Imagen tomada de Internet
El frío se había enseñoreado de la ciudad. La Navidad se acercaba, como siempre, escondida bajo un lastre de edulcorantes como fuegos artificiales, luces como sonrisas de cartón, gastos como robos a los desheredados, regalos como egoísmos compartidos… Y por no romper con los tópicos, para que estuviesen todos, la nieve se asomaba como niña curiosa sobre la cresta de las montañas. Nevaría en la ciudad en cualquier momento.
Pero este año en Euritmia, algo había cambiado. El miedo se había apoderado de una parte de su sustancia. Era un miedo pegajoso e inexplicable. Un miedo que crecía en el interior de algunos ánimos, sin afectar a otros. Los robos habían comenzado donde residían las fortunas de la ciudad, tal y como sostenían las opiniones más generales y aceptadas. Después de los primeros, que se mantuvieron en secreto por un prurito de orgullo y porque la propia Policía lo recomendó, los hurtos se extendieron como una mancha de aceite que terminó por colarse en la mayoría de hogares de La Plaza, calle Imperial, avenida Gonzalo Fernández de Córdoba, calle del Cabildo, y la parte baja de la calle Arcipreste de Hita, la más próxima al Puente.
Sólo en el despacho de Gayano se tenía la noción precisa. El plano de la ciudad, como un pajarillo con las alas cerradas, se desplegaba sobre una de las paredes. Donde se había producido algún robo habían clavado pequeñas chinchetas, tal que un reguero de hormigas. Los barrios más humildes, en teoría, como El Óreo o El Ángel o Nueva Euritmia, aparecían limpios, como si sólo le crecieran plumas a aquella avecilla en la cabeza y el cuello. Para dos policías expertos como Balmes y del Río, allí estaba la mano de una banda bien organizada que tenía un firme propósito y que conocía muy bien los entresijos de la ciudad sobre la que asestaba golpes precisos, pero cuya última determinación no parecía ser el desfalco.
Se repetía sistemáticamente la forma de actuar. Nunca había nadie en la casa asaltada. El único daño, aparte del robo, era el que se producía en la cerradura de la puerta de entrada, aunque no era muy grande. (Este detalle llevó a pensar en la mano de un experto). Lo robado, salvo el dinero –si lo encontraban de modo sencillo-, era identificable por los propietarios (joyas, relojes, pequeños cuadros, alguna miniatura de cierto valor, aunque fuese por su antigüedad). Excepto algún desorden, no causaban más daño en la vivienda. Nunca se llevaban todos los objetos de valor, ni siquiera todo el dinero. Jamás se sustrajeron algo de gran tamaño. Tampoco se había producido ningún hurto después de las seis de la tarde, ni antes de las once de la mañana. En un intervalo de siete horas los ladrones robaban todos los días entre dos y seis domicilios. Al menos ésa era la frecuencia de las denuncias.
La Policía estaba atónita, era la primera vez que se encontraban con un tipo de atracos de esta clase. Si por el delito se intuye al delincuente, en este caso todas las líneas de investigación topaban con soluciones de difícil explicación…
Las señales que dejaban los ladrones, analizadas por el departamento científico de la Comisaría, no aportaban muchos datos. Las huellas encontradas no figuraban en ningún fichero policial. Uno de ellos era de cierta edad puesto que habían encontrado en varias viviendas algún cabello blanco, que no aclaró nada, pues, una vez hecho el estudio de ADN y cruzados los resultados con la base de datos, no estaba fichado.
Balmes y del Río construyeron con paciencia de miniaturista un posible perfil de los ladrones. Sus conclusiones, en principio, no hablaban muy bien de las facultades mentales de ambos policías: personas de cierta edad –deducción a la que se llegó por la zona en que actuaban-, probablemente naturales de la ciudad, o residentes en ella desde hacía tantos años que todo el mundo les consideraba euritmitenses, que robaban, bien porque padecían alguna enfermedad mental, bien porque pretendían obtener un alto número de pequeñas ganancias con la venta de lo robado. No buscaban el gran golpe, sino pequeños hurtos que sumaban una buena cantidad.
—Esto suena —comentó Daniel del Río una tarde de noviembre, cuando el estupor ya ocupaba la inteligencia de los policías— a que alguien está solucionando el problema que le ha causado la crisis a base de sisas, más que robos. Un viaje a Madrid u otra ciudad próxima, les permitiría su venta al menudeo, sin que nadie pueda dar la señal de alarma.
—¿Y si las empeñaron?
—No fastidies, Gayano… ¿No me digas que son ladrones buenos que una vez que recuperen el dinero, van a ir a desempeñar las joyas y luego devolvérselas a sus propietarios?
Balmes se encogió de hombros y encendió un cigarrillo en su despacho. Del Río se apresuró a abrir la ventana.
—Gayano, que está prohibido…
—Coño, Daniel, se me olvidó… ¿Me vas a denunciar? —preguntó Gayano con una sonrisa inocente, que se acentuaba al paso del humo junto a sus ojos obligándole a guiñarlos como si mirara a un horizonte lejano.
La tarde en que denunció Dalmacio, algo se consolidó en la percepción de Gayano. Una intuición confirmaba la sospecha sobre un aspecto de la identidad de los ladrones. Fue como un chispazo que aún no sabía concretar muy bien ni para qué servía.
—¿Dalmacio —preguntó— sólo te robaron las joyas de Anunciación?
—También algo de dinero, pero eso no me preocupa.
—¿Eran las únicas joyas que tenías en casa?
—No, aún queda alguna más.
Gayano se frotaba la barbilla en un gesto muy suyo que mostraba a las claras que su cabeza trabajaba a bastante velocidad…
—¿Tenías las joyas guardadas en diferentes habitaciones del piso?
Allende intuyó qué derroteros pensaba el Comisario, e intuyó las conclusiones.
—Pues no… Ahora que lo dices tienes razón. ¿Por qué sólo se han llevado estas joyas y han dejado las otras? No lo entiendo… Una vez allí podrían haberse llevado todas.
Continuará mañana...
7 comentarios:
Uy que me estoy imaginando quién es el ladrón...Pelillos blancos de hombre mayor...Uhmmm.
Un abrazo.
¿Quiénes son los ladrones?. Como decía el monaguillo del viejo cuento del robo del cepillo de los pobres en la iglesia, ¡Los ladrones habrán sido! Un saludo.
Uyy que pista! Es que ya no sabemos si estamos leyendo un relato de policías y ladrones o un cuento de Navidad.
Besos una vez más, como quien espera a los reyes Magos. (Con la nueva y fastidiosa ortografía ya ni sé si lo he escrito bien)
Ahora con las pistas mi intriga aumenta, las ganas de seguir leyendo también, mi instinto me lleva por las mismas latitudes que han emprendido Isolda y Flamenco, pero conociendo Amando, no estoy seguro que sea esa la vía.
Un abrazo para todos.
Leo
Aquí disfrutando de tu arte. Felices días y un fuerte abrazo.
¡Bueno- bueno, parece que está a punto de descubrirse la pólvora! A esperar la prósxima entrega. Me encantan los villancicos flamencos.
un puñadito de besos para todos vosotros. Ser muy felices
¡Qué buenas ideas! robos de las once a las diez y ocho, robos selectivos, y el cabello blanco... que no es mío. Extraño(s) ladron(es).
Publicar un comentario