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Título: A la sombra de los abedules
Autor: Fulgencio Argüelles
Editorial: Trea, 2011
ISBN: 978-84-9704-551-3
Páginas: 252
He leído A la
sombra de los abedules, novela escrita por Fulgencio Argüelles y editada en 2011 por Trea, que me ha provocado íntimas
satisfacciones lectoras y que no voy
a reseñar, porque nuestra amiga bloguera Lammermoor ya lo hizo en su momento en
La Esfera Cultural. Justamente AQUÍ podéis leer su comentario, que os recomiendo vivamente, más allá de mis propias palabras
que sólo pretenden ser, y no sé si lo conseguirán, un eco de los latidos que en
mi corazón provocó su lectura.
Antes de nada, decir que la novela fue un
regalo inesperado que me hizo la propia Lammermoor y que recibí como uno de los
obsequios realizados por los magos de Oriente.
A la sombra
de los abedules me
ha reconciliado con mi modo de entender la literatura que, por otra parte, y
vaya por delante, no es el modo al uso, más bien es un modo contracorriente,
como remar surco arriba una río de aguas bravas, es decir, la manera que mejor
escinde al autor de posibles editores. Uno intuye, pero esto es una hipótesis
indemostrable, que la novela vio la luz precisamente por estar ubicada en el
tiempo y lugares históricos en que lo está. Más allá del modo en que Fulgencio
Argüelles decidió darle forma, algo así como un miniaturista de las palabras y
del ritmo y de las imágenes.
A medida que mis ojos avanzaban por la tersa
y transparente superficie de los renglones que trenzan la historia de Melendo,
Niria, Magilo, Flanio, Lena, etcétera, era como si me limpiara la sangre, como
si bebiera del agua cristalina y limpia que quita la sed, como si ecos de
Gabriel Miró, por ejemplo, reverberasen en mi torrente sanguíneo transportándome
a mis diecisiete años. La prosa del autor asturiano en multitud de ocasiones
prefería ser como los atardeceres de mayo o junio, casi infinitos, con tantos
matices como si fuera capaz de descomponer ilimitadamente el espectro del arcoíris.
Sus palabras son como la paleta de un pintor que usa todos los colores en
cualquiera de sus matices, sin olvidar ni uno solo. Pero más allá de esa
riqueza, está la poesía y la morosidad con la que disfruta y paladea los
momentos, ese ritmo redondo y cadencioso. No le importa a Fulgencio Argüelles la premura con la que los
lectores contemporáneos nos enfrentamos a los textos. Él, muy consciente de la
esencia de su tarea, prefiere tallar o moldear con precisión lo que desea
contar, sin que le tiemble el pulso, ni le trastabille el ritmo a la hora de
extender una frase durante más de una página. Su fraseo es amplio, como son
amplias esas puestas del final de la primavera o de los inicios del verano a
que me he referido, y, sin embargo, esa extensión no se hace intrincada para el
lector, no está basada en recovecos de oraciones que se subordinan unas a otras
pudiendo confundir, sino que su cimiento es la conjunción, la adición en igualdad
de condiciones de una oración a otra. Y el ritmo. Esa cadencia suya que,
probablemente, haya conseguido tras muchos años de trabajo silencioso y duro y
arduo.
Además está esa capacidad para la observación,
para temblar emocionado con la contemplación de la naturaleza, con ese devenir
del río, con las lluvias, las ventiscas, el rielar de la luna, el paso de las
estaciones y la huella que van dejando en el aspecto de las luces, las sombras,
los animales, las hojas de los árboles, y el propio ritmo de los hombres y
mujeres que hacia el año 1000 nacían, vivían, amaban, se reproducían y morían
por el territorio asturiano próximo a lo que hoy conocemos por los valles
mineros. Ese principio de milenio en que todavía las viejas y ancestrales
creencias pervivían e iban siendo subsumidas dentro de las creencias y prácticas
de la Religión oficial, impuesta casi por la fuerza…
Leyendo, diez siglos más tarde, sobre
aquellas creencias que despectivamente nos enseñaron a denominar precristianas,
uno se da cuenta de que, con independencia de su certeza o no, están llenas de
sabiduría y de sensatez, aunque en muchos casos los avances científicos, tecnológicos
y técnicos las postrarían al nivel de ritos poco menos que decorativos. Sin embargo,
poniéndonos, como hace Fulgencio Argüelles y como debe hacer cualquier
escritor, en la piel de los protagonistas (en especial me refiero ahora a
Magilo, sin duda el personaje más trabajado y querido por el autor aunque no
sea el personaje principal de la historia), aquellos hombres y mujeres que
habitaron Asturias, la Iberia, Europa, el mundo entero, eran tan sabios como lo
somos nosotros mismos, puesto que ellos aprovechaban al máximo los
conocimientos que tenían y se preguntaban cosas y en la capacidad de preguntar
y en la búsqueda de la respuesta desde siempre ha anidado el mecanismo mediante
el cual ha evolucionado la humanidad, y cualquier civilización ha crecido elevándose
sobre el cimiento de las preguntas a las que se buscan y se encuentran
respuestas. Y esta es, probablemente, la razón por la que las culturas o
pueblos de antaño veneraban a sus ancianos, pues en ellos se atesoraba la sabiduría
que se había ido transmitiendo de generación en generación.
