El Dolor de Oswaldo Guayasamin.
Imagen tomada de Internet .

Ha sido él. Que no os engañe. Ha sido él. ¿No me escucháis? ¿No os dais cuenta de que llevo en mis pupilas cerradas la huella indeleble de su sonrisa criminal? No, no os equivoquéis con los dictámenes médicos, ni con las pistas falsas que os tiende el pasado. Perdonadme esta insistencia machacona, esta repetición compulsiva: ha sido él. Contempladlo, si lo estimáis oportuno. Sí, mirad su rostro arrepentido de chancho sucio, sus lágrimas diáfanas y abundosas, pero no os dejéis seducir, no llora por mí, llora por él, como siempre. No sabe hacer otra cosa; en su puñetera vida ha hecho otra cosa, sólo llorar por él, sólo sentir pena por sí mismo. Cuidado, que no os engañe. Os veo compungidos al dirigiros a su corpachón blandengue, porque sus gimoteos os estremecen; burda patraña, os lo aseguro. Mejor, escuchadme. ¿Por qué no atendéis a mis gritos desgarrados? ¿Es que no os llega mi lamento? Olvidad el suyo, es falso, es disimulo, puro disfraz, como todo él. Os temo. Sois tan superficiales; sois incapaces de comprender lo que de verdad ocurre. Sólo os fijáis en las apariencias, en la superficie, no en el curso profundo de los acontecimientos. Va a quedar impune, lo estoy viendo desde esta atalaya donde el viento verbera con un ulular frío y denso, esta cima oscura adonde me ha enviado su inquina. Ya sé que mi cuerpo no presenta nada que os haga sospechar de él. Sólo sois testigos de la apariencia teatral de sus actos que también a mí me engañaron. No lo dudéis, es un actor consumado. Sólo sois testigos de que me acompañaba por la calle cada tarde; que mercaba en las boticas los fármacos que me prescribíais; que llenaba el capazo azul con la compra, el que reposa vacío tras la puerta de la cocina; que nunca os acompañaba a la hora del partido de fútbol televisado, ni para echar la partida de la sobremesa humosa, ni para el aperitivo del mediodía, porque a esa hora paseaba conmigo despacito, despacito calle arriba, despacito calle abajo. Cuando le preguntabais por mí, sus labios se curvaban en una comba triste, a punto de la lágrima. Pobre, pensabais, sólo pendiente de ella, está tan delicada; se merece un altar con todo lo que está tragando, pensabais. Meneabais la cabeza, sí, lo sé, no me lo neguéis ahora con torpes aspavientos de manos hediondas a nicotina amarilla; movíais la cabeza pensando que la mía estaba desahuciada, que no servía para nada. A mí nunca os dirigíais, para qué tal esfuerzo, si todos estabais al cabo de la calle: una pobre loca que está convirtiendo en calvario la vida de éste. Sí, no me neguéis la evidencia; me teníais lástima, lo sé; pero vuestra compasión no era como la que sentís por cualquier agonizante que va abandonaros, era odio resignado. También me odiáis, no lo neguéis, al menos no se lo neguéis a vuestra inteligencia narcotizada: el autoengaño es la peor de las mentiras. No seáis mezquinos. Me odiáis porque veis en mí la ladrona de vuestro amigo, del gran hombre que se sacrifica un día y otro y otro también por ésta que no vale nada, ni el diezmo del tiempo que le dedica. Neuronas en barbecho, ¿no veis que nos ha engañado a todos? A mí también. También creí que lo que sentía por mí era bondad, entrega pura, amor diáfano. Todo era pose de artista consumado. En el fondo, me odia, porque piensa, como vosotros, que le he destrozado la vida, que le he condenado a existir sobre un público ataúd errante. Además, es un cobarde. Sí, un miedoso desaforado, un pusilánime incapaz de reconocer su cobardía. Es un cobarde porque jamás se atrevió, como vosotros jamás os atrevisteis, a gritar la verdad a los cuatro vientos, a decirme a la cara que le consumía, que le succionaba la voluntad, que le chupaba hasta la última gota de sangre del alma. En esta oscura atalaya, siento frío, mucho frío, y el viento ulula negros gemidos de angustia; pero no me importa. Os lo he de contar todo, para que le escupáis al rostro, para que le alejéis de vuestra compañía con el desprecio más absoluto, para que la verdad no quede secuestrada