En cierta ocasión, cuando era niño, un vendaval arrasó el pueblo. El viento era de una fuerza y de una violencia desconocida para aquella zona, y todos los vecinos se ocultaron en sus casas.
Yo también me escondí en la mía, ciertamente temeroso de lo que podía suceder. Mi madre lloraba y mis hermanos se acurrucaban a su lado como si fueran polluelos asustados.
Frente a la ventana se veía un juncal hermoso cuyos juncos, todos, casi al unísono, se cimbreaban hasta casi tumbarse en el suelo, debido a la potencia de aquel pequeño huracán que nos había sorprendido. Junto al juncal crecían hermosos dos álamos que apuntaban su orgullo erguido hacia las estrellas.
Después de aquellas dos horas de intenso tornado, delante de mi ventana sólo queda el juncal que, aún hoy, se cimbrea verde incluso con la más leve brisa.
Yo también me escondí en la mía, ciertamente temeroso de lo que podía suceder. Mi madre lloraba y mis hermanos se acurrucaban a su lado como si fueran polluelos asustados.
Frente a la ventana se veía un juncal hermoso cuyos juncos, todos, casi al unísono, se cimbreaban hasta casi tumbarse en el suelo, debido a la potencia de aquel pequeño huracán que nos había sorprendido. Junto al juncal crecían hermosos dos álamos que apuntaban su orgullo erguido hacia las estrellas.
Después de aquellas dos horas de intenso tornado, delante de mi ventana sólo queda el juncal que, aún hoy, se cimbrea verde incluso con la más leve brisa.
Lo que quedó de los álamos tronzados por la tempestad hubo de arrancarlo mi padre unos días más tarde.
1 comentario:
Como decía Camarón, antes roto que doblao.
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