
Un hombre, fuerte como un roble, y anciano como un roble, y enhiesto como un roble, mira de frente y por derecho a la cámara. El gesto es el mismo, es la misma su mirada, pero las arrugas, son verdaderos surcos que el tiempo ha trazado con la hondura de un arado romano.
Han pasado pocos años, relativamente, desde que vi Million dollar baby y es como si le hubieran caído encima al actor todos los años del mundo. De pronto, Clint Eastwood ya no es solamente la arrogante figura que jamás era afectado por ningún sentimiento humano. Un hombre frío, osado, despiadado, invulnerable, de mirada gélida y agresiva. Alguien que en Harry el Sucio y el resto de sus secuelas cinematográficas, se elevó como guardián del bien utilizando las mismas armas que los representantes del mal. Todo muy violento, todo muy simple, en la misma línea de los spaguettiwestern que gracias a Sergio Leone popularizaron a este actor y convirtieron a Almería en un gran plató hollywoodiense.
El proceso que comenzó con En la línea de fuego, aunque en Los puentes de Madison ya asoma un hombre sensible, ha culminado con este Gran Torino. En aquélla, el talludito y arrogante guardaespaldas del presidente de los EE.UU que aparentaba poco más de sesenta años (los mismos que tenía el actor por entonces), ya empezaba a ser un tipo vulnerable. Y ya el sentimiento de la culpa pesaba en el personaje, como una planta que crecía, quiero decir, que la semilla estaba perfectamente arraigada en su corazón y que sólo era cuestión de tiempo el que llegara hasta donde ha llegado.
Por suerte para todos, Clint Eastwood ha alcanzado setenta y ocho años en plenas facultades mentales y con todo su vigor creativo e interpretativo. También por suerte para todos, su inteligencia ha sido suficiente como para saber que era el tiempo de que diera paso a un hombre atormentado por su pasado, aunque dicho tormento se oculte, o se pretenda ocultar, tras esa arrogancia física que aún ostenta, tras esa mirada acerada y dura, casi siniestra y muchas veces sin piedad.
Pero pronto se ve que todo es pura pose, escudo protector de un hombre que se sabe, en realidad, desprotegido, solo y despreciado, salvo por su memoria y por los habitantes del pasado, entre los que no figuran los jóvenes. Da igual que sean 'rollitos de primavera', sacerdotes irlandeses, morenos o chicanos.
Esta película, como acontece en las buenas obras de arte, y las que dirige Eastwood no son malas, tiene, al menos, dos niveles de lectura. Por la superficie galopa con ritmo y tino cinematográfico el argumento de una cinta que contrapone las dificultades que tiene un antiguo excombatiente de la guerra de Corea para comprender a las generaciones que le han sucedido. Si ya no se entiende con sus hijos, a sus nietos los ve como extraterrestres dignos de un reformatorio al más puro estilo, la letra con sangre entra. Para aderezo completo del ambiente en el que vive, el barrio se ha convertido en lugar de residencia de los 'amarillos', aunque pronto descubrimos que se trata de Hmong, es decir, una etnia vietnamita que apoyó al ejército norteamericano durante la guerra de Vietnam y que tuvo que huir de su país, una vez que el Vietcong se hizo con las riendas de la situación y el ejército estadounidense regresó a casa. Se contraponen los valores del esfuerzo, el tesón, el trabajo, el respeto a los mayores, la hospitalidad, el contacto humano, con el nuevo estilo juvenil de las bandas compuestas por jóvenes de la misma raza (hmong, negros, chicanos...) cuyo único fin es delinquir o eso parece.
Pero bajo este argumento (del que no contaré más por respeto a quien no la haya visto aún) habita la verdadera historia de la película, que no es otra que la historia de purificación de la culpa del protagonista Walt Kowalski, Clint Eastwood, que durante las casi dos horas de proyección evoluciona de un modo que no deja indiferente a nadie. Desde el primer fotograma del filme, en que escuchamos el gruñido de un temible perro guardián enfadado tras la boca cerrada de Walt Kowalski que preside el funeral de su esposa (fotografía que ilustra este comentario), hasta el final de la película, además de la historia que se nos cuenta, contemplamos el cambio de una personalidad que pasa de la intolerancia a la entrega. Un hombre que, a pesar de la animadversión que siente por la iglesia católica (otra de las constantes de los personajes del ultimo Eastwood, la crítica a la iglesia católica, sobre todo al sacramento de la penitencia), siente el peso de la culpa como una losa que le aplasta la vida; un hombre que durante ese periplo interior encuentra, en medio del dolor absurdo causado a un inocente, el modo en que ha de aplacar su remordimiento, una vieja culpa que le ha atormentado toda la vida.