por la peor de las mentiras, la hipocresía. Os lo repito, ha sido él. ¿Por qué no me escucháis, marmolillos? ¿Es que habéis ensordecido? ¿Por qué le confortáis? No le consoléis, que os engaña. Sabed que está pensando ahora que todo ha sido tan fácil, tan endiabladamente fácil, que se reprocha no haberlo hecho antes. Lamenta haber impedido que lo que hoy pensáis, sucediera entonces. ¿Tenéis miedo del diablo? Sí, un miedo atroz, un pánico cerval. Hasta yo le tengo miedo ahora, ahora que sé más cosas, muchas más. Pues si es así, ¿por qué le consoláis? ¿No os dais cuenta que es Belcebú encarnado en un amorfo verraco repulsivo? Venid, escuchadme. Sí, acercaos hasta aquí, que se me escapan las fuerzas y ya no puedo gritar. Agua, necesito agua, agua, por favor, que tengo la lengua como piedra pómez. Es que nadie va a acercarme un vaso de agua. ¡Malditos, quiero agua! ¿Por qué no me escucháis? ¿Por qué os habéis quedado todos sordos al tiempo? A mí no me engañáis, sé que me oís, pero disimuláis, preferís consolar al mártir que ha entregado todo por mí. Además de no escuchar, ¿tampoco me queréis dar agua? Es igual, no me hace falta para contaros lo que os pienso contar. Lo que no queréis oír, lo escucharéis, estultos. Él me acompañaba cada tarde por la calle, es cierto, no lo negaré, pues sería como negar que en esta atalaya el viento me azota sin piedad; pero, ¿alguno sabéis las veces que me dirigía la palabra? ¿Quién responderá? Hagamos una de esas encuestas que están de moda… No, mejor que una encuesta, juguemos a un concurso, como los que idiotizan las tardes televisivas. Demostrad que sois buenos idiotas. Primera pregunta: ¿En nuestros públicos paseos vespertinos, me dirigía la palabra muchas veces, varias veces, algunas veces, pocas veces, ninguna vez? ¿Quién responde? Ésta es la fácil, ésta es la primera, ésta es la que todos los concursantes saben siempre. No me digáis que no acertaréis. ¿Os calláis? ¿No entendéis la pregunta? Me parece que queréis divertiros a mi costa, y ya no estoy para diversiones. En esta atalaya sopla un vendaval terrible, hace frío, está oscuro. Ánimo, lerdos, la respuesta es muy sencilla. Os repetiré la cuestión, parecéis distraídos niños de primaria ¿En nuestros públicos paseos vespertinos, me dirigía la palabra muchas veces, varias veces, algunas veces, pocas veces, ninguna vez? Me parece que os da vergüenza reconocer que esta cuestión os trae al pairo. Así que esas tenemos, lameculos. Nadie se arriesga. Me conformaría con la aproximación. ¿No? ¿Por qué os calláis, mendrugos? Pues bien, si no queréis escuchar de vuestros labios la verdad desnuda, tendréis que oír mi grito. ¡Ninguna! ¡Nunca me dirigía la palabra por la calle, necios! ¿Qué os parece vuestro mártir? Pero, ¿qué es esto? ¿Ni un solo gesto de repulsa, ni una mirada que repruebe su dureza de corazón? ¿Seguís aliviando sus lágrimas falsas? Os he dicho que no me hablaba, que no me dirigía la palabra. ¿Os da igual? Pues a mí no me da lo mismo, aduladores de pacotilla. Sí, paseábamos agarrados del brazo, pero como si paseara a una perrita. Cada tarde, sus ojos salían disparados a los culos de vuestras hijas adolescentes y de vuestras jóvenes amantes que parecen mártires caídas de las hornacinas de los altares, y se perdían por sus pechos enhiestos, ignorantes de la fuerza de la gravedad. Sí, hacia sus vaginas virginales dirigía su mirada el enamorado, el cautivo de su esposa enferma. ¡Ja! Su esposa enferma. Saludaba a unos, a otros, hasta a desconocidos, para evitar mirarme al rostro siempre triste y sombrío, desesperado y ajado siempre. Muchas tardes llegaba a casa y me daban ganas de ladrarle, de menear el rabo que no tengo, para que, al menos, acariciara mi cabeza, y me dijera, buena chica. ¿No se hace tal cosa con los perros? Por lo que veo, tampoco os afecta esto ¿Es que no tenéis corazón? ¿Es que no os repele tan poca humanidad? No sé si pensar que también sois de su especie, o es que, no me termináis de creer. Pero, si no creéis algo tan simple, y tan evidente, algo que cualquiera podría comprobar