía.
  18. ¿Y si Circe me llama arrepentida...?

domingo, 25 de enero de 2009

PENSAMIENTOS



Siempre que él le acariciaba con sus manos, lo que ocurrió con frecuencia durante el breve noviazgo, ella pensaba que eran fuertes y que podrían salvarla de cualquier peligro y que sostenida por ellas estaba segura. No percibió en su desmesurada pujanza el rescoldo oculto del espíritu de Otelo, le faltó sutilidad en la mirada. Por tanto nunca imaginó que el verdadero riesgo anidaba en ese vigor desmedido. Aquella tarde tampoco ese pensamiento afloró en sus neuronas, apenas fue el reflejo de un pétalo prendido en la mirada horrorizada.

sábado, 24 de enero de 2009

CONFESIONES

El río Tormes por la zona de Hoyo del Espino, serranía de Gredos, Ávila. Verano 2007

Supongo que todos os habréis fijado ya a estas alturas, pero el momento que he elegido para publicar estos comentarios es el que abre una jornada, esa hora con vocación de frontera en que los dígitos del nuevo día aparecen ante nuestros ojos, radiantes y limpios, casi imposibles, pues todavía nosotros vivimos la noche de la víspera.En fin, que comentaba que esta hora, a medias elegida y a medias impuesta por el propio ritmo cotidiano, es en la que el silencio arropa los corazones y hace que las distracciones sean mínimas...Ahora mismo, por ejemplo, para que la concentración en las palabras sea mayor, digamos que absoluta, escucho Las cuatro suites orquestales de Johan Sebastian Bach, mi músico favorito.
Viene esto a cuento de que tanta oscuridad, tanto silencio, tanta paz invita a la confesión íntima, a esas palabras susurradas que se dicen, no con el ánimo de proclamar o reivindicar una posición, sino con la idea de explicar quién es uno.
Y hoy ha habido un par de noticias, que no están en los titulares de los medios de comunicación, que me empujan a estas palabras.
En Italia un grupo de sordomudos ha denunciado haber sufrido abusos sexuales por parte de religiosos (incluidos sacerdotes) cuando eran niños. De la comisión de estos supuestos delitos, según refería el telediario de La Primera de TVE que es donde he oído la noticia, nadie podrá ser juzgado puesto que tal horrorosa afrenta ocurrió hace cincuenta años y los delitos han prescrito. Parece que denuncian ahora porque alguno de aquellos individuos sigue en activo y porque la postura de este Papa sobre el asunto, les ha animado a ello.
La otra noticia, su titular más bien, la he leído en El País. Allí se dice que los obispos catalanes consideran blasfemo el texto que figura en algunos autobuses de Barcelona. Ya sabéis esa propaganda escrita en los citados vehículos que afirma rotundamente: "Dios no existe, disfrutemos de la vida".
Quienes mejor me conocéis sabéis de mi ubicación en el sector de los creyentes cristianos. Y nadie ni nada me moverán de tal lugar.
Pero noticias de este tipo me impulsan a matizar en qué consiste dicha ubicación, porque uno, con humildad lo digo, no cree pertenecer a la misma creencia de quienes se rasgan las vestiduras, en pleno siglo XXI, porque otros ciudadanos paguen una publicidad que, sin ser ofensiva, hace pública confesión de su ateísmo. Al fin y al cabo una fe más: creen que Dios no existe o está en otros asuntos. Tampoco me puedo alinear con quien aprovechándose de los niños (internados en un colegio para sordomudos para más villanía) satisficieron de modo espurio sus apetitos sexuales.
No pertenezco al grupo, muy amplio, por cierto, que tiene asumido que Dios excluye a quienes piensan de modo diferente. Tampoco pertenezco al colectivo de quienes afirman que la dignidad del hombre es nacer, y morir de hambre a continuación, o vivir hambrientos (que puede ser peor). No me alineo con quien afirma que los homosexuales son perversos pecadores o enfermos recuperables. No pertenezco a la tribu de quienes van a las iglesias y son incapaces de atender las razones de quienes no las pisan. Tampoco me une nada a quienes piensan que la única verdad es la suya, y por tanto, han de imponerla a toda costa y de cualquier modo, violencia incluida. No opino que ejercer el sacerdocio sea contradictorio con vivir el amor humano. No soporto a quienes creen que la fe consiste en cumplir con ciertos rituales y esclavizar en el tercer mundo a otros seres humanos. No estoy de acuerdo con quienes confunden justicia y caridad. No me parece de hijos de Dios, no condenar con firmeza y a diario y sin desmayo la existencia de la pena de muerte, de la tortura, de la fabricación de armas, del tráfico de niños, de los niños soldados, de la prostitución infantil, del hambre en el mundo, de la falta de acceso a medicamentos porque las multinacionales poseen la patente y han de hacerse multimillonarias por ello...(oh, sacrosanto dios, dondinero).
Si siguiera os abrumaría.
Ahora conviene que me aclare.
No, no me considero mejor que ellos. Ya quisiera yo. Mi vida es un completo dislate en muchos sentidos y en muchos aspectos. La cantidad de cosas que hago mal, o que no hago, llenarían, no un parrafillo como el de arriba, sino un libro entero.
Y sin embargo, aún mantengo que creo en Dios, que soy cristiano. ¿Entonces...?
Me ahílo con los que creen que la tarea del creyente no es tanto la de rezar en el templo (que también), cuanto la de paliar el hambre, la sed, la desnudez, la ignorancia, la injusticia, la enfermedad, el abandono, la calumnia, la soledad, la marginación, el miedo... Esa es mi iglesia. No tanto la de los dogmas y las mitras, cuanto la que tiene las manos manchadas con barro y vida, y algunas llagas han pasado a su propio organismo. Y por no extenderme daré nombres: Teresa de Calcuta, Monseñor Casaldáliga, Leonardo Boff, Francisco de Asís, Erasmo de Rotterdam, Teresa de Jesús, Vicente de Paúl, Juan de la Cruz, Jesús de Nazaret...
Siempre he pensado que el rostro de Dios es inabarcable, inescrutable, inimaginable para el ser humano. Si acaso, nosotros estamos más cerca, pero, ay, estamos tan lejos. Cada día estoy más convencido de que alguna porción de ese rostro poliédrico e infinito de Dios también ha sido vista por musulmanes, judíos, hinduistas, brahamanes, animistas..., incluso ateos y agnósticos cuando, en vez de apuntar a lo alto, apuntan a la tierra para señalarnos la tarea que tenemos pendiente, esa por la que nos convertimos en colaboradores necesarios de la obra divina siempre en marcha, siempre creadora.
Cada vez que tomo mi Biblia y leo algún trozo, no llego a conclusiones distintas, sino que, por el contrario, descubro más razones para creer en el Dios de la misericordia, del amor, de la entrega, del silencio, de la paciencia, del susurro, del perdón, ese Dios que está en la brisa y no en el huracán, ese Dios que descansa y labora entre los humildes, ese Dios que sufre con quienes más sufren.
Diría, por ejemplo, que en música nadie, ni siquiera Bruckner, me ha aproximado mejor a ese Dios que Bach y como todos sabéis, el viejo gruñón de pelucón blanco, era luterano. Y, ¿sabéis una cosa?, desde que escucho más despacio su música, he descubierto que la que más habla de la divinidad no es la propiamente religiosa, sino la que supuestamente no lo es...
Cualquier día os hablo de un libro mío de poesía que me empujó a escribir tanta melodía tan sublime... Pero eso será otro día, otra confesión.
Espero no haberos aburrido.