Cartel de la película.Copiado de la página web oficial

El domingo por la tarde, Marián y yo estuvimos en el cine. Subimos a la sesión de las cuatro de la tarde, y mientras la lluvia menuda inundaba el parabrisas de su coche, pensaba que era el mismo horario de cuando niño, subía junto con mis hermanos al cine del Colegio Claret a ver alguna de vaqueros o de piratas o de policías...
Es imposible saber si cuando F. Scott Fitzgerald escribió el relato que ha concluido con la espléndida película, había bebido mucha ginebra. Más bien, por lo poquísimo que sé de su biografía creo que no, que todavía no había comenzado con la adicción al alcohol que concluyó en diciembre de 1940, a la edad de cuarenta y cuatro años, tras un infarto. En el mismo año en que escribió este relato breve, 1921, le nació su hija, Frances. Zelda, su esposa, aún no había tenido el primer serio ataque de depresión que concluyó en esquizofrenia de la que nunca se recuperó; ni siquiera conocía a su amante, Sheilah Graham, con quien vivió mientras escribía guiones para Hollywood. En 1920 había publicado su primera novela A este lado del paraíso, que fue un éxito editorial y sin embargo no tenía para vivir, así que se ganaba la vida escribiendo relatos breves para revistas. Eran otros tiempos.
Pero estábamos en 1921. Le iba a nacer un hijo, una hija, y no es de extrañar que este acontecimiento le provocara pesadillas o alguna pregunta inquietante, de esas que en los momentos de angustia nos hacemos los padres, sobre todo primerizos: ¿qué es lo peor que le podría pasar al niño...? Al responder a esta pregunta, quizá brotó el germen de El curioso caso de Benjamin Button. O quizá no, o quizá me lo estoy inventando. Ya sabéis, hasta los escribidores tenemos fantasías.
El curioso caso de Benjamin Button es una apuesta para que nuestro cerebro y nuestra conciencia trabajen a destajo. Desde un planteamiento completamente absurdo y a estas alturas conocido de todos (un bebé (Brad Pitt) nace con aspecto y enfermedades de anciano de ochenta y cinco años, pero a medida que crece rejuvenece), el escritor norteamericano nos obliga a reflexionar sobre el tiempo, sobre su transcurso, sobre lo inevitable de la muerte y sobre la importancia de aprovechar los momentos que nos entrega la vida, pues, como se encargan de repetir varias veces varios personajes, nada es para siempre. Pero nos ofrece un ángulo especial, como si construyera un nuevo lado del poliedro: da igual que el tiempo vaya en una dirección o en otra, la esencia del tiempo es que pasa, y en ese pasar vamos dejando la vida. De algún modo, esta historia es la revisión o relectura del tradicional tema que desde la Antigüedad Clásica obsesiona a la humanidad y que los artistas (ojeadores y cirujanos del alma de sus contemporáneos) expresaron, expresan y expresarán de diversos modos, siendo el más vetusto el que se refleja en el verso de Horacio: Carpe diem quam minimum credula postero. Es decir, ‘Aprovecha el día, no confíes en mañana’. El famoso carpe diem.
Si esta película obtiene los trece óscar para los que ha sido nominada por la Academia de Hollywood, hasta dentro de un par de semanas no lo sabremos. Quizá le ocurra como a nuestra Los girasoles ciegos, que también optaba a trece Goyas y se quedó en dos, si no me equivoco. Quizá fueran tres.
Pero a mi modo de ver, no es el único paralelismo entre ambas películas que nada tienen que ver entre sí. Según mi criterio, otra cosa las emparenta: la solidez de la historia sobre la que se cimenta la obra cinematográfica. Tanto la película española, basada en la colección de relatos breves escrita por Alberto Méndez, cuyo título adoptó la cinta de José Luis Cuerda, como ésta de la que hablo, son tan magníficas películas porque su base es una historia realmente magnífica, escrita por magníficos escritores.
Si no hay historia, no hay película. Para mí es una honda convicción.
No soy crítico de cine, pero creo que esta película merece la pena, aunque sea muy larga (dos horas y tres cuartos), aunque al principio se haga un poco lenta, ya que es de esas películas que necesita algo de tiempo de aclimatación por parte del espectador. El director del film, David Fincher, nos plantea un ritmo diferente, algo más lento de lo que la vida y el cine norteamericano nos tiene acostumbrados. A mí me gustó mucho la fotografía, la iluminación, el montaje, el trabajo de caracterización, no sólo de Brad Pitt, me parece prodigioso. Y, sobre todo, cuando lo único que importa de la película coincide con lo único que importa de verdad en la vida, algo llamado amor, ya no puedes dejar de verla, ya te has quedado pegado al sillón, ya no es que el reloj vaya despacio o deprisa, sino que se detiene en una zona parecida a la eternidad y la emoción te atrapa, te atrapa... y si cuento más, y si no la habéis visto, acabaréis por buscarme para hacerme algo feo.
Cuando el escritor ideó su relato, no podía saber que el 29 de agosto de 2005 un terrible huracán, llamado Katrina, convertiría en trágica la vida en Nueva Orleans. Tal día, horas antes de la inundación de la ciudad, en un hospital, agoniza una mujer que tiene graves problemas respiratorios. Su hija está a su vera y la anciana madre le pide que abra una maleta. Dentro de ella aparecen los recuerdos más importantes de aquella mujer moribunda llamada Daisy (Cate Blanchett), que su hija Caroline (Julia Ormond), va descubriendo poco a poco. Secretos que, perteneciendo a su madre, nunca había visto. Su madre tuvo un pasado secreto que se ha detenido en un voluminoso diario, unas postales, unas cartas, unas fotos... En fin, un pasado muy extraño. Un pasado que arranca antes de que ella misma naciera:
Avanzada la Gran Guerra, un relojero ciego construye un hermoso reloj para la estación de Nueva Orleans. Este hombre, desesperado por la muerte de su hijo en un campo de batalla europeo, construye un hermosísimo reloj, con una particularidad, en vez de avanzar retrocede. La razón que argumenta el día de la inauguración del aparato de precisión que de ese modo podrían conseguir que los hijos muertos en la contienda regresaran con vida, o no llegaran a embarcar en los trenes cuyo destino final sería una guerra. Justo la noche del 11 de noviembre de 1918 cuando finaliza la I Guerra Mundial, en casa del acaudalado Mr. Button, fabricante de botones, nace su hijo, cuyo aspecto es repelente, similar al de un anciano de unos ochenta y cinco años...
El resto os espera en una sala de cine.