con que repasase mínimamente el contenido de su memoria artrítica, ¿cómo creeréis, memos, las demás cosas que os tengo que decir, antes de que vuele, para siempre, de la cima de esta atalaya desolada y ventosa? Si no sois capaces de aceptar que nunca jamás le habéis visto hablando conmigo, ¿cómo admitiréis que en estas cuatro paredes era peor? ¿Seguís sin escuchar, sandios? ¿Seguís sordos a mi delación? No me importa, continuaré con ella, por si os vuelve de pronto la cordura. En esta casa me hablaba, no lo puedo negar; pero hubiera preferido su mutismo. Su voz, que ya no necesitaba el disfraz de la apariencia, se hacía buido reproche frío y cortante, garfio que me sajaba el alma. Durante horas me echaba en cara todo: mi desaliño, mi dejadez, mi aburrimiento, mi tristeza enfermiza, mi desolación, mi ausencia de ganas de vivir. Le dejaba hablar, con mi rostro impasible, pero me desangraba su voz acartonada. A pesar de sus constantes idas y venidas al médico conmigo y de sus perennes visitas a las farmacias, no se creía que estuviera enferma. Nadie se ha creído nunca que estuviera enferma. Sí, hipócritas, todos pensabais que actuaba, que era pura pose, que se trataba de fastidiarle. Ya me hubiera gustado reír, al menos, sonreír, y preocuparme por los vestidos que están de moda, y atender las noticias de los telediarios o las de los boletines horarios de la radio, e interesarme por el último programa televisivo de moda, y buscar recetas novedosas que alegraran la pobreza monótona de un menú asqueroso, y quererle como una mujer, no como un ánima renqueante. ¿Es que os pensáis que no me hubiera gustado? Podré estar loca, ¿qué me vais a contar, bodoques?; pero no soy necia, no soy como vosotros, que os paráis, agotados y jadeantes, en la mera superficie de las cosas y sois incapaces de ir un poco más allá, porque vuestra única neurona está pendiente en exclusiva de la arriada verga verrugosa. Claro que me hubiera gustado ser como todos. Incluso ser cornuda como vuestras mujeres, para poder tener excusas y buscarme a mi nuevo compañero, no esta inútil pocilga sebosa que se pasa la noche roncando. ¿O es que pensáis que vuestras santas no coronan vuestras testas con córneas diademas y no deshacen el lecho conyugal en brazos de jóvenes machos siempre erectos? Me dais pena, panda de ignorantes cornudos. Pero es que no podía, badulaques. Escuchadme bien, mirad como mis labios silabean desde esta atalaya lóbrega: no-po-dí-a, es-ta-ba en-fer-ma. Bah, estúpidos, no sabéis qué es eso. Tener una losa de millones de toneladas aplastando la voluntad, aplastando el cerebro. ¿No os dais cuenta, zafios, que era agotador sólo abrir los ojos? Dad gracias, cerebros de larva, a que desconocéis esto. ¿Qué sabréis del escalofrío de pánico que produce pensar en cruzar el umbral de la puerta? ¿Qué sabréis del desgarro que es mirar un escaparate cubierto de unos trapos que no sirven para nada? No sabéis nada, sólo pensáis en follar con vuestras jóvenes amantes y en el partido de fútbol televisado. Vuestra cabeza de chorlito enano no da para más. Y después de los reproches, todo era peor, porque volvía su mudez que me aplastaba, volvía el alejamiento. Estábamos los dos, enfundados en el más hosco de los silencios. Sentí su odio cada día. Un odio homicida disimulado de cansancio y aburrimiento. Me desesperaba porque no podía hacer absolutamente nada. Sí, zopencos, quería quererle y no podía. Esa sí que es una desgracia. La mayor de las desgracias. Claro que no sabíais nada de esto, bordillos de cemento. ¿Qué habéis de saber, si aunque hubiera querido hablar no me habríais querido escuchar? Ved como tengo razón, todavía no habéis escuchado este grito desgarrado. Todavía no me habéis traído agua que esponje esta piedra pómez que ocupa mi boca. Veo que seguís consolando su aflicción. Patanes, sois unos patanes, ¿o es que sois de su misma condición? Acaso sea esto, acaso estéis interpretando los papeles secundarios de una eterna farsa, pero, en el fondo, os gustaría, ser sus protagonistas… Ruines asesinos… Por Dios os pido, agua, agua