Uno, desprendido de prejuicios, mejor dicho
con el aval de la reseña de Lammermoor, ha sentido que se puede disfrutar de un
texto narrativo que a la vez linda con la lírica en muchos momentos, un texto
sin enredos especiales en el argumento, un texto en que importa la palabra –su cuidado,
su moldeado, su pulimentado continuo-, un texto en que el ritmo de zancada
amplia y ritmo sosegado nos lleva lejos, porque nos lleva, como las raíces de
los árboles, a las honduras del corazón humano. Ésa es la verdadera historia,
el verdadero quid de la narración. En realidad el núcleo de la novela es enfrentar
dentro del corazón de un joven que ha de dirigir los destinos de muchas
personas, el cristianismo del año 1000 (pujante y avasallador y ávido de poder)
a los últimos restos de los cimientos religiosos o filosóficos o culturales o de
costumbres de los primitivos pueblos astures que pervivieron incluso tras la
romanización de aquellas tierras. Que el lector vea a través de los ojos de
Melendo el mundo y reflexione sobre sus realidades perennes, aquellas que aún
mil años después perduran, es el logro de Fulgencio Argüelles. De algún modo una novela de iniciación, porque el protagonista es un joven, casi un adolescente en el momento en que la vida se muestra a su ser en todo su esplendor, y con todos sus posibles riesgos.
Y digo, y no quiero engañar a nadie, que sólo
se trata de mi opinión, que se trata de una reconciliación con un modo de
escribir alejado de todos los presupuestos que se dan por asentados en las
editoriales.
Y no hay nada que decir a ello. El lector en
su sacrosanta libertad, lee aquello que quiere (esto es un poco utópico, pues
no se puede escoger lo que se desconoce, pero eso forma parte de otra
historia), el lector con su tiempo hace lo que estime menester. El escritor
decide, si es que puede o sabe.
No hay premio, no hay castigo, simplemente hay
consecuencias. Pero a veces uno se encuentra con perlas de esta magnitud, al
menos para mí, al menos para el modo en que me allegué a la literatura, al
menos cuando descubrí que las historias que más me gustaban eran las que tallaban
a personajes hondos, con mil matices, utilizando las palabras y su sintaxis
como los pintores usan los colores, los músicos los sonidos, los escultores la
arcilla o el mármol…
7 comentarios:
Tomo nota de la recomendación y añado: "abedul" es una de las palabras más bonitas del castellano.
Saludos muy cordiales.
Gracias por la reseña amigo...siempre tan útiles.
Abrazos.
Me paso nuevamente mas tarde con mas tiempo para leerte,cariños
Como me sucede siempre, me llenas de curiosidad y dan deseos de conseguir el libro.
Un abrazo, Amando.
Leo
Con esa reseña no soy capaz de dejar de leerlo... así que lo pido amigo... gracias...
Amando, leyéndote da ganas de salir a por el libro, pero la verdad es que tengo un puñado esperando a gritos que los lea. Y ya mis ojos están bastante cansados y tengo que ir poco a poco. De todas formas- gracias por la reseña.
Un beso.
Por lo que nos cuentas, “La sombra de los abedules” es un clásico en nuestros días; una obra escrita sin prisas, sin atender a modas. Fulgencio Argüelles es un escritor valiente, espero que su valentía sea recompensada. Cada vez admiro más las obras bien hechas, al margen de los efectos, que solo buscan impresionarnos para que obviemos la falta de fondo.
Un abrazo, amigo Amando.
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