que mi garganta arde en medio de este frío sideral de la atalaya ventosa. Agua, por Dios, una gota, una sola gota de agua que humedezca estos labios resecos. ¿No veis que se me están cuarteando como tierra desértica? Es igual, seguiré con mi pliego de descargos. ¿Pensáis que no hay más? No, pardillos, hay más, todavía queda más. Después de la afrenta, llegaba la acusación. Sí, me acusaba de estar matándole en vida. Él que lo daba todo por mí, que se estaba entregando, no recibía nada. Sí, lo decía en silencio, lo escupía con gestos, con miradas de carnero degollado, me abofeteaba con desprecios mudos. Otra mentira. No me daba nada, ni una sonrisa me regalaba. ¿Qué me interesaba que me acompañara por la calle, como el dueño de su perro? ¿Qué me interesaba que llenara el capazo azul de la compra? ¿Qué me interesaba que estuviera a mi lado en la consulta del médico, si callaba como una tumba? ¿Qué me interesaba que comprase un medicamento y otro? ¿Qué me interesaban su silencio amargado, sus insultos mudos, sus desprecios homicidas? Algunos, si me quisierais escuchar, malditos sordos de conveniencia, podríais argüir que me daba el tiempo, su tiempo, que no ha hecho otra cosa estos años. ¡Zafia mentira! Era su corpachón de tostón cebado el que estaba a mi lado, como mojón de martirio. Él no estaba, su cabeza no estaba junto a mí, y menos su corazón o su deseo. Os lo repito, pandilla de termitas, él miraba a vuestras hijas núbiles, a vuestras jóvenes amantes. Ése era su deseo, ése era su pensamiento. Su tiempo, decís, me otorgaba su tiempo, decís. Sólo acepto que digáis, sofistas ineptos, que me daba la carcasa de su tiempo, que me entregaba el tictac de los relojes. Escuchad mi alegato, ratas de alcantarilla, ha sido él quien me ha enviado a esta oscura atalaya donde ulula el gélido frío. No penséis que lo que digan vuestras refinadas autopsias será cierto, aunque sea científicamente demostrable, aunque sus lágrimas de seboso gallináceo os derritan el alma mantecosa. Sí, topos ciegos, mirad a vuestro alrededor. Sí, contemplad las paredes de esta habitación. ¿Veis huellas de palabras agradables? ¿Quedan señales, aun tenues, de caricias comprensivas? ¿Dónde está el eco de sonrisas misericordiosas? ¿Dónde tiembla la llama de un beso consolador sobre la frente? ¿En qué esquina, bazofia de vertedero, vislumbráis el aroma de sonrisas acogedoras? ¿En qué fenda de la tarima, ha quedado el brillo que deja una frase de aliento? Ved, más bien, murciélagos sedientos de menstruo virginal, las esquirlas de insultos solapados, la fetidez de odios perennemente incubados, las melladuras de desprecios silenciosos, la mucosidad viscosa de la inquina, el tamo musgoso de mentiras disimuladas. Dejad de consolarle, botarates, dejad de preocuparos por sus lágrimas frías. ¿No veis que es repulsivo como una babosa? ¿No veis que os sonríe como una víbora hambrienta? ¿No veis, mohosos falos lacios, que se frota las manos, porque esta cama podrá llenarse con los cuerpos de vuestras hijas y de vuestras amantes? Por fin es libre. Eso es lo que buscaba. ¿No lo comprendéis, paralíticos del alma? Cuidaos de su llanto, cuidaos de su pena, porque seducirá a vuestras hijas y copulará con vuestras amantes. ¿Por qué no me escucháis? ¿Por qué mi grito no dispara vuestro odio y le estranguláis aquí mismo, ante mi cadáver que os grita? La ciencia, la inapelable ciencia, tan ciega como vosotros, lémures sin ojos, dirá lo que va a decir. Sus lágrimas serán suficiente argumento exculpatorio. No, no entiendo por qué os habéis quedado sordos de repente. Me estoy desgañitando. Tengo la lengua cual piedra pómez. Dadme agua, por Dios, dadme agua. Oíd, por Dios, mi cargo contra esa serpiente venenosa. Ha jugado bien sus cartas el homicida. Ha estirado su paciencia de vaca solitaria, hasta límites casi infinitos. Algo bueno había de tener ese buey oscuro. Se ha aprovechado de mi maldito error, de mi desesperación de antaño... Cuando no aguanté más, cuando no soporté el peso de la losa que me hacía insufrible pensar, respirar, mirar siquiera, hice lo que todos sabéis. Fue sencillo. Sí, muy sencillo. No había más que estirar el brazo, destapar el tubo, abrir la boca y ensalivar, masticar un poco y tragar despacio, deglutir a conciencia, ingerir sin prisa, sabiendo que era el preludio de mi reposo ansiado. Sí, incapaces, aquellas tres o cuatro veces fui yo. Sí, candelejones, si él no hubiera regresado tan temprano, nada se hubiera podido hacer, y no estaría gritando desesperada desde esta oscura atalaya fría y ventosa. Recuerdo, entre sombras, que su mirada de entonces dudó. Sí, reata de ovejas descerebradas, dudó. Hubiera sido fácil. Cerrar de nuevo la puerta, como si no hubiera entrado, bajar al bar de la esquina, tomar un café, dos quizá; las verdes pastillas, cual liquen muerto, hubieran hecho su efecto. Punto y final. Pero Satán tenía que perfeccionar su obra. No penséis que fue un resto de piedad. No, fue un gesto consumado de guionista de películas de intriga. Aprovecharía hasta el último resquicio para que le compadecierais más aún, para que le adoraseis hasta la eternidad. Pensé, cuando salí del atolladero, lo mismo que pensasteis: me ha salvado, su único afán es mi supervivencia. Nunca le he odiado tanto como cuando llamó a las ambulancias y los médicos me metieron aquellos horribles tubos por la garganta hasta el estómago, para vaciarlo del veneno que me regalaría el descanso. Le odié porque me llevaba la contraria. Le odié, despojos de alquitrán, porque, como siempre, iba en contra de mi voluntad. Le odié, como ahora le odio. ¿No os dais cuenta?, mastuerzos, ha jugado con todos, también con vosotros. Os demuestra su refinada perversidad. Escuchadme, canallas, escuchadme de una maldita vez, escuchadme, os lo suplico. Ha sido él. Lo repito, ha sido él. ¿Cómo queréis que os lo diga? Si susurro, no me escucháis. Si musito, estáis a otra cosa. Si hablo con calma, no me oís. Si voceo, me confundís con el estruendo de la tormenta. Si grito desaforadamente, parecéis asustadas marionetas insípidas. Os lo suplico, hacedme caso de una vez. La autopsia sólo llegará a una conclusión, el resto lo pondrá vuestra podrida imaginación inútil. Esta vez no he sido yo. Desde la última ocasión en que este viscoso escorpión que ahora llora me rescató de las siniestras garras de la bestia, me empeñé en luchar contra el monstruo que me habitaba. Estuve tan cerca del final la última vez, que comprendí que la soledad de esta atalaya ventosa era peor que su compañía silenciosa. Empecé a luchar. Os juro, incrédulos, que empecé a luchar. Sí, escuchadme esto también: luchaba cada jornada por sonreír, por adecentarme, por caminar erguida, por salir a la calle con la mirada dispuesta a contemplar de frente y por derecho a la vida. Sí, os juro que quería quererle. Pero él no estaba por la labor de amarme. Juraría, si jurar me sirve de algo ante la torpeza de vuestro tardo corazón, que le fastidió mi cambio, como un aguijonazo de avispa en los ojos. Siguió a lo suyo, a ese hosco silencio despectivo, a esa indiferencia lacerante, a tratarme como si fuera un fardo de plomo muy, muy pesado. Ayer, sin más, decidió que todo había terminado. Llegó al último renglón del guión espeluznante. Caí en su trampa. Sólo por la sonrisa demoníaca de despedida, descubrí la patraña. Fue su único error. Se inventó un romance sucio, depravado. No se ahorró un detalle de la supuesta traición. Nombre, dirección, fechas, sus posturas preferidas. Extendió su mano de alacrán emponzoñado y me ofreció el tubo de las pastillas de color de liquen muerto, sin que le rilara el pulso, sin lágrimas que rielaran en sus ojos turbios. Cuando acabé con las cápsulas, me sonrió como el diablo, diciéndome que todo era invención. Y bajó a tomar un café, o eso me dijo ¡No, no os marchéis!... Agua, quiero agua… ¡No, no bajéis la tapa del ataúd!... No abandonéis mi cadáver que se desgañita en la cumbre de esta oscura atalaya solitaria donde verbera un denso viento gélido ululando negros gemidos angustiosos…
Escuchadme, imbéciles, escuchadme, ha sido él… No permitáis que os engañe… Ha